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Capítulo 10

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CAYENDO, CAYENDO, CAYENDO…

 

Los dos FW190 me han perseguido hasta los once mil quinientos metros, y el oxígeno es escaso a esa altitud. No tengo otra opción. Sólo así podré deshacerme de esas avispas furiosas que tengo pegadas a la cola, implacables, obstinadas, vengativas.

Habían visto cómo abatía a uno de los suyos a tres mil quinientos metros, y no les había gustado; era su compañero, con un avión más veloz que el mío, quien debería haber acabado conmigo. Me tenía en su mira, pero yo hice un rizo, me pegué a su cola y lo seguí, disparando mis metralletas, hasta que el FW 190 empezó a caer, dejando una estela de humo blanco. El piloto no saltó del avión. Yo confié en que ya estuviera muerto.

Sus dos compañeros se habían acercado a toda prisa. Se sentían insultados. Al verme, habían pensado que yo iba a ser una presa fácil. Tres contra uno. Creían que se iban a divertir a mi costa.

Cuando nivelé el avión, pensaron que me habían atrapado. Un Spitfire tendría alguna posibilidad de escapar de los Focke-Wulfs, pero mi Hurricane, con sus ocho metralletas Browning sobre las alas, es un pájaro demasiado patoso. No me quedaba más remedio que adoptar una medida desesperada. Sólo había una forma de superar a los alemanes, pero, para conseguirlo, necesitaba que me siguieran. Subí, subí, subí hacia el cielo azul, llevando el Hurricane hasta su límite. Y los Focke-Wulfs me siguieron.

Al alcanzar los once mil quinientos metros, con la cabina temblando, había nivelado el avión y había empezado a descender en picado.

Once mil metros, diez mil quinientos, diez mil. El estómago se me encoge. Gano velocidad. El mando vibra entre mis manos. No oigo los disparos, pero noto cómo las balas impactan en el ala izquierda. Sigo cayendo, cada vez más rápido. Se acaban los disparos. A los alemanes cada vez les cuesta más controlar sus aviones.

Nueve mil metros y una velocidad de seiscientos cuarenta kilómetros por hora. Ya hace mucho que he rebasado la velocidad máxima del Hurricane. Sigo cayendo, más rápido, más rápido. Todo tiembla a mi alrededor, el motor gime, las gafas se empiezan a empañar, el sudor empieza a cegarme.

Siete mil quinientos metros.

Seis mil.

Consigo volver la cabeza, pero sólo veo a uno de mis perseguidores. Además, está abandonando el descenso en picado, renunciando a la persecución. ¿Dónde está su compañero? No veo el otro Focke-Wulf. Tengo que presuponer que sigue pegado a mi cola.

Cinco mil quinientos, cinco mil.

Demasiado rápido. ¡Dios mío! Demasiado rápido. Me quito las gafas y miro el cuadro de mandos. No lo puedo creer. Miro la aguja del indicador de velocidad. No es posible. Casi mil kilómetros por hora. Nadie me va a creer. Si es que sobrevivo para contarlo.

Y entonces ocurre. Lo llaman compresibilidad. Es cuando todo deja de funcionar como debiera. El avión está fuera de control. Los mandos ya no responden.

Dios mío, tres mil quinientos metros.

Intento nivelar el Hurricane, pero el avión no me obedece. Tiro con todas mis fuerzas, pero el avión no sale de su descenso en picado. ¡Dios mío!

Dos mil quinientos metros.

Dos mil.

Mil quinientos.

Ya está. Todo va a acabar. La presión me aprieta contra el asiento. Es imposible saltar de la cabina. Pero no me doy por vencido. Tengo demasiadas cosas que hacer antes de morir. Sigo tirando.

Mil trescientos.

Empiezo a rezar. Empiezo a gritar.

Todo se vuelve blanco, como si el avión estuviera en el centro de una explosión…

Y desperté. Gracias a Dios, me desperté. Me senté en la cama, sudando, con los brazos y las piernas temblando. Pero no era el sueño lo que me había despertado. Volvieron a llamar a la puerta.

La luz de la luna inundaba la

suite, bañando de blanco las paredes, los muebles, las sábanas arrugadas… No me moví de la cama. Seguía aturdido por el sueño, medio dormido. Aunque, realmente, no se trataba de un sueño, sino de un recuerdo. En el último momento, había conseguido enderezar el avión, rozando las copas de los árboles. El FW 190 que me perseguía no había tenido tanta suerte; se había estrellado contra los árboles y había estallado en una enorme bola de fuego. Ahí, sentado en la luz fantasmal de la luna, me imaginé la cara del piloto alemán cuando estaba a punto de estrellarse. Se parecía a Wilhelm Stern. Ese día, hacía casi siete años, había tenido la suerte de que mi escuadrón no anduviera lejos. El jefe de escuadrón había acudido en mi ayuda con otros dos Hurricanes, espantando al otro Focke-Wulf al mismo tiempo que me echaba una bronca tremenda por radio por haberme apartado de la formación. No era la primera vez que sufría esa pesadilla, aunque no era la única. Tenía todo un repertorio de pesadillas que interrumpían mi sueño cada noche, sin importar que estuviera sobrio o borracho.

Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con un poco más de urgencia, como si quienquiera que estuviese llamando se empezara a impacientar. El picaporte se movió pero la puerta no se abrió; siempre cerraba la puerta con llave.

Aparté las sábanas, me levanté y me puse los pantalones. Después me acerqué a la mesilla de noche, cogí el Colt y monté el percutor. Con el dedo índice acariciando el gatillo, me acerqué a la puerta, apuntando hacia el techo.

Como si presintiera mi presencia, una voz de mujer habló al otro lado de la puerta.

—Hoke… Abre, por favor.

Giré la llave y entorné la puerta. Sólo vi una silueta en el pasillo.

—Por favor —insistió la voz, y me di cuenta de que la chica estaba a punto de ponerse a llorar.

Abrí la puerta y me aparté. Muriel entró en la habitación. En cuanto volví a cerrar la puerta y me di la vuelta, ella se abrazó a mí; estaba temblando a pesar del calor.

Al principio me resistí, impasible, con la mano que sujetaba la pistola en alto y la palma de la otra mano vacilando a escasos centímetros de la espalda de Muriel. Pero después olí su perfume y recordé lo dulce que era el abrazo de una mujer. Le rodeé la espalda con la mano y apreté su cuerpo contra el mío mientras bajaba la pistola. Respiré el fresco aroma de su cabello recién lavado y me dejé envolver por la fragancia de su piel, de su cuello, de sus pechos y por el rastro de vino que aún cubría sus labios. Algo en mi interior se liberó, algo que me había estado oprimiendo el pecho. Cerré los ojos y seguí abrazándola. La cabeza me daba vueltas.

Hacía tanto tiempo, tantísimo tiempo…

Pero la insensibilidad se volvió a apoderar de mí y me sumí otra vez en ese estado de entumecimiento, de rechazo a los sentimientos, que era mi única defensa contra el sufrimiento. Negué las emociones que brotaban dentro de mí y me separé de Muriel. La luz fantasmal de la luna se reflejó en las lágrimas que corrían por sus mejillas, cubriendo su rostro confuso.

—Abrázame —me rogó en un susurro.

Yo no podía, no quería. Sabía que, si volvía a abrazarla, perdería aquello que me había permitido sobrevivir durante estos tres larguísimos años: la indiferencia que me servía de armadura. No quería volver a ser vulnerable.

Pero sus hombros desnudos seguían temblando y la luz de luna se reflejaba en la ligera combinación de seda que la cubría y en sus lágrimas, haciéndolas brillar como si fueran pequeños cristales.

—Estoy tan asustada… —dijo ella al tiempo que bajaba la cabeza.

No hizo falta nada más para convencerme. Cedí. No me pude resistir.

Su llanto humedeció mi pecho desnudo mientras su cuerpo se estremecía apretado contra el mío.

—Tranquilízate —le dije, sin encontrar otras palabras con las que reconfortarla—. Aquí estamos seguros.

—Los he visto, Hoke —me dijo—. Eran tantos…

—¿Quiénes? ¿A quiénes has visto?

Muriel levantó la cabeza y volvió a mirarme a los ojos.

—He visto sus espíritus, las almas de toda esa gente que murió en el hotel. He visto sus fantasmas deambulando por los pasillos, por las escaleras… Eran almas perdidas, sin ningún sitio adonde ir. Ha sido horrible, Hoke. Me dan tanta lástima… ¡Y tanto miedo!

—Te dije que no salieras de la habitación. —Intenté parecer enfadado, pero realmente no lo estaba. La verdad es que sólo intentaba evadirme. No quería escuchar lo que me estaba diciendo; los recuerdos ya eran lo suficientemente desagradables sin su ayuda.

—No pude evitarlo. Tenía que salir. Necesitaba volver a ver el hotel. No sé, puede que para revivir tiempos mejores. ¿Lo entiendes?

Yo moví la cabeza de un lado a otro.

—Ha sido una tontería.

Pero ella no me escuchaba.

—Fui hasta la escalinata del vestíbulo principal. Al principio no eran más que sombras, movimientos en la oscuridad. Pero después empezaron a salir, muy despacio, como si mis ojos los ayudaran a cobrar forma. Estaban por todas partes, flotando, deambulando solos, como si no fueran conscientes de la presencia de los demás. Incluso los que estaban juntos, como esas mujeres tan elegantes, con sus vestidos de noche, cogidas del brazo de sus parejas, no parecían ver a los otros. Pero la angustia que se reflejaba en sus ojos, el sufrimiento que expresaba su rostro… —Muriel volvió a apoyar la cabeza sobre mi pecho—. ¿Crees que me lo habré imaginado todo, Hoke, o de verdad están ahí?

—Has tenido una pesadilla —le dije mientras la estrechaba contra mi cuerpo, intentando no tocarla con la pistola que seguía sujetando en la mano.

—Pero ¡si no estaba dormida! —susurró ella.

—Entonces, serían imaginaciones tuyas. Es normal. La visión de todos esos cadáveres tiene que haberte causado una gran impresión. Créeme, Muriel, es sólo eso. A mí también me pasaba al principio. Tú, Cissie, Albert Potter, el alemán y yo somos los únicos seres vivos que hay en este hotel.

—No he dicho que estuvieran vivos…

—Los fantasmas no existen. —Lo dije de forma tan tajante que la asusté—. Los muertos están muertos. Todo lo demás son fantasías. ¿Lo entiendes, Muriel? ¿Lo entiendes?

Le apreté el brazo con tanta fuerza que ella hizo una mueca de dolor e intentó zafarse.

—Perdona, perdona. Lo siento —me disculpé, intentando calmarla al tiempo que me enfadaba conmigo mismo por haberme dejado influir por sus locuras—. Tranquilízate. Intenta deshacerte de esas ideas. Los fantasmas desaparecerán con el tiempo, te lo prometo. Desaparecerán para siempre.

Muriel se relajó y volvió a apoyarse en mí, con los brazos caídos y el peso de su cuerpo apoyado contra mi pecho. Dejé que llorara mientras le acariciaba el pelo con la mano. Hasta que sentí la firmeza de sus pequeños pechos a través de la fina combinación de seda, y una urgencia que hacía mucho tiempo que no sentía se apoderó de mi cuerpo. Luché contra mis sentimientos, contra el deseo, consciente de que aquél no era ni el momento ni el lugar apropiado y temeroso, a la vez, de que ella pudiera rechazarme.

Muriel dejó de llorar y su cuerpo volvió a ponerse en tensión, como si se hubiera dado cuenta de mi lucha interior. Pero no se apartó, y el contacto entre nuestros cuerpos adquirió una nueva intensidad. El aire estaba cargado de energía. Era como si se estuviera formando una tormenta eléctrica en la habitación, pero donde realmente se estaba formando era en nuestros cuerpos. Y su intensidad era tal que se convirtió en una auténtica agonía. El deseo luchaba contra otras emociones, contra sentimientos y recuerdos que no se dejaban someter. La imagen apareció en mi mente con una nitidez aterradora: su cuerpo tendido sobre los escalones de piedra, el estómago abierto en canal… Intenté expulsar la imagen de mi mente, pero el horror perduraba.

—Hoke…

Ahora era yo quien estaba temblando, quien intentaba no llorar. Me di la vuelta.

Muriel me cogió de los brazos y me sacudió suavemente.

—¿Qué te pasa? —dijo.

—Nada. Estoy bien —mentí yo mientras intentaba disimular el pánico que sentía—. No me pasa nada.

—Por un momento, parecía que tú también habías visto un fantasma.

—Ya te he dicho que los fantasmas no existen.

—Entonces, ¿por qué estás tan asustado?

—No es miedo lo que siento.

—¿No?

—No.

—Entonces, ¿por qué estás temblando?

Sólo había una manera de detener sus preguntas. La besé con pasión. Con pasión y con ira.

Y ella me devolvió el beso con la misma intensidad, apretando sus labios contra los míos, como si sus anhelos también estuvieran llenos de rabia, como si ella también llevara años luchando contra un dolor feroz que crecía en su interior. Luchamos el uno contra el otro en una batalla por satisfacer nuestros propios deseos, carne contra carne, deseo contra deseo. Era una lucha que sólo podía acabar de una manera. Los dos lo sabíamos.

Muriel inclinó la cabeza hacia atrás y susurró algo. Yo la interrogué con la mirada.

—Necesito algo más —dijo ella, su voz apenas perceptible entre nuestros jadeos—. Necesito acostarme junto a ti.

Apenas vacilé, pues toda mi resistencia había sido vencida. Le limpié las lágrimas de las mejillas con el pulgar, la llevé hacia la cama y la acosté sobre las sábanas arrugadas. Ella seguía abrazada a mi cuello. Dejé la pistola sobre la mesilla de noche y respiré su aroma, no la fragancia del perfume que Muriel había encontrado en su

suite, ni tampoco el jabón con el que se había lavado el pelo, sino su aroma de mujer, el aroma de su deseo. Bajo la luz de la luna, las sábanas y su piel eran del mismo blanco inmaculado, sólo interrumpido por los suaves destellos plateados de la combinación de seda. Para entregarme al presente, necesitaba olvidar el pasado. No tardé en hacerlo. Muriel me esperaba acostada, con los brazos extendidos, una rodilla flexionada y las piernas entreabiertas. Nos necesitábamos, y eso era lo único que importaba en ese momento.

Me tendí sobre ella, apoyando la mayor parte del peso sobre un codo y observé su cara teñida de blanco por la luna. Sus ojos anhelaban pasión, pero también seguridad, algún tipo de compromiso… O al menos eso es lo que creí ver en su mirada.

Pasé los dedos por debajo del tirante de la combinación y dejé su hombro al descubierto. Después, bajé la cara hasta que nuestros labios se rozaron. Era un gesto de una suavidad deliberada, todo lo contrario que el beso pasional de hacía unos segundos. Nuestro deseo crecía, pero nuestras mentes volvían a vacilar. Nos besamos, uniendo nuestras lenguas, mojando nuestras bocas, eludiendo el momento definitivo, mientras los años de abstinencia aumentaban la tensión. Hasta que no pudimos seguir luchando contra nuestro anhelo.

Entrelazamos nuestros cuerpos y nuestros dientes chocaron, hiriéndonos los labios. Sentí un rugido en mi interior, una avalancha de descargas que invadió cada extremidad de mi cuerpo, cada centímetro de mi piel. Mi mano abandonó su hombro para encontrar sus pequeños pechos turgentes, y mis dedos se aferraron a la firmeza de sus pezones. Muriel gritó de dolor y gimió de placer.

Sus manos se deslizaron por mi cuello, acariciándome la espalda. Sus dedos buscaron mi pecho y se clavaron en mis costillas magulladas, haciéndome gritar. Apartó las manos y las posó sobre mi vientre. Yo me estremecí.

Nuestros besos compartían la misma furia, nuestros jadeos, la misma desesperación. Su lengua penetró entre mis labios y se apretó contra la mía. Le bajé la combinación hasta dejar sus pechos al descubierto y, durante unos segundos, los acaricié con la mirada. Eran como dos delicadas esferas de mármol, desnudas, sensuales. Y, entonces, tomé sus pezones entre mis labios y los chupé hasta que se alzaron húmedos y orgullosos, mientras Muriel se retorcía debajo de mí. Oí el silencioso roce de las sábanas mientras ella abría las piernas y, cuando me incorporé sobre su cuerpo, vi que la suave seda de la combinación yacía arrugada sobre sus muslos, dibujando una sombra profunda e incitante entre sus piernas. La imagen acabó con el último resquicio de resistencia, y mi cuerpo se sumergió en una espiral desenfrenada.

El pecho de Muriel subía y bajaba entre jadeos mientras su cabello enmarcaba su dulce rostro sobre la almohada. De repente, sus manos se ocuparon de mis pantalones, hasta dejarme libre, y sus dedos me rodearon y me acercaron hacia ella, provocándome una sensación tan maravillosamente inesperada que no pude evitar gritar. Me atrajo hacia ella, hacia sus muslos, cada vez más abiertos, hasta que penetré su cuerpo. Su grito fue aún más fuerte que el mío y fue convirtiéndose en un gemido a medida que yo viajaba hasta lo más profundo de su cuerpo. Era como deslizarse entre mantequilla caliente. Muriel levantó las caderas para encontrarse con las mías, tirando de mi cuerpo, sacudiéndome con furia, apremiándome a continuar en un viaje cada vez más vertiginoso que ella parecía querer que durase eternamente. Pero yo no tardé en llegar a mi destino, y nos aferramos el uno al otro mientras sus lágrimas volvían a mojarme el pecho y los hombros.

Sólo entonces nos detuvimos, mientras mis lágrimas mojaban sus cabellos. Al sentir la humedad, ella me abrazó fuertemente, pero esta vez con una ternura que nada tenía que ver con la pasión de antes. Pero ese instante de cariño y compasión no podía durar, porque nuestro deseo era demasiado imperioso, nuestra ansiedad, demasiado apremiante. De nuevo empezamos a amarnos, cada embestida más salvaje que la anterior, mientras nuestros sentidos corrían desbocados hacia ese punto de nuestros cuerpos donde nuestros jugos se mezclaban y nuestro deseo se fundía. Cuando ese caudal de energía por fin salió de mi cuerpo, enterré la cara en su hombro con un último grito y permanecí exhausto sobre ella mientras los espasmos perdían intensidad.

Lentamente, mi cuerpo se fue relajando y, por primera vez en tres años, encontré un poco de paz.

Encendí otro cigarrillo con la brasa del primero y me recosté sobre el cabecero de la cama. Las sombras habían invadido la habitación al desplazarse la luna hacia la parte alta del río, más allá de las grandes ventanas. Resultaba difícil distinguir el contorno de Muriel, tumbada a mi lado, cubierta por una sola sábana, con la mano apoyada suavemente sobre mi muslo. El aroma de la pasión consumada llenaba el lecho, un almizcle dulce y salado que resultaba excitante y tranquilizador al mismo tiempo. Recordé que Sally solía llamarlo la «fragancia del amor»; estaba convencida de que era una especie de manto invisible que envolvía a los amantes después de hacer el amor para prolongar su unión. La primera vez que me lo dijo, yo me reí con ganas. Ella se enfadó y empezó a pegarme puñetazos en el brazo, aunque al final también empezó a reír. A pesar de mis burlas, la idea me había gustado. Sí, me había parecido una idea hermosa, aunque ahora sólo aumentaba mi sentimiento de culpa.

—Hoke… —Su voz sonaba ronca—. ¿Estás bien?

En la oscuridad, sólo alcancé a ver la silueta de su pelo y un leve reflejo en sus ojos.

—Claro que estoy bien —contesté.

—Me estabas hablando de tus padres.

Al encender el segundo cigarrillo había interrumpido la corriente de mis pensamientos antes de que el aroma del sexo me resucitara el recuerdo de Sally.

—Mi madre era inglesa —continué—, aunque también tenía algo de sangre irlandesa. Se llamaba Peggy. Mi padre la conoció al venir a Inglaterra a una feria agrícola. Mi padre compraba y vendía prácticamente cualquier cosa que estuviera relacionada con la agricultura, desde maquinaria hasta fertilizantes. Había abierto un pequeño negocio en Wisconsin después de la Gran Guerra y pretendía sacarle ventaja a la competencia con las nuevas tecnologías agrícolas.

—Entonces, ¿tú eres de Wisconsin?

Yo asentí en la penumbra y añadí un pequeño «sí» en beneficio de Muriel.

—Peg, como la llamaba mi padre, trabajaba limpiando en uno de esos típicos hotelitos rurales. Cuando yo fui lo suficientemente mayor para interesarme por esas cosas, mi padre me dijo que primero se había enamorado del «brillo de sus ojos» y después de ella.

—¿Y tu madre? ¿También se enamoró a primera vista?

—Me imagino que sí, porque, ocho días después, cuando él dejó el hotel, ella se marchó con él. Se marcharon así, sin más. Pagaron la cuenta y se fueron, sin más explicaciones. Se casaron en cuanto llegaron a Wisconsin y un año después nací yo.

—¿Y ella no tuvo dudas? ¿No le dio miedo marcharse a un país nuevo, a miles de kilómetros de distancia de su familia?

—Mi madre no tenía familia. Su padre era un emigrante irlandés que no había tratado demasiado bien a su mujer. Peg era su única hija. Al morir mi abuela, cuando mi madre tenía catorce años, su padre le encontró trabajo en una lavandería y se volvió a Irlanda con la conciencia tranquila tras cumplir con su deber paternal. Según decía mi madre, lo más probable es que el alcohol acabara matándolo. A mi madre no le importaba; decía que estaba mejor sin él. Cuando se casó no sabía si su padre estaba vivo o muerto.

Muriel apoyó una mano en mi antebrazo y me lo acarició.

—Pero mi madre nunca dejó que eso le amargara la vida. Claro que no. Estaba demasiado agradecida por su nueva vida con Joseph, mi padre. Pero, aunque nunca tuvo una verdadera familia a la que echar de menos, sí añoraba Inglaterra. Nunca se cansaba de hablarme de su país y yo tampoco me cansaba de escucharla.

Sonreí al amparo de la oscuridad. Era agradable hablar sobre mis padres después de tanto tiempo y, además, eso me ayudaba a no pensar en Sally.

—¿Se arrepentía de haberse marchado de Inglaterra?

—No, eso no es lo que quería decir. Mi madre encontró la felicidad en Wisconsin, pero era inevitable que a veces echara de menos Inglaterra. Siempre me leía libros de escritores ingleses y, cuando yo tuve la edad suficiente, me animó a leerlos por mi cuenta. También hizo que me interesara por la historia de su país. Creo que de lo único que se arrepentía realmente era de no haberme podido dar una educación inglesa, de que yo no me criara a la manera británica. Aunque fuera de clase obrera, estaba muy orgullosa de las tradiciones y las costumbres de vuestro país. Su sueño era traerme aquí para enseñarme todas esas cosas de las que me había hablado tantas veces, pero el cáncer no lo permitió.

La sonrisa desapareció de mi rostro mientras me tragaba el humo del cigarrillo. Muriel seguía con la mano apoyada sobre mi brazo.

—Murió en 1938, y mi padre la siguió ocho meses después. El doctor dijo que lo había matado una enfermedad cardíaca, pero yo siempre pensé que lo que le rompió el corazón fue la muerte de mi madre o que, al menos, eso fue lo que precipitó su enfermedad. Realmente creo que no quería seguir viviendo sin ella.

Volví a sonreír. La idea de mi padre acompañando a mi madre me daba cierta tranquilidad; él nunca la hubiera dejado sola y menos aún en ese momento, cuando ella se disponía a explorar ese gran territorio desconocido que era la muerte. «Tu madre no tiene sentido de la orientación —solía decirme bromeando—. Se perdería en la peluquería si yo no estuviera ahí para ayudarla». Bueno, dondequiera que estuviera ella, seguro que mi padre la había encontrado. Y casi me alegraba de que no hubieran tenido que presenciar la tragedia que vivió el mundo después de su muerte.

—Entonces, ¿tú te quedaste solo? —La mano de Muriel me apretó el brazo.

—Estar solo no es tan malo —mentí. Estar solo era un infierno, era como emprender un lento viaje hacia la locura. Estar solo era lo peor que le podía pasar a nadie. La sonrisa volvió a desaparecer de mis labios—. A esas alturas, yo ya me había ido de casa —continué diciendo mientras luchaba por no compadecerme de mí mismo—. Vivía en Madison. Estudiaba ingeniería en la Universidad de Wisconsin. Cuando murió mi padre, su empresa iba bastante mal y mi tío, un sabelotodo que no se llevaba bien con mi padre, se ofreció a quitarme esa responsabilidad de las manos. Y, dicho y hecho, antes de que me diera cuenta, el negocio había pasado a sus manos. Aunque yo no recibiera ni un dólar a cambio, me pareció un negocio fantástico; ¿qué iba a hacer yo con un montón de deudas y la cabeza llena de problemas cuando apenas tenía dieciocho años? Que se lo quedara todo mi tío. Además, para entonces yo ya ganaba suficiente dinero participando en carreras de motocicletas y en exhibiciones aéreas.

—¿Exhibiciones aéreas?

—Vuelo acrobático y ese tipo de cosas.

—¿Con dieciocho años ya volabas?

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