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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 35 Pineda de Ravena, 15 de abril

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CAPÍTULO 35
Pineda de Ravena, 15 de abril

La cabaña estaba iluminada por una lámpara de petróleo. A Pierre el olor no le desagradaba, era como el de los surtidores de gasolina mezclado con el del salitre que impregnaba la pineda.

Había tenido que hacer el camino a pie y esperaba haber dado con el sitio que buscaba, porque las piernas le dolían y la noche era fría.

La vida en la ciudad le había deshabituado a los ruidos del campo. Los ruidos inquietantes de los animales que escarbaban bajo los pinos marítimos le producían escalofríos. Pero era también la tensión.

El canal discurría negro y plácido. Las redes de cerco se erguían en las orillas formando una hilera, cual grandes barrigas flotando en el vacío. Sacó la camisa limpia de la maleta de viaje y se envolvió con ella la cabeza para que no le comieran vivo los mosquitos, que no paraban de revolotear en torno en busca de un hueco.

Los pasos resonaban sobre la gravilla de la pequeña carretera.

La puerta se abrió con un chirrido y apareció una figura oscura, apenas iluminada por la lámpara. Parecía apoyarse en un bastón.

—¿Quién va?

El tono no era amistoso.

Pierre se detuvo:

—Gente amiga.

—¿Qué desea?

—Estoy buscando a Robinsón.

—Ven a la luz.

Pierre se quitó la camisa de la cara y se acercó a la puerta.

El hombre era bajo y delgaducho, los ojos negros y la nariz ganchuda. Llevaba un sombrero de fieltro medio roto y una cazadora. No se apoyaba en ningún bastón, sino en una escopeta de dos cañones.

—¿Eres el de Bolonia?

Pierre trató en vano de alejar la nube de mosquitos que lo rodeaba:

—Sí, soy yo. ¿Tú eres Robinsón?

El hombre emitió un gruñido, que Pierre interpretó como un asentimiento.

—Te esperaba hace dos horas.

—No creía que estuviera tan lejos. He tenido que venir a pie desde Ravena.

El hombre resopló entre dientes y dijo:

—Vuestra vida resulta cómoda con los tranvías.

Pierre notó que el hombre era del todo inmune a los mosquitos.

—¿Cómo es que a ti no te pican?

El otro ni se inmutó:

—Sangre amarga, de valle. Les gusta la sangre dulce de ciudad.

—¿Puedo entrar? Se me están comiendo vivo.

Robinsón lo miró de nuevo un instante, luego le hizo señas de que le siguiera adentro.

El interior estaba desnudo: un camastro, tres sillas, un caldero al fuego y unos rollos de redes de pesca en los rincones.

—El dinero.

—Ettore no me dijo que tuviera que pagar por adelantado.

La expresión de la cara no cambió:

—Eres tú quien quieres ir.

Pierre pensó que no tenía mucha elección. Abrió la maleta y entregó el dinero.

Cuando hubo terminado de contarlo, el contrabandista se lo metió en un bolsillo de la cazadora.

Pierre sintió calambres en el estómago:

—¿No tendrías algo para comer? Me estoy muriendo de hambre.

El otro lo miró como si hubiera dicho una estupidez, luego le pasó un plato que tenía toda la pinta de ser el único del que disponía.

Pierre se sirvió del caldero: trozos de algo oscuro, indefinible.

—¿Qué es?

—Anguila.

Sabía a agua pantanosa, pero tenía demasiada hambre para no comer.

Robinsón se puso a trabajar con unos bidones de gasolina, ignorándole por completo.

Cuando Pierre se hubo terminado la anguila, Robinsón recogió el plato y dijo:

—Nos vamos dentro de dos horas. —Señaló el camastro—. Puedes dormir un poco. Esta noche tendremos baile.

—¿Cuánto nos llevará?

Se encogió de hombros:

—Llegaremos mañana al anochecer. De día es peligroso. Si llegamos antes, esperaremos hasta que oscurezca.

La frase más larga que había pronunciado. Parecía fastidiado por haber tenido que usar tantas palabras.

Pierre se tumbó sobre el camastro y sintió los músculos de las piernas distenderse hasta arrancarle un gemido. Pero sabía que no dormiría, estaba demasiado emocionado, el corazón le latía con fuerza.

También su padre había atravesado aquel mar, muchos años antes, para no volver más. Iba en su busca.

Estaba agitado pero satisfecho. Intentaba la empresa más arriesgada de su vida. Dejar el país, ir a un lugar desconocido, entre gente desconocida, pero con un objetivo. Fuera como fuese, aquel viaje significaría algo. Fanti decía que los viajes suponen cambios. Y si lo decía él que había viajado tanto…

Se sentía distinto, en medio de la pineda y de los mosquitos, junto a aquel Robinsón de aire torvo. Ettore le había dicho que trabajaba de contrabandista entre Italia y Yugoslavia. ¿Contrabandista de qué? ¿Tabaco? ¿Gasolina? Quizá se estaba metiendo en un lío del que no saldría jamás. No importaba. Se sentía vivo, por primera vez fuera del bar, de la pista de baile, de la vida que le habían legado.

Se había despedido de todos aquellos por quienes sentía afecto. Angela le había dicho que no fuera. «Estás loco, Pierre, si te meten en la cárcel allí, no te dejarán salir.» Le había recordado el congreso de Odoacre, aquellos quince días solo para ellos, a finales de abril. «¡Precisamente ahora tenías que irte!» Pero no había sido capaz de darle una razón de peso para quedarse. No podía, atrapada como estaba por la vida: su marido por una parte, su hermano por otra. Y él en medio. «Te quiero, Pierre. Te querré siempre. Incluso cuando decidas no verme más.» No verla más. Estaba enamorado de Angela. Cada vez que había pensado romper la relación se le había encogido el estómago y no había conseguido hacer nada.

«Vosotros los hombres sois todos unos ilusos y por vuestra ilusión lo arruináis todo. No puedo dejar a mi marido, ya lo sabes. El amor es un lujo de ricos. Y tú y yo no somos ricos, Pierre.» Pero tal vez ahora todo cambiaría. Después del viaje sería una persona distinta. Más fuerte. Tal vez encontrara también fuerzas para decir adiós a Angela. Mientras se agitaba en aquel sucio camastro, Pierre pensaba que aquel viaje le daría fuerzas para desbloquear la situación.

No era una huida. Era como en la Odisea que su padre le contaba de niño, en las largas veladas al amor del fuego. Su padre era Ulises, que había partido muchos años antes para librar una guerra en la que no creía, y no había vuelto nunca más. Y él era Telémaco. Así comenzaba aquella historia: un hijo partía en busca del padre desconocido.

Un zarandeo le hizo estremecerse.

—Es hora de irse.

Robinsón llevaba dos armas en bandolera: la escopeta y una metralleta Thompson, igualita a la que Nicola guardaba en la bodega.

Pierre se puso en pie de un salto y recogió el equipaje.

Robinsón levantó uno de los dos bidones:

—Coge el otro.

Era pesado, pero fingió que no le costaba. Siguió al otro fuera de la cabaña.

Caminaron en la más densa oscuridad, por un sendero que atravesaba la pineda.

Cuando Robinsón se detuvo, poco faltó para que Pierre se le echara encima con todo su peso. Mantuvo el equilibrio y consiguió entrever una pequeña ensenada del canal, justo donde este se ensanchaba para unirse con el mar.

La barca era más pequeña de lo que se había imaginado. Tuvo miedo y a punto estuvo de confesar que no sabía nadar. Se contuvo. No era el momento de mostrarse asustado. Subieron a bordo. Mientras Robinsón ponía en marcha el motor, Pierre miró hacia el mar. La noche no permitía ver nada.

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