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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 52 Entre Mljet y Šipan, 30 de abril

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CAPÍTULO 52
Entre Mljet y Šipan, 30 de abril

Las dos de la noche. El presidente Tito ha abandonado Mljet hace menos de cuatro horas. El jardín de la villa está tan silencioso que parece oír, a lo lejos, un ruido de resaca.

La sombra sale furtivamente por la entrada trasera. Supera matorrales de boj y palmeras, para agazaparse entre el seto y la estatua de Hermes, ahogada de plantas trepadoras.

Sobre las rodillas, un maletín. Lo abre con cuidado. Saca un par de auriculares y se los pone. Dedos expertos prueban cursores y mandos. Por los auriculares un débil ruido. Ojos atentos miran fijamente unos indicadores trémulos y descifran cada oscilación. Una mano trabaja con exactitud y cuidado para orientar la antena con forma de arco y la telescópica. La otra coge un receptor y se lo lleva a la boca.

—Mar abundante en pesca, Varna, mar abundante en pesca…

Lo agudo de las ondas largas perfora los tímpanos. La sombra insiste:

—Mar abundante en pesca, Varna.

Palabras fragmentadas. Silbidos. Ruido como de viento en un micrófono. La mano ajusta la antena circular. Frases indistintas. Pulgar e índice acarician un mando.

La sombra susurra en el receptor:

—No importa que el pesquero llegue hasta aquí. El mar es más abundante en pesca en Šipan, repito, Šipan, zona sur, deshabitada, costa opuesta al continente. Mañana por la mañana, hora sin precisar, por lo menos tres peces espada, tal vez cuatro. El atún ha emigrado, solo mero y peces espada. Cierro.

La sombra echa la cabeza hacia atrás y expele hacia las estrellas una bocanada de tensión.

Se quita los auriculares, vuelve a cerrar el maletín y atraviesa de nuevo el parque a paso ligero.

La proa de la zódiac se arrastra por la arena, empujada por un último golpe de remos. Cuatro hombres saltan al agua y la levantan en peso para soltarla sobre la playa.

Andrei Zhulianov mira a su alrededor nervioso. Cambiar los planes in extremis nunca le ha gustado. Ni aun cuando los cambios parecen volverlo todo más fácil. Prefiere un gran riesgo calculado en sus mínimos detalles a una acción lineal llena de imprevistos. Mljet era un gran riesgo. Šipan parece más simple, pero habrá que improvisarlo todo.

El mapa del lugar, encontrado en el Varna, no es de gran ayuda. Un mapa náutico de Dalmacia meridional. Como buscar un restaurante en el planisferio.

Zhulianov echa una ojeada al reloj. Las cuatro. Mejor actuar rápido.

Para empezar, descargar la zódiac.

Luego hacerla desaparecer.

Por último, encontrar un buen puesto de observación, para avistar el yate que ha de llegar de Mljet.

—No vayas a confundirte con todas estas cosas. En una mochila, todo el equipo de submarinismo. En la otra, los prismáticos y el telescopio. En la tercera, los utensilios. No olvides nada, yo buscaré un sitio donde esconder la zódiac.

Tres horas más tarde, unas decenas de metros más arriba de la playa y apenas un poco más al este, Pierre se despertará en la cama de su padre después de una noche agitada. El primer sol de la mañana llenará la habitación, con la promesa de una jornada calurosa, ideal para el baño.

Pierre llegará a la ventana descalzo. No podrá dejar de pensar en Bolonia el día de la partida, aún fría, húmeda, envuelta en las últimas nieblas, bañada por una fina lluvia, un cielo blanquecino tapando el sol.

Oirá los ruidos del padre en la otra habitación y se acercará hasta el umbral, apoyándose contra la jamba.

—Del clima y del paisaje no te puedes quejar, papá. Estamos a finales de abril y ya parece verano. En casa yo me levanto, abro la ventana y todas las mañanas veo la acera, dos o tres bicicletas y a alguna vieja con la bolsa de la compra. Tú tienes las rocas, el mar, las islas…

—Pues sí, es verdad —responderá Vittorio con media sonrisa—. Pero precisamente eso es lo peor, ¿no? Pequeños placeres en vez de grandes sueños. Una bonita vista, sol y el requesón más bueno del mundo.

—Lo decía para ver el lado bueno de la cosa.

—¿El lado bueno? Lo tiene, ya lo sé. Aquí se está bien, si tú quieres. Pero no es eso lo que quiero. Quiero otra cosa, ¿comprendes?

Pierre sacudirá la cabeza y se volverá en silencio, decidido a no ponerse de mal humor. No hay fortaleza más inexpugnable que el pesimismo a todo trance.

Mejor dejarlo correr y darse prisa en bajar a la playa.

El yate privado del presidente Tito surca las olas a velocidad sostenida. Cary, sentado en la proa, saca la mano por la borda y recoge salpicaduras para mojarse la cabeza, despejada de pensamientos igual que el cielo de nubes.

Único fastidio: los tres guardaespaldas, pendientes de cada movimiento, siempre alerta, siempre armados. Ni un momento para relajarse.

Relajarse. Nadar, leer, tomar el sol, pasear por la playa. Ese es el programa del día, una panacea antes del cansancio de un nuevo, largo viaje. Antes de volver a Palm Springs y reunirse con Hitch y Grace Kelly en la Costa Azul. Mejor que quedarse en casa como un jubilado de lujo, yoga, masajes ayurvédicos y las ocurrencias de David Niven.

Hasta ese momento, sin embargo, Cary ha resuelto no pensar en ello, y quiere mantener la palabra que se dio.

Se pone las gafas de sol, se acomoda y abre el libro por el capítulo veintitrés.

La lente del catalejo encuadra la escena.

Zhulianov ajusta el enfoque y ve echar el ancla del yate a unos cien metros de la playa. El bote de servicio cae al agua con tres hombres a bordo. La guardia personal viste uniforme militar. Grant viste un polo azul y un bañador del mismo color. Lleva gafas de sol y aprieta algo en una mano. Tal vez un libro.

Se llaman Elafiti, una decena de islitas entre el extremo oriental de Mljet y el puerto de Dubrovnik. El nombre tiene que ver con los ciervos, pero no está claro si es por la presencia de estos animales, ahora totalmente desaparecidos, o bien por el aspecto de conjunto del archipiélago, que recuerda, como una constelación, las formas del ciervo.

Šipan, Lopud y Kolocep son las únicas habitadas. En Šipan, la mayor de ellas, los asentamientos son dos, Šipanaka Luka y Sudurad, en la vertiente opuesta.

A medio camino entre las dos localidades, oculta entre rocas y retamas, una casucha domina desde lo alto un tramo de costa deshabitado e inhóspito.

Tal vez por eso Vittorio Capponi, que vive allí desde hace cerca de dos meses, no ha visto a nadie echar el ancla por aquellos pagos. Como máximo una barquichuela de paso por la mañana temprano, o de noche, en alta mar, pescando calamares a la luz del fanal. Pero un yate de esas dimensiones, nunca. Tan grande como para transportar, elevada en popa sobre dos poleas, una chalupa a motor lo bastante grande para cuatro personas.

¿Turistas? Difícil. ¿Tú crees que alguien con una embarcación de este tipo viene a darse un baño aquí, en el punto más desierto de toda la isla? Tiene que ser propiedad de grandes señores, sin duda, para exhibirse por ahí, en los lugares de moda, en las playas famosas, no a medio camino entre Šipanaka Luka y Sudurad, entre cabras y pescadores de calamares.

Y sin embargo así es. Vittorio frunce los ojos, se lleva una mano a la frente para protegerse del sol. Y sin embargo sí, Radko, mira. Echan al mar la chalupa, se dirigen a la playa.

¿No son uniformes militares?

¡La puta de oros! ¡Vienen por mí!

Pierre disfruta del sol primaveral tumbado en la arena, el torso desnudo y los pantalones arremangados hasta las rodillas. Piensa en Angela, en lo que estará haciendo en ese momento, en lo que le dirá cuando vuelva a Italia. El perfume, el pelo e infinitos detalles del cuerpo le asaltan la mente de improviso. Una especie de estremecimiento lo recorre de pies a cabeza. Piensa en lo que le gustaría decirle a su padre, en el nudo que quisiera desatar de una vez por todas.

Decide levantarse antes de asarse. Piernas derretidas por el calor y cerebro brumoso.

Se sacude la arena y se acerca a la orilla con paso inseguro.

Apoya el culo en el agua transparente y lamenta no haber aprendido nunca a nadar. Tía Iolanda había intentado convencerle un montón de veces, pero él nada. No comprendía todo aquel esfuerzo, por el solo gusto de cruzar el Santerno, allí por el charco, donde uno se bañaba en verano. El agua estaba fresca también en la orilla y bastaba con sentarse para que te llegara al cuello.

Pero el mar es otra cosa. Hace que entren ganas de nadar, mirar la playa desde perspectivas distintas, ir lejos, al encuentro de las olas, de las gaviotas.

Cuando oye el ruido del motor tiene un sobresalto. Se acerca al bloque de escollos que le separa de la otra playa y atisba más allá de la roca. Tres hombres arrastran un gran bote por la arena. El cuarto es un señor de andares sueltos que mira a su alrededor como si admirase el paisaje, luego se sienta en la arena y abre un libro.

Un turista se quedaría fascinado por el telón de fondo rocoso, recubierto de anémonas y posidonias.

Con un golpe de aleta perseguiría un banco de pececillos azules en sus virajes unánimes e imprevistos.

Tal vez se lanzaría a las profundidades, para buscar una estrella de mar o el ojo de una sepia asomando de la arena.

Desenvainaría el cuchillo atado al tobillo para separar lapas de la roca.

Un turista se pondría exultante a la vista de una tortuga boba, rara en estas aguas.

Pero Ivo Radelek no es un turista.

Lo único que le interesa ver lo tiene enfrente: el casco blanco del yate privado del presidente Tito. Mientras se acerca trata de no pensar en los meses pasados en Goli Otok, el infierno de los kominformistas, donde Tito lo recluyó para borrar todo recuerdo de él. Ahora está allí para hacérselo pagar y debe obrar con lucidez y eficacia.

Agarrándose a la pasarela levantada, se iza poco a poco por la popa. Apunta con calma y solo cuando está seguro de haber fijado el objetivo sopla en la cerbatana.

El guardián se lleva la mano a la nuca y apenas tiene tiempo de balbucir algo, antes de que el narcótico alcance el cerebro y el hombre se desplome sobre cubierta.

El submarinista se quita el traje de goma, desnuda al guardián y se pone el uniforme. A continuación saca un walkie-talkie de la bolsa impermeable.

—Red calada. Repito: red calada. Avanzar.

—Vamos —susurra Zhulianov a los otros dos.

Itinerario estudiado. Pueden lanzarse a la playa sin ser vistos.

Los dos guardaespaldas se mantienen a distancia de Grant. Al resguardo del sol, uniformados, al borde de la escarpadura.

Tres hombres reptil se deslizan silenciosos, cubiertos por los matorrales. Se quedan parados, inmóviles.

A veinte metros del objetivo.

«Caminó a lo largo de la orilla, por la arena limpia y compacta, hasta que el hotel desapareció de su vista. Entonces se quitó la chaquetilla del pijama, tomó carrerilla y se zambulló rápidamente en el mar encrespado. La orilla descendía enseguida. Bond permaneció bajo el agua…»

Cary oye el ruido de algo que se desploma a su derecha y baja el libro. Uno de los guardaespaldas está extendido en el suelo, no ciertamente para broncearse. Reflejo condicionado por miles de claquetas: una expresión que espectadores de todo el mundo han admirado decenas de veces.

Una fracción de segundo. El otro se le echa encima, haciendo de escudo con el cuerpo, pero también hay un dardo para él. Cary se ve aplastado por el peso muerto del energúmeno y deja escapar un juramento.

Consigue desprenderse y con una pirueta digna de Archie Leach se levanta y echa a correr hacia los escollos.

Apenas el tiempo de echar una ojeada a sus espaldas: tres hombres en traje negro lo están persiguiendo.

Son cuatro.

Uno más adelante, otro en medio, los otros dos detrás.

No llevan uniforme, pero en ningún caso se trata de turistas. Corren. Hacia la barrera de escollos que separa las dos ensenadas. Aquella en la que han desembarcado de aquella en la que se encuentra Robespierre.

Vittorio aprieta las mandíbulas. El cuerpo cubierto de sudor excepto la mano que empuña el máuser y el dedo apoyado en el gatillo.

Baja la cabeza, ojo en línea con el cañón, y apunta.

El señor de los andares sueltos es el primero en asomar por entre los escollos. Corre a grandes zancadas, estilo velocista. Los otros tres lo siguen con esfuerzo.

A medida que se acercan, Pierre intuye su expresión. Tensa, atemorizada. No parece un deportista entrenándose. Diríase más bien alguien que escapa. Y tiene un rostro de lo más familiar.

El disparo le hace el efecto del disparo de salida en los cien metros lisos.

Da un salto hacia la pendiente dejando tras de sí una nube de arena.

La segunda bala hiere al eslavo justo encima del tobillo. Cae como un ciervo abatido. El tercer disparo silba a escasos centímetros del oído derecho de Zhulianov, que deja escapar una maldición. No estaba previsto. Se arrastra hasta el herido y le ayuda a levantarse, poniéndolo al abrigo de los disparos de fusil. Acciona el walkie-talkie y habla expedito:

—¡Soltamos la nasa! Repito: ¡Soltamos la nasa! Mar tempestuoso, regresar de inmediato.

Sortea los cuerpos aún adormecidos de los guardaespaldas de Grant, ayudando al eslavo a sostenerse en pie. Toman por el sendero entre las rocas.

El opio del fracaso y la adrenalina de la fuga se disputan el sistema nervioso.

Nunca infravalorar al enemigo.

Hay una especie de gruta al final de la playa, poco profunda, apenas una ensenada entre las rocas. Pierre la vio al bajar, y ahora se mete en ella, de cabeza.

El señor de los andares sueltos viene detrás. Pierde el equilibrio a su lado y se abandona, con la espalda contra la pared, para recobrar el aliento.

Pierre se vuelve, aún electrizado por la carrera.

Los dos se miran.

Pierre no piensa siquiera por un momento en llamarse a engaño. Demasiadas veces ha estudiado aquellos rasgos en las fotografías y en la gran pantalla, centímetro a centímetro, para comprender el secreto del estilo perfecto.

—¡Joder, Cary Grant!

La emoción embota el cerebro, apela a su inglés. La mandíbula se niega a cerrarse.

¿Qué decir? ¡Qué decir!

This is a film… isn’t it? —Un divo de Hollywood en una playa perdida de Dalmacia, perseguido por tres canallas dignos de toda sospecha. ¿Qué otra cosa puede ser sino una película?

Grant atisba más allá de las rocas:

I’m afraid not.

Not? ¿Y qué coño es, entonces?

Un nuevo esfuerzo, sin dejar de mirarle.

What’s… happening, Mr. Grant?

Expresión a medio camino entre la preocupación y la autoironía:

Believe me, I don’t have a clue! [34]

¿Glue? ¿Cola? ¿Qué coño tiene que ver? Volvamos a intentarlo.

You don’t know… who are… these men?

¡Si lo viera Fanti hablando en inglés con Cary Grant!

Absolutely not. And you? Where have you sprung from? Who are you? [35]

Pese a entender solo a medias la última pregunta, Pierre repesca algo de la primera lección de Fanti y articula:

Nice to meet you. My name is Robespierre Capponi. I’m twenty-two and I’m from Bologna, Italy.

El hombre con más estilo del mundo observa la mano tendida del muchacho con un aire de desconcierto. Se la estrecha y vuelve a echar un vistazo hacia la playa.

Robespierre… We might as well call Napoleon and Lafayette to save our hide.[36]

—¿Cómo? What?

Las voces proceden de la gruta.

Los disparos de fusil han puesto en fuga a tres. Al cuarto debe de haberlo capturado Robespierre. Lo está interrogando.

Vittorio avanza descalzo, tratando de no hacer ruido. Da un rodeo con la espalda contra la pared que se abre en la gruta, hasta un metro de la entrada. Se concentra un segundo, luego da un salto con el máuser apuntando hacia delante, dispuesto a disparar.

Stoj!

El grito retumba y el eco se mezcla con la voz de Robespierre:

—¡No dispares, papá, estoy con Cary Grant, no dispares!

Cuando llegan a la otra playa, los guardaespaldas siguen allí, tendidos.

Cary escucha con paciencia las preguntas del italiano de nombre francés, un simpático joven que ha visto un montón de películas suyas y quisiera saber sonreír como él.

El padre, huraño y desaliñado, insiste en hacerse traducir una pregunta, pero el muchacho no le hace demasiado caso.

De todos modos, desaliñado o no, ha sido él quien ha disparado, poniendo en fuga a sus perseguidores.

Cary es el primero en darle la mano, en señal de gratitud. El muchacho le ruega que no informe a los guardaespaldas de su presencia en la isla.

Cross my heart! [37] —responde Cary señalándose el corazón con un dedo.

Detrás de él, un bodyguard trata de recuperar el conocimiento.

Brazos pesados, vista empañada. El capitán Franko Spiliak trata de levantarse, pero los músculos no responden bien. Voces. Tres hombres, pero tal vez es uno solo, multiplicado por la alucinación narcótica.

En efecto, cuando consigue ponerse en pie y regular la visión, el hombre es uno solo.

Cary Grant, sano y salvo, sentado casi en la posición de antes, las mismas gafas de sol, el mismo polo y ningún libro en la mano.

Siete horas más tarde, muy confuso aún, Pierre bajará a la playa para un reconocimiento.

—De acuerdo —le apremiará su padre—. No sabía quién era esa gente. Pero ¿le has preguntado qué hacía él aquí?

—Pues sí, papá, ya te lo he explicado. Quieren hacer una película sobre Tito y Cary Grant ha venido a verle. Eso es todo, no tiene nada de extraño.

—¿Y esos quiénes eran, entonces? Llegan, dejan fuera de combate a los guardaespaldas, persiguen al americano y escapan después de tres disparos. Con todo lo ocurrido, resulta que él está aquí solo para la película. No, Robespierre, algo no encaja.

—En cualquier caso, puedes estar tranquilo. No es por ti por quien han venido, ¿de acuerdo?

—Nunca se puede saber. Esto es algo que llama la atención. Mañana mismo pueden presentarse aquí unos soldados. Hay que pensar bien qué hacer.

A pocos pasos de la gruta, el perro hundirá el hocico en la arena y se pondrá a escarbar.

—Radko, déjame ver, ¿qué has encontrado? —Pierre alarga una mano bajo el morro del animal.

Un libro. Nueve corazones ensangrentados en torno al título, caracteres de oro sobre cartón marrón. Casino Royale, de un tal Ian Fleming. En inglés.

Le dará vueltas entre las manos con devoción. Maldecirá lo apresurado de los acontecimientos y la babel de lenguas que le han impedido prolongar el encuentro.

Es como acertar el gordo de la lotería y perder el boleto.

Hojeará las páginas con la esperanza de encontrar alguna huella de su propietario, siquiera el modesto sucedáneo de un autógrafo propiamente dicho.

Pero Cary Grant no habrá escrito nada: ni en las primeras páginas, ni al final, ni en ninguna parte.

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