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Capítulo 5

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—Vivía aquí abajo, ¿verdad?

—¿Qué?

—Que vivía en este refugio, ¿verdad?

—Pues claro que vivía aquí. Con usted y los Camisas Negras pegándose tiros por las calles, éste era uno de los pocos sitios seguros de Londres. Aquí abajo, al menos podía hacer mi trabajo sin que me molestara ningún lunático.

¿Su trabajo? Decidí dejarlo estar.

—Si eso es lo que piensa de mí, ¿por qué nos ha ayudado? —dije sin levantar la voz.

Potter me miró con gesto sorprendido, como si mi pregunta le pareciera absurda.

—Por las dos chicas. ¿Por qué iba a hacerlo si no? No podía permitir que les ocurriera nada. ¿Qué tipo de gentuza se cree que soy?

Eso me gustaba de los británicos. Los pilotos con los que había volado me habían enseñado muchas cosas sobre los viejos modales y la caballerosidad. Aunque, realmente, no puedo decir que eso me hubiera cogido por sorpresa, pues me había pasado toda la vida oyendo historias sobre Inglaterra y los ingleses. Claro que gran parte de ellas eran puro romanticismo; eso ya lo sabía. Pero la persona que me había enseñado esas cosas era alguien en quien yo confiaba ciegamente, alguien que, aunque echara de menos su país, nunca permitió que la nostalgia tiñera sus recuerdos más de lo estrictamente necesario. Ella fue una de las razones por las que yo había ido allí al principio de la guerra, cuando Inglaterra necesitaba desesperadamente la ayuda de pilotos entrenados para defenderse de los malditos nazis. Si todavía hubiera estado viva, se habría sentido orgullosa de mí.

Sin darme cuenta, estaba mirando a Potter con una sonrisa en los labios.

—No le veo la gracia —añadió—. Podría usted haber matado a estas señoritas. El tesoro más preciado que tenemos, y usted va y pone en peligro sus vidas.

Aunque seguía enfadado conmigo, su mirada se suavizó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo no tenía la menor idea de lo que estaba hablando y mi expresión debía de hacerlo patente.

Fue el alemán quien me aclaró las cosas.

—Ahora las mujeres son el bien más preciado del mundo, amigo mío —dijo.

Potter lo miró con extrañeza al oír su inconfundible acento, pero, a mí, lo que de verdad me sacó de mis casillas fue lo de «amigo mío». Si hubiera tenido la fuerza necesaria, me habría lanzado a su cuello.

Pero la que realmente estaba furiosa era Cissie.

—¡Sí, claro! ¿Quién si no iba a dar a luz a más chiflados para que pudieran crecer y empezar otra guerra para acabar definitivamente con la raza humana? —Estaba sentada en las escaleras, completamente recta. De repente, se levantó—. Estoy harta de este sitio. Quiero volver a ver la luz del sol.

Potter se apresuró a tranquilizarla.

—No se preocupe, señorita, yo las sacaré de aquí. En cuanto subamos esta escalera estaremos a salvo. —Se acercó a Muriel y la ayudó a levantarse. Después cogió a Cissie de la muñeca—. Siento que tengan que ver lo que hay ahí arriba —dijo excusándose—. Intenten no pensar en ello. Tenía que ponerlos en algún sitio y no podía enterrarlos a todos. Además, ya había otros ahí, gente que intentaba huir del aire envenenado. Ya casi no huele, así que no tienen que preocuparse por eso. Si lo prefieren, pueden cerrar los ojos…

—¿De qué está hablando? —dijo Muriel, que estaba demasiado cansada para entender nada.

Yo me erguí y me acerqué a ellas.

—Potter ha dejado ahí arriba los cuerpos que había en el búnker —le expliqué a Muriel—. Ya me parecía a mí que aquí faltaba algo.

—Tuve que hacerlo —se disculpó Potter con tono suplicante—. Tenía que convertir el refugio en un sitio habitable.

—Hizo bien —lo tranquilicé yo—. Además, no creo que sea peor que lo que nos hemos encontrado en la estación de metro.

—Al menos no había moscas —dijo Potter como si eso tuviera alguna importancia—. Los cuerpos se descompusieron solos. Tampoco había gusanos. El olor se pasó al cabo de un par de semanas.

Claro, ni moscas ni gusanos. De hecho, casi no quedaban insectos en todo Londres. Supongo que al menos deberíamos estar agradecidos por esa pequeña bendición. Si no, sólo Dios sabe qué tipo de enfermedades se habrían encargado de acabar con los que habíamos sobrevivido a la Muerte Sanguínea.

El temblor que venía de detrás de la puerta de hierro y el polvo que empezó a caer del techo nos devolvieron rápidamente a la realidad. Potter se puso en marcha, iluminando el camino con su lámpara, y las chicas lo siguieron. Supongo que Cissie no era la única que estaba deseosa de volver a ver la luz del sol, porque el alemán, que seguía de rodillas en el suelo, se levantó con aire animado, como si todos sus problemas estuvieran a punto de desaparecer. Lo dejé pasar delante por aquello de que no hay que darle la espalda nunca al enemigo, y me incorporé a la cola del grupo. Algo explotó detrás de la puerta, pero ninguno se molestó en mirar hacia atrás.

No os podéis imaginar lo que me costó subir esos escalones, y eso que intentaba aliviar el peso de mi tobillo dañado apoyándome contra el muro. Pero los músculos se me estaban empezando a enfriar y el brazo en el que me habían disparado me colgaba como si fuera de plomo. Al menos no tenía nada roto; de eso estaba seguro. Y, teniendo en cuenta todo lo que me había pasado esa mañana, supongo que podría decirse que había tenido suerte. Si no hubieran aparecido esos tres desconocidos en la plaza, a esas alturas no sólo habría estado muerto, sino que habría sido un montón de carne sin sangre en las venas. Y, si Albert Potter no nos hubiera rescatado después en el túnel, en ese momento todos habríamos sido un montón de carne asada. Sí, ahumada y asada.

Al llegar al final de la escalera, Potter buscó algo en los bolsillos del mono de trabajo. Los demás se apretaron detrás de él, mientras yo esperaba un poco más abajo, frotándome el brazo para ayudar a la sangre a circular. Por fin, Potter se sacó del bolsillo un gran aro de metal del que colgaban al menos una docena de llaves. Acertó a la primera. Potter tiró de la puerta hacia adentro, dando paso a una ráfaga de aire, y desapareció al otro lado mientras yo me preguntaba por qué no entraría la luz del día. Pronto supe la respuesta.

El espacio oscuro al que accedimos era mayor, mucho mayor, que los túneles del metro y estaba dominado por unas inmensas formas monolíticas. Cuando la luz de la lámpara de Potter iluminó la más próxima, vi que se trataba de vagones de tranvía. El lugar al que habíamos accedido era un inmenso túnel, una especie de pasaje subterráneo bajo las calles de Londres. Lo primero que pensé es que esos vagones también estarían llenos de cadáveres putrefactos.

Sobre nuestras cabezas, un ligero resplandor de luz solar atravesaba lo que supuse serían conductos de ventilación en el techo y, al fondo del túnel, se apreciaba la tenue luz grisácea de la rampa de acceso. A medida que nuestros ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, empezamos a distinguir otras formas: pequeños bultos amontonados en el suelo, cientos de ellos, esparcidos sobre la calzada y entre los raíles. No hacía falta mucha imaginación para adivinar que eran los cadáveres de las personas que habían sucumbido aquí, y que entre ellos estarían los trabajadores del Comité de Protección Civil Antiaérea que Potter había sacado del búnker.

Stern y las dos chicas estaban quietos como estatuas. Una de las chicas, creo que fue Muriel, empezó a llorar. El espectáculo que nos rodeaba no era comparable al que habíamos presenciado en los túneles del metro, pero la quietud que nos envolvía debió de remover algo escondido en lo más profundo de sus conciencias. Puede que fuera el pesar, o el terror, o una mezcla opresiva de emociones encontradas lo que los obligaba a permanecer en el sitio, desconcertados, desconsolados. Supongo que la posibilidad de reflexionar sobre lo que los rodeaba tuvo mucho que ver con su parálisis, aunque para mí eso no era nada nuevo, ni tampoco para el vigilante.

Su gruesa voz rompió el silencio.

—Es una tumba tan buena como cualquier otra —dijo sin demostrar ninguna piedad, sin ningún remordimiento. De hecho, la única emoción que transmitía su voz era una especie de vacío sepulcral provocado por los altos techos abovedados—. Recé una oración por sus almas —continuó diciendo Potter—. Y supongo que eso es más de lo que han tenido la mayoría de las víctimas de la Muerte Sanguínea.

—Salgamos de aquí lo antes posible —pidió Muriel con un tono de voz sorprendentemente tranquilo. A pesar de la oscuridad, pude ver el brillo de las lágrimas que caían por sus mejillas.

Cissie, en cambio, canalizó su pesar convirtiéndolo en ira.

—¡Y que lo digas! ¡Aquí no hay quien respire! —Miró hacia la rampa de acceso y dio un paso decidido hacia adelante. Yo la cogí del brazo.

—No podemos salir por ahí. Esa salida está demasiado cerca de la estación de Holborn. —Si, como creía, la rampa era el acceso septentrional a este pasaje subterráneo, debía de estar demasiado cerca de la boca de metro por la que habíamos huido—. Los Camisas Negras pueden haber dejado a alguien haciendo guardia en la boca de metro por si se nos ocurriera volver a salir por el mismo sitio que entramos —le expliqué a Cissie mientras ella intentaba liberarse de mi mano.

—Tiene razón —me apoyó Stern—. Es muy posible que nos estén esperando.

Cissie dejó de forcejear conmigo y miró hacia la opresiva oscuridad que parecía continuar eternamente en la otra dirección.

—Un momento —dijo con cautela—. ¿No estaréis pensando en…?

—No tenemos otra elección —contesté yo. No era la primera vez que le decía algo parecido. Cuando seguí su mirada hacia la impenetrable oscuridad que se extendía ante nosotros, supe que la pesadilla aún no había acabado, ni mucho menos.

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