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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 20 Bolonia, zona de Cirenaica, menos de media hora después

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CAPÍTULO 20
Bolonia, zona de Cirenaica, menos de media hora después

—Tengo treinta y ocho de fiebre, los huesos molidos, dolor de barriga y diarrea, no podré ir a la tienda quién sabe durante cuántos días, ¡así que figúrate tú si me preocupa que hoy no hayas podido tirarte a la mujer de Montroni!

Brando escupió en el orinal que había al pie de la cama, luego prosiguió:

—…además, dicho sea entre paréntesis, si alguien os ve saliendo o entrando de mi casa, se acabó, hazme caso, Pierre, olvídalo, él allí es el jefe, todos hablan bien de él, y si te descubren nadie, digo nadie, se pondrá de tu lado, tu hermano correrá detrás de ti con la Bren, ¿y tú qué puedes ofrecerle a Angela? Era huérfana, estaba sola con un hermano poco normal, Montroni les salvó la vida a los dos, ha internado incluso al retrasado mental ese y carga con los gastos, ¿y se lía contigo, que haces de camarero a horas y lo único que sabes hacer bien es el frullone a chinino? Además, Angela y Montroni llevan ya mucho tiempo casados, y tú no eres ya un pipiolo, y tampoco yo tengo ningunas ganas de hacer el chiquillo, coño, os veis a escondidas en mi casa cuando a mí ni me va ni me viene, ¿crees tú que se puede seguir así? Acércame el batín, vamos, que me haré un café con leche. Y límpiate la boca, que tienes una mancha de chocolate.

Pierre sonrió y así lo hizo. Su frase había servido para que Brando, que era ya un poco hosco por naturaleza, diera rienda suelta a su encabronamiento. En pijama remendado y zapatillas gastadas, sentado en el borde de la cama con unos mechones desordenados que le caían sobre los ojos como tirabuzones, la barba sin afeitar desde hacía por lo menos tres días, Brando no se asemejaba ya tanto al actor, sino que parecía más bien un indigente.

Sí, no andaba del todo errado, pero no le gustaba que a Ferruccio, el hermano menor de Angela, lo llamara «retrasado mental» o «poco normal». Brando era así, disfrutaba burlándose de los locos, de los mutilados, de los inválidos. Tal vez al trabajar de barbero —escuchando a todas horas charlas insulsas, recriminaciones e invectivas de todo tipo— se volvía uno un poco ácido, y si uno lo es ya de por sí, quién sabe en qué acaba convirtiéndose. En via Libia, a pocos metros de casa de Brando, vivía un verdulero que había perdido las manos en el frente ruso y ahora llevaba una especie de garfios. Con la ayuda de la mujer conseguía hacer todo el trabajo, transportar las cajas, pesar la fruta, meterla en las bolsas, incluso contar el dinero y dar el cambio, manteniendo las monedas apretadas entre los dos ganchos y pasándoselas al cliente. Era una buena persona y nadie le había oído jamás un lamento, pero Brando la había tomado con él y le había apodado Houdini, porque decía que si lo esposaban era capaz de liberarse en menos de lo que cuesta decirlo. De vez en cuando, mientras le cortaba el pelo a alguien, contaba con una sonrisa sarcástica anécdotas imaginarias sobre Houdini, como que siempre le chorreaba sangre de la nariz porque se sonaba con los ganchos, y otras estupideces por el estilo. Sí, a veces Brando era insoportable. Pero era un amigo.

* * * * *

Ferruccio tenía la misma edad que Pierre. Diez años antes, la madre de él y de Angela había muerto bajo un bombardeo. Él se había salvado de milagro, atrapado bajo los escombros durante varias horas, abrazado a aquel cuerpo sin vida, sintiéndolo enfriarse y ponerse rígido. Angela no estaba, había ido a buscar harina con la cartilla de racionamiento.

El padre, internado desde hacía tiempo en el sanatorio, había muerto de tisis a los pocos meses. Ferruccio jamás se había recuperado de aquellos trágicos sucesos. Se ponía nervioso por una nimiedad, tenía miedo de los truenos, en una ocasión incluso le soltó un tortazo a Angela, mientras que en otros períodos no se levantaba de la cama y no quería hablar con nadie. De día Angela trabajaba, hacía la limpieza en Santa Orsola, y por la noche volvía al pisito de renta limitada y se veía a solas con Ferruccio, que a veces estaba totalmente ausente, otras irascible. Una pesadilla de la que no podía despertarse.

Un día, a finales del 47, Angela conoció a Odoacre, desde hacía años un médico respetado. Antifascista de toda la vida, de familia liberal, durante la Resistencia atendía a escondidas a los partisanos heridos. Después de la Liberación se había inscrito en el PCI y había entrado directamente a formar parte del Comité Federal de Bolonia.

Odoacre era persona de buenos modales. Un treintañero distinguido y todavía soltero. Angela era una guapa muchacha en la miseria. Él había empezado a hacerle la corte, hasta que se prometieron y casaron en el 48, poco antes de las elecciones. En la casa de via Castiglione acomodaron al pobre Ferruccio en una pequeña habitación de la planta baja. Pero a Ferruccio no le gustaba Odoacre, le contestaba mal, le ponía morros, a veces montaba en cólera y decía que era un «delincuente» y que se aprovechaba de su hermana solo porque tenía dinero. Odoacre no perdía nunca la paciencia, trataba de razonar, de calmar al cuñado, y a veces lo conseguía, pero Angela era presa de terribles momentos de desconsuelo. Antes de que enloqueciera también ella, Odoacre había hecho internar a Ferruccio en Villa Azzurra, cerca de San Lazzaro, y desde aquel día había cuidado de él.

Sucedía esto a principios de los cincuenta. Desde entonces, Ferruccio salía de la clínica solo los domingos, cuando Angela iba a recogerlo y se lo llevaba al cine o de paseo. Por Navidades y durante el verano, Ferruccio se quedaba con Angela y Odoacre durante una semana o diez días seguidos. Sus arranques de ira eran más raros, porque Odoacre le daba un nuevo medicamento con un nombre complicado, una pastilla modernísima que le hacía estar más calmado.

En los últimos tres o cuatro meses, Angela había pasado con el hermano solo dos domingos al mes, porque los otros los pasaba con Pierre. Para no despertar sospechas a Odoacre, iba a buscar a Ferruccio en taxi, luego lo dejaba en compañía de una amiga, Teresa Bedetti, que era para Angela lo que Brando para Pierre, una amiga y cómplice. Ferruccio tenía problemas nerviosos, pero no era corto de entendederas, sino al contrario. Lo sabía todo, y estaba incluso contento de que Angela le pusiera los cuernos a su marido. Él, quién sabe por qué, continuaba detéstandole, aunque ya no había vuelto a agredirlo verbalmente. En cambio Teresa, como Brando, no estaba en absoluto tan de acuerdo, pero era una amiga.

Ferruccio iba al cine con Teresa, luego se citaban y todos juntos preparaban la historia que había que contarle a Odoacre.

* * * * *

—Brando, mira que no es nada fácil. Yo a Angela la quiero. Para ti resulta fácil hacer juicios porque lo ves desde fuera, pero yo sé que ella no quiere a Montroni. Lo suyo es gratitud, y también lo que tú dices, que no tenía otra elección. Pero ¿qué debería hacer, renunciar así como así, sin decir nada?

—¿Y qué tendrías que decir? No tienes ninguna esperanza. Quien tiene dinero se va a San Marino, pero aquí en Italia no hay divorcio, ya sabes lo que se dice de las mujeres separadas.

Brando mojaba el pan en la leche, sentado a la mesa sobre la que Pierre y Angela habían hecho el amor en una ocasión. Pierre estaba en la ventana: fuera reinaba ya la oscuridad.

—¡Pero si hasta Togliatti está casado con una y está con otra!

—Togliatti es Togliatti, ¿qué tiene que ver? Angela no soltará a Montroni, no va a dejar a su hermano tirado en la calle, y sobre todo no va a volver a pasar hambre solo porque tú en la cama la satisfagas y Montroni probablemente no.

—¡Pero si ni siquiera pueden tener hijos! Ella me ha dicho que Montroni es estéril…

Brando se quedó en silencio. Se pasó la mano por la cara, la barbilla seguramente más pronunciada que la del actor. Pierre se mordió los labios y se tachó de idiota. No tendría que haber revelado un detalle tan privado. Brando no era distinto a los demás, a los compañeros de la Sección y a aquellos como Melega: apreciaba a Montroni, lo tenía sobre un pedestal, lo veía como un intocable, y de verdad que lo era, en la medida en que puede serlo un capitoste del Partido en la mayor ciudad roja de Italia. Aquella referencia a su vida sexual había sin duda descolocado u horrorizado a Brando. Seguro que nadie se había figurado nunca a Montroni en la intimidad de un dormitorio, aquel señor siempre elegante y distinguido, incluso un poco lúgubre, que sonreía sin enseñar nunca los dientes. Difícil imaginárselo en pijama, o pensar que también él, como el común de los mortales, cagaba y meaba todos los días.

Fue Brando quien rompió el silencio, incómodo:

—Pierre, te lo repito: es mejor que cortes, antes de que pase algo grave.

Pierre miró al frente, más allá del cristal de la ventana.

Solo vio una larga extensión negra.

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