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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 36 Mar Adriático, 16 de abril

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CAPÍTULO 36
Mar Adriático, 16 de abril

Nada.

Las arcadas le destrozaban el estómago y la garganta, pero ahora ya no salía nada.

Robinsón, firme sobre el timón, no se inmutaba, las salpicaduras le rozaban mientras la barca subía y bajaba al ritmo de las olas, pero seguía apretando el timón. De vez en cuando consultaba la brújula, luego volvía a mirar fijamente al frente, como si pudiera ver la ruta.

Pierre se secó la boca con la manga del abrigo y pensó que si superaba aquella travesía, todo lo demás sería un paseo. Apretó los dientes y se ancló con fuerza al asiento.

Hubiera querido hablar, para no pensar en las náuseas, pero el timonel no era la persona más adecuada.

Decidió intentarlo igualmente, tratando de superar el ruido del viento:

—¿Por qué te llaman Robinsón?

Silencio.

Pensó que no debía de haber oído, pero cuando iba a levantar la voz, desde popa llegó la respuesta:

—Porque ando por mi cuenta, como Robinsón Crusoe.

El tono era menos duro que de ordinario. Tal vez también Robinsón acusaba el tedio del viaje.

Pierre decidió volver a intentarlo:

—Ettore me ha dicho que tú también fuiste partisano. ¿Estabas en la veintiocho?

—No. Pero eché una mano a Bulow.

—¿Tomaste parte en la batalla de los Valles?

Le respuesta llegó seca:

—Fui yo quien les guió en los valles.

—¿En serio? ¿Y te dieron una medalla?

El viento ahogó la respuesta.

—¿Cómo?

Robinsón levantó la voz:

—¿Y qué voy a hacer yo con una medalla?

Pierre no supo qué responder. Dijo:

—También mi hermano fue partisano. En Imola, en la treinta y seis. A él le dieron la medalla, de plata. —Silencio—. ¿Mataste alemanes?

Robinsón alzó la mano con cuatro dedos extendidos. Hablar le sentaba bien, las náuseas se habían aplacado.

—¿Y cómo fue?

De nuevo silencio. Durante un instante Pierre pensó que había hecho la pregunta equivocada.

En cambio el otro dijo:

—Habían matado a mi hermano.

—¿Y les disparaste con esta? —señaló la Thompson envuelta en hule del fondo de la barca.

Robinsón dijo que no con la cabeza. Rebuscó debajo de la cazadora y acto seguido algo pasó volando para clavarse en el asiento, al lado de Pierre.

—Con esto —dijo Robinsón pasándose el pulgar por la garganta.

Pierre se estremeció y arrancó el cuchillo de la madera fingiendo indiferencia: con el estómago encogido, pero no a causa de las náuseas. Era uno de esos cuchillos para limpiar y cortar pescado.

Matar a un hombre a sangre fría. Una vez, de niño, había visto matar un cerdo. Gritaba como un ser humano, y tenían que aferrarlo firmemente entre cinco. El espectáculo más impresionante al que había asistido. Tal vez era la muerte la diferencia entre él y los de la edad de Robinsón y de su hermano: el haber tenido que matar y ver morir.

Se arrebujó en el abrigo e hizo de todo para ahuyentar de sí la imagen de los cuatro alemanes que gritan como cerdos, mientras Robinsón los degüella uno tras otro. Decidió concentrarse en su propio estómago.

* * * * *

—¿Ves esas luces?

—Sí. ¿Es un pueblo?

Robinsón asintió.

Era noche cerrada. Pierre pensó que si había escollos harían pedazos la barca.

En un determinado momento entrevió algo. Era la línea de la costa, allí, a pocas decenas de metros.

Robinsón apagó el motor y avanzó a remo.

Cuando las luces del pueblo estuvieron lo bastante lejos, volvió a encender el motor y pilotó la barca en dirección sur.

Apagó el motor de nuevo. Pierre entrevió una franja más clara a lo largo de la costa, tal vez una playa. Una luz brilló desde la orilla, se encendió y se apagó dos veces.

Robinsón respondió con la linterna, tras lo cual fijó los remos en los toletes y se puso a remar con todas sus fuerzas, hasta que la quilla rozó la arena.

Era una playita encajonada en la escollera. La pared de la montaña caía a pico sobre el mar. Pierre se sintió minúsculo.

Se puso las botas de goma que le alargaba Robinsón y saltó al agua, que le llegaba a las pantorrillas.

Tres hombres se les acercaron para poner en seco la barca.

Cuando estuvieron todos en tierra, Robinsón intercambió algunas frases con los contrabandistas sin que Pierre consiguiera comprender nada. Luego vio que abrían una caja e iluminaban el contenido con las linternas: cigarrillos. Cartones de todas las marcas.

Mientras cargaban las cajas en la barca, Robinsón susurró:

—Echa una mano.

Pierre cogió una, ayudado por uno de los eslavos, y la estibó a bordo.

Una vez que hubieron terminado, Robinsón lanzó la maleta de Pierre a la arena seca. Pasó un sobre a los eslavos, luego destapó el bidón de gasolina y llenó el depósito.

Uno de los hombres ofreció a Pierre un cigarrillo y él aceptó.

Sabor fortísimo, de tabaco negro.

La voz de Robinsón lo obligó a volverse:

—Ellos te llevarán hasta arriba, al pueblo. Si les hablas en italiano comprenden. Yo volveré dentro de un mes exacto. Si no me ves llegar, encuentra un sitio por los alrededores y durante tres noches ven a esta playa. Si a la tercera noche no he llegado, lárgate y vuelve al cabo de un mes el mismo día.

—¡Pero no tengo dinero suficiente para quedarme aquí dos meses!

El otro se encogió de hombros:

—No me has pagado lo suficiente para arriesgar el pellejo.

No supo qué contestar. Ya estaba allí, o lo tomaba o lo dejaba.

Ayudó a empujar de nuevo la barca al mar.

Lo vio remar hacia alta mar. La noche se lo fue engullendo poco a poco, como una mancha de tinta.

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