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Capítulo 12

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Por fin había despejado la calle. Aquél era el último cadáver. Todos los demás estaban ocultos en los edificios. Como suele decirse, como solía decirse, ojos que no ven, corazón que no siente. Pero no era verdad. Yo seguía viéndolos en mi cabeza, desperdicios resecos, frágiles, ligeros como una cascara sin nada dentro, hundidos en las sillas, tumbados sobre las mesas, hechos un ovillo en el suelo, en las tiendas, en los restaurantes, en las oficinas, en las casas, en las fábricas, en las estaciones, en los vehículos… La lista era interminable. Pero yo no podía encargarme de todos. Como había dicho Potter, eran demasiados.

Cargué el último cadáver sobre el camión, sin prestar atención a esos ojos arrugados que parecían pasas negras sobre una boca sin carne, pero resbaló sobre la pila de cuerpos y cayó encima de mí, como si se resistiera a ser trasladado. Sus dedos esqueléticos se engancharon en mi jersey mientras volvía a empujarlo sobre el montón, pero yo estaba demasiado cansado, y demasiado curtido en esa labor, para sentir ninguna repulsión. Cuando el cadáver momificado se estabilizó sobre los demás, cogí la cazadora y el fusil que había apoyado contra la rueda trasera y me monté en el camión.

En algún momento del pasado, esa calle había sido una calle normal, con las casas habitadas y el bar de la esquina abierto al público, pero ahora los adoquines estaban llenos de hierbajos y los coches se oxidaban en la calzada. Pero lo peor de todo era el silencio. Después de tres largos y solitarios años, todavía no me había acostumbrado a esa horrible quietud, sobre todo en las calles que no habían sufrido el impacto de las bombas, en calles como aquélla, donde, a primera vista, todo parecía normal. A veces tenía la sensación de que las calles estaban… Bueno, embrujadas. Pensé en los fantasmas de Muriel y me enfadé conmigo mismo.

Cerré la puerta del camión de un portazo, tiré la chaqueta sobre el asiento del pasajero y apoyé el fusil en el suelo, cerca de mi alcance, con el cañón asomándose por la ventana abierta. Muriel estaba equivocada. La otra noche no la habían perseguido fantasmas, sino sus recuerdos. Hasta yo había creído oír voces, o risas, incluso música, mientras pasaba noches enteras en vela en ese gran mausoleo que era el Savoy. En una ocasión, incluso me había acercado a la puerta, convencido de que estaba pasando algo en el piso de debajo, pero los sonidos siempre desaparecían en cuanto abría la puerta y salía al pasillo. No eran más que falsas percepciones en la noche, sueños en los que no me había dado cuenta de que estaba dormido. Muriel no tardaría en aprender que la imaginación puede jugar muy malas pasadas cuando uno está bajo de ánimo. Y no sólo sueños normales, sino sueños llenos de ilusiones, sueños que uno anhela que se conviertan en realidad, sueños de una vida normal, de una vida como la de antes de la Muerte Sanguínea. Pero el amanecer siempre volvía a poner las cosas en su sitio.

Arranqué el camión, miré por última vez la calle desierta y me puse en marcha. Aunque estaba cansado, y un poco resacoso de la noche anterior, me mantenía alerta, siempre atento a lo inesperado. En una ocasión, algo más de un año atrás, un chiflado había saltado delante del camión que conducía por aquel entonces, un Austin de cinco toneladas, con laterales abatibles, en el que resultaba fácil cargar los cuerpos. El tipo había saltado delante del camión y se había puesto a agitar un cuchillo de carnicero mientras me dedicaba todo tipo de insultos. Supongo que debería haberme detenido, pero era pleno invierno y el tipo ese estaba completamente desnudo y… Ah, sí, ahora lo recuerdo. Debajo de su larga barba grasienta, llevaba un collar lleno de manos amputadas. Cuando se dio cuenta de que no iba a detenerme, me lanzó el cuchillo. Por suerte para mí, no tenía buena puntería y el cuchillo rompió el parabrisas en el lado del pasajero. En vista de que no parecía tener muy buenas intenciones, yo seguí avanzando, directo hacia él. Lo más sorprendente fue que ni siquiera intentó apartarse; siguió corriendo hacia adelante, gritando y agitando los puños en el aire. El camión le pasó por encima y, cuando me detuve y miré hacia atrás, vi que su cuerpo desnudo seguía retorciéndose sobre los adoquines. Me bajé del camión y, cuando llegué a su altura, el pobre hombre estaba intentando andar a cuatro patas. Y eso que tenía las dos piernas rotas. Cuando le disparé en la cabeza, no lo hice por compasión, ni tampoco con rencor. No, no tuvo nada que ver con eso. Simplemente me limité a hacer lo que hacía siempre: poner un poco de orden.

Cuando por fin dejó de moverse, añadí su cuerpo al cargamento del camión y seguí mi camino.

También había que estar atento por si se cruzaba algún gato o algún perro callejero, pero, sobre todo, por los Camisas Negras, que tenían la mala costumbre de aparecer cuando uno menos se lo esperaba. Aunque Londres era una ciudad muy grande, resultaba inevitable que nuestros caminos se cruzasen de vez en cuando. Nuestros encuentros siempre eran cortos e intensos y, eso sí, yo contaba con la ventaja de que su enfermedad había mermado considerablemente su forma física.

Ese día la temperatura era tan agradable que casi parecía mentira que esas mismas calles hubieran estado cubiertas de nieve hacía unos meses. El cielo estaba despejado, y una ligera brisa del este refrescaba el aire. Con el camión cargado hasta arriba, evité los socavones creados por las bombas, los escombros y los restos humanos, y me dirigí hacia el norte por un camino que me era de sobra conocido. En veinte minutos, llegué a mi destino.

Llevé el camión directamente hasta la rampa de acceso al interior del estadio, que en otros tiempos había llegado a albergar a más de cien mil personas en sus gradas, atravesé el túnel y entré. Pasé junto a los bidones de gasolina y las cajas de explosivos y me adentré por el corredor central, cuyos laterales estaban formados por cadáveres amontonados. Al llegar al centro, torcí por un camino más estrecho, rodeado de una pestilencia a la que casi me había acostumbrado. De vez en cuando, veía un animal moverse entre los montones de cadáveres. Antes solía perder el tiempo disparando a algún perro carroñero, pero ya hacía tiempo que había dejado de hacerlo; cuando llegara la hora, arderían junto con los cuerpos corruptos de los que se alimentaban.

No tardé en alcanzar un claro, donde la hierba había crecido y no tenía buen aspecto. Detuve el camión y permanecí unos segundos en silencio, mirando a mi alrededor. Mientras observaba las grandes montañas de cadáveres, me pregunté cuánto tiempo más podría seguir haciendo esto. Llevaba casi tres años llenando el estadio de muertos y nunca me había engañado a mí mismo; sabía que, por muchos cadáveres que amontonara, mi esfuerzo sólo tendría un valor simbólico. Al estallar la guerra, se habían construido miles de ataúdes y se habían excavado multitud de fosas comunes, pero nadie podía prever la extensión de la Muerte Sanguínea. La mayoría de los habitantes de Londres seguían en el mismo sitio donde habían caído muertos tres largos años atrás. Todos excepto éstos. Al menos los restos de estas personas tendrían su rito funerario.

No tardé mucho en depositar mi último cargamento del día. Después emprendí el camino de vuelta, dejando atrás el estadio de Wembley, un lugar que la gente solía llenar de gritos entusiasmados, pero que ahora no era más que un enorme y silencioso depósito de cadáveres.

Algún día, Wembley se convertiría en un inmenso crematorio.

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