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Capítulo 26

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Capítulo 26

Muriel no entendía por qué la llevaba hacia esa escalera.

—Vayamos a los muelles —dijo, luchando por recuperar el aliento mientras intentaba soltarse de mí—. En los muelles los podremos despistar fácilmente.

Tenía razón. La calle que avanzaba bajo el tramo norte del puente conducía directamente hacia los muelles, o lo que quedaba de ellos después de los bombardeos. Junto a los muelles había multitud de callejones y edificios en ruinas donde podríamos escondernos. Desde luego, ese laberinto habría sido perfecto para despistar a los Camisas Negras, pero yo tenía otros planes.

—Vamos al puente —dije yo respirando pesadamente. El sudor me corría por la espalda y tenía la garganta seca.

—Estás loco. El puente está abierto. ¿Cómo vamos a cruzarlo?

—Podemos usar las pasarelas que unen las torres por arriba.

Me miró como si, en efecto, yo estuviera completamente loco, pero no teníamos tiempo de discutir. Sin decir nada más, la empujé hacia la escalera cubierta que teníamos delante. Los primeros Camisas Negras, que ya habían salido de la fortaleza, estarían a unos cuarenta metros de nosotros. Habían dejado de disparar, convencidos de que pronto nos darían caza. En la retaguardia del grupo iba Hubble, empujado por McGruder en su grotesca montura, agitando los brazos y gritando todo tipo de órdenes mientras la carretilla saltaba sobre los adoquines. Muriel miró hacia atrás y empezó a subir los escalones.

Al final de la escalera, un pequeño túnel conducía a un nuevo tramo de escalones que subía hasta la rampa de acceso del puente. Nuestras pisadas y nuestros jadeos resonaban en los húmedos muros de la escalera. Al oír las pisadas y los gritos de nuestros perseguidores, aceleramos aún más la marcha, ayudados por mi vieja aliada, la adrenalina; sólo esperaba que no nos abandonase antes de tiempo.

Y seguimos subiendo, ayudándonos con la barandilla de hierro que había empotrada en el muro de ladrillo del túnel. Yo sujetaba con una mano la bolsa de lona que seguía llevando al hombro, apretándomela contra el costado para evitar que se moviera tanto. Volvimos a salir a la luz del día justo delante de la torre septentrional del puente. Las gruesas vigas que había a cada lado de la calzada subían trazando una inclinada pendiente hasta lo más alto del puente. Con sus arcos de piedra, sus molduras, sus nichos y sus torretas, la torre parecía un siniestro castillo gótico salido de un cuento de hadas de los hermanos Grimm. ¿He dicho un cuento de hadas? Maldita sea, con ese estrecho balcón que se abría justo debajo de las agujas de piedra que decoraban el tejado, más bien parecía la casa de Bela Lugosi. Pero no había tiempo para pensar en ese tipo de cosas. Los Camisas Negras nos pisaban los talones, así que tenía que concentrarme en el camino que nos llevaría hasta lo más alto de esa inmensa torre.

A través del gran arco de entrada por el que, no demasiado tiempo atrás, circulaba el tráfico de la ciudad, se veía el imponente tramo levadizo del puente septentrional. La calzada estaba llena de autobuses, camiones y automóviles oxidados que se habían detenido allí hacía tres años a esperar a que se cerrara el puente para seguir su camino. Al otro lado del río, el otro tramo levadizo se elevaba, prácticamente recto, delante de la torre meridional.

Justo al lado de la calzada había una estrecha escalinata de piedra que subía hacia la entrada de la torre. Teníamos que llegar a esa puerta antes de que nuestros perseguidores nos alcanzaran. Una vez dentro, nos esperaba un largo ascenso hasta llegar al cuarto piso, donde las pasarelas que unían las dos torres nos permitirían cruzar el río. Aunque no iba a ser nada fácil subir, sería todavía más costoso para esas sanguijuelas enfermas que nos perseguían.

Corrimos hacia la entrada, con los coches a nuestra izquierda, una robusta barandilla ornamental de hierro a nuestra derecha y los Camisas Negras aullando a nuestra espalda. Por alguna razón, me sentía como si estuviera contemplando ese paisaje por última vez: los tejados dañados, los dirigibles suspendidos en el cielo, los edificios silenciosos que antaño habían sido bulliciosos almacenes junto al río, las grúas oxidadas, los barcos amarrados en los muelles… La mayoría de los supervivientes hacía ya mucho tiempo que habían huido de la ciudad, pero yo llevaba tres años sin moverme de este inmenso mausoleo, tres años intentando limpiar inútilmente las calles de Londres. Esa voz interior que tan bien conocía me preguntó si todavía me acordaba de por qué lo hacía. ¿Seguía mereciendo la pena el esfuerzo? ¿Merecía la pena pasarme la vida escondiéndome como si fuera un animal, huyendo de esas sanguijuelas dementes, matando para que no me mataran a mí, siempre alerta, siempre asustado, prolongando eternamente una guerra que ya hacía tres años que había acabado? ¿Realmente tenía eso algún sentido? No, claro que no tenía sentido. Sally ya no estaba allí para ver lo que estaba haciendo, y yo lo hacía principalmente por ella. Por ella y… Bueno, ya me entendéis. «Estás loco, Hoke —me dijo la voz—. Estás igual de loco que esas sanguijuelas que te persiguen. Te volviste loco cuando te arrebataron lo que más querías en el mundo. Tú lo sabes mejor que nadie. Aunque, ahora, al menos el final de la locura está cercano. Sí, aunque puede que también sea tu final. Tendrías que haberle hecho caso a Cissie, Hoke, cuando te dijo que era una locura».

Los disparos que pasaron silbando junto a mi cabeza me devolvieron a la realidad, acallando esa molesta voz que no era otra cosa que el poco sentido común que aún conservaba. Tuviera razón o no, ya era demasiado tarde para echarme atrás. Los Camisas Negras seguían disparando, intentando asustarnos para que nos detuviésemos, pero, de hecho, sus disparos nos animaban a seguir adelante. Llegamos a la plataforma que rodeaba la base de la torre. La cabina de control del puente, protegida por planchas de acero y sacos terreros, estaba empotrada en la propia estructura de la torre. Al pasar junto a ella observé que la señal verde seguía levantada, como si el controlador pretendiera dar paso libre a algún barco inexistente. Ocultos bajo la plataforma estaban los inmensos engranajes del mecanismo de apertura y cierre del tramo levadizo.

—¡Sube! —le grité a Muriel mientras me giraba para ver a qué distancia estaban nuestros perseguidores. El primero de ellos, uno de los Camisas Negras más robustos y saludables que había visto nunca, estaba a menos de diez metros. Podría haberlo abatido fácilmente con la Browning, pero no quería desanimar a sus compañeros, así que me di la vuelta y subí los escalones que llevaban hasta la entrada a la torre. Muriel ya había abierto la puerta cuando llegué al pequeño rellano.

—Sube —le volví a gritar señalando hacia la escalera de hierro que había dentro de la torre, y ella obedeció sin ni siquiera mirarme. Sus pisadas resonaron sobre los escalones metálicos, mezclándose con su respiración entrecortada. Yo esperé oculto detrás de la puerta, escuchando las pisadas que se acercaban desde fuera. Esperé hasta el último momento y cerré la puerta de golpe, golpeando al gorila en plena cara. Oí un grito ahogado seguido de una serie de golpes y gemidos mientras el Camisa Negra caía rodando por los escalones. Había forzado la cerradura de la puerta esa misma mañana, así que no podía cerrarla para retrasar a los Camisas Negras. Me volví y subí los escalones de tres en tres hasta alcanzar a Muriel.

Como ya he dicho, era un largo ascenso. Exactamente, doscientos seis escalones; los había contado hacía algunas horas. Subimos, seguidos por las pisadas de nuestros perseguidores y por algún disparo de vez en cuando. El corazón cada vez nos latía con más fuerza, nuestras piernas cada vez parecían más pesadas y los pulmones nos ardían. Parecía que nunca íbamos a llegar, que las fuerzas nos iban a abandonar en el último momento, pero seguimos subiendo, y cada nuevo tramo de escalones nos animaba a seguir hasta el siguiente. Aunque había ventanas, los cristales estaban tan sucios que resultaba imposible ver cuánto habíamos subido. Cada vez que Muriel tropezaba, yo la levantaba y la obligaba a seguir adelante; y, cada vez que tropezaba yo, lanzaba alguna blasfemia al aire y me apoyaba en la barandilla para levantarme. Pero, aun así, seguimos subiendo. Detrás de nosotros, las pisadas de nuestros perseguidores cada vez sonaban más cercanas. La jauría seguía ganándonos terreno. Yo me repetía una y otra vez que era imposible que se estuvieran acercando, que los Camisas Negras estaban enfermos, que seguíamos llevándoles mucha ventaja, pero cada vez me resultaba más difícil creerlo.

Al oír gritos a nuestra derecha, me di cuenta de que algunos de los Camisas Negras estaban subiendo por la otra escalera que había dentro de la torre. Por el ruido, parecía que avanzaban más rápido que sus compañeros. Los vi llegar a un rellano situado a pocos metros de nosotros. Casi no les sacábamos ventaja. Delante de mí, Muriel, agotada, estaba a punto de darse por vencida.

—Nunca lo conseguiremos, Hoke —dijo. Su pecho y sus hombros se movían con bruscos espasmos y sus pasos cada vez eran más lentos—. No vamos a llegar.

Vaya con la aristocracia británica.

—Ya casi hemos llegado. Un piso más, sólo un piso más. Arriba ya no podrán cogernos.

Me puse a su lado y la cogí por la cintura. Estaba temblando, agotada y muerta de miedo. Apoyé su cuerpo contra el mío y, con las pocas fuerzas que me quedaban, seguí avanzando, hasta que por fin vimos la abertura al final del siguiente tramo de escalones. Muriel pareció recuperar las fuerzas y el ánimo; supongo que la luz le devolvería las esperanzas.

Subimos los últimos escalones literalmente arrastrándonos, hasta que llegamos a un amplio rellano rodeado de ventanas. El sol que conseguía atravesar los sucios cristales iluminaba las partículas de polvo que flotaban en el aire. No había tiempo que perder. Muriel respiraba ruidosamente y las piernas le flaqueaban, pero la empujé hacia la puerta de cristal de doble hoja que teníamos delante. Había otras puertas en el rellano, así como varias mesas y sillas, utensilios de limpieza y todo tipo de objetos desordenados, pero lo único que importaba era esa puerta de cristal. Teníamos que atravesarla antes de que la jauría de Camisas Negras nos alcanzara.

Y lo conseguimos. Una vez fuera, avanzamos penosamente hacia una de las dos pasarelas que corrían paralelas sobre el río Támesis, separadas por escasos metros, uniendo la torre septentrional del puente con la torre meridional.

Una caída de más de cuarenta metros nos separaba del río. La fresca brisa que atravesaba el enrejado de hierro de las protecciones laterales de la pasarela, alborotándonos el cabello y acariciándonos la cara, resultaba tonificante. Respiramos profundamente, llenándonos los pulmones de aire puro. Pero no podíamos perder más tiempo.

—Tenemos que llegar a la otra torre —le dije a Muriel, y eché a andar en esa dirección. A pesar de la puerta de cristal que nos separaba de ellos, las pisadas y los gritos de los Camisas Negras cada vez sonaban más cercanos.

—Si —asintió ella dócilmente y empezó a avanzar tambaleándose por la pasarela. A pesar de su agotamiento, creí apreciar el principio de una sonrisa en su rostro. Supongo que habría visto una luz de esperanza, que pensaba que, si conseguíamos llegar a las puertas que se abrían al final de la larga pasarela, quizá tuviéramos alguna posibilidad. Nuestros perseguidores estaban enfermos, así que estarían todavía más cansados que nosotros después del largo ascenso. Si conseguíamos llegar a la otra torre, sería fácil descender la escalera y podríamos escapar, podríamos despistarlos o escondernos en cualquier edificio del sur de la ciudad. Sí, supongo que eso es lo que estaría pensando. No obstante su cansancio, Muriel cada vez parecía avanzar más rápido, eludiendo los obstáculos, rodeando las piezas de maquinaria cubiertas con lonas y las cajas que había apiñadas sobre la pasarela. Yo la seguí al ver las primeras sombras detrás de la puerta de cristal.

La pasarela era lo suficientemente ancha para dar cabida a cinco personas al mismo tiempo, de modo que unos peatones pudieran pasar mientras otros disfrutaban de las espectaculares vistas de Londres que se veían entre las vigas de hierro; éstas estaban ligeramente inclinadas hacia adentro, de tal forma que el espacio que había en la parte superior de la plataforma era más estrecho que el de la base. Al ver la batería antiaérea instalada en la pasarela gemela, me acordé de las veces que había pensado en subir allí de noche para esperar al testarudo piloto alemán y derribar su Dornier cuando pasara sobre el puente; como la Luftwaffe durante la guerra, el solitario bombardero siempre llegaba a Londres remontando el curso del Támesis. No hubiera sido mala idea si yo hubiera tenido la menor noción de cómo funcionaba una batería antiaérea, pero, como ése no era el caso, siempre había acabado renunciando a la idea. Aun así, eso era lo que me había hecho pensar en el puente la noche anterior, mientras planeaba cómo deshacerme de Hubble y sus secuaces en la cercana fortaleza.

A mitad de camino, pasé junto a un cadáver sentado precariamente en una silla de madera. Por el polvoriento uniforme azul que llevaba, supuse que sería un vigilante o uno de los encargados del mantenimiento del puente. La chaqueta colgaba sobre sus hombros hundidos, y tenía los ojos clavados en el suelo de hormigón. Los escasos mechones de pelo blanco que le quedaban en la cabeza estaban tan crispados que ni siquiera se agitaban con la brisa. Rodeé las cajas que parecía estar vigilando y seguí a Muriel, que ya casi había alcanzado el final de la pasarela.

Aunque oímos perfectamente el ruido de la puerta de cristal al abrirse y las pisadas y los gritos de esa ruidosa chusma que nos seguía, ni Muriel ni yo nos molestamos en mirar hacia atrás. En vez de eso, yo aminoré un poco el paso para sacar la pistola de la funda.

Al llegar al final de la pasarela, Muriel prácticamente se estrelló contra la puerta en su afán por atravesarla. Sollozando, agarró los dos tiradores verticales y tiró con todas sus fuerzas, pero la puerta no se abrió. Gritó con desesperación y volvió a intentarlo, agitando la puerta desesperadamente; pero, aunque el marco y las hojas temblaron, la puerta no se abrió.

—¡Está cerrada con llave, Hoke! —gritó cuando yo llegué a su altura—. Dios mío, está cerrada con llave —repitió.

Yo me di la vuelta y apunté la pistola hacia nuestros perseguidores.

—Sí —le dije—. Ya lo sé.

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