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Capítulo 1

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¿Qué diablos había sido eso?

Abrí los ojos y levanté la cabeza un par de centímetros, pero la confusión que reinaba en mi mente me impedía pensar con claridad.

Me quité de encima la colcha que había cogido prestada y, al golpearla con la bota, una botella vacía de cerveza rodó por la alfombra polvorienta; ya hacía tiempo que había aprendido a dormir con las botas puestas. El vidrio chocó contra la mesa redonda que había en el centro de la habitación mientras yo levantaba la cabeza otro par de centímetros. Con todos los músculos en tensión, escuché atentamente. Miré hacia la derecha, miré hacia la izquierda, incluso miré hacia el techo. Los tablones de madera que cubrían las ventanas mantenían la habitación en penumbras, pero la luz matutina entraba por la puerta entreabierta del balcón. Una ligera brisa me trajo el olor de la descomposición.

Seguí escuchando.

Cagney, que estaba hecho un ovillo en una esquina oscura de la habitación, gruñó con un sonido gutural de advertencia; al perro le gustaban las sombras, pues lo mejor para sobrevivir es pasar inadvertido. Levanté una mano, pidiéndole silencio. Él obedeció, aunque sus ojos siguieron brillando con intensidad.

Me incorporé sobre un codo, y mil cuchillos afilados se clavaron en mi cabeza, castigándome por la falta de sobriedad de la noche anterior. Había más botellas de vidrio marrón esparcidas por el suelo, compañeras vacías de la primera que parecían contradecir mi larga aversión a la cerveza inglesa. Al pasarme el dorso de la mano sobre los labios secos, me raspé la piel contra la barbilla sin afeitar.

Y, entonces, salí de mi letargo. Me levanté de un salto y fui hacia la luz, moviéndome con rapidez, agachado y silencioso, atento a cualquier cambio. Rodeé la mesa redonda y me detuve junto a la puerta del balcón, ocultándome detrás de las tablas de madera medio podrida que cubrían los cristales. A pesar de lo temprano de la hora, el seco calor estival ya entraba por el balcón, trayendo consigo parte de la amargura de la ciudad devastada. Me asomé un instante y me volví a ocultar. Y volví a asomarme, esta vez durante un poco más de tiempo.

Los últimos globos dirigibles de la barrera aérea se alzaban inmóviles, como centinelas hinchados, sobre el maltrecho paisaje de la ciudad. Mucho más cerca, tres estatuas grises y sucias inclinaban la cabeza avergonzadas sobre sendos pedestales con las palabras «Verdad», «Caridad» y «Justicia».

Excepto por los vehículos abandonados, la amplia avenida flanqueada por árboles que se extendía detrás de las estatuas parecía desierta.

¿Y entonces?

Yo había elegido este refugio porque la habitación del balcón permitía ver a cualquiera que intentara acercarse por la entrada principal. Además, el edificio ofrecía multitud de oportunidades para jugar al escondite. Era un laberinto de salas, vestíbulos y pasillos, y eso era exactamente lo que necesitaba.

Pero alguien debía de haber descubierto mi refugio, pues el perro no habría gruñido sin motivo. Puede que sólo fueran un par de ratas merodeando por el pasillo, apenas temerosas ya de los humanos. O un gato, o quizá otro perro, pero, realmente, no creía que ése fuera el caso. Mi instinto me decía que no lo era, y yo había aprendido a confiar en mi instinto, y en

Cagney.

No desperdicié ni un solo segundo más.

La moto estaba donde la había dejado la noche anterior, arrugando la alfombra bajo las ruedas. La moto era otra cosa en la que podía confiar: una Matchless G3L monocilíndrica pintada de color

beige para la guerra en el desierto, sólo que ésta en concreto nunca había llegado a África. Era una superviviente, como también lo éramos el perro y yo.

Actué con rapidez. Cogí mi cazadora de aviador del suelo y me la puse mientras andaba. El peso adicional que tenía el forro no me hacía sentir precisamente más ligero. De soslayo, vi que

Cagney se había levantado y me esperaba expectante, listo para la acción. Apenas tardé unos segundos en levantar la pata de cabra y montarme en la moto. Pisé la palanca de arranque con fuerza, pero sin brusquedad, tratando a la moto como se hace cuando se las «conoce» bien, cuando se ama cada una de sus piezas. El motor rugió lleno de vida; le había dedicado muchos mimos a esa belleza.

Las ruedas derraparon sobre la alfombra y salí disparado hacia la puerta de la habitación, que, justo en ese momento, empezaba a abrirse.

Golpeé la puerta con fuerza, y alguien gritó al otro lado. Un enjambre de manos se abalanzó sobre mí, pero la Matchless ya iba demasiado rápido y las manos sólo encontraron vacío. Os aseguro que el aroma que despedían esos hombres no era nada agradable. El que estaba más atrás se puso delante de la moto, agitando los brazos como un guardia de tráfico demente. Yo incliné la moto bruscamente y levanté una bota. No sé si le di en la entrepierna o en la cadera, pero, en cualquier caso, él se dobló por la cintura y empezó a dar vueltas como una peonza; su sonoro quejido me proporcionó un sincero placer. Aunque el placer duró poco, porque la inclinación de la moto la hizo derrapar, con lo que la gran alfombra que cubría prácticamente todo el suelo se llenó de gruesas olas. El polvo que se había acumulado durante años llenó el aire mientras yo luchaba por controlar la moto.

Pero no lo conseguí. La Matchless resbaló bajo mi peso, y tuve que soltarla para que no me aplastara una pierna si ambos caíamos al mismo tiempo. Rodé para acompañar la caída, encogiendo un hombro al tiempo que relajaba el resto del cuerpo, tal y como me habían enseñado a hacerlo. Un segundo después, estaba en cuclillas, listo para la acción. La moto resbaló hasta estrellarse contra la elegante cómoda que había en el centro de la sala, arruinando paneles pintados y tallas doradas.

Uno de los intrusos avanzó hacia mí, con la cara deformada por el odio y la mugre, y un fusil ametrallador MI apretado contra el pecho, mientras sus dos compañeros atendían sus heridas junto a la puerta que yo acababa de destrozar.

Cagney apareció en el umbral de la puerta y se detuvo un momento para ver cómo marchaban las cosas.

El Camisa Negra me tenía a tiro, pero, una de dos, o estaba demasiado débil para disparar o tenía órdenes de no hacerlo. Me imaginé que lo más probable era que fuese lo segundo; después de todo este tiempo, yo ya sabía que su jefe, Hubble, me quería vivo, pues necesitaba que mi sangre estuviera caliente y fluida. Lo que Hubble quería hacer conmigo era una locura, una auténtica locura. Aunque, claro, a estas alturas sólo sobrevivían los locos. Los locos y yo. ¿Y quién ha dicho que yo esté cuerdo?

Pues que te jodan, Hubble. A ti y a todos tus malditos secuaces. El día que consigas atraparme vivo, el infierno estará más frío que el culo de un pingüino.

Pero, al observar el brillo que había en mis ojos, el secuaz de Hubble pareció cambiar de opinión y apuntó el fusil en mi dirección.

Aun así, sus movimientos eran torpes, como si tuviera que pensar cada uno de ellos antes de llevarlo a cabo. Tal vez no fuera sólo el golpe lo que lo aturdía, sino también los efectos de la Muerte Lenta. Tenía la tez oscurecida alrededor de los ojos, unos hematomas en la piel que ya nunca desaparecerían y las puntas de los dedos ennegrecidas, como si la sangre se hubiera coagulado en cada una de las extremidades de su cuerpo; pero eso no lo hacía inofensivo, tan sólo un poco más lento.

Yo tenía mi Colt automático de calibre 45 en la funda que había cosido al forro de la cazadora. Puede que él hubiera desenfundado primero, pero yo era más rápido, así que hice lo único que podía hacer.

Me lancé hacia adelante y rodé bajo el cañón de su metralleta, con la barbilla pegada al pecho y las piernas flexionadas. En cuanto mi espalda chocó contra el suelo, lancé las dos piernas hacia arriba y lo golpeé en el estómago. Él dobló las rodillas y empezó a caer sobre mí, y yo volví a golpearlo para que no me cayera encima. El Camisa Negra gimió sin aire y cayó al suelo a mi lado. Yo ya estaba encima de él antes de que pudiera recuperar el aliento, pero, en vez de intentar quitarle la metralleta de las manos, como esperaba él, la empujé contra su cuerpo. El cañón de la metralleta chocó contra su mandíbula con un crujido, y el Camisa Negra relajó durante un instante los dedos. Con un rápido movimiento, le arranqué el arma de las manos y le estrellé la culata contra la sien. Con un ruido seco, su cabeza giró hacia la derecha y su cuerpo quedó inerte.

Tiré la metralleta al suelo y corrí hacia la Matchless. Al ver que las cosas no marchaban demasiado mal,

Cagney se alejó de la puerta correteando y se reunió conmigo, ladrando con aprobación al pasar junto al Camisa Negra. Haciendo caso omiso de sus lametones, aparté la moto de la cómoda destrozada. Me irritaba que los Camisas Negras hubieran descubierto mi refugio, y haber perdido así mi regia guarida. Pronto vendrían más en mi búsqueda y registrarían cada habitación, cada pasillo, hasta el último rincón.

Levanté la moto y pasé una pierna por encima del sillín. Oí voces provenientes de la habitación del balcón, y supuse que el excéntrico ejército de Hubble habría realizado un movimiento de pinza, avanzando por dos flancos. ¿Cómo diablos me habrían encontrado? Yo podría haber estado escondido en cualquier sitio de la ciudad. ¡Mierda de suerte! Debían de haberme seguido. O tal vez alguien me hubiera visto entrar. Con una mezcla de ira y temor, pisé la palanca de arranque, pero esta vez la moto no arrancó. Las voces cada vez estaban más cerca, y los Camisas Negras de la habitación, excepto el que acababa de golpear con la culata del fusil, se estaban levantando y me observaban con odio y precaución. Volví a intentarlo, maldiciendo al mismo tiempo que lo hacía, y el motor se puso en marcha ruidosamente; fue como oír música celestial.

Las pisadas se acercaban; por lo visto, ellos también habían oído la música.

Cagney decidió que era hora de irse y salió corriendo a toda velocidad. Hizo bien, pues los Camisas Negras eran capaces de pegarle un tiro por puro entretenimiento.

La rueda delantera de la moto se levantó al ponerme en marcha, y tuve que agacharme sobre el depósito y usar todo el peso de mi cuerpo para mantenerla en el suelo mientras huía de esos matones. Oí una ráfaga de disparos a mi espalda, y la esfera cubierta de telas de araña del gran reloj que tenía delante pareció contraerse ante mis ojos. Las polvorientas figuras doradas que decoraban el reloj se aferraron a la vida mientras el viejo mecanismo reverberaba con pequeñas explosiones metálicas. O bien quien había disparado tenía una puntería horrible, o bien disfrutaba jugando conmigo. O puede que sólo pretendiera advertir a sus compañeros sobre mi paradero.

Atravesé la puerta abierta de doble hoja que había al fondo de la habitación y tuve que frenar de golpe para evitar salir disparado por el ventanal que encontré al otro lado; aquí era donde la fachada este se encontraba con el ala norte del edificio. Arrastrando el pie izquierdo, hice girar la moto de forma que volcó una pequeña mesa y el jarrón ornamental que tenía encima, sin duda de un valor incalculable, aunque ya nadie notaría su pérdida.

Aunque el edificio estaba sumido en la penumbra, las rendijas y las grietas de los tablones de madera que cubrían las ventanas dejaban pasar suficiente luz para ver por dónde iba. Acababa de entrar en la zona de los aposentos privados y sabía que tenía que haber una escalera cerca. Por desgracia, ésta era demasiado empinada y demasiado estrecha para la moto, pero yo no tenía la menor intención de bajarla a pie, pues la velocidad era mi aliada, como lo venía siendo desde hacía mucho tiempo. Además, de haber abandonado la moto, habría sido un blanco fácil para cualquiera que quisiera tenderme una emboscada.

Una bala silbó detrás de mí y se clavó con un ruido seco en la pared, justo al lado de una ventana. Avancé a toda velocidad por el pasillo que atravesaba el ala norte. Afortunadamente, habían evacuado el edificio y retirado los cuerpos inmediatamente después de la huida de sus inquilinos —que Dios se apiade de sus almas—, así que no tenía que preocuparme por encontrarme con ningún cadáver en el suelo. Aceleré a fondo, abrasando la alfombra, y el rugido del motor hizo temblar las paredes del pasillo. No tardé mucho en llegar al ala oeste. Ahí es donde empezó la auténtica diversión.

Sin reducir la velocidad más que cuando era necesario para tomar las curvas más complicadas, me dirigí hacia la escalinata del vestíbulo principal, por la que sabía que la Matchless podría descender sin dificultad. Llegué a una sala de pinturas tan larga que incluso tuve tiempo para cambiar de marcha. Había pasado muchas horas en este museo de altos y brillantes techos, sentado en uno de los bancos que había dispuestos junto a las paredes para contemplar las pinturas, disfrutando de la belleza que me rodeaba y sintiendo tristeza al mismo tiempo porque ya no había nadie que admirase su valor. Cuando ya había pasado junto a varios Rembrandt, Vermeer y Canaletto, una figura saltó sobre mí desde una de las puertas que había en la pared de la izquierda.

Sólo consiguió golpearme en el hombro, pero eso fue suficiente. Perdí el control de la moto, que derribó una de las pequeñas mesas del centro de la sala, antes de chocar contra un banco. Aunque conseguí mantener el equilibrio, una pierna me quedó atrapada entre el bastidor de la Matchless y el banco. La tela del pantalón se rasgó y me abrasé la pierna contra el metal. Conseguí liberarme y volví a ponerme en marcha, cada vez más rápido, como si la sala de pinturas fuera un circuito de velocidad.

Al ver aparecer a tres hombres en el pequeño vestíbulo que había al final de la sala, frené al tiempo que me inclinaba con fuerza hacia un lado, y la moto se detuvo limpiamente tras derrapar noventa grados.

Permanecí quieto unos instantes, agarrando el manillar con fuerza al tiempo que acariciaba el embrague. El sudor me cubría la frente y me resbalaba por la espalda. La vibración del motor de la Matchless me recorría todo el cuerpo mientras los tres Camisas Negras me observaban desde el vestíbulo. Uno de ellos estaba sonriendo; creía que esta vez me habían atrapado. Los tres iban armados, pero ninguno se molestó en apuntarme. Llevaban el pelo rapado al estilo militar y camisas negras, naturalmente, metidas en sus pantalones negros, aunque el polvo y las arrugas arruinaban el efecto marcial. El suyo era el mugriento uniforme de la arrogancia, el tejido de la destrucción. Al parecer, estos enfermos degenerados todavía no habían aprendido la lección.

Algo se movió entre las sombras, y una cara de mujer apareció detrás de ellos; ella también sonrió al sopesar la situación.

Miré al infeliz que había intentado tenderme una emboscada hacía unos segundos. Se estaba levantando, con el ceño contraído por la decepción. Otro Camisa Negra entró por la misma puerta lateral golpeando el mango de lo que parecía ser una piqueta de albañil contra la palma de su mano. La acústica de la larga sala de pinturas amplificaba el sonido de los golpes. Su sonrisa y el brillo de sus ojos dejaban claras sus intenciones. Por si todavía cabía alguna duda sobre contra quién estaban las apuestas, oí nuevas pisadas de hombres corriendo en el extremo opuesto de la sala. Los matones que habían empezado la caza en la habitación del balcón aparecieron en el otro extremo de la sala y se detuvieron un momento para evaluar la situación.

Me volví hacia los cuatro Camisas Negras que estaban saliendo del vestíbulo. Ellos se detuvieron, como si mi mirada los hubiera cogido desprevenidos, pero no tardaron en volver a sonreír. Mientras yo hacía girar el motor de la moto, ellos parecían felicitarse por haberme atrapado.

Hasta que vieron que yo también estaba sonriendo.

Hice volver la moto y, describiendo eses cerca de la pared, avancé hacia el desafortunado que acababa de ponerse en pie. Primero la sorpresa y, después, el pánico le hicieron abrir los ojos de forma desmesurada mientras yo avanzaba a toda velocidad hacia él. Consiguió evitarme saltando sobre su boquiabierto compañero, y el mango de la piqueta quedó atrapado entre los cuerpos de los dos Camisas Negras. Yo ya me había alejado mucho antes de que consiguieran desenredarse. Torcí hacia la izquierda y desaparecí por la puerta que había enfrente de la que ellos habían usado para entrar; afortunadamente, la sala de pinturas tenía multitud de entradas y salidas.

Me encontré en una habitación cuya pared principal era un inmenso ventanal en forma de arco que, de no haber sido por las cortinas, hubiera permitido ver hectáreas y hectáreas de praderas de césped sin cortar y jardines invadidos por la maleza. Los altos pilares negros que flanqueaban el ventanal llegaban hasta el techo abovedado, y había grandes espejos en forma de arco encima de las chimeneas de mármol blanco; no es que me fijara en todos esos detalles en ese momento, sino que ya lo había hecho en otras muchas ocasiones, cuando estaba menos ocupado. Perfectamente consciente de la distribución del edificio, hice girar la moto y, describiendo un amplio semicírculo al tiempo que hacía patinar las ruedas ruidosamente sobre el suelo de maderas nobles, entré en la habitación contigua. Pasé como un rayo ante esbeltas columnas corintias, largas cortinas de terciopelo y candelabros cubiertos de telas de araña que temblaron a mi paso, sillas azules y doradas y grandes cuadros de antiguos monarcas que colgaban de la brillante tela azul de las paredes, un reloj de pared de mármol y bronce con tres esferas, un jarrón azul oscuro de porcelana, un juego de primorosas mesillas y una mesa circular sostenida sobre un único pie central, y crucé la puerta abierta que conducía a otra sala igual de magnífica. Sabía exactamente hacia dónde iba, pues había tenido tiempo de sobra para explorar todo el edificio durante mi estancia. Dada mi forma de ser, precavida por naturaleza, tenía prevista más de una vía de escape, y había dejado las puertas abiertas por si tenía que salir apresuradamente.

Lo que necesitaba era que, en vez de intentar cortarme el paso, los Camisas Negras me siguieran, pues la sala azul era paralela a la sala de pinturas y yo estaba dibujando un semicírculo en mi huida. Justo antes de entrar en el comedor, miré un momento a mi izquierda para asegurarme de que el pequeño vestíbulo que daba tanto a la sala de pinturas como a la sala azul estaba vacío. Y lo estaba. Eso significaba que habían mordido el anzuelo; en vez de esperarme, los Camisas Negras me estaban siguiendo.

Los jarrones llenos de flores marchitas, la gran fuente sopera ovalada y los aguamaniles de plata que estaban unidos por grandes telas de araña a una enorme mesa sin brillo mostraban hasta qué punto el lujo había dado paso al deterioro. Las paredes y las alfombras rojas, cubiertas de polvo, me hicieron sentir como si estuviera atravesando una herida abierta, supurante, mientras las frías miradas de los monarcas seguían mi recorrido desde lienzos enmarcados en oro sin lustre. Supongo que sería el exceso de adrenalina lo que me hizo pensar esas locuras, pero, qué demonios, esas locuras me ayudaban a mantenerme alerta.

Empecé a frenar, previendo la curva que me esperaba, y me detuve casi por completo en una antecámara llena de tapices. Aparté un trabajado escritorio que se interponía en mi camino y accedí a un pequeño pasillo antes de torcer a la izquierda para entrar en otra gran sala. Mi objetivo era la escalinata que descendía al final de esta sala. Apreté los dientes con fuerza y avancé entre las obras maestras de rigor, consciente de que iba demasiado rápido, pero sin decidirme a aminorar la marcha; sabía que mis perseguidores adivinarían mis intenciones en cuanto oyeran el ruido de la moto volviendo en su dirección.

Fue un descenso movido, y eso que la Matchless G3L era una de las primeras motos británicas con suspensión de horquillas telehidráulicas y que los escalones estaban cubiertos con una mullida moqueta roja. Tensé los músculos de los brazos, me puse de pie sobre la moto y bloqueé la rueda de detrás para contrarrestar el ángulo de descenso; nunca había bajado una escalera a esa velocidad. Temblando de la cabeza a los pies, mi alarido entrecortado se convirtió en un grito de alivio, o puede que de triunfo, cuando la moto volvió a enderezarse tras el último escalón.

Un segundo tramo de escalones ascendía desde el rellano donde me encontraba yo hasta una galería que daba a la sala de pinturas donde los Camisas Negras creían haberme atrapado hacía tan sólo unos minutos; esos matones habían vuelto sobre sus pasos y empezaban a salir a la galería. El primero tuvo el tiempo justo para levantar el arma sobre la balaustrada de bronce y disparar una vez antes de que yo volviera a acelerar para saltar sobre el nuevo tramo de escalones que se extendía ante mí. Mi larguísimo grito estuvo a punto de verse interrumpido cuando una bala rebotó ruidosamente contra el chasis de la moto.

Al aterrizar, faltó poco para que el impacto me tirara al suelo, pero conseguí mantener el control girando la moto mientras las ruedas abrasaban la alfombra. Me detuve con un fuerte chirrido a apenas unos centímetros de un tramo ascendente de escalones.

Respiré hondo y, clavando los tacones sobre la montaña de tela en la que se había convertido la alfombra, empujé la Matchless hacia atrás, hasta tener el espacio suficiente para dar la vuelta. Los gritos y pisadas que oí a mi espalda no dejaban ninguna duda: los Camisas Negras ya estaban descendiendo por el primer tramo de la escalinata. Alguien disparó una ráfaga que, por el sonido, sólo podía ser de una metralleta. Al girarme, vi los agujeros de bala en los cuadros que colgaban de las paredes. Quizá el Camisa Negra sólo quisiera asustarme, o quizá no.

Ya había conseguido dar la vuelta, cuando oí un ladrido. Busqué a

Cagney con la mirada, pero no lo vi. Bueno, el chucho sabía cuidarse solo. Y, además, ¿acaso no me había cedido todo el protagonismo escabullándose en cuanto llegaron los primeros Camisas Negras? Volví a acelerar, y la Matchless saltó los cuatro escalones que me separaban del vestíbulo. Ahí es donde apareció finalmente

Cagney, trotando tranquilamente por el antiguo lugar de reunión de la realeza, evitando el mármol que había a ambos lados de la moqueta roja, que resultaba demasiado frío, o demasiado resbaladizo, para sus delicadas almohadillas. Se detuvo un momento para saludarme con rápidos movimientos del rabo, pero yo le grité que se largara.

Cagney pasó a mi lado a toda velocidad y desapareció tras la amplia puerta de la entrada.

Siguiéndolo, tracé un círculo que me volvió a acercar a la escalinata por la que acababa de bajar. Lo que vi no me gustó nada: tres de mis perseguidores estaban inclinados sobre la barandilla de la escalinata, apuntándome con sus armas mientras sus compañeros descendían a toda prisa. Pero su ángulo de tiro resultaba incómodo y, además, yo no me quedé esperando a que dispararan. Cuando las balas agujerearon la moqueta y desconcharon las columnas de mármol, yo ya estaba saliendo por la puerta.

Arrastrando el pie derecho sobre el suelo, pasé entre las columnas de piedra del doble pórtico de la entrada y salí al aire libre. Volví a torcer hacia la izquierda y me encontré ante un gran patio cuadrangular rodeado por los cuatro bloques del histórico edificio. Al otro lado de la gran extensión de piedra, enfrente del pórtico, se abría una estrecha arcada flanqueada por dos angostos pasos de peatones por la que, no mucho tiempo atrás, solía acceder al antepatio de entrada el carruaje real.

Cagney ya estaba a medio camino, y yo me estaba acercando rápidamente a él, cuando vi el Bedford OYD aparcado en la esquina opuesta del patio. El camión del ejército no estaba ahí la noche anterior, ni tampoco la otra, así que supuse que lo habían llevado los Camisas Negras; un vehículo militar le iba que ni pintado a sus juegos marciales.

Un Camisa Negra se enderezó junto al capó del vehículo. Estaba solo. Al verme, el cigarrillo se le cayó de los labios, abrió la puerta del camión y se subió a toda prisa al asiento del conductor. Al parecer, había adivinado mis intenciones, pero ya era demasiado tarde para que yo cambiara de plan.

Cagney ya había desaparecido entre las sombras de la arcada. Yo aceleré, ansioso por reunirme con el perro.

El camión arrancó ruidosamente y empezó a avanzar hacia la arcada. Ya no había duda de que el Camisa Negra había adivinado mis intenciones. Yo también adiviné las suyas: pretendía taponar la arcada. Y, como si eso no fuera suficiente, sacó una mano por la ventanilla del vehículo militar y me apuntó con una pistola.

Yo podría haber buscado otra salida, podría haber intentado escapar por el patio de detrás, pero, como ya he dicho, era demasiado tarde para cambiar de idea. Además, eso me habría obligado a aminorar la marcha y a darle la espalda al conductor. E, incluso si fallaba con la primera bala, el Camisa Negra me abatiría con la segunda. No, realmente no tenía otra opción. Por otra parte, ya había recorrido dos terceras partes de la distancia e iba demasiado rápido para cambiar de sentido.

El Camisa Negra disparó desde el camión y juro que, pese al ruido de los 347 centímetros cúbicos de la Matchless, oí el silbido de la bala al pasar a mi lado.

Empecé a dibujar eses para dificultarle la puntería; por fortuna, conducir y disparar al mismo tiempo no parecía ser su especialidad. Pero esa pequeña alegría no duró mucho: el camión iba a llegar a la arcada antes que yo. Oí otro disparo y, esta vez, la protección de metal que cubría el faro delantero de la moto saltó por los aires. Cambié varias veces de dirección, pero, con cada segundo que pasaba, nuestro objetivo común nos acercaba más; el Camisa Negra pronto tendría un blanco que no podría fallar. Maldije entre dientes cuando el capó del Bedford tapó el primer paso de peatones, y la maldición se convirtió en un grito encolerizado a medida que el camión me fue robando más espacio.

Los disparos que sonaron a mi espalda me recordaron que no me estaba enfrentando sólo al conductor del camión. Una lluvia de balas impactó en el muro, justo delante de mí. Aunque los Camisas Negras que acababan de salir del edificio se encontraban demasiado lejos —y quizá demasiado nerviosos— para acertarme fácilmente desde el pórtico, desde luego su presencia no mejoraba en nada la situación. Por suerte, disparaban hacia la derecha para evitar darle al Bedford y desde su ángulo de visión debía de parecer que el camión y la moto estaban peligrosamente cerca. Saltaron más trozos de yeso descascarillado, esta vez justo al lado del segundo pasaje. En cualquier momento, y estoy hablando de décimas de segundos, yo recibiría las balas en la espalda.

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