’48

’48


Capítulo 17

Página 19 de 33

Capítulo 17

Pero McGruder empujó a Hubble al suelo antes de que yo pudiera apuntarle, y mis disparos impactaron en dos Camisas Negras que no se habían agachado lo suficientemente rápido. Sus compañeros se dispersaron, buscando cualquier cosa que pudiera servirles de protección. Un espejo se hizo añicos en la pared de enfrente al tiempo que una columna de mármol se desconchaba ante el impacto de nuevas balas. Las luces volvieron a brillar con intensidad, y yo situé a Hubble en el punto de mira de mi metralleta. Estaba arrodillado en el suelo, mirándome como un conejo asustado mientras su robusto lugarteniente lo protegía con su cuerpo. El tiempo se le había acabado a Hubble antes de lo que esperaba, y yo iba a ser el encargado de hacerle atravesar el umbral de la muerte; no sé cuál de las dos cosas le costaba más digerir.

Apreté el gatillo, pero no pasó nada.

Lo volví a intentar, pero, o la metralleta se había encasquillado o tenía el cargador vacío. En cualquier caso, el resultado era el mismo. La tiré al suelo y corrí a buscar la pistola que había visto antes.

De repente, el suelo pareció subir hacia mí, golpeándome con tanta fuerza que me hizo rebotar antes de volver a caer. Nunca antes había sentido una explosión así. La estructura del edificio se sacudió con tanta violencia que pensé que se iba a venir abajo con todos nosotros dentro. El bombardero alemán había completado la maniobra de aproximación y volvía a estar sobre el Savoy. Me imaginé que, en su afán por borrar el hotel definitivamente de la faz de la tierra, habría soltado todas las bombas que le quedaban al mismo tiempo. Una fuerte ráfaga de aire barrió la sala, arrastrando consigo todo tipo de metralla. Yo intenté aplastarme contra la moqueta, cabalgando sobre las vibraciones del suelo, mientras las ascuas me abrasaban la espalda y los brazos desnudos. El techo pareció desplomarse sobre mí, convertido en pequeños trozos de yeso y astillas. Aunque me estaba tapando la cabeza con las manos, oía todo tipo de golpes y gritos a mi alrededor. Hasta que decidí que ya era hora de levantarme.

La amplia escalinata que descendía hasta el vestíbulo de la entrada principal ya estaba completamente envuelta en llamas, por lo que todo lo que había detrás, la zona de recepción, la sala de lectura y la escalera que llevaba al bar de Harry, estaría completamente destruido. El aire se llenó de polvo y de diminutos trozos de cristal cuando los pocos candelabros que aún colgaban del techo se desplomaron sobre el suelo. Las columnas se empezaban a agrietar bajo la presión del techo, que estaba a punto de venirse abajo. Pero yo ya estaba de pie, moviendo el aire con las manos para intentar abrir lo que parecía una sucesión interminable de capas de humo y polvo.

No tardé en ver a Cissie y al alemán. Con la cara cubierta de sangre, Stern estaba arrancando ascuas al rojo vivo del pelo humeante de Cissie. La chica estaba sangrando por la nariz. Me estaba gritando algo y haciéndome señas, pero, después de la explosión, lo único que oía yo era un inmenso zumbido. Stern se deshizo de las últimas brasas, apagando los mechones humeantes de Cissie con la otra mano, y ella me tocó la cara. Después, la apartó y me mostró los dedos manchados de sangre. Al tocarme la cara con la mano, yo no noté ninguna herida, así que supuse que las explosiones me habrían hecho sangrar por la nariz. Al parecer, ése también era el único problema de Cissie. Stern, sin embargo, tenía un corte profundo en la frente y la sangre le manaba como un torrente. Se la limpiaba continuamente con la manga para poder ver, pero la sangre seguía corriendo, cegándole una y otra vez. Tenía la ropa hecha jirones. Me pregunté si habría escudado con su cuerpo a Cissie, porque ella tenía el vestido relativamente intacto.

Por mucho que gritara, ellos no podían oírme, así que cogí a cada uno de un brazo y los conduje hacia la puerta a la que nos dirigíamos cuando se había producido la última explosión. De camino, me detuve un momento para darle una patada a un Camisa Negra que se estaba levantando. Había compañeros suyos por todas partes, siluetas oscuras que se perfilaban entre el humo como espectros en un cementerio. Aunque no oí el disparo, una bala me rozó la mejilla. Los Camisas Negras se estaban reorganizando. Empujé a Cissie y a Stern hacia adelante, cogí una mesita que había tirada en el suelo y la arrojé hacia las tenebrosas figuras que se acercaban. Me apresuré a seguir a Cissie y a Stern y los alcancé justo antes de que llegaran al pasillo. Resultaba extraño, casi irreal, correr por ese caos silencioso, rodeado de figuras que se movían lentamente, mientras el fuego teñía de naranja el humo y los viejos cadáveres que se consumían entre las llamas. Hasta que, de repente, se me destaponaron los oídos, y la terrible escena que me rodeaba me impactó con toda su furia: ruido de disparos, alaridos humanos y un quejido aterrador que venía del propio edificio.

No se veía a Hubble por ninguna parte, aunque tampoco es que yo me detuviera a buscarlo. Sólo tenía una idea en la cabeza: llegar al pasillo antes de que alguna bala perdida me alcanzara. Una lluvia de balas impactó justo a nuestro lado, haciendo añicos unas sillas y los cadáveres que había sentados sobre ellas. Yo me agaché y cambié bruscamente de dirección al tiempo que cogía a Cissie de la mano. Mientras me tiraba al suelo con la chica, oí el grito de Stern, pero el alemán pareció recuperarse y desapareció al otro lado de la puerta. Yo ya estaba levantando a Cissie, obligándola a seguir a Stern.

Lo conseguimos. Entramos corriendo en el amplio pasillo. Ahí, el humo era menos denso, el aire más respirable. Alcanzamos a Stern, que se sujetaba el brazo mientras corría. Casi habíamos llegado a la esquina que conducía hasta los comedores privados donde hacía apenas unas horas habíamos disfrutado de una suculenta cena con vinos de cosecha y excelentes brandis. Casi, pero no del todo. Un grupo de Camisas Negras nos siguió hasta el pasillo y nos envió otra descarga. Al recibir un nuevo impacto, Stern chocó contra una puerta cerrada. Conseguí cogerlo antes de que cayera al suelo y lo arrastré detrás de la esquina, fuera del alcance de los Camisas Negras, justo en el momento en que la puerta contra la que había chocado se astillaba bajo el impacto de las balas. Stern se desplomó en mis brazos, pero yo no lo dejé caer. Lo obligué a seguir avanzando, a pesar de sus gritos de dolor, mientras las pisadas de los secuaces de Hubble nos ganaban terreno en el pasillo.

—¡Hoke, por la escalera! —gritó Cissie.

Las luces temblaron, sumiéndonos en la oscuridad durante unos segundos, y volvieron a brillar, aunque con menos intensidad que antes. Yo recé por que el generador dejase de funcionar lo antes posible.

—Ayúdame a llevar a Stern —le dije a Cissie rodeándome el cuello con el brazo del alemán.

Cissie se puso al otro lado de Stern y empezamos a bajar la escalera que había al fondo del pasillo, avanzando todo lo rápido que podíamos sin tropezar. Al oír más gritos y nuevas pisadas detrás de nosotros, intentamos acallar los gemidos de Stern tapándole la boca. Mientras más descendíamos, más oscuro estaba todo a nuestro alrededor; no porque el generador hubiera dejado de funcionar, sino porque ahí abajo había menos luces encendidas. Perfecto. Mientras más sombras nos resguardasen, mejor. Había multitud de cadáveres sobre los escalones, todos ellos vestidos con uniformes del Savoy. Fue con uno de esos cadáveres con lo que tropecé, arrastrando en mi caída a Cissie y a Stern. El alemán gritó ante la repentina afrenta a sus heridas y, mientras yo le tapaba la boca con una mano, oímos más gritos y pisadas en la escalera. Sin soltar a Stern, me volví a levantar, casi tan rápido como había caído. Me agaché y apoyé el cuerpo del alemán sobre un hombro para poder cargar con él. Aunque el peso era insoportable, apreté los dientes y seguí bajando mientras le susurraba a Cissie que se adelantara para limpiar los escalones de obstáculos. Y, así, continuamos huyendo, con las pisadas de nuestros perseguidores cada vez más cerca. Al llegar al último escalón, nos adentramos en un estrecho pasillo sin luz. El peso de Stern hizo que mi cojera reapareciera después de un día de ausencia. Llegamos a otro pasillo, éste un poco más ancho y con tuberías que atravesaban el techo, y pasamos junto a la sala de las calderas y varios almacenes. Los azulejos blancos de las paredes estaban cubiertos de suciedad y, en el techo, colgaban grandes telas de araña. Allí abajo, nuestros pasos parecían más ruidosos. Aun así, seguíamos oyendo a los Camisas Negras que nos perseguían. Llegamos a una puerta pesada. Cissie la abrió y entramos en un elegante distribuidor con puertas a ambos lados y una escalera en el otro extremo. Reconocí inmediatamente el sitio. La escalera llevaba a la entrada de la orilla del río y detrás de las puertas estaban las elegantes salas de recepciones y banquetes del hotel. Aunque resultaba tentador optar por la escalera, sabía que no conseguiríamos subirla lo suficientemente rápido cargando con un hombre herido, así que cogí a Cissie de la mano y atravesamos la puerta abierta que había a nuestra derecha.

Al darse cuenta de dónde estábamos, Cissie me apretó la mano con fuerza y empezó a retroceder, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Tenemos que escondernos —le susurré yo—. Sólo hasta que pasen de largo.

—Aquí no —musitó ella.

Pero ya era demasiado tarde para cambiar de idea. Oímos el ruido de la pesada puerta del distribuidor al abrirse.

—Rápido —dije empujándola hacia una de las literas con cortinas rosas. Abrí la cortina, descargué al alemán, que estaba prácticamente inconsciente, sobre el estrecho colchón y le ordené a Cissie que se tumbara a su lado.

Al principio, pensé que iba a negarse, pero las voces que se oían en el distribuidor no le dejaron otra opción. Se deslizó junto a Stern. Yo entré detrás de ella y corrí la cortina para ocultarnos. Algo suave se rompió bajo el peso de nuestros cuerpos y, en la oscuridad, el aire se llenó de un polvo que olía a setas fosilizadas. Stern gimió. Yo le busqué a tientas la boca y se la tapé con las dos manos. Él intentó mover la cabeza, pero estaba demasiado débil. Lo mantuve sujeto, apretándole la boca con fuerza, hasta que el cuerpo del alemán se relajó. Temeroso de poder asfixiarlo, levanté las manos un par de centímetros, preparado para volver a bajarlas al menor sonido. A mi lado, Cissie estaba intentando controlar su respiración; noté cómo su pecho subía y bajaba lentamente en el estrecho espacio de la litera. Ella me agarró el hombro desnudo con una mano.

El insoportable olor de la descomposición era una razón añadida para inspirar el menor aire posible; no podía dejar de pensar que el fétido polvo que flotaba en el aire podría envenenar nuestros pulmones. El olor y los suaves crujidos bajo nuestros cuerpos confirmaron lo que ya sospechaba: estábamos tumbados sobre el cadáver de alguien que se había metido en este oscuro recinto tres años atrás intentando escapar del asesino invisible que había en el aire. Cissie debió de darse cuenta al mismo tiempo que yo, porque, de repente, empezó a moverse presa del pánico, y sólo conseguí evitar que saliera de la litera apretando su cuerpo contra la pared. Su pecho se estremeció contra mi espalda y, durante unos segundos, pensé que iba a vomitar encima de mí. Pero controló sus náuseas, y su pánico dio paso a un ligero temblor mientras su respiración se hacía más pausada. No tardé en sentir sus lágrimas sobre mi espalda. Debajo de mí, Stern empezó a gemir. Me levanté un poco, para no aplastarlo con mi peso, y le puse una mano sobre los labios. A pesar del dolor, creo que era consciente de lo que ocurría, porque volvió a relajar el cuerpo y permaneció en silencio. Mientras esperábamos en la oscuridad, yo me pregunté cuántos cadáveres putrefactos habría en las literas de ese mausoleo de hormigón. La resistencia de Cissie, que había intuido la presencia de los cadáveres cuando la había llevado allí por primera vez, era admirable. En cuanto a mí, ya hacía tiempo que me había acostumbrado a vivir rodeado de cadáveres humanos. Pensándolo bien, incluso los coleccionaba.

Las voces me devolvieron a la realidad.

—No están aquí —dijo alguien.

—¿Cómo puedes saberlo? —respondió otra voz—. Está demasiado oscuro. No se ve nada.

—Habrán subido por la escalera. Ahí arriba hay una salida.

—No han tenido tiempo. Los habríamos visto. Tienen que estar escondidos por aquí.

Una tercera voz se unió a las dos anteriores, susurrante, como temerosa de molestar a los muertos.

—¿Qué hay detrás de todas esas cortinas? —preguntó.

—Esto parece una especie de búnker. Puede que fuera el refugio antiaéreo del hotel.

Oí los pasos de los tres hombres al acercarse.

—Joder, este sitio me da escalofríos.

 

Así que a ellos tampoco les gustaba. ¿Bastaría eso para hacerles renunciar a la idea de registrar las literas? Se oyó un golpe, una explosión amortiguada, en la distancia.

—Se va a venir abajo todo el maldito edificio.

—Maldito bombardero alemán.

—Vámonos de aquí.

—No, primero tenemos que registrar todo esto. Hubble se haría un cinturón con nuestra piel si se enterase de que no lo habíamos hecho.

—Maldita sea, hasta el ejército era mejor que esto.

—Él nos unió, ¿no? Fue él quien nos dio una oportunidad. Si no fuera por sir Max, ahora nos estaríamos matando entre nosotros.

—Vale, vale. Vamos, acabemos con esto.

Yo blasfemé entre dientes. Se estaban acercando. Me apoyé sobre un codo para cambiar el peso, y Stern gimió débilmente.

—¿Habéis oído eso?

—¿El qué?

—He oído un ruido, como alguien quejándose.

—Yo no he oído nada.

—Venía de detrás de una de esas cortinas.

Yo separé las cortinas por el centro, justo lo suficiente para poder ver lo que ocurría fuera. Aunque sus figuras apenas se distinguían en la oscuridad, pude ver que eran tres, como había deducido por las voces. Me sorprendió, pues pensaba que nos seguían más hombres, aunque no tardé en darme cuenta de que estos tres se habrían quedado atrás para registrar el sótano mientras los demás subían la escalera para buscarnos en el piso de arriba. Solté las cortinas al ver que los tres hombres se aproximaban.

—Estoy seguro. El ruido venía de detrás de una de esas cortinas —repitió el Camisa Negra.

A través de la tela de las cortinas, pude ver que las luces volvían a parpadear.

—Me gustaría largarme de este maldito sitio antes de que las luces vuelvan a fallar.

—Tienes razón. Vamos, acabemos con esto de una vez.

Oímos el roce de cortinas corriéndose. Habían empezado por la última litera y avanzaban rápidamente hacia la nuestra.

—¿Y si disparamos un par de veces en cada litera? —sugirió una de las voces.

—Los necesitamos vivos, maldito estúpido.

—¿Es que ya se te ha olvidado lo que ha dicho Hubble?

—Tenéis razón. Sí, la verdad es que el norteamericano y sus amigos tienen buen aspecto. Está claro que no tienen la enfermedad. Ellos tienen la sangre limpia que nosotros necesitamos. No hace falta ser un genio para darse cuenta de eso.

El sonido de otra cortina al abrirse, esta vez en la litera de al lado. Cissie contuvo la respiración.

La tela tembló delante de nosotros, y un gran cuchillo se asomó por la abertura. ¿Sería el mismo que había degollado a Potter? Desde luego, no tenía ningún sentido esperar a que nos descubrieran.

Abrí la cortina de golpe y, sin darle tiempo a reaccionar, cogí el puño del Camisa Negra que sujetaba el cuchillo y, empujándolo hacia arriba, le hundí la punta en el cuello. Su grito se convirtió en un gorgoteo justo antes de que la sangre empezara a salirle por la boca y por la herida del cuello. Sentí el calor de la sangre al salpicarme en la cara y salté fuera de la litera, empujando al hombre herido contra el compañero que tenía detrás. La pistola del segundo Camisa Negra se disparó. Yo me agaché instintivamente, y la bala se clavó en el techo mientras el peso del primer matón hacía caer al suelo a su compañero.

Como no me canso de decir, esos infelices estaban en un estado físico lamentable. La enfermedad había debilitado sus músculos y había disminuido su capacidad de reacción; de no ser así, me habrían capturado mucho tiempo atrás. Yo no era ningún superhombre, ningún Übermensch, como a Hitler le gustaba referirse a su élite, pero me mantenía en bastante buena forma gracias a mi trabajo de sepulturero. Además, la necesidad de convivir con el peligro hacía que siempre estuviera alerta, así que tenía una clara ventaja sobre los Camisas Negras. Y el hecho de saber que me necesitaban vivo siempre me había animado a correr ciertos riesgos. Ésa era la razón por la que había decidido enfrentarme a ellos.

El tercer hombre me miraba boquiabierto con una metralleta Thompson entre las manos; el cargador redondo del arma hacía que pareciese un matón de una de esas películas de gánsters que tan de moda estaban antes de la guerra. Pero, desde luego, este tipo no se parecía en nada ni a James Cagney ni a Edward G. Robinson, porque yo ya me había lanzado contra él antes de que él ni tan siquiera se acordara de apretar el gatillo.

Cuando por fin disparó, yo ya estaba debajo del grueso cañón de la metralleta. Las balas impactaron en el suelo justo antes de que yo chocara contra sus rodillas, haciéndole perder el equilibrio. Rodé por el suelo y me incorporé detrás de él. De rodillas, extendí los brazos por encima de sus hombros, cogí el cañón de la metralleta con una mano y la culata con la otra y tiré hacia arriba. El arma chocó contra su mandíbula y lo dejó sin aliento. Al ver que no soltaba la metralleta, la apreté con fuerza contra su tráquea y supongo que debí de romperle el cuello, porque de repente se desplomó a mis pies.

Oí un ruido a mi espalda y, al volverme, vi la borrosa silueta de Cissie saltando sobre el segundo Camisa Negra, que me estaba apuntando con su pistola. El Camisa Negra se deshizo de Cissie con un revés y volvió a apuntarme. Pero esta vez tuvo que vérselas con Stern.

El alemán intentó propinarle una patada en la mano que sujetaba el arma, pero falló, y lo golpeó en el brazo. Aun así, consiguió que el Camisa Negra errase el disparo. Yo ya avanzaba hacia él a cuatro patas y, antes de que pudiera hacer un segundo disparo, le rompí la nariz con el puño; nunca falla. El hombre cayó hacia atrás y golpeó el suelo ruidosamente con la cabeza. Pese a ello, para asegurarme de que no volvería a molestarnos, le arranqué la pistola de la mano y se la estrellé contra la frente. El Camisa Negra perdió el conocimiento, y Stern se dejó caer de rodillas a su lado. Consciente de que los disparos atraerían a otros Camisas Negras, me levanté a toda velocidad.

—Stern, ¿estás bien? ¿Puedes andar? —preguntó Cissie desde el suelo.

El alemán estaba de rodillas, con la cabeza inclinada hacia adelante.

—Si me ayudáis… —consiguió susurrar.

La mancha que tenía en el cuello de la camisa sólo podía ser de sangre, y cuando le toqué el hombro noté que también tenía la chaqueta mojada. Con la pistola en una mano, lo rodeé con los brazos y lo levanté mientras Cissie sorteaba al matón que yacía con el cuchillo clavado en el cuello; el Camisa Negra seguía agarrando el mango con las dos manos, y la sangre enferma no paraba de salirle a borbotones por la herida. Cissie se unió a nosotros y cogió a Stern de un brazo para ayudarme.

—Está muy mal —dijo con urgencia—. Tenemos que taponar la herida.

—Ahora no tenemos tiempo —repuse yo mientras le abría el cuello de la camisa. Después saqué el elegante pañuelo de seda del bolsillo de la chaqueta de Stern, lo introduje bajo el cuello de la camisa, y busqué la herida con el tacto—. Sujétalo ahí. Intenta contener la hemorragia.

Cissie apretó el pañuelo, que ya estaba empapado de sangre, contra la herida. Los dos sabíamos que Stern necesitaba un vendaje en toda regla. Además, no le convenía moverse.

—Hoke… —Stern había levantado la cabeza y estaba intentando enfocarme en la penumbra—. Déjame la Thompson. Puedo mantenerlos a raya mientras vosotros huís.

Aunque la oferta resultaba tentadora, no la acepté.

—Vamos a salir de aquí todos juntos, Wilhelm.

A pesar del dolor, él consiguió sujetarse a mi hombro con una mano y, con la luz que entraba por la puerta, observé que estaba esbozando una débil sonrisa.

—Vine a Inglaterra como espía —dijo él.

—Ya lo sé —le contesté yo—. Pero eso ya no importa. Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren los demás Camisas Negras.

Me metí la pistola debajo del cinturón y conduje a Stern hacia la luz que entraba por la puerta. De camino, me detuve un momento para coger la Thompson. Al llegar a la puerta, me adelanté para asomarme al pasillo mientras Cissie sujetaba al alemán herido.

—No se ve a nadie —dije—. Esa escalera lleva al vestíbulo de la entrada trasera. Es nuestra mejor opción.

Cissie rodeaba el pecho de Stern con un brazo y mantenía el pañuelo apretado contra la herida de bala mientras le sujetaba el antebrazo con la otra mano.

—¿De verdad crees que podemos conseguirlo, Hoke? —me preguntó mirándome fijamente para ver si yo decía la verdad—. ¿No adivinarán que intentaremos salir por ahí?

—Depende. Espero que esas bombas hayan creado la suficiente confusión para que Hubble y sus secuaces se preocupen por sí mismos. Tenemos otras opciones; pero, cuanto antes salgamos de aquí, antes nos podremos ocupar de las heridas de Stern.

De haber estado solo, o incluso con la chica, salir del Savoy habría sido fácil. Durante mi estancia en el hotel, yo había investigado cada acceso de mercancías y personal, cada pequeña salida del sótano, además del camino más rápido a cada una de ellas, pero ahora tenía que intentar salvar a Stern. Él me había salvado la vida en dos ocasiones, y esta vez yo no iba a fallarle. Es cierto que durante la cena se había comportado como un maldito arrogante, pero sólo estaba devolviéndome los golpes, sólo estaba interpretando el papel de nazi que yo le había asignado. No había sido él sino Muriel quien nos había traicionado a los Camisas Negras. De hecho, Stern me había ayudado a luchar contra ellos.

Ya estábamos subiendo la escalera, cuando oímos nuevas pisadas que venían de arriba. Stern se esforzaba todo lo que podía, pero, aun así, avanzábamos muy despacio y, además, las escasas fuerzas que conservaba podían abandonarlo en cualquier momento. Concentrado en cada paso, Stern parecía ajeno al ruido que llegaba de arriba. Cissie, en cambio, me miró con pánico en los ojos.

—Sigue ayudándolo —le dije al tiempo que soltaba a Stern. Después subí corriendo hacia el vestíbulo.

Acababa de llegar, cuando vi al primer Camisa Negra bajando por la escalinata que llevaba al vestíbulo. Levanté la Thompson y empecé a disparar. Ellos retrocedieron entre gritos de alarma. La metralleta Thompson nunca había sido un arma precisa, pero, no obstante, mantuvo ocupados a los Camisas Negras mientras Cissie y Stern atravesaban lentamente el vestíbulo.

Cuando llegaron a la puerta de cristal de la entrada, lancé una nueva ráfaga contra los Camisas Negras y corrí detrás de ellos.

Ya en la calle, el cristal de la puerta se hizo añicos a mi espalda cuando los secuaces de Hubble nos devolvieron el fuego. Sin parar de correr, me di la vuelta y apreté el gatillo de la Thompson en un último esfuerzo por mantenerlos a raya. Uno de los Camisas Negras más atrevidos casi había llegado al final de la escalinata cuando las balas le agujerearon el pecho y lo lanzaron hacia atrás con los brazos extendidos. No esperé a ver cómo rodaba por los escalones. Corrí por el callejón en zigzag hasta alcanzar a Cissie y a Stern y aparté de una patada la tabla de madera para atravesar la barricada.

Al ver lo que nos esperaba al otro lado, nos detuvimos en seco.

El reflejo de las llamas que ardían detrás de las ventanas del Savoy iluminaba el parque de enfrente, mezclándose con la luz de la luna. Ahí, delante del hotel, una multitud de hombres y mujeres contemplaba el fuego en silencio con una extraña expresión de vacuidad en la mirada. Debían de ser al menos un par de docenas. Algunos de ellos, los que estaban enfermos, se apoyaban en sus compañeros y la mayoría iban elegantemente vestidos, aunque algunos, sobre todo los que parecían estar solos, llevaban puestos viejos harapos gastados. Incluso había varios niños. Vi a una niña pequeña, de no más de cinco o seis años de edad, cogida a una mujer que supuse que sería su madre; a dos niños de unos siete años, que parecían gemelos, cogidos de la mano justo al lado de una pareja, y a una niña de unos dos años abrazando una muñeca en brazos de un hombre con una larga barba. Al contrario que los adultos, los niños observaban el edificio en llamas con expresión de asombro.

Al percatarse de nuestra presencia, algunos retrocedieron, aparentemente asustados, pero sólo hasta la valla del parque. Otros nos observaron sorprendidos, puede que incluso con esperanza.

—Hoke —dijo Cissie sin aliento—, ¿quiénes son?

—No tengo ni idea —fue todo lo que pude responder.

Sin dejar de apoyarse en Cissie, Stern nos miró fijamente.

—Parecen polillas atraídas por la luz —dijo forzando la voz—. ¿Es que no os dais cuenta? Tenemos que advertirles del peligro que corren.

Antes de que pudiera decir nada, el sonido de pisadas sobre el cemento me hizo darme la vuelta. Los Camisas Negras ya estaban atravesando la barricada, intentando acercarse en silencio ahora que nosotros nos habíamos detenido. Disparé con la Thompson en la cadera. Los dos primeros cayeron y los demás retrocedieron. Pero esa última ráfaga acabó con la munición de la metralleta, convirtiendo la Thompson en un objeto inútil. Maldije mi suerte mientras la tiraba al suelo y saqué la pistola de debajo del cinturón.

—¡Hoke!

Al volverme hacia Cissie, vi unas figuras oscuras corriendo hacia nosotros por un callejón que daba a la calle en la que estábamos; otro grupo de Camisas Negras había escapado del edificio en llamas por una salida lateral. Al ver la multitud que se agrupaba en la calle y en la acera, delante del parque, los Camisas Negras se detuvieron en seco. Uno de ellos gritó al reconocernos.

—Estamos atrapados —me dijo Cissie con un tono de voz sorprendentemente tranquilo.

—No, no lo estamos. Podemos huir por el parque —repuse, señalando con la pistola hacia una pequeña puerta que se abría en la verja de hierro.

—Pero… ¿Y esa pobre gente? Tenemos que hacer algo.

Cogí a Stern y apoyé su brazo sobre mi hombro, dejándome libre la mano de la pistola.

—No podemos hacer nada por ellos. Tendrán que cuidar de sí mismos.

Empecé a avanzar con Stern.

—¡No te quedes atrás! —le grité a Cissie al ver que dudaba.

—¡Corred! —Cissie le estaba gritando a la multitud que seguía contemplando la escena sin moverse—. ¡No dejéis que os cojan!

Pero ellos permanecieron donde estaban, confusos, supongo que asustados, sin entender nada de lo que ocurría a su alrededor. Hice un par de disparos al aire para intentar hacerlos reaccionar; pero, aunque uno o dos de ellos empezaron a correr, la mayoría se limitaron a agacharse o a arrodillarse en el suelo.

—¡Vamos, Cissie!

Ella todavía vaciló unos instantes, pero sólo hasta que los Camisas Negras del callejón lateral empezaron a disparar. Entonces corrió rápidamente hacia nosotros. De camino a la entrada del parque, intentamos convencer a las personas que encontrábamos a nuestro paso de que huyeran, pero ellos estaban demasiado desconcertados para reaccionar. Tal vez creyeran que los villanos éramos nosotros y que esas personas uniformadas eran los representantes de la única ley que quedaba en la ciudad o tal vez pensaran que, si intentaban huir, los Camisas Negras les dispararían. Yo no podía saberlo, ni tampoco podía ayudarlos; estaba demasiado ocupado intentando salvar mi pellejo y el de Stern, y supongo que Cissie compartía mi misma preocupación, porque, en cuanto llegó a nuestra altura, me ayudó a cargar con el peso del alemán y seguimos adelante. No podíamos ayudarlos si ellos no se dejaban; lo único que podíamos hacer era ofrecerles nuestros consejos apresurados. Y eso fue exactamente lo que hicimos. Con las balas de los Camisas Negras silbando a nuestro alrededor, les gritamos, incluso tiramos de algunos de ellos, mientras huíamos hacia el parque, pero no sirvió de nada. Ellos se limitaban a agacharse para evitar las balas. Y, pensándolo bien, realmente eran ellos los que nos estaban ayudando a nosotros, pues los Camisas Negras no estaban dispuestos a dañar la valiosa remesa de sangre que acababan de encontrar. Además, con su aparición, nuestro valor como donantes se había depreciado considerablemente.

Tras esquivar dos coches que había aparcados junto a la acera, llegamos a la entrada del parque. Cuando miré hacia atrás por última vez, la mayoría de los Camisas Negras estaban ocupados rodeando a sus futuros suministradores de sangre. Sólo nos seguían tres secuaces de Hubble. Sosteniendo el peso de Stern con un hombro, apunté cuidadosamente y disparé contra los dos que iban delante. El primero cayó de rodillas, abrazándose el pecho, y el segundo se desplomó sobre el capó de un coche y resbaló lentamente hasta el suelo. Con eso bastó para desanimar al tercero, que se detuvo de golpe y se quedó quieto, sin retroceder ni avanzar, maldiciéndonos a gritos mientras agitaba un puño amenazante. Cuando levanté la pistola para apuntarle, Stern me apoyó una mano temblorosa en el brazo.

—Vámonos ya —dijo. Su voz sonaba tensa, como si las palabras tuvieran que salir por un conducto demasiado estrecho.

Yo escupí sobre la acera, consciente de que el alemán tenía razón, de que realmente ya no había nada que pudiéramos hacer por esa gente. Nos dimos la vuelta y nos adentramos en las espesas sombras del parque.

Ir a la siguiente página

Report Page