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Capítulo 9

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—¿Sabe qué le ocurrió a Winston Churchill? —preguntó el alemán. Observé que su manera de decir «Vinston» molestó tanto a Potter como me molestó a mí. El viejo vigilante le lanzó una mirada llena de ira y levantó su vaso vacío en un brindis.

—Por el viejo Winnie —dijo y después bajó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro—. Dicen que se saltó la tapa de los sesos. El pobre hombre no pudo aguantar la catástrofe final. Se había dejado la piel para ganar la guerra y, cuando por fin parecía que lo había conseguido, Hitler lo venció con su arma secreta.

Todos permanecimos en silencio. A Cissie le caían lágrimas por las mejillas y Muriel se tapaba la cara con las manos. Potter se levantó para coger otra botella de

whisky. Stern permaneció sentado, sin demostrar ninguna emoción, y yo me limité a servirme otro Jack Daniel’s.

¿Tendría límite el sufrimiento? Durante los últimos años, yo había pensado mucho en la muerte, en la gente que había perdido, en las personas importantes y en la gente normal, en mis amigos, en mis conocidos, en los compañeros del colegio y en los grandes pilotos junto a los que había volado. Uno nunca se olvida de ciertas cosas, pero la memoria tiene un límite, o por lo menos las emociones que acompañan a la memoria. Con el paso del tiempo, los sentimientos se apagan porque el alma no puede aguantar tanto dolor. Y, al final, uno se queda como entumecido. Aunque tienen que pasar meses, incluso años, antes de que eso empiece a ocurrir, antes de que uno empiece a sentirse un poco normal, antes de que pueda volver a pensar. En mi caso, sólo había tenido dos personas a las que llorar. Mis padres habían muerto antes de que empezara la guerra: mi madre, de cáncer en 1938, y mi padre, al poco tiempo, en 1939, de una enfermedad cardíaca. Tampoco tenía hermanos, y el resto de mis familiares eran demasiado lejanos para que su desaparición me afectara, así que la Muerte Sanguínea sólo pudo arrancarme a dos seres queridos.

Volví a fijarme en los demás. Seguían sin reaccionar. Las chicas habían permanecido aisladas durante los peores momentos, y Potter se había creado sus propias fantasías para luchar contra los fantasmas que lo acechaban. Pero, ahora, Cissie y Muriel se enfrentaban por primera vez a la auténtica magnitud de la tragedia. En cuanto a Albert Potter, al volver a relacionarse con otras personas, debía de estar poniendo en duda sus propias fantasías. Incluso el alemán debía de tener seres queridos a los que llorar. Quién sabe, puede que incluso se sintiera algo culpable. Al fin y al cabo, habían sido sus compatriotas los que habían provocado el holocausto final y eso tenía que afectarlo, por poca conciencia que tuviera. A no ser, claro está, que sólo llorase a su Führer. Lo observé detenidamente, intentando adivinar lo que ocultaba tras ese gesto impávido, pero su expresión era inescrutable ahí sentado, bebiendo y fumando sin parar, como el resto de nosotros. Lo extraño es que no se emborrachara, aunque, esa noche, yo tampoco sucumbí ante los efectos del alcohol.

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