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Capítulo 25

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Capítulo 25

De alguna forma, la atormentada y angustiosa música de órgano que llenaba el aire tenía más que ver con una película de Lon Chaney que con un rito religioso. Venía de la pequeña iglesia que había en una esquina alejada del patio, detrás de una descuidada explanada de césped. Desde la puerta de la Torre Blanca, observé el pequeño campanario que se levantaba sobre sus toscos muros. Respiré hondo, intentando no pensar en lo que me esperaba ahí dentro, y corrí hacia el gran edificio neogótico que había junto a la capilla. A mi paso, el suelo quedó manchado de sangre.

En cuanto llegué al edificio, me puse en cuclillas y moví la metralleta de un lado a otro, listo para reaccionar ante cualquier visita inesperada. Pero, aparte de la estridente música de órgano, todo parecía tranquilo.

Volví a respirar hondo y seguí adelante, manteniéndome cerca del muro del edificio, aprovechando cada sombra para ocultarme. No tardé en llegar al callejón que separaba el largo edificio de la capilla. Me puse de puntillas debajo de la primera de las cinco estrechas ventanas que se abrían en la fachada lateral de la capilla y miré dentro, pero el cristal era demasiado grueso y estaba demasiado sucio para poder ver nada con claridad. Todo lo que pude apreciar es que en el interior había movimiento. También oí voces por encima del sonido del órgano; voces de hombres que gritaban y voces que imploraban clemencia.

Temeroso de que mi silueta pudiera delatarme, volví a agacharme y rodeé la pequeña iglesia pegado al muro. Pasé junto a dos lápidas verdosas y una carretilla con unos pequeños sacos dentro antes de encontrar la entrada. Una de las hojas de la puerta estaba entornada, permitiendo que los desafinados acordes del órgano llegaran nítidamente hasta mis oídos. Al acercarme, creí oír el llanto de un niño.

Apoyé la espalda contra la puerta, la abrí un poco más empujando con el codo y giré el cuerpo hacia el interior de la capilla, apuntando la metralleta hacia adelante.

El pasillo central no tendría más de un metro de ancho, y conducía directamente hasta un pequeño y modesto altar con un crucifijo de oro debajo de una vidriera. La mugre de las estrechas ventanas laterales y las oscuras vigas de madera del techo creaban un ambiente lúgubre, incluso tenebroso. A mi izquierda había varios arcos. Debajo del primero vi un sepulcro de alabastro con un caballero y su dama esculpidos en piedra. El viejo órgano de madera, con los tubos cubiertos de telas de araña, estaba en el último arco. Detrás, en el muro del fondo, había otra puerta.

Los débiles haces de luz que penetraban por las estrechas ventanas parecían bañar las motas de polvo que flotaban en el aire. Sentados en los bancos, los prisioneros de Hubble se movían nerviosamente mientras varios Camisas Negras patrullaban el pasillo central y los dos laterales. Algunos de los cautivos estaban llorando, otros guardaban silencio, acobardados, pero todos miraban hacia la figura que había en el altar.

Hubble estaba de espaldas. McGruder lo estaba ayudando a quitarse la camisa, dejando desnudo un brazo delgado y lleno de hematomas. El líder de los Camisas Negras tenía la mano negra hasta la muñeca y el hombro lleno de esas desagradables manchas que formaba la sangre al coagularse debajo de la piel. Realmente, era una visión nauseabunda.

Hubble se dio la vuelta, y yo me oculté detrás de la puerta para que no pudiera verme.

Con un gran esfuerzo, Hubble consiguió ponerse recto y miró a su auditorio con el mentón levantado y una mano apoyada sobre el bastón, intentando adoptar la postura de un nombre poderoso, de un líder invencible. Pero las mejillas hundidas y los oscuros hematomas que tenía alrededor de los ojos, la tonalidad azul de sus labios, la palidez enfermiza de su piel, prácticamente traslúcida, a través de la cual se veía un complejo entramado de venas rotas, el pelo, antaño impecablemente cortado, que le caía sin fuerza sobre la pálida frente, la inclinación de sus hombros y el temblor de sus extremidades parecían reírse de sus pretensiones de grandeza, convirtiéndolo en una patética parodia del hombre que había cautivado a miles de fanáticos con su oratoria fascista antes del estallido de la guerra. Aun así, al ver cómo brillaban sus ojos, me di cuenta de que ahora era más peligroso que nunca, pues esa misma locura que lo mantenía vivo también le daba las fuerzas y la voluntad necesarias para llenar el mundo de dolor.

Permanecí oculto detrás de la puerta entreabierta, pensando en lo que iba a hacer a continuación.

Tras una nota larga y estridente, la música de órgano se detuvo finalmente cuando el líder de los Camisas Negras levantó una mano temblorosa hacia el intérprete, una mujer obesa que vestía el uniforme de los secuaces de Hubble. La mujer giró el cuerpo con dificultad hacia el altar e, incluso desde donde estaba yo, pude ver las oscuras manchas que le cubrían la cara. Dos Camisas Negras gritaron exigiendo silencio, y otro golpeó al prisionero que tenía más cerca justo antes de que Hubble empezara a hablar.

—Señor todopoderoso, perdónanos por no haber acudido antes a ti. Danos tu bendición, guíanos…

Aun frágil y temblorosa, la voz de Hubble llenó la capilla, acallando los últimos murmullos.

—… y apiádate de nuestros pobres cuerpos mortales. Te alabamos, Señor, por la gracia que nos has otorgado y rogamos por la salvación de los hombres que nos acompañan, de estos hombres que van a sacrificarse…

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, obligándolo a encorvar aún más los hombros. Se sacó apresuradamente un pañuelo del bolsillo y se cubrió la boca con él. Cuando las convulsiones acabaron, miró un momento el pañuelo cubierto de manchas de sangre antes de volver a enderezarse. Pese a ello, cuando volvió a hablar, la extraordinaria claridad de su voz me hizo preguntarme de qué habría sido capaz este hombre si la salud no lo hubiera abandonado.

—… a sacrificarse generosamente por nuestra gran causa —siguió diciendo, como si no hubiera ocurrido nada—. Haz que su sangre se derrame con pureza en nuestras venas y devuelva la fuerza a nuestros cuerpos, Señor.

Algunos de los prisioneros empezaron a gritar, pero los Camisas Negras que estaban sentados entre ellos los hicieron callar. Uno de los que estaban patrullando el pasillo central incluso estrelló la culata de su fusil contra el cráneo de un joven delgado. Las protestas cesaron inmediatamente.

—Te rogamos, Señor, que bendigas nuestros esfuerzos…

Hubble tenía la cara levantada hacia el cielo, como si fuera un mártir implorando a Dios.

—… pues sabemos que somos tus elegidos y que nuestros actos reflejan tu voluntad.

Por increíble que parezca, Hubble realmente creía, como lo había creído antes su ídolo, Adolf Hitler, que Dios estaba con él, que él y sus seguidores habían heredado la tierra por voluntad de Dios. El hecho de que su sangre fuera del grupo equivocado sólo era un detalle insignificante que no alteraba su lógica demente, pues la enfermedad formaba parte de la gran prueba a la que estaban siendo sometidos los hombres justos, una prueba que, sin duda, superarían. Hubble se había precipitado con las transfusiones, olvidando pedir primero la bendición de Dios, pero ahora había rectificado, ahora había encontrado el camino de la verdad y se presentaba ante el Divino Salvador para que las transfusiones tuvieran éxito y el reino de los Camisas Negras pudiera perpetuarse en el planeta Tierra. Estaba demasiado loco para darse cuenta de que lo que le estaba pidiendo a Dios no era su bendición, sino un milagro. Aunque todo ello resultaba ridículo, yo estaba demasiado asqueado para sonreír. Abrí un poco más la puerta.

Parecía que Hubble había acabado sus oraciones, o sus súplicas, o lo que quiera que fuesen. Hizo una señal con la mano, y un Camisa Negra se levantó en el primer banco. McGruder, que, como de costumbre, estaba al lado de su líder, preparado para acudir en su ayuda en cualquier momento, le indicó al Camisa Negra que se adelantara, y entonces vi a la persona que tenía cogida del brazo.

Muriel ya no llevaba el largo vestido plateado del Savoy, sino una camisa negra de hombre que le iba varias tallas grande y unos pantalones grises. No tardé en descubrir por qué no quería acompañar al Camisa Negra.

McGruder ayudó a Hubble a sentarse en una silla mientras el Camisa Negra arrastraba a Muriel hacia ellos. Realmente, la atención y el cuidado con que el lugarteniente de Hubble trataba a su jefe eran dignos de admiración. Me pregunté qué habría hecho Hubble por ese hombre para ganarse una lealtad tan ciega y servil.

Una vez en su asiento, Hubble miró a Muriel con una sonrisa en los labios, como si agradeciera el gesto que había tenido al ofrecerse voluntariamente para el sacrificio.

Fue entonces cuando vi los tubos de goma debajo del crucifijo del altar. La poca luz que entraba por las ventanas brillaba sobre las agujas y las pinzas de metal.

Así que ése era el plan: Muriel iba a ser la primera. Después de todo, tenía cierta lógica, pues, a ojos de Hubble, ella era la que tenía la sangre más pura. Era una mujer sana, hermosa e inteligente, pero, sobre todo, era de ascendencia noble. Nada menos que la hija de un lord, de un aristócrata, de un miembro de la clase gobernante. Sí, desde luego, su sangre era la más indicada y, por lo que veía, a Hubble no le quedaba mucho tiempo; incluso desde lejos podía apreciarse hasta qué punto había empeorado su condición en tan sólo un par de días. Las transfusiones que habían realizado en la Torre Blanca habían fracasado, pero ahora Hubble tenía la bendición de Dios. ¡Aleluya!

McGruder desgarró la tela de la camisa de Muriel sujetándola por el hombro y tirando con fuerza de la manga.

—¡No! ¡Por favor, no! —imploró Muriel—. No puede hacerme esto, sir Max. Yo lo ayudé, y creemos en las mismas cosas.

Pero Hubble siguió sonriéndole como le sonreiría un viejo tío a su sobrina, sólo que en este caso se trataba de un tío demente y depravado que miraba a la chica con lascivia. Aun así, no dijo nada, ni siquiera movió la cabeza. A su lado, McGruder ya estaba preparando los tubos. Al contrario que la mayoría de sus compañeros y, desde luego, que su jefe, en McGruder casi no se notaban los efectos de la enfermedad. Si acaso, sus movimientos eran un poco más lentos de lo normal, pero nada más. Se acercó a Muriel y la agarró con una mano mientras sujetaba los tubos con la otra. Mientras separaba un tubo de los demás, la organista obesa gritó enloquecida y empezó a correr hacia el altar. De sus azulados labios brotó un lamento lleno de angustia, mientras se abalanzaba sobre una de las víctimas sentadas en el primer banco. Un segundo después, levantó a una niña de pocos años en un gesto de ofrenda al cielo. Hasta ese extremo llegaba la demencia de esa gente. ¿Cuánta sangre esperaba sacar esa mujer de la niña? No creo que le bastara ni para un brazo. Avanzó con la niña hacia el altar, pero se oyó un nuevo grito y una mujer, supongo que sería la madre, se levantó del banco e intentó arrebatársela. Los prisioneros empezaron a gritar y algunos de ellos se levantaron. Mientras las mujeres chillaban y los niños lloraban, los pocos hombres que quedaban entre los «donantes» empezaron a forcejear con los secuaces de Hubble, conscientes de que no iban a tener otra oportunidad mejor. McGruder soltó a Muriel y corrió hacia la organista obesa, que estaba enzarzada con la mujer histérica, pero otros Camisas Negras ya estaban siguiendo el ejemplo de la organista, cogiendo a cualquier cautivo al azar y arrastrándolo hacia el altar; quedaban menos «donantes» que Camisas Negras, y ninguno de los secuaces de Hubble quería quedarse sin su provisión de sangre.

Uno de ellos, un tipo delgado y enclenque, cogió a una mujer del pelo, pero la mujer se defendió, propinándole un empujón que lo hizo caer contra la siguiente fila de bancos, y empezó a correr hacia la salida.

Ya había recorrido la mitad del pasillo central cuando, al verme sujetando la metralleta delante de la puerta, se tiró al suelo.

En el altar, Hubble se había levantado de la silla. Tenía la cara contraída por la ira y movía la boca sin parar, intentando restablecer el orden. McGruder había derribado a la mujer obesa de un puñetazo, y la madre volvía a sujetar en sus brazos a la niña, pero otros Camisas Negras arrastraban a los prisioneros hacia el altar. Creo que los prisioneros ya se habían dado cuenta de que los Camisas Negras no les iban a disparar, porque estaban luchando con uñas y dientes.

Y, en medio de ese caos, de repente mis ojos se cruzaron con los de Hubble. Su gesto de ira se convirtió en una expresión de sorpresa e incredulidad y, un segundo después, sus rasgos se contrajeron en una máscara del más puro odio. Pero su expresión contenía algo más que odio: expresaba abominación, como si acabara de ver al diablo frente a él. El enfermo era yo. Yo era el loco, el inadaptado que se interponía en el destino de los justos. Igual que lo eran esos AB negativos que luchaban contra sus hombres. La inmunidad nos había convertido en los marginados de un mundo enloquecido, y, a ojos de Hubble, yo era el subversivo más indeseable de todos. El problema era que, por aborrecible que pudiera resultarle, yo tenía lo que él necesitaba. Y eso hacía que me odiara todavía más.

Aunque la verdad es que yo podía vivir sin su afecto. Me apreté la culata de la metralleta contra el hombro y apreté el gatillo.

Había apuntado alto, para no dar a ninguno de los prisioneros. La vidriera que había encima del altar se hizo añicos, y el ruido de los cristales rotos y la ráfaga de metralleta dejó la acción en suspenso durante un par de segundos. Docenas de personas se volvieron en mi dirección y me miraron con ojos sorprendidos, pero, un instante después, los gritos y las peleas volvieron a empezar. Disparé otra ráfaga, llenando el aire de astillas y trozos de cristal, mientras los Camisas Negras se ponían a cubierto.

—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Salid de aquí! —grité.

Aunque mis palabras no estaban dirigidas precisamente a ella, Muriel fue una de las primeras personas en reaccionar. Aun así, cuando nuestras miradas se cruzaron, vi la duda en sus ojos: temía que mi próxima bala pudiera estar dirigida a ella. Pero debió decidir que eso era mejor que enfrentarse al destino que le tenía reservado Hubble, porque bajó al pasillo central y empezó a correr hacia mí. McGruder intentó cortarle el paso, pero yo disparé una nueva ráfaga que obligó al lugarteniente de Hubble a tirarse al suelo. Seguí disparando, apuntando por encima de las cabezas, barriendo una a una las ventanas que había a mi derecha para aumentar la confusión.

La mujer que me había visto primero empezó a gatear hacia la puerta. Muriel estaba a corta distancia de ella, sosteniéndose la camisa rota con una mano para cubrirse el pecho, pero los otros prisioneros que llenaban el pasillo le cerraban el paso.

—¡Corred! —volví a gritar—. ¡Rápido! ¡Salid de aquí!

Aunque me refería a los rehenes, algunos de los Camisas Negras siguieron mi consejo y echaron a correr hacia la pequeña puerta que había al lado del órgano, justo en el otro extremo de la capilla. De pie, en lo alto del altar, Hubble ya parecía haber visto suficiente. Me apuntó con un dedo ennegrecido y, a pesar del tumulto, pude oír cómo se dirigía a gritos a su lugarteniente. McGruder no tardó en aparecer junto a su jefe acompañado por dos Camisas Negras que se situaron delante de Hubble para hacer de escudo contra mis balas. De todas formas, yo apunté, pero, cuando estaba a punto de apretar el gatillo, me di cuenta de que la mano de Hubble no me estaba señalando a mí, sino a Muriel. McGruder y otro Camisa Negra ya iban detrás de ella, intentando abrirse paso entre los prisioneros que se amontonaban en el pasillo.

Eso me hizo cambiar de planes. La prioridad de Hubble era Muriel, así como antes, cuando creía que no había más sangre sana en la ciudad que la mía, lo era yo. Tenía que reconocer que, en cuanto a pureza, si es que uno cree en ese tipo de cosas, la sangre de Muriel estaba muy por encima de la mía. Yo había pensado usar a Hubble como rehén, pero acababa de darme cuenta de que Muriel me serviría mejor para ese propósito; además, a ella no tendría que obligarla a seguirme.

La mujer del pasillo pasó a gatas junto a mis piernas, se levantó y salió corriendo, espero que hacia una vida mejor. Otra mujer, bastante mayor, con el pelo gris y la cara llena de arrugas, siguió a la primera ayudada por un chico joven. Después vinieron los dos gemelos que había visto delante del Savoy, una mujer de mediana edad y una chica de unos quince años que saltó la última fila de bancos y corrió hacia la puerta, para chocar conmigo antes de conseguir salir. Los prisioneros huían, pero yo no podía seguirlos; al menos no hasta que Muriel estuviera conmigo, ni hasta que los hombres de Hubble hubieran tenido tiempo para organizarse y venir en nuestra persecución.

Una ráfaga de metralleta impactó contra la pared, obligándome a agacharme antes de devolver el fuego. Cada vez había menos prisioneros en el pasillo, y los que quedaban se dispersaron, buscando algún sitio donde ponerse a cubierto. Un hombre cayó sobre mí y me hizo trastabillar. Al recuperar el equilibrio, vi los agujeros de bala que tenía en la espalda. Los prisioneros que aún no habían conseguido escapar corrían hacia la puerta, amenazando con aplastarme si no me apartaba rápidamente. Uno de los primeros tropezó y los que lo seguían, Muriel incluida, cayeron encima de él.

Disparé una nueva ráfaga de metralleta para mantener a los Camisas Negras ocupados y me acerqué a la pila humana para coger a Muriel. La agarré de la muñeca y tiré de ella con tanta fuerza que su cuerpo chocó contra el mío. Creí oír que decía mi nombre, pero había demasiado ruido, demasiados gritos, demasiados llantos y quejidos para estar seguro de nada. Retrocedí con ella hacia la puerta sin apartar la mirada de los Camisas Negras que avanzaban hacia nosotros.

Al ver que uno de los secuaces de Hubble se acercaba demasiado, apreté el gatillo, pero no pasó nada. Sin perder un solo instante, me cambié la metralleta de mano y cogí la pistola P-35 de la funda. Disparé sin tiempo para apuntar, pero el Camisa Negra gritó y se llevó las manos al estómago antes de caer hacia adelante. Los prisioneros más cercanos a la puerta vacilaron unos instantes, observándome con cautela.

Yo me aparté hacia un lado para dejar la salida libre y agité la pistola señalando hacia afuera.

—¡Vamos! ¡Salid! —les grité—. ¡Estoy con vosotros!

Los más atrevidos empezaron a correr hacia la puerta.

Al no poder dispararme sin arriesgarse a abatir a los prisioneros, algunos Camisas Negras dieron rienda suelta a su frustración disparando hacia el techo. Yo decidí que había llegado el momento de salir de ahí. Volví a guardar la pistola en su funda y empujé a Muriel hacia afuera. En cuanto atravesamos la puerta, la agarré de la muñeca y empezamos a correr. Los prisioneros que ya habían salido de la capilla huían en todas las direcciones. Les deseé buena suerte en silencio, confiando en que no dejaran de correr hasta que llegaran a la otra punta de Londres. Llevé a Muriel hacia el camino con escalones que descendía hasta el pasadizo que cruzaba por debajo de la Torre Sangrienta. Al final del pasadizo había otro camino que llevaba directamente a una de las salidas laterales de la fortaleza. Si los Camisas Negras no nos cortaban el paso antes de llegar al puente levadizo, tal vez tuviéramos alguna posibilidad. Realmente, nuestras probabilidades de éxito eran escasas, pero eso no era nada nuevo para mí.

Seguimos corriendo. Por el momento, todo iba bien. Si llegábamos hasta el pasadizo, al menos podríamos protegernos de las balas. Pero, cómo no, Muriel escogió precisamente ese momento para tropezar. Intenté cogerla, pero cayó al suelo antes de que pudiera hacerlo.

En vez de ocuparme de Muriel, me di la vuelta, saqué el cargador vacío de la Sten, cogí uno nuevo de la bolsa de lona que seguía llevando al hombro y lo introduje en la metralleta. El mermado ejército de Hubble acababa de aparecer detrás de la Torre Blanca. Mezclados con los Camisas Negras, algunos prisioneros corrían en distintas direcciones, pero Hubble debía de haber ordenado a sus hombres que se concentraran en Muriel y en mí, porque ninguno de ellos fue detrás de los prisioneros; todo estaba saliendo como yo había planeado. Mientras disparaba una ráfaga en su dirección para frenar su avance, vi algo que, en cualquier otra situación, me habría hecho reír a carcajadas: detrás de los Camisas Negras, McGruder empujaba la carretilla que había visto antes y dentro la carretilla iba Hubble, acurrucado como un niño grande al que se saca a pasear. Moví la cabeza de un lado a otro, incapaz de creer lo que veían mis ojos, como si sólo fuera una alucinación tras una larga noche dándole a la botella. Pero no, no estaba soñando, porque las balas mordieron el suelo justo delante de mí.

Volví a apretar el gatillo de la metralleta y tuve la satisfacción de ver cómo McGruder perdía el control de la carretilla y chocaba contra uno de sus compañeros. Al oír un quejido a mi lado, me volví hacia Muriel. Estaba apoyada sobre una rodilla, acariciándose el codo ensangrentado.

—¿Te han dado? —le pregunté.

Ella movió la cabeza de un lado a otro y me miró con temor en los ojos. Desde luego, estaba asustada, y no sólo por los Camisas Negras; supongo que seguía pensando que yo podría decidir pegarle un tiro en cualquier momento.

—Vamos, tenemos que seguir. Ya sabes lo que quieren hacer contigo tus amigos, así que te recomiendo que corras lo más rápido que puedas. Yo te cubriré.

—No conseguiremos escapar. Es imposible —dijo ella mirando a nuestros perseguidores con terror en los ojos. Sus pequeños pechos, que habían quedado al descubierto en la caída subían y bajaban nerviosamente—. Son demasiados.

«Sí —pensé yo—. Son demasiados, demasiados para matarlos a todos de uno en uno». Y yo quería que murieran todos, sin una sola excepción. Me agaché al lado de Muriel y la miré fijamente.

—Levántate de una vez —le dije tirando de ella y después la empujé hacia los escalones que descendían hacia el pasadizo. Al principio vaciló, intentando colocarse la camisa mientras avanzaba, pero no tardó en echar a correr.

Yo la seguí de cerca, retrocediendo de espaldas, apuntando a nuestros perseguidores para contener su avance. No podía precipitarme. Tenía que dar cada paso en el momento preciso. Afortunadamente, los Camisas Negras se estaban comportando con sensatez y, en vez de cargar alocadamente, avanzaban paso a paso, midiendo mis movimientos, intentando adivinar mis intenciones. Calculé que serían unos cuarenta. La verdad es que me sorprendió que quedaran tan pocos. Desde luego, su número había menguado considerablemente durante esos últimos días, aunque no se puede decir que eso me entristeciera, ni mucho menos. Además, cuantos menos fueran ellos más posibilidades tenía yo de acabar el día en una pieza.

Al oír las pisadas de Muriel sobre los primeros escalones de piedra, me di la vuelta y corrí detrás de ella. La inclinación del terreno nos ocultaría de los Camisas Negras durante unos segundos, pero teníamos que llegar al pasadizo antes de que volvieran a tenernos a tiro. Al alcanzar a Muriel, la volví a coger del brazo y la obligué a correr más rápido. Ella gritó, asustada por la velocidad a la que bajábamos los escalones. Al vernos, los cuervos que había en la explanada de delante de la Torre Blanca remontaron el vuelo, delatándonos con sus fuertes graznidos. Pensé en disparar al más cercano por el mero placer de verlo morir, pero no lo hice. Llegamos al final de los escalones y tiré de Muriel hasta la entrada del pasadizo.

Oí los gritos de los Camisas Negras, y una ráfaga de metralleta chocó contra el viejo muro de la Torre Sangrienta; intentaban disuadirnos de nuestra huida… o algo más. Nos adentramos en la penumbra del pasadizo mientras las balas mordían los escalones a nuestra espalda, trazando una línea descendente que avanzaba directamente hacia nosotros.

Apreté a Muriel contra el muro, y las balas impactaron sobre la piedra que acabábamos de pisar apenas un segundo antes. Mantuve a Muriel sujeta, hundiendo la cara en su cabello, envolviendo su cuerpo con el mío, mientras esperaba a que cesaran los disparos, que resonaban de forma aterradora en los muros del pasadizo. Por estúpido que pueda parecer en esas circunstancia, al oler el perfume de su piel y notar la suavidad de su cuerpo contra el mío, no pude evitar pensar en su vientre desnudo debajo del mío y en sus brazos rodeándome la cintura, atrayendo mi cuerpo hacia el suyo. Recordé lo frágil, lo vulnerable que parecía esa noche en el Savoy. Y luego me acordé de su traición.

Me aparté de ella y, con un movimiento lleno de desprecio, la empujé hacia la luz que se veía en el otro extremo del corto pasadizo. Después me di la vuelta y me asomé a la boca del pasadizo, mostrándome a los Camisas Negras. Al verme levantar la metralleta, apenas vacilaron un instante antes de tirarse al suelo o salir corriendo en dirección contraria. Yo apunté e hice como si apretara el gatillo. Advirtiendo que no pasaba nada, los Camisas Negras parecieron dudar unos instantes, pero la sorpresa inicial de sus miradas se convirtió en una expresión de auténtico gozo al ver que yo tiraba la metralleta y desaparecía corriendo por el pasadizo. Uno de ellos incluso soltó una carcajada, convencido de que la Sten se había encasquillado.

Envalentonados, los Camisas Negras empezaron a correr detrás de nosotros como una jauría de perros que persigue a un zorro herido.

Al salir al otro lado del pasadizo, el sol me deslumbró durante un instante, pero cogí a Muriel de la muñeca y corrimos, corrimos como si nos persiguiera el mismísimo diablo. El puente que atravesaba el foso sin agua no estaba lejos, pero el pecho me ardía y el aire me abrasaba la garganta. Muriel empezó a quedarse atrás, obligándome a tirar de ella mientras las balas pasaban silbando a nuestro lado.

—¡No te pares! —le grité.

—Estamos perdidos. No podemos escapar —dijo Muriel, que estaba a punto de darse por vencida.

—¡Sí que podemos! ¿No ves que la enfermedad los hace más lentos que nosotros? Sólo tenemos que seguir corriendo.

Llegamos a un arco y cruzamos el puente de madera sin mirar atrás. Al verse fuera de la fortaleza, Muriel pareció recuperar las fuerzas y aceleró el ritmo de sus zancadas. Delante de nosotros estaba el río Támesis, flanqueado por una fila de antiguos cañones que apuntaban hacia la otra ribera, como para defender la fortaleza de una hipotética invasión de los habitantes de la otra mitad de Londres. Entre los cañones, se alzaba un sólido búnker de cemento de la última guerra, tan inútil contra el arma invisible del enemigo como los viejos cañones que había a su alrededor. A nuestra izquierda, el Puente de la Torre se alzaba orgulloso, con los tramos levadizos levantados, sobre las cristalinas aguas del río.

Sin soltar la mano de Muriel, me dirigí hacia el puente.

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