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Capítulo 6

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Así que nos adentramos en una nueva pesadilla, avanzando en fila india, intentando no fijarnos en lo que iluminaba la luz de la lámpara de Potter. El vigilante abría el camino, avanzando por la estrecha acera que había junto al muro. Cada cierto tiempo teníamos que evitar pequeños montones de ropa que se habían convertido en mortajas de sus antiguos dueños. Pasamos junto a varias puertas, pero ninguno de nosotros sentía la menor curiosidad por saber qué había al otro lado. Habíamos alcanzado un estado de cansancio en el que no había sitio para la curiosidad; lo único que queríamos era llegar al final de ese maldito paso subterráneo. Si Potter sabía lo que había detrás de las puertas, desde luego no dijo nada. De hecho, nuestro salvador parecía sumido en un estado de ensimismamiento malhumorado desde que habíamos emprendido la marcha; supongo que sería su manera de hacernos saber que nuestra compañía ya no le era grata. A decir verdad, si por él fuera, habría roto nuestra sociedad ahí mismo. Ya había hecho suficiente por nosotros y lo único que deseaba ahora era salir al exterior por el acceso más cercano. Nos había asegurado que podría hacerlo sin que lo vieran los Camisas Negras, pero yo no estaba dispuesto a asumir ese riesgo. Por lo que esos matones sabían, o estábamos muertos o estábamos atrapados en los túneles del metro, y yo no tenía intención de permitir que nadie los sacara de su error. Además, si lo atrapaban, Potter podría decirles demasiadas cosas sobre mí y, en cualquier caso, siempre nos sería más útil como guía. De hecho, tuve que apretarle el cañón del Colt contra la tripa para convencerlo de que lo que más le convenía era quedarse con nosotros un poco más de tiempo.

Pasamos junto a numerosos tranvías con su carga de muertos y no tardamos mucho en darnos cuenta de que era mejor no mirar dentro. Por extraño que parezca, nos sentíamos como si fueran los cadáveres los que nos estaban mirando a nosotros, nos sentíamos como intrusos en un purgatorio privado, en una especie de limbo donde los pasajeros esperaban a que los tranvías volvieran a arrancar para continuar su viaje hacia el olvido. Sí, es verdad; puede que en alguna ocasión desviáramos la mirada hacia un esqueleto con el brazo colgando por la ventanilla de un vagón, o hacia alguna de las calaveras que nos miraban fijamente con sus cuencas vacías, pero hicimos todo lo posible por mantener los ojos fijos en la luz de la lámpara de Potter, como si fuéramos peregrinos siguiendo una luz celestial.

Ya llevábamos bastante tiempo andando cuando empezamos a observar unas sombras moviéndose al otro lado del túnel. Fue el alemán quien hizo que nos detuviéramos levantando un brazo y señalando hacia las sombras. Al frente del grupo, Potter todavía dio un par de pasos más antes de darse cuenta de que nos habíamos detenido. Al ver hacia dónde señalaba Stern, levantó la lámpara, extendiendo el brazo en esa dirección, y unas diminutas luces amarillas brillaron en la distancia.

—¿Qué son esas luces? —susurró Muriel a mi lado. Las luces también habían dejado de moverse y creo que Muriel tenía miedo de que volvieran a hacerlo si hablaba demasiado alto.

Yo ya había adivinado lo que eran, pero fue Stern quien lo dijo.

—Perros. He visto manadas como éstas merodeando por las ruinas de Berlín, compitiendo por cualquier pedazo de carne que pudieran encontrar entre los escombros de la ciudad bombardeada. A veces, hasta se volvían contra los más débiles de la manada y los devoraban. —De nuevo ese maldito acento suyo—. Hasta los he visto atacar a un niño. Si esos animales están hambrientos, pueden ser muy peligrosos.

Lo miré fijamente durante unos segundos antes de volver a concentrarme en las esferas amarillas que brillaban como lunas gemelas en un cielo de terciopelo negro.

Potter encendió la linterna que había usado en el túnel del metro y apuntó el potente haz de luz hacia la manada. Al principio, los perros permanecieron quietos en el resplandor blanco. Eran el montón de huesos y pellejo más penoso que había visto nunca. Lentamente, empezaron a moverse de un lado a otro, con las cabezas bajas, el pelaje seco y enmarañado, mirándonos con ojos llenos de agresividad, abriendo las fauces para enseñarnos sus amarillentos colmillos.

Tal vez hubiera otros escondidos entre las sombras, o detrás de algún vagón cercano, pero yo conté siete. El que estaba más cerca de nosotros empezó a mover la cabeza de un lado a otro, cada vez más cerca del suelo, y un sonido ronco salió de su garganta. Estaba claro que no se alegraba de vernos y, teniendo en cuenta lo que la especie humana había hecho con el mundo, no podía culparlo por ello. Otro perro empezó a gruñir, pero, en vez de mover la cabeza, éste frunció el hocico y nos enseñó su descolorida dentadura. Su gruñido fue bajando de tono mientras una gruesa baba empezaba a caerle de la boca. Pero lo que realmente me preocupó fue el líquido espumoso que tenía entre las fauces.

Además de hambrientos, esos animales estaban enfermos. Los huesos les sobresalían como herramientas de hierro en una bolsa de tela; prefería no pensar en lo que les había servido de alimento durante todo este tiempo. La locura se reflejaba nítidamente en sus ojos.

—Sigamos adelante —les sugerí a los demás, intentando parecer tranquilo, mientras apuntaba a la manada con la pistola—. Avanzad despacio, sin movimientos bruscos. No hagáis ruido, ni corráis. Es mejor no excitarlos.

Seguimos avanzando. Igual que antes, Potter abría el camino. Yo lo cerraba, andando de medio lado, sin apartar el Colt de los perros, que se iban sumergiendo paulatinamente en las sombras a medida que la luz de la lámpara del vigilante se alejaba. El primer perro volvió a aparecer en la luz, mirándome con ojos enloquecidos. ¿Sería el hambre lo que lo hacía salivar de esa manera? ¿O era simplemente la locura que se había apoderado de él? El perro emitió un largo gemido y otro perro apareció a su lado, con el pelo erizado y las orejas erguidas. Un tercer perro se adelantó a los dos primeros y avanzó hasta el centro del túnel. Se sentó un momento, como si quisiera medirme con la mirada, y se acercó un par de pasos más. Aunque tenía el mismo aspecto enfermizo que sus dos compañeros, era más atrevido. De hecho, no parecía tenerme ningún miedo. Siguió avanzando, acechándome, hasta que apenas nos separaban un par de metros.

Entre las sombras, el resto de la manada también se estaba acercando. Quizá sólo quisieran ver el espectáculo de cerca, o quizá estuvieran reuniendo el coraje necesario para atacar. Oí más pasos acolchados, todavía silenciosos, aunque cada vez más prestos. Al mirar hacia la izquierda, vi a un perro en la puerta de un vagón, a poco más de un metro de distancia.

A esas alturas, yo ya estaba andando de espaldas con el brazo de la pistola extendido. Los demás me estaban dejando atrás, y con ellos también me estaba abandonando el círculo de luz que dibujaba la lámpara de Potter, que hasta entonces me había servido de escudo contra los perros. Cada vez que daba un paso hacia atrás, el jefe de la manada daba un paso hacia adelante.

Yo ya me había encontrado con manadas como éstas en la ciudad. Eran grupos de criaturas muertas de hambre a las que las circunstancias habían vuelto locas. En más de una ocasión, había sido

Cagney quien los había hecho huir, manteniendo el terreno, sin dar un solo paso atrás, dispuesto a atacar al primer perro, aunque no tuviera ninguna posibilidad de vencer a toda la manada. Realmente, comparado con estos compañeros de jungla,

Cagney estaba en bastante buena forma, así que una serie de feroces ladridos y un par de amenazantes embestidas solían bastar para hacerlos huir. No puedo decir que fuera más valiente que los otros perros, porque muchas de esas criaturas salvajes tenían ese valor ciego que nace de la desesperación, pero, realmente,

Cagney solía comportarse con bastante arrogancia. Y no lo hacía por estar conmigo, porque él tuviera un humano y ellos no. No, creo que siempre había sido así.

Yo había visto a

Cagney por primera vez un año y algunos meses después de que cayeran las primeras bombas V2. Llevaba toda la mañana trabajando en el huerto que tenía en un patio trasero en medio de la ciudad, una de esas pequeñas extensiones de tierra que se empleaban para plantar frutales y verduras y que durante la guerra se habían convertido en una fuente indispensable de alimentos. Después de la guerra, la comida enlatada se había convertido en la base de mi dieta, pero necesitaba comer verduras frescas si no quería caer enfermo. Yo estaba hirviendo unas salchichas en una hoguera al aire libre y, al agacharme para ver cómo iban, lo vi observándome sentado entre los escombros que había al otro lado de la calle.

Puede que ese día me sintiera más solo de lo normal. Realmente, desde que habían caído los cohetes de la Muerte Sanguínea no había tenido lo que se dice una gran vida social. Al contrario, evitaba a los locos que merodeaban por la ciudad, consciente de que la poca gente normal que quedaba viva había abandonado Londres por miedo a las posibles epidemias, o tal vez simplemente para alejarse de todos esos cadáveres. Aun así, debí de ver algo especial en ese chucho. Había multitud de perros vagabundos, y no sólo perros: gatos, gallinas —por desgracia para ellas, no duraban mucho cuando se cruzaban conmigo—, cerdos —lo mismo que las gallinas cuando conseguía cogerlos— y caballos. En una ocasión, hasta vi un par de vacas paseando por el centro de Londres. Pero, además de liberar a los caballos de sus arneses, de librar de su sufrimiento a las criaturas heridas con las que me topaba y de matar a las que podían servirme de alimento, como las gallinas y los cerdos, no había prestado demasiada atención a los demás animales y, por lo general, ellos tampoco me la prestaban a mí. Eso sí, el día en que vi un leopardo merodeando por Regent Street, me aseguré de que él no me viera a mí. Como dije antes, el zoo de Londres había evacuado a la mayoría de los animales peligrosos, e incluso había sacrificado a algunos de ellos, así que no tengo ni idea de dónde pudo haber salido ese gato, y sigo sin tenerla.

Como decía, sin duda me sentía más solo de lo normal, porque llamé al perro. Pero él parecía desconfiar de mí. Aunque levantó una oreja y ladeó la cabeza, no se movió del sitio. Supongo que a partir de ese momento se convirtió en una especie de juego, en un desafío; yo y las salchichas contra la naturaleza precavida del perro. Desde luego, parecía bastante interesado, ahí, agachado entre las zarzas y las plantas silvestres que le daban un poco de color a los escombros. Por supuesto, más que en mí, en lo que realmente estaba interesado era en el olor de la comida. A esas alturas, todos los animales que habían sobrevivido al holocausto se habían «desacostumbrado» a los humanos. Desconfiaban de nosotros, o al menos de mí, como si sospecharan que nosotros éramos los responsables del desastre. ¿Quién podía culparlos por ello? Pero el estómago de este perro de pelo rojizo parecía dispuesto a perdonar cualquier pecado. Aunque mantenía las distancias, no dejaba de olisquear el aire con una pata levantada, como si quisiera dar el primer paso en nuestro acercamiento. Entonces sucedió algo muy extraño.

Era un día cálido, creo que de mayo. El invierno de 1946 había sido muy duro, aunque no fue nada comparado con el de 1947. La mayoría de los huertos habían quedado arruinados, y muchos de los animales más débiles habían perecido de inanición. Estaba claro que ese chucho tenía que haberlo pasado muy mal, pues se le notaban todas las costillas. Realmente, estaba demacrado. Cuando saqué una salchicha humeante del fuego, su interés creció de manera notable y, cuando empecé a pasármela de una mano a otra para no quemarme, esa tímida pata levantada tocó el suelo, dando el primer paso hacia mí. Yo sonreí satisfecho, pero la sonrisa se me congeló en los labios cuando una horrible criatura negra cayó del cielo y aterrizó sobre el lomo del perro.

Aunque no había ni una sola nube en el cielo, ni yo ni el perro vimos al enorme pájaro hasta que fue demasiado tarde. Era un maldito cuervo, con garras como garfios y un largo y poderoso pico negro, afilado como un cuchillo. Clavó las garras en el lomo del pobre chucho y le picoteó la cabeza. El perro aulló, pero no se rindió. Al contrario, empezó a dar vueltas sobre sí mismo, retorciéndose para tratar de morder al pájaro. Pero la sangre ya le empezaba a correr por el lomo herido, y el pobre chucho aullaba de dolor entre ladridos.

A mi lado, apoyado contra un pequeño cobertizo, tenía un rifle Lee Enfieldde alta precisión que había encontrado en unos barracones militares. Resultaba muy útil cuando encontraba un cerdo, o una gallina. Pero, antes de que pudiera coger el rifle, otros tres cuervos ya se habían sumado al ataque contra el perro.

¿De dónde diablos habrían salido? ¿Y por qué la habrían tomado con ese pobre chucho? Respiré hondo y expulsé el aire mientras apuntaba a uno de los recién llegados con la mira telescópica, pues si disparaba contra el primero lo más probable era que también hiriese al perro. De hecho, el pájaro le tenía cogida una pata con el pico y no dejaba de tirar y de retorcer el cuello, intentando tumbar a su presa. Mientras tanto, sus compañeros aprovechaban la menor ocasión para descender sobre la víctima y darle un picotazo. Apreté el gatillo con suavidad y sentí cómo la culata del rifle retrocedía contra mi hombro.

El pájaro al que había apuntado cayó sobre los escombros sin hacer un solo ruido y uno de sus compañeros remontó el vuelo, graznando algún tipo de señal de aviso mientras se alejaba. Pero los otros dos pájaros estaban demasiado concentrados en su trabajo para hacerle caso.

A esas alturas, la víctima estaba rodando por el suelo en un intento desesperado por liberarse del primer cuervo. Había dejado de aullar y ahora se limitaba a lanzar dentelladas y a gruñir. Desde luego, ese perro delgaducho tenía agallas, aunque necesitaba toda la ayuda que yo le pudiera prestar.

Mi siguiente disparo encontró un ala y llenó el aire de plumas negras, aturdiendo al pájaro, pero sin herirlo de gravedad. Durante unos segundos, cojeó, saltando en círculos. Fue entonces cuando me fijé en el tamaño de esos pájaros. No eran cuervos comunes: eran los gigantes de la especie. Siempre había pensado que esas criaturas vivían en las montañas y en los páramos, o en los acantilados de la costa, pero supongo que realmente no debería haberme sorprendido verlos ahí: nada era igual después de la Muerte Sanguínea. Quién sabe, tal vez todos los mamíferos pequeños, todas las ranas, las lagartijas e incluso las ovejas muertas de las que solían alimentarse estos pájaros hubieran desaparecido de sus territorios naturales. Y entonces me acordé de que ya había visto pájaros como éstos en Londres antes de que cayeran los últimos cohetes, aunque no conseguía recordar dónde.

Volví a apuntar y, con el nuevo disparo, le arranqué la cabeza al pájaro herido.

Sólo quedaba uno, pero ése iba a ser el disparo más complicado. Me acerqué hasta el borde de la calle.

Aunque seguía defendiéndose como un valiente, el perro se estaba llevando la peor parte. Me arrodillé en los adoquines, me rodeé el brazo derecho con la correa del rifle y apunté, consciente de que no iba a ser fácil dar en el blanco. Pero, qué demonios, al fin y al cabo, si le daba al chucho, al menos le proporcionaría una muerte más rápida. Sin esperar más, apreté el gatillo.

Fue un tiro perfecto. La bala le dio justo en el pecho. Aun así, el pájaro aleteó de forma enloquecida durante unos segundos antes de caer muerto. Pero, al parecer, eso no le bastaba al perro. Saltó sobre el pájaro, le partió el cuello y empezó a arrastrarlo por el suelo, agitándolo como si fuera una muñeca de trapo y lanzándolo al aire una y otra vez. Por fin retrocedió un par de pasos y se tumbó en el suelo, exhausto, con el hocico apoyado sobre las patas, para observar lo que quedaba del pájaro.

Dejé el rifle en el suelo y me acerqué al perro, pero, al verme, él se levantó y empezó a retroceder. Al detenerme, el chucho volvió a tumbarse, aunque esa vez, en vez de mirar el cadáver lleno de plumas, me miró a mí. Yo decidí volver junto a la hoguera, pero supongo que el aroma de esas salchichas hervidas era demasiado tentador porque, cuando miré hacia atrás, el perro estaba de pie en medio de la calle, cubierto de sangre pero invicto, olfateando el aire. Lancé una salchicha a un par de pasos de él y empecé a comerme otra. Cuando volví a mirar, el trozo de carne había desaparecido.

El proceso duró bastante tiempo. Fui lanzando un trozo de carne tras otro, cada uno un poco más cerca que el anterior, hasta que el famélico animal se sentó justo al otro lado de la hoguera y nos acabamos juntos las salchichas. Después, lo llevé a la casa más cercana y le lavé las heridas; había agua de sobra en esa manzana, aunque en otras partes de la ciudad las bombas o el hielo habían reventado las cañerías. El chucho tenía el cuerpo lleno de cicatrices viejas, así que supuse que la lucha por la supervivencia no había sido fácil para él.

Y así es como nos conocimos. Con el tiempo, empecé a llamarlo

Cagney por su pelaje rojo y por su actitud, inequívocamente chulesca.

Cagney era un cruce entre un perro labrador y Dios sabe qué. Tenía una personalidad muy marcada y en ningún momento renunció a su independencia.

Sólo estaba conmigo cuando le apetecía. Desaparecía durante días, a veces incluso semanas, pero siempre me volvía a encontrar en alguna de las guaridas que yo tenía en la ciudad. Supongo que nos hacíamos compañía y, aunque yo me podía poner bastante pesado cuando me emborrachaba, él nunca parecía tomárselo a mal. En cambio, cuando me daba por el lado sentimental y derramaba alguna lágrima compadeciéndome de mí mismo, él siempre se alejaba para que yo no tuviera que avergonzarme. Yo no conocía su pasado, ni él tampoco el mío. Es más, no solíamos demostrarnos nuestro mutuo cariño; supongo que por miedo a que en cualquier momento el otro pudiera desaparecer. Desde luego, ahora hubiera agradecido su presencia en este túnel, mientras la manada de perros sarnosos y babeantes se cernía sobre mí en la oscuridad.

—Hoke, ¿estás bien? —Al menos Cissie no se había olvidado de mí. Al oír su voz, los perros parecieron vacilar un instante.

—Sigue andando —le aconsejé a la chica.

Siguiendo mi propio consejo, al cabo de unos segundos me reuní con los demás. Ellos me esperaban tapándose los oídos.

¿Los perros? Ah, sí, los perros. Le acababa de pegar dos tiros en la cabeza al primero, al que parecía ser el jefe de la manada. Siguiendo los sabios consejos de mi viejo instructor, había seguido el primer disparo con otro, inmediatamente después, para evitar cualquier posible sorpresa. Con un rifle eso no habría sido necesario, pero una pistola es menos potente, así que uno nunca puede estar seguro de si la primera bala ha infligido el daño suficiente.

El perro había caído muerto sin un solo movimiento, sin una sola queja, mientras el resto de la manada desaparecía en la oscuridad, huyendo de esos dos truenos ensordecedores que seguían retumbando en el túnel. Sabía que volverían, que no tardarían en hacerlo, pues les esperaba una comida caliente: el viejo jefe de la manada.

Los disparos seguían retumbando dentro mis oídos y, aunque vi cómo se movía la boca de Cissie, no oí nada de lo que dijo. De repente, el potente foco de la linterna de Potter me alumbró la cara; no sólo no oía nada, sino que, además, estaba ciego.

Protegiéndome los ojos con una mano, le dije que apartara la linterna.

Aunque él tampoco pudiera oír nada, debió captar la idea por mis gestos. La luz desapareció, y volvimos a quedar envueltos en el suave resplandor de la lámpara. Cuando alcancé a Muriel, ya podía oír de nuevo.

—Esos perros nunca se habrían atrevido a atacarnos —dijo con sus perfectos modales de señorita de alta alcurnia.

—Ya nada es como antes —repliqué—. Ya no nos podemos fiar ni de los animales. La mayoría se han vuelto salvajes y además están hambrientos.

Cissie se estaba tirando de una oreja.

—Podrías haber avisado antes de disparar —me reprochó.

—Sí, claro. La próxima vez te lo notificaré por escrito.

Pasé al lado de las chicas, le quité la linterna a Potter, la encendí y seguí avanzando. Me daba igual si me seguían o no. Lo único que quería era salir de ahí y volver a respirar aire fresco.

Al poco tiempo, empecé a pasar junto a todo tipo de vehículos, coches y camiones, taxis, bicicletas, incluso una silla de ruedas, cuyos conductores y pasajeros habían pensado que estarían a salvo bajo tierra, igual que todas esas personas que habían muerto en los túneles del metro. Pero se habían equivocado. Todos nos habíamos equivocado. Cada maldito cretino que había pensado que el «bien» siempre acababa venciendo sobre el «mal», cada maldito idiota que se había alistado para demostrarlo, se había equivocado. No pude evitar preguntarme una vez más cómo podía encajar todo eso con la idea de un Dios «benévolo».

Seguí adelante, cojeando cada vez más, pues el agotamiento, tanto mental como físico, multiplicaba el efecto de mis heridas. Seguía sin importarme que los demás me siguieran o no. Lo único que quería era alcanzar la luz del día antes de que mis piernas se dieran por vencidas. Y, poco a poco, fui dejando la mente en blanco, cerrando el paso a cualquier pensamiento que no fuera llegar al otro extremo del túnel.

Llegar al otro extremo del túnel, y cómo y cuándo iba a matar al alemán.

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