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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 53 Šipan, 1 de mayo

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CAPÍTULO 53
Šipan, 1 de mayo

—No me lo puedo creer: en esta isla perdida he encontrado a mi actor favorito y tú le has salvado la vida. ¿Te das cuenta?

—Será todo lo famoso que tú quieras, pero no parecía muy avispado. ¿Dices que las mujeres están locas por él?

—¿Bromeas? ¡Todas las mujeres! ¡Y yo sin pedirle siquiera un autógrafo! ¡No lo creerá nadie!

—Has hecho bien, Robespierre. Él te hubiera mandado a la mierda. En inglés, pero de haberle pedido un autógrafo te hubiera mandado a la mierda.

Rieron y la tensión del adiós disminuyó un poco.

Vittorio le alargó a Pierre una bolsa de cuero.

—Te he puesto queso y pan. Para el viaje.

Después de tantos años sin hablarlo, las semanas pasadas con el hijo habían mejorado su italiano.

—Gracias.

Pierre cerró la maleta. Las primeras luces del alba apuntaban apenas por detrás de la colina y en el cielo las estrellas estaban aún perfectamente visibles.

—Entonces, ¿está todo claro? Ve a Dubrovnik con el coche de línea. Acércate al puerto, a la taberna de Petar. Hay un letrero, famoso, todos lo conocen, con una… ¿cómo las llamáis?, una paloma. Una paloma mensajera, ¿no? —Pierre asintió—. Allí debes preguntar por Dragan Petróvic, recuerda, Dragan es un tipo alto, muy fuerte, le faltan dos dedos en la mano derecha. Los perdió en la guerra, cuando combatíamos juntos. Dile que te mando yo, que eres hijo mío y que debes volver a Italia. ¿Está claro?

—¿Estás seguro de que no me denunciará?

Vittorio meneó la cabeza:

—Durante la guerra le salvé la vida. Escucha: con él puedes mandarme un pequeño mensaje.

—¿Cómo?

—Dragan tiene palomas mensajeras.

—¡Es un colombófilo!

Vittorio se esforzó por captar el significado del término y cuando le pareció que lo había conseguido dijo que sí con la cabeza:

—Él puede darte una paloma en una jaula. Tú te la llevas a Italia y cuando la sueltes regresará. Luego Dragan me lo dirá. Así yo sabré que has llegado a casa y todo va bien.

La excepcional coincidencia arrancó a Pierre una sonrisa al pensar en Renato Fanti, encaramado en el tejado de casa entre los palomares.

Dijo:

—Perfecto. Pero ¿tú qué harás?

Vittorio acarició el cañón del máuser apoyado contra la jamba de la puerta:

—¿Qué quieres que haga yo? Me iré también. Después de lo sucedido, vendrán a la isla y si descubren que estoy aquí, encontrarán una excusa para mandarme a Goli Otok.

—Ven a Dubrovnik conmigo, entonces.

—No. Me iré a la montaña. —Lanzó una mirada hacia el horizonte teñido de rosa—. Conozco la montaña. Luché allí. Le diré a Dragan adónde voy, de él me fío, y cuando llegue tu mensaje él me lo hará saber.

—Pero no puedes continuar así. Siempre escondido, siempre con el riesgo de que vengan en tu busca. ¡Tienes que hacer algo, debes irte!

—¿Y adónde voy? En Italia me meten en la cárcel. Además no querrían a uno que ha sido amigo de Tito. ¿Qué voy a hacer allí? Lo que hago aquí. Soy demasiado viejo, Pierre, y las derrotas son como un peso que llevas dentro y te hace hundirte.

Se quedaron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, en busca de palabras.

Pierre comprendió que la derrota que el padre sentía no era solamente el haber perdido la causa en la que creía.

Había pensado largamente en ello esas semanas. Muchas veces había estado a punto de hablarle de ello, para desatar el nudo que sentía en el fondo del estómago. Pero cada vez tenía miedo. Miedo a no ser capaz de explicarse. Miedo a que su padre no quisiera hablar del tema. Se dio cuenta de que no podía irse así, sin decir nada. No había emprendido aquel viaje solo para saber qué había pasado. No solo por afán de aventura.

Abrió la boca, buscando de nuevo las palabras mejores, pero fue Vittorio quien empezó, como si entre padre e hijo se hubiera creado una especie de telepatía.

—Yo no he sido un buen padre para vosotros. Un buen padre se hubiera quedado con sus hijos, aunque acabara en la cárcel. Volvería a Italia y se enfrentaría al proceso. Pero ¿qué puedo decirte, Robespierre? Yo he hecho lo que pensaba que era justo hacer. Ayudar a este pueblo a construir el socialismo. Es por esto por lo que he luchado. Y ahora pienso que tal vez no valía la pena. Ahora todo se hunde. Estoy como exiliado. Milena no está ya y yo me he quedado solo como un perro, sin hijos, sin compañera, sin país y sin socialismo. ¿Y sabes lo que más me desagrada? —Era una pregunta sincera, asombrada—. Que no consigo arrepentirme. No consigo pensar que estaba equivocado. Era justo intentarlo y si quieres que sea completamente sincero, te diré que no me arrepiento ni siquiera ahora que Tito es como Stalin. Tal vez me equivoco, Robespierre. Sé que no he sido justo contigo y con Nicola, sé que merecíais un padre más normal, que se sacrificase por vosotros. Pero aquí conocí a Milena, luché a su lado, nos amábamos. Aquí había un país que construir, estaba el socialismo, la revolución, ¿comprendes? Una sociedad nueva. Y en Italia no. De haber vuelto, habría lamentado toda mi vida no haber cumplido con mi papel aquí. Ya ves, te hablo con franqueza y quizá ahora me odies más que Nicola. Pero es la pura verdad y ahora que eres mayor puedes comprenderla. Si pudiera volver atrás, volvería a hacer lo mismo.

Pierre se recordó en la bodega de Italo, a los trece años, al lado de Nicola, un veinteañero esmirriado y esquinado. El padre era una forma oscura indistinta y una voz profunda. Durante los años de la guerra, para él había sido un personaje de fábula, una presencia que le visitaba de noche, antes de dormirse, en los cuentos de la tía Iolanda y en las fantasías infantiles. Imaginaba que estaba luchando contra enemigos despiadados y numerosísimos, en los montes de una tierra extranjera, como un guerrero antiguo. El último recuerdo sensible era el olor del chaquetón de piel negra, esa noche. Olor a curtido. «Nicola, Robespierre, escuchadme bien. Yo no puedo quedarme con vosotros. He vuelto aquí clandestinamente, ¿comprendéis? A escondidas. Porque si descubren que estoy en Italia, me meten en la cárcel. He de regresar. Pero tía Iolanda, que os quiere como si fuerais hijos suyos, se encargará de vosotros. Yo os escribiré siempre. Y un día vendréis a vivir a Yugoslavia, a un país mejor, donde la gente es libre y feliz. Pero ahora no, no es posible, es demasiado peligroso. He vuelto para deciros esto. Nicola, cuida de tu hermano, ¿de acuerdo? Ahora eres el cabeza de familia.»

Pierre se despertó como de un sueño y tuvo claro lo que quería decir; durante días lo había llevado dentro sin comprenderlo. Miró a Vittorio, sentado en el camastro, envuelto en la misma penumbra de entonces. Pero no le rodeaba ya una aureola mítica. Era solo un hombre. Y era su padre.

—Nicola no te odia, papá. Ha sido la desilusión la que le ha vuelto así. Él te admiraba demasiado y se sintió traicionado. ¿Comprendes? Él se echó al monte con los partisanos porque tú le habías enseñado a ser antifascista. Fuiste tú quien nos educó así. Él entró en la guerrilla también por ti. Y quería que lo vieses, que lo admirases. En cambio, lo único que sacó fue un balazo en una pierna y una vez terminada la guerra tú decidiste quedarte aquí. Él quería que le demostrases que estabas orgulloso de lo que había hecho. Eras nuestro héroe. Eras el que nunca había doblado la cerviz ante los fascistas. El que había desertado para no tener que matar a gente inocente. El que se había ido a un país extranjero para hacer la revolución que en Italia no podía hacerse. ¡Pero eras también nuestro padre, por Dios! Y si como héroe no había nada que reprocharte, como padre nos dejaste. Fueron unos años duros, ¿qué crees? Tía Iolanda se desvivió para sacarnos adelante. Por suerte se presentó la oportunidad del bar. Fue el Partido el que nos sacó de la mierda, no tú. Tú estabas lejos. Lejos como Ulises. A los padres no podemos elegirlos. Y no podemos dejar de quererlos. U odiarlos si nos abandonan.

Vittorio Capponi miraba al hijo. Era una lección lo que buscaba, una lección de vida de un hombre que tenía menos de la mitad de sus años y al que un día había abandonado para seguir su natural combativo. En aquel momento habría aceptado cualquier cosa, todo el odio del mundo. Estaba dispuesto, tal vez lo estaba desde hacía diez años.

Pierre contrajo el semblante, se esforzó, pero comprendió que tenía que dejar fluir las palabras.

—Y sin embargo los padres, antes de serlo, son personas. Esto es lo que yo pienso, me ha llevado mucho tiempo llegar a esta conclusión. Tal vez he venido aquí para decírtelo. Durante muchos años he deseado tener un padre como todos los demás. Alguien que nos hubiera ayudado, que se hubiera preocupado de nosotros aun a riesgo de ir a la cárcel. Pero la verdad es que si tú hubieses hecho esa elección, no habrías sido ya tú. Habrías renunciado a lo que creías que era justo hacer. Y esto habría hecho de ti un fracasado. Fracasado como persona, quiero decir. Tomando la opción que tomaste, has fracasado como padre, pero has seguido tus ideas, las que sentías. Así nos has enseñado que vivir significa creer en la justicia y construir el propio destino, sin que te lo impongan los demás. Y por eso, a pesar de todo, eres una persona mejor que muchos de los que veo en el bar, que tienen una casa, una moto, L’Unità en el bolsillo, la charla con los amigos, y que no quieren hacer ninguna elección. Sus hijos tal vez hoy sean diplomáticos y licenciados, y tengan un buen trabajo, pero no sabrán nunca lo que yo sé.

Tenía dos lágrimas colgándole de las pestañas. Permanecían allí, en difícil equilibrio, ni caían ni se secaban. Su padre permanecía inmóvil, quizá sentía el mismo nudo en la garganta.

Pierre prosiguió:

—Por eso he venido a decírtelo. Imposible borrar lo pasado, pero es demasiado tarde para odiarte y para que continúes sintiéndote culpable. No le sirve a nadie.

Apretó los dientes, Pierre odiaba el sentimentalismo, solo con las mujeres se podía ser sentimental, no entre hombres, no entre padre e hijo.

Se levantó, recogió la maleta y abrió la puerta de casa. Radko se escabulló afuera, entusiasmado con el aire matinal.

En el umbral los dos hombres se miraron un momento, incómodos por la intimidad de las palabras.

—Has dicho cosas importantes, Robespierre.

—He dicho la verdad, papá.

Vittorio sacó dos sobres del bolsillo de la camisa y se los entregó al hijo.

—Una carta para Nicola y otra para Iolanda. Me cuesta mucho escribir en italiano, pero creo que podrán entenderlas. Habla con tu hermano y dile que lo quiero.

Pierre asintió, sin más palabras.

Se estrecharon la mano como viejos amigos.

—Buena suerte.

—Lo mismo digo.

Y se abrazaron.

Cuando estuvo en lo alto de la colina que dominaba la casa, el silbido del padre llamó a Radko, que lo había escoltado hasta allí.

Pierre se volvió y lo vio de pie en la puerta, viejo partisano comunista herido por la vida. No era compasión lo que sentía. No habría sido justo. Vittorio había elegido por sí mismo y no estaba arrepentido. Comprendió que no lo había dicho todo, que se había guardado algo, y durante un instante sintió el impulso de correr hacia abajo.

Me has contagiado de tu enfermedad. He falsificado papeles para venir aquí. Tampoco yo consigo aceptar el destino que quieren imponerme. Tengo un trabajo, talento para el baile, una amante y ninguna perspectiva. Puedo continuar trabajando de camarero, bailando hasta quedarme sin aliento, verme a escondidas con mi amante, hasta que ella quiera. ¿Eso es todo? ¿No hay nada más? ¿Debe bastarme? No, papá, no me basta, debe de haber algo más, tal vez en otra parte, tal vez en otro mundo, como ha ocurrido contigo. Tal vez es también por esto por lo que nunca he conseguido odiarte. Porque yo también soy como tú. Tampoco no consigo quedarme contento con las charlas de café.

Apretó el asa de la maleta, levantó el brazo en señal de saludo y tomó por el sendero.

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