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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 23 Cannes, 2 de junio

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Cannes, 2 de junio

El Casino Municipal era un desbordamiento de luces artificiales.

Cary llevaba un esmoquin azul oscuro. Más negro que el negro.

Efecto de la luz artificial. El primero en darse cuenta había sido el hombre más elegante del mundo (junto con Cary y Fred Astaire), un hombre del que Cary había sido súbdito.

El duque de Windsor. Ex soberano del Imperio británico con el nombre de Eduardo VIII. Alguien que se había retirado

de verdad.

Cary, en cambio, no había conseguido abdicar. No lo deseaba

de verdad. Ahora lo sabía. Sonreía.

Relajado. Como siempre, cuando trabajaba con Alfred Hitchcock.

Hitch.

Durante el rodaje de

Sospecha y

Encadenados, Cary se presentaba en el plató silbando.

El entendimiento con Hitch era perfecto. Telepático. Esta vez también sería así.

Había vuelto.

En cierta ocasión Cary, leyendo una entrevista de Hitch, había estallado a reír ante la frase: «¿Piensa usted que si hubiera podido elegir en qué cuerpo nacer habría elegido

este? ¡Si de mí dependiera, a estas horas sería Cary Grant!».

No, Hitch. A estas horas serías Archibald Alexander Leach. Cary Grant no se nace. Cary Grant se hace. Cary Grant es un regalo al mundo.

He vuelto.

Tenía a Hitch a su lado. Silueta celebérrima, panza prominente, cabeza pelada. Mirada que rezumaba sarcasmo, cada centímetro del cuerpo ocupado en digerir la cena. Hitch era un lento estómago antropomorfo. El sarcasmo era ácido clorhídrico, la imaginación un juego de encimas, Hitch

digería las formas de vida presentes, proteínas y vitaminas para el

corpus de sus obras.

Estaba también Grace. Traje de noche azul oscuro, más negro que el negro.

Cary la conocía desde hacía pocos días. La había admirado a distancia, ahora la admiraba de cerca. Concentrada sin renunciar a la ligereza. Provocativa sin ser agresiva. Bella y rubia sin ser llamativa. Bella y rubia.

Una sensación de

déjà vu. Solo un instante.

No veía llegar la hora de comenzar el rodaje.

Tres espaldas vueltas hacia el bar del casino, tres sonrisas y seis ojos, la varia humanidad que comenzaba a bullir.

Las nueve de la noche. Manecillas a noventa grados.

Inclinándose todos con el mismo ángulo, los porteros en librea saludaron la entrada del cortejo imperial.

En primera fila, seis muchachas de unos veinte años, escotes y aberturas que parecían juntarse y andares de pasarela, a pesar de los finos tacones. Docenas de miradas masculinas se abrieron paso en la sala para planear sobre la mejor. No la de mister Hitchcock, cautivada por unos frutos de bosque y una crema

chantilly. La de mister Grant tampoco, o tal vez de reojo, para no ofender a Grace Kelly.

Otras tantas señoras, vistosas ahora ya solo por las joyas, seguían a las primeras con paso menos audaz.

Inmediatamente detrás, cinco jóvenes elegantes, traje de color oscuro a finas rayas claras, sombrero y puro, paseaban de la traílla a otros tantos campeones de la raza canina. Un lebrel afgano color champán, un dálmata, un jato alano color negro humo, un dóberman de nombre Anubis y un labrador inquieto.

Las normas del casino prohibían la entrada a los perros. Apenas franqueado el umbral, en efecto, los pusieron bajo la custodia de un par de servidores, pagados expresamente para dedicarse a sus meadas. Más sensato y económico hubiera sido dejarlos corretear por el parque du Château de Torenc, pero el emperador no era de la misma opinión.

Pasado el equipo canino, cuatro guardaespaldas se esforzaban por atravesar la puerta. Y detrás de estos, tres hombres excéntricos avanzaban charlando por los codos. Los que llevaban chaqué azul y orquídeas en el ojal eran los consejeros privados del emperador. En medio de ellos, Bao Dai repartía saludos, sonrisas y billetes de cien francos. La chaqueta coreana le daba un aire de estadista serio, a lo Nehru, pero el

cache-col[52] violeta que florecía entre los últimos botones le hacía parecer más bien un

flâneur parisino.

A excepción de los perros, tras el trío la serie se repetía simétricamente; imponentes gorilas, jóvenes elegantes, señoras enjoyadas, modelos semidesnudas. Tan pronto como la puerta del casino engulló el último culo marmóreo, veinte portezuelas de coches distintos, todos pertenecientes a la colección del emperador, cerraron con un chasquido al unísono y los conductores pusieron en marcha los motores.

Frases en voz alta, chismorreos quedos, pensamientos inexpresables y miradas elocuentes bullían en torno al cortejo como aceite de freír. Cada tarde, el emperador Bao Dai trataba de pescar una frase entre el gentío, ayudado por sus consejeros privados Azzoni y Mariani. Todas aquellas atenciones lo deleitaban, pero aún más le gustaba rebatir los comentarios malévolos.

Un hombre que frisaría en la cuarentena y que no había dejado de babear sobre las piernas bronceadas de una muchacha, equivocó el tono de voz al dirigirse a su amigo:

—Bonitas chicas, Henri, pero todas unas furcias.

Mariani clavó el codo en las costillas del emperador. Casi todos habían oído la apreciación. A los demás les llegó la noticia al cabo de un segundo.

Bao Dai se detuvo, extendió los brazos, apuntó las rendijas alargadas de sus ojos sobre el tipo que había hablado. Bao Dai inclinó la cabeza y levantó la barbilla. Bao Dai dijo:

—Está en un error, señor. —Un ademán acarició a todos sus acompañantes—. Estas que ve, amigo, no son en absoluto unas furcias. —Se golpeó el pecho con la mano—. La furcia soy yo.

Cary sonrió. Buen

timing. Buena ocurrencia. Alguien dio unas palmas.

El cortejo llegó a la mesa del

chemin. Bao Dai tomó asiento. Los labios de Azzoni y Mariani se pegaron a los oídos del emperador. A sus espaldas se erigió el muro de cabezas, cuellos y pectorales de los guardaespaldas. Bao Dai garrapateó un cheque y se lo entregó a su servidor. Una carretilla de

fiches estaba a punto de ser volcada sobre la mesa de juego.

—¿Has oído, Stiv? ¡Quince!

Palabras pronunciadas por Salvatore Pagano en el preciso instante en que, a causa del fabuloso pero, ¡ay!, puntiagudo y díscolo calzado, tropezaba en un borde de la alfombra y emprendía un vuelo de espectáculo de variedades: su tarjeta de visita personal en el vestíbulo del casino.

No era ciertamente un problema de «atuendo». Kociss estaba incluso deslumbrante: veinte abriles, tez de color mate, ojos de árabe brillantes con el esmoquin de rigor, alquilado por Zollo con los adminículos necesarios. De haber visto Lisetta a aquel príncipe libanés, se le habría echado encima al instante. Steve no había descuidado los detalles. Al alquiler del esmoquin había añadido la compra de unos trajes decentes y una gran dosis de enseñanzas a base de frases cortas e incompletas, y sobre todo de órdenes de callar, callar, callar.

No, era una cuestión de «porte», de pose, de costumbre en el control de la gestualidad. Como ensillar un caballo salvaje. Mucho esfuerzo para tan pocas satisfacciones.

El numerito a lo Laurel & Hardy atrajo la atención de todos.

Zollo, dudando entre matarlo en el acto o dejarlo para más tarde, para hacerlo con calma, optó por una tercera solución, que le parecía sin duda la más arriesgada.

Exhibir una sonrisa de gran amigo, acercarse a aquel capullo caído de bruces en el centro del salón de entrada, iluminado como Times Square el día de fin de año, ayudarle a levantarse, recomponerlo, seguir sonriendo, palmaditas en la espalda, «Sal, pero qué líos armas. ¿Aún no has bebido nada y ya andas tirado por los suelos? ¡Vamos al bar, ven!», machacándole el brazo izquierdo.

—Salvatore, basta de gilipolleces.

—Disculpa, Stiv, lo siento, pero es como si llevara pies de pato…

Shut up! Basta de gilipolleces he dicho, ¿vale?

—Sí, Stiv —insinuó Kociss mientras se masajeaba el brazo.

—Yo tengo que trabajar. He de ver a gente importante. Ya te lo he dicho. No hagas gilipolleces. Quédate por aquí. En el bar. Pierde alguna ficha en las maquinitas. No te acerques a las mesas. ¿Entendido? Nada de mesas. No me hagas arrepentirme. Necesitaré una hora como mucho. Espérame aquí.

—Sí, Stiv, descuida.

—Salvatore, no hagas gilipolleces.

Así, Salvatore Pagano, alias Kociss, con el brazo izquierdo como en un termitero, se encontró a solas en aquel lugar increíble.

Mujeres de locura. Vestidos absurdos. Luces a cuyo lado Piedigrotta era una cosa ridícula. Pero ¿aquella de qué estaba hecha? ¿De oro? No podía creérselo. Y de las que había visto antes, mejor no hablar. Había tropezado por culpa de ellas. ¡Virgen santa, qué hembras! Luego, una multitud de tipos extraños, con un interminable zoo de perros, quince, le habían dicho, con aquel chino en medio que saludaba a diestro y siniestro como el Papa. Pero con todas esas hembras de bandera a su alrededor al Papa le habría dado dolor de cabeza.

Bien atiborrado de visiones, luces y colores, Kociss anduvo dando vueltas durante unos minutos por el primer amplio salón, con la zona central ocupada por cuatro grandes mesas de ruleta, al norte y al sur las de black-jack, y a lo largo de las paredes, una larga hilera de tragaperras cromadas y refulgentes.

Aquel rapto de los sentidos, la anestesia de todo instinto animal, se rompió ante una de las mesas de ruleta, no muy concurrida.

Tenía en la mano las fichas de Steve. Nada de mesas. Las maquinitas.

Pero allí por lo menos había personas. Algunas tías excepcionales. ¿Quieres probar con las maquinitas?

¿Cómo decía el jefe que echaba la bolita? ¿No va más?

Pero a quién le importaban las maquinitas.

Una ficha. Los perros del chino. Quince.

Como es obvio, Kociss no pudo contener un grito de alegría y de sorpresa cuando el crupier, en aquella lengua que no comprendía pero que intuía, señaló que la bolita se había detenido justo en la casilla del Quince, Negro, Impar.

El mismo crupier, el jefe, depositó una consistente suma de

fiches justo al lado de su ficha ganadora en la casilla del Quince.

Eran suyas, podía cogerlas, incluso debía hacerlo. Pero ¿no era de paletos cogerlas todas, allí en medio de aquellos ricachones que soltaban toda la pasta que tenían? Kociss hizo el gran gesto: dejó allí un poco menos de la mitad como propina, ¡al demonio la avaricia!, si gana Kociss ganan todos, a quién le importa. Pero aquel vejestorio del jefe las dejó allí, sin tocarlas, en el Quince, y lanzó de nuevo la bolita.

Quince.

Pas mal, le garçon!

Oh, là là!

En aquel punto se armó un alboroto, se oyó claramente un «¡Qué suerte!», porque indudablemente el chaval había tenido un gran golpe de fortuna. Dos plenos consecutivos. Con el mismo número. Doblando la apuesta en el segundo intento.

Kociss se puso rojo como una amapola cuando vio que el jefe depositaba, esta vez justo delante, una verdadera montaña de fichas, mientras todos le daban palmaditas en la espalda y sonreían.

Pero ¿cuánto valían aquellas fichas? Eran suyas. ¡Qué coño maquinitas, Stiv!

Mientras dos tipos lo ayudaban a reunir toda aquella coloreada bendición del cielo dentro de unas bolsitas de paño, llegó la visión.

—Niño italiano afortunado —dijo con un acento de no sabía dónde. Era bellísima. La piel parecía de oro. Era pelirroja como Lisetta. Sonreía y le tocaba el brazo izquierdo, que había dejado de hormiguear.

La siguió sin dudarlo.

Eran dos.

Zollo tomó asiento a la mesa y clavó los ojos en la cara de Toni.

—Pensaba que venías solo.

El Lionés apagó el pitillo en el cenicero con calma, luego señaló al amigo sentado al lado.

—Jo, te presento a Stefano Zollo, más conocido como Steve Cemento. Zollo, este es Jo, alias el Sueco,

mon associé. Jo y yo somos demasiado viejos para acordarnos de cuándo nos conocimos.

Jo hizo un gesto con la cabeza que Zollo no devolvió. Toni el Lionés estaba aún más esquelético que la última vez que lo había visto, en Marsella, un montón de huesos envueltos en una fina membrana de piel. Daba grima y tenía en la mirada algo de horripilante, algo muy semejante a la muerte.

El amigo era un tipo rubio bien plantado que llevaba el traje con cierta clase y tenía un aire juvenil, aunque debía de haber pasado de los cuarenta.

Una mampara aislaba la mesa del resto de la sala. Nadie podía oír lo que estaban diciendo.

—¿Todo bien? —preguntó Toni, mientras se encendía otro pitillo.

Zollo se había preparado ya el papel.

—Por supuesto. Solo tienes que decirme cuándo y dónde encontrar a los compradores.

Garçon, s’il vous plaît —dijo Toni interceptando al camarero—. ¿Qué tomas?

—Un Jack Daniel’s.

On the rocks, please.

Toni habló con el camarero, que desapareció en dirección al bar.

—Mañana. En la playa —dijo el Lionés—. Hay un pequeño bistrot, Le Grisbi, se llama. No te costará encontrarlo, todos lo conocen.

El otro dijo algo en francés. Toni sonrió y Zollo esperó a que tradujera.

—Jo pregunta si has visto la película con Jean Gabin,

Touchezpas au grisbi. [53]

—Solo conozco las películas americanas.

—Es una lástima. Pues aquí estamos en la capital del cine. Hasta Hitchcock está rodando una película en Cannes.

Zollo no movió ni un músculo, no estaba allí para dar conversación.

Toni comprendió y abrevió:

—La cita es a las once de la mañana, cuando hay más gente.

El rubio volvió a decir algo.

—Jo pregunta si tienes bañador. Vestido de noche llamarías la atención.

Zollo lanzó una mirada inexpresiva al rubio.

Luego dijo:

—Dile que no tengo bañador. Iré vestido de emperador del Japón.

Toni tradujo y Jo se rió a gusto.

—Imagino que tienes la muestra de prueba —dijo Toni.

—Los primeros tres kilos.

—No es que no me fíe de ti,

mon ami, pero yo soy el intermediario en este negocio y quisiera comprobar la calidad de la mercancía. ¿Comprendes?

El camarero interrumpió la charla dejando los vasos sobre la mesa.

Zollo cogió el de Toni, puso algo debajo y lo hizo deslizarse hasta delante de él.

El Lionés cogió la papelina, probó con el dedo y se lo pasó al socio que hizo lo propio.

Ça va. Si a ellos les parece bien, te pagarán los tres kilos. Para toda la partida ya os pondréis de acuerdo.

—También yo quiero una garantía.

Toni intuyó:

Pas d’problèmes, Zollò. Puedes venir desarmado. Somos todos hombres de negocios y Cannes es una ciudad

trop belle para hacerse mala sangre.

—¿Cuántos serán?

—Uno solo. Monsieur Alain.

—¿Cómo puedo reconocerle?

—Es un gordinflón con un traje blanco. Nosotros estaremos sentados a una mesa allí cerca.

—¿Cómo se desarrollará la cosa?

—Dime si te gusta: habláis a solas, una vez que hayáis terminado te levantas y vuelves al paseo marítimo, tomas a la derecha y después de cien metros entras en el restaurante La Provençalle. Te aconsejo el pato, es la especialidad de la casa. Yo me reuniré allí contigo y me dirás cómo ha ido.

Zollo asintió. Se tomó el whisky de un trago y se puso en pie.

—¿Quién es el muchacho? —preguntó Toni.

—¿Cuál?

—Ese con el que has entrado.

—No es nadie.

Toni lo miró, asintiendo.

Zollo hizo un gesto de despedida a ambos y volvió a la sala.

—¡Justine, esplendor! ¡No me imaginaba que entre las múltiples prendas con las que tan generosamente te ha adornado la naturaleza figurara también una aguda perspicacia! Yo sabría reconocer a un

parvenu de éxito seguro en medio de una multitud. ¡Y por si fuera poco italiano y con una considerable carga de

fiches encima! Me inclino ante quien sabe descubrir talentos ocultos. ¡Preséntame sin más vacilaciones!

Jean Azzoni no había perdido el tiempo. En pocos minutos, y a pesar de la inicial renuencia, había acometido primero, luego arrollado y finalmente rodeado y doblegado a sus designios a un Salvatore Pagano todavía patidifuso, sacudido, excitado por la ganancia ingente y por los efluvios celestiales de la sirena de piel dorada. En el lado opuesto de la mesa de juego, Lucien Mariani había guiñado el ojo, comenzando a envolver a Bao Dai en un manto de sandeces.

A Azzoni el juego le había resultado fácil, en parte debido a sus orígenes y al perfecto conocimiento del italiano, pero sin duda su capacidad de identificar protagonistas para montar explosivas

pièces teatrales rayaba en lo sublime.

El muchacho podía volver la velada me-mo-ra-ble. A condición, eso sí, de que los maestros de ceremonias Azzoni & Mariani oficiaran por su cuenta.

Eso no era un problema. Estaban allí precisamente para eso. Y para ganarse el precioso caviar soviético con que untar las tostadas.

Introdujo enseguida al muchacho en las reglas de juego del «ferrocarril»: se juega uno contra uno, te dan dos cartas, puedes pedir otra, y el juego consiste en sacar ocho o nueve, los puntos más altos, o en cualquier caso más que tu adversario, cuando ganas además de la apuesta te llevas también la banca, hace falta sangre fría, suerte, memoria e intuición.

—¡Es como el siete y medio, sé jugar! —comentó intrépido Kociss.

Jean Azzoni no tuvo nada que objetar a la única, irrevocable cláusula establecida por Salvatore en la recién nacida asociación: que Justine, aquella diosa, no se apartara de su lado, carne y uña, si no nada, ni hablar del peluquín.

—Cuando Justine detecta a su presa, no la deja sin duda escapar —le susurró Jean «Guiños» Azzoni.

Cambió el botín de la ruleta por el equivalente de las mucho más caras

fiches de la mesa del

chemin, reduciendo considerablemente su volumen. Aguardó el momento justo para entrar en el juego. Una fase de estancamiento en la mesa, una banca poco apetecible. Bao Dai rodeado de anécdotas a lo Mariani, citas improvisadas, amagos al bajo vientre y melodías en mal inglés.

El muchacho no defraudó. Ocho al primer lance. Victoria y banca a su disposición.

El muchacho trascendía confianza.

Azzoni era la sombra a sus espaldas que dispensaba consejos. Justine, el hada que transformaba al sapo en príncipe. Mariani, la pitón que inmovilizaba a la presa.

Al cuarto lance ganador consecutivo el plato se volvió interesante. Para Azzoni el espectáculo comenzaba en aquel momento.

Lucien Mariani concluyó una parrafada sobre el significado secreto de los gestos apotropaicos italianos, con especial referencia al de tocarse las pelotas. Dejó que Bao Dai disfrutara tranquilo de la última jugada. El golfillo ganaba fuerte. Cruzaba los dedos. Se hacía imponer las manos por Justine. Hacía el gesto de los cuernos. Protegía su escroto de las miradas fulminantes del mal de ojo.

Una manita imperial golpeó delicadamente sobre la mesa de juego: Bao Dai recogía el desafío.

El discutido, escarnecido, humillado, odiado, sufragado, embaucado nabab asiático contra el chico italiano con una suerte impresionante.

Todas las miradas convergieron rápidamente sobre la mesa y el juego. Inclinaos ante el talento y la sabia dirección de Jean Azzoni & Lucien Mariani.

—Pero tú al chino le conoces, ¿no es cierto?

Cuatro jugadas ganadoras después, dos ochos y dos nueves, todos habían comprendido que la mano imperial era la del muchacho.

Al noveno lance, en la mesa del Casino Municipal había dinero suficiente para resolver los problemas no solo de Kociss, sino también de todo el barrio de Sanità.

Bao Dai, obviamente, no pestañeó. Pidió cartas.

Mariani se regodeó. Azzoni sonrió. Justine acarició la nuca de Kociss, que estaba en trance.

Alrededor, una verdadera multitud no quería perderse el enfrentamiento más excitante de los últimos meses.

El crupier sacó dos cartas del

sabot. Las alargó al emperador. Otras dos a Pagano.

Bao Dai observó, un ligero estremecimiento del párpado derecho, y al cabo de unos pocos segundos echó las dos cartas tapadas sobre la mesa. Carta.

El crupier le entregó un nueve de picas. Le tocaba a Pagano. Observó y descubrió sus cartas. Un rey de rombos y tres de corazones. Azzoni bisbiseó a sus espaldas:

—Una mano difícil. Estamos obligados a pedir carta.

—Hasta ahora no la hemos necesitado —fue la respuesta, y antes de que Jean Azzoni pudiera hacer nada, se oyó nuevamente la voz de Kociss pronunciar las dos locas palabras:

—Me planto.

El silencio que se hizo alrededor se transformó en murmullo de sorpresa y desaprobación. El párpado de Bao Dai se sacudió de nuevo, mientras daba la vuelta a las dos cartas aún tapadas. Dama de tréboles y dos de picas. Con el nueve ya descartado, los puntos del emperador eran uno.

El tres de Pagano era más que suficiente.

—Gana la banca. —El crupier no consiguió contener del todo una sonrisa de maravilla, o tal vez de sincera estima.

Pagano pegó un grito.

El público aplaudió.

Justine tocó primero el culo de Kociss y luego el de un incrédulo, más muerto que vivo, feliz Jean Azzoni.

Lucien Mariani prorrumpió en un discurso laudatorio que se venía guardando desde hacía días.

—Como dijo Napoleón —atacó—, solo los grandes hombres cometen grandes errores. Y yo añado: por estos últimos los reconoceréis. Hoy, demasiadas cosas pueden comprarse. Un plebeyo puede hacerse acompañar por un cortejo imperial, con tal que tenga dinero para pagárselo. Un paleto puede adquirir un castillo imperial. Hasta el trono y el título de emperador son objeto de un comercio todo menos noble. ¿Cómo distinguir, entonces, al verdadero emperador? ¿Qué no puede comprar el dinero y ningún preceptor podrá nunca enseñar? No la manera imperial de andar, ni la de hablar, por difíciles que sean. No el ceremonial cortesano. No. Tampoco el alma, que como enseña Fausto puede comprarse por medio del más hábil de los agentes. —Hizo una pausa mientras meneaba la cabeza. Volvió la mirada alrededor y la posó sobre Bao Dai—. La manera de perder, os digo. Que no depende solamente del caudal del individuo, sino de la serenidad con que renuncia a él, aunque fueran sus últimos reales, precisamente porque el rico sin dinero no es más que un pobretón, pero el emperador sin dinero es siempre un emperador. Sí, señores: yo afirmo que Waterloo consagró a Napoleón más que las muchas victorias, de las que, de hecho, no recuerdo ni fechas ni lugares. En cuanto a vos, majestad, habéis demostrado hoy que vuestra manera de perder es, sin ninguna duda, en verdad imperial. Cary, Hitch y Grace

vieron alzarse los murmullos y las carcajadas cual olas de un maremoto, atravesar el salón, barrer toda conversación a media voz, obligar a las cabezas a girar sobre los cuellos y por último estrellarse sobre las paredes del casino. Todos, pero exactamente todos, miraron a las mesas del

chemin.

—¡Es el emperador! Sentado con él hay un muchacho italiano ¡di-ver-ti-dí-si-mo! —dijo un señor con entradas en el pelo, emitiendo las últimas dos sílabas en un falsete ridículo, acompañando la frase entera con gestos de director de orquesta.

—¿Bao Dai? —preguntó Cary.

—Cierto —respondió Hitch.

—¡Veamos a este emperador manos a la obra! —dijo Grace con una sonrisa, y echó a andar hacia la mesa de la que procedía el clamor.

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