’48

’48


Capítulo 18

Página 20 de 33

Capítulo 18

El río Támesis parecía de plata bajo la luna desnuda. Sus aguas, salpicadas por alguna embarcación a la deriva, corrían libres de cadáveres. Una pequeña escalinata de piedra nos condujo hasta el muelle de madera donde yo guardaba una pequeña lancha motora con el depósito lleno. Al poco tiempo, estábamos navegando corriente abajo, acompañados por el rumor del motor de la embarcación y el sonido del bombardero alemán alejándose satisfecho de la ciudad. Los disparos de los Camisas Negras habían cesado. ¿Qué les habría ocurrido a esos pobres desgraciados que nos habíamos encontrado delante del Savoy? ¿A cuántos habrían disparado los Camisas Negras? ¿Cuántos de ellos habrían muerto ahí mismo, eliminados sin la menor piedad porque su sangre enferma no tenía ninguna utilidad para Hubble y sus parásitos? ¿Cuántos otros se habrían acercado al hotel, atraídos por las luces como peregrinos que siguen una señal en el cielo?

Yo manejaba el timón mientras Cissie hacía todo lo posible por contener la hemorragia de Stern. Avanzamos cerca de la ribera, buscando la protección de las sombras sin dejar de mirar hacia atrás para asegurarnos de que no nos seguía nadie. En el Savoy, las luces que habían atraído al piloto del Dornier se habían apagado, pero las llamas compensaban con creces su desaparición. Aunque yo ya estaba acostumbrado a casi todo, no puede evitar sentir cierta nostalgia. Durante los bombardeos de la guerra, el Savoy se había convertido en un símbolo de la inquebrantable resistencia de Londres, pero al día siguiente sólo sería un cascarón sin entrañas, una montaña de escombros. Había sobrevivido prácticamente intacto a la guerra y, tres años después, sólo había hecho falta un hombre y la estupidez de una pandilla de locos para destruirlo.

Cissie estaba llorando en silencio, pero yo no tenía palabras para consolarla. Ni tampoco podía ayudar a Stern. Tenía que concentrar todos mis esfuerzos en alejarnos de ahí. Dando testimonio de la creatividad y la irracionalidad de los hombres, los viejos dirigibles de la barrera aérea de Londres seguían flotando, como pequeñas nubes grises, sobre la ciudad en tinieblas. Debajo, el río avanzaba como una ancha autopista de metal, atravesando el inmenso cementerio en el que se había convertido la ciudad.

Cada oscuro recodo del río nos alejaba un poco más del peligro.

Ir a la siguiente página

Report Page