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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 19 Bolonia, cine Imperial, 14 de febrero

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CAPÍTULO 19
Bolonia, cine Imperial, 14 de febrero

Apenas un cuarto de hora después del comienzo de la película, Pierre comenzó a proferir una larga sarta de comentarios malévolos. Angela le soltó un codazo en el estómago, rogándole que procurara que no les reconocieran, que estaban allí a escondidas de todos. A decir verdad, en la sala había pocos espectadores que no se carcajeasen o respondieran a la película con palabrotas en dialecto, incluso arrojándose unos a otros altramuces, trozos de regaliz y buñuelos de carnaval, todo ya masticado.

Angela estaba incómoda, Pierre lo sabía, pero aquello lo superaba: la película era espantosa, aburrida, estúpida, y también reaccionaria. Dos horas desperdiciadas, porque Brando había cogido la gripe en el último momento y no podían disponer de su casa. Ningún otro lugar donde hacer el amor, y «¿por qué no nos vamos al cine?», había propuesto Angela. Está bien, con tal de tenerla contenta y también de estar con ella, además en la oscuridad del cine Imperial podían besarse, achucharse, bastaba con sentarse detrás para evitar miradas indiscretas, y salir antes que todos los demás.

Pero Angela había insistido en ver Nosotras las mujeres, esa precisamente, porque le habían dicho que se parecía un poco a Alida Valli. Pierre se había preguntado en qué veían tal parecido: Angela era más guapa, y tenía los ojos oscuros y el pelo negro.

Actrices que se interpretaban a sí mismas en la vida de cada día. Mujeres ricas hundidas que fingían sentir nostalgia de la «vida sencilla» y envidiaban a los pobres. Pierre no conseguía contenerse: —Pero ¿este Zavattini que ha escrito el guión de la película no era un camarada? ¿Qué quiere decir que «se estaba mejor cuando se estaba peor»?

Al comienzo se veía a una tal Anna discutir con la madre e ir a Cinecittà, para presentarse a un concurso que se llamaba «Cuatro actrices, una esperanza». Cientos de muchachas de toda Italia se disputaban cuatro pequeños papeles en una película importante, que, mira por dónde, era precisamente Nosotras las mujeres.

Saltaba a la vista que los directores querían despertar la compasión del público. Había una muchacha de Mantua, llamada Emma. Era la primera vez que iba a Roma, y se insistía demasiado machaconamente en ello: echaba de menos a su padre, nunca había viajado tan lejos de casa, etcétera.

—Pues vaya, tampoco yo he estado nunca en Roma. Casi todos los que yo conozco no han estado en Roma. ¿Porque uno no haya estado en Roma ha de ser forzosamente un pardillo, despertar compasión? Además, en Mantua no tienen para nada ese acento, te lo digo yo.

Angela había estado en Roma. Con Odoacre, en viaje de novios. Odoacre iba por lo menos dos o tres veces al año, por el Comité Central. A Pierre le daban casi arcadas solo de oír hablar de Odoacre, y por desgracia en el bar lo mencionaban un día sí y otro también, qué buen camarada es Montroni, Montroni tiene dos huevos así de grandes, y cosas por el estilo. Cuanto más tiempo pasaba, más le fastidiaba. Quería a Angela, estaba convencido de que ella le quería a él, y la situación se volvía difícil. Si aquella tarde hubieran hecho el amor, tal vez él se habría atrevido a hablar del asunto con claridad, a preguntarle qué experimentaba de verdad, cómo se sentía, qué creía conveniente hacer. En cambio habían ido al cine Imperial.

¿Cuál era la palabra que usaba a menudo Fanti? Ah, sí: «alienación». En el primer episodio la Valli sufría de una gran alienación, la pobre, no tenía nunca tiempo de hacer nada que la hiciera feliz, porque estaba obligada a correr de una recepción a otra, a conocer millonarios, qué paliza debía de ser eso, y cómo se quejaba, qué mal se encontraba en el mundo: envidiaba a su masajista, envidiaba a las familias de los proletarios, y dale que te pego hasta que desde las primeras filas uno vociferó: «¡Pues entonces vete a trabajar a una fábrica!», y otros habían propuesto otros oficios típicos de la «vida sencilla», desde recoger tomates hasta injertar, pasando por trabajar de peón o como pajillera.

El segundo episodio no tenía sentido, no se podía ver. Dirección de Rossellini, sobre el que Fanti había expresado un juicio taxativo y claro: «Un viejo chocho». Ingrid Bergman perseguía a una gallina que se le había comido las rosas. Pierre había visto centenares de gallinas, y nunca ninguna que comiera rosas. La Bergman gritaba: «¡Fen, fen, pekeño pollo!», capturaba a la gallina y la escondía dentro de un aparador, luego la propietaria la descubría y ella quedaba fatal.

—Pero ¿qué pretende decir? ¿Qué es esta mierda?

Angela respondió que no lo comprendía tampoco ella, y agregó:

—Pierre, si quieres nos levantamos y nos vamos, pero hemos pagado la entrada, tratemos por lo menos de ver los otros dos episodios. Pero si nos quedamos aquí, por favor, trata de controlarte.

Tercer episodio, de mal en peor. Isa Miranda, con su forma de actuar tan afectada, desencadenaba la hilaridad del público. Siempre con la misma matraca: mi vida está vacía, cuántos sencillos, pequeños placeres me he negado, hubiera sido mejor dedicarme a otro oficio, pero ahora ya no puedo echarme atrás, y además había un niño, un cinno, que se había lastimado en un brazo y decía en todo momento «Dios mío, diosmíodiosmíodiosmío, Dios mío, Dios mío», y desde las filas de en medio se había alzado un grito: «¡Cárgatelo, que deje de sufrir!».

Por último, aparecía Anna Magnani que se subía a un taxi con un perrillo faldero. Pierre la habría estrangulado con sus propias manos, una que hace perder el tiempo a la gente que trabaja para no pagar una mísera lira de suplemento.

Pierre cambió de tono, murmurando para sí y en voz baja y rota por la indignación:

—Vete a la mierda. —Fue su última queja.

Pierre y Angela se levantaron y se escabulleron fuera del cine.

La Magnani no había terminado siquiera de cantar.

* * * * *

Por el centro no caminaban nunca uno al lado del otro. Angela iba por el otro lado de la calle, una de las muchas cosas que amargaban a Pierre. Incluso desde la arcada de enfrente se veía que estaba enfurruñada. Al final de via Indipendenza, Pierre se le acercó.

—Oye, lo siento, no es que te eche la culpa a ti. Hemos tenido mala suerte: Brando ha cogido la gripe y hemos elegido una mala película. Y claro, yo tenía ganas de estar contigo, pero a solas. En fin, que me he puesto nervioso. Perdóname.

—Pierre, dices demasiadas palabrotas —dijo Angela mirando a su alrededor. Era otra de las costumbres impuestas por las circunstancias. Lo que más nervioso ponía a Pierre era el repentino sobresaltarse y separarse, cada vez que oía pasos en el pasillo, llaves en las cerraduras, bocinas abajo en la calle. La atmósfera empeoraba bruscamente, abrazos apasionados interrumpidos por la vuelta a la realidad.

Angela le cogió las manos. En público no lo hacía nunca.

—Ya sé que no es fácil. Para mí es aún más difícil, ¿qué te crees? Además, casi me olvidaba, tengo una buena noticia para nosotros.

Pierre la interrogó con la mirada. Angela sonrió al ver su estupor.

—A finales de abril Odoacre se va de Bolonia por lo menos dos semanas, para un congreso. Tendremos todo el tiempo que queramos para estar juntos, imagínate, ¡más que todo el que hemos tenido hasta ahora! ¿Te alegra?

Poco faltó para que se besasen, allí, delante de todos. Angela apuntó un poco más alto y le rozó con los labios la punta de la nariz. Luego se separó de él y sonrió de nuevo:

—¡Cuánto te quiero! Adiós, tengo que irme, pero prométeme que pasado mañana me telefonearás. Estaré sola en casa toda la tarde.

—Prometido —dijo Pierre.

Angela tomó hacia casa («casa de Odoacre», como decía ella), en via Castiglione. Pierre pensó que, se mire por donde se mire, un medio beso en la nariz no era lo mismo que un polvo. Decidió tomarse un chocolate caliente, luego se iría a ver a Brando. Tenía ya preparada la frase:

—El enfermo serás tú, pero el supositorio me lo he tenido que poner yo.

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