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Capítulo 13

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Me había duchado y estaba tumbado en la cama, medio desnudo, con un vaso de

whisky apoyado en el pecho y un cigarrillo en la otra mano, cuando alguien llamó a la puerta.

—Hoke… Soy yo, Muriel. ¿Puedo pasar?

Inspiré el humo, lo expulsé, levanté un poco la cabeza y bebí otro trago de

whisky.

—¡Hoke!

Parecía impaciente. El picaporte de la puerta se movió.

Con un gruñido, me levanté de la cama, dejé el vaso sobre la mesilla y me puse los pantalones. Con el cigarrillo colgando de la comisura de los labios, corrí el pestillo y abrí la puerta unos centímetros.

Muriel se había cambiado de ropa. Llevaba una blusa holgada de color crema, pantalones marrones y el pelo recogido con un pasador. Estaba realmente atractiva. A decir verdad, lo estaba hasta cubierta de mugre, pero yo no dejé que eso me afectara.

—Has vuelto a pasar todo el día fuera —dijo. Yo permanecí en silencio—. ¿Puedo pasar un momento? —preguntó ella finalmente.

Me alejé de la puerta sin cerrarla, cogí una camisa del respaldo de una butaca y me la puse, pero no me molesté en abotonarla, pues tenía la esperanza de que la visita fuese corta. Me senté en el borde de la cama, cerca del

whisky, y esperé. Muriel cerró la puerta después de entrar y se detuvo delante de mí.

—Supongo que no valdrá de nada preguntarte adonde has ido, ¿no? —dijo al tiempo que arqueaba las cejas, perfectamente dibujadas.

—Tenía cosas que hacer —fue mi respuesta.

—¿Por qué estás tan malhumorado, Hoke? La otra noche… —De repente cambió de idea, agitando una mano con exasperación.

¿Qué podía decirle yo? ¿Que el sentimiento de culpa me estaba carcomiendo, que sentía la presencia de Sally en cada rincón de la habitación? Sabía perfectamente que era una estupidez. Sally llevaba tres años muerta, pero yo seguía llorándola, seguía echando de menos la vida que podríamos haber compartido, el futuro que nos había sido negado. El mundo entero se había ido a la mierda, y yo estaba ocupado compadeciéndome de mí mismo. Me sentía culpable por haber sobrevivido a Sally, pero, sobre todo, por haberla traicionado. Era un sentimiento masoquista, irracional, pero cada vez que cerraba los ojos veía a mi joven esposa junto a mí, olía su perfume, oía sus susurros… Y, ahora, tenía los ojos cerrados.

Los abrí.

—La otra noche cometimos… cometí una equivocación. —Fue lo único que se me ocurrió decir, y realmente ni siquiera estaba seguro de si se lo estaba diciendo a Muriel o a alguien que ya hacía mucho tiempo que había muerto.

—¿Una equivocación? Por Dios santo, ¿es que todavía no te has dado cuenta de que vivimos en un mundo nuevo? La otra noche yo no te pedía amor, sólo consuelo, compasión. Estaba asustada. ¿Es que no lo entiendes?

O estaba intentando engancharme, me dije a mí mismo y me odié inmediatamente por mi cinismo. Le di una calada al cigarrillo. Estaba confuso, asqueado conmigo mismo. La rabia me carcomía por dentro.

—Está bien —dijo ella con resignación—. Da igual. —Estaba cansada de tratar de razonar conmigo y, realmente, no podía culparla por ello—. Sólo quería decirte que Cissie y yo vamos a preparar la cena en el salón Pinafore.

Miré a Muriel como si se hubiera vuelto loca.

—Tenemos que superar el pasado, Hoke. No tiene ningún sentido seguir odiando a alguien sólo porque es alemán. Por el amor de Dios, Stern no empezó la guerra. De hecho, casi ni participó en ella. ¡Por Dios santo, fue abatido y capturado en 1940! —De repente, su tono de voz cambió y me miró con ojos suplicantes—. Tenemos que aprender a olvidar y a perdonar. ¿Es que no lo entiendes? ¿Cómo si no vamos a empezar una nueva vida? Tenemos que encontrar un poco de orden entre todo este caos, y para eso es necesario que dejemos a un lado nuestros viejos rencores.

Se acercó al escritorio, apoyó la espalda contra el mueble, y me miró fijamente con los brazos cruzados.

—Ya es hora de que los que hemos sobrevivido pongamos un poco de orden en nuestras vidas. ¿Qué otra alternativa tenemos? ¿La anarquía? ¿El caos?

Subí las piernas a la cama y apoyé la espalda en el cabecero. Muriel estaba hablando en serio. El planeta se estaba consumiendo y ella estaba hablando de ley y orden. Apoyé la mano con la que sujetaba el cigarrillo sobre la rodilla y la miré con dureza.

—¿Es que no ves que todo ha acabado? —Su ceguera realmente me sorprendía—. ¿Es que no ves que ya no queda nada de nuestra civilización? Por Dios santo, Muriel, ¿es que no te das cuenta de que no tenemos futuro?

—Estamos vivos, maldita sea. Y hay muchos otros como nosotros, listos para empezar de nuevo. Sólo necesitamos a alguien que nos lidere. Las cosas pueden ser mejores que antes. Podemos aprender de nuestros viejos errores.

Puede que Muriel tuviera razón. Alguien tenía que volver a poner las cosas en marcha. De hecho, probablemente estuviera ocurriendo en otras partes del mundo; seguro que estaba ocurriendo. ¿Y por qué no iba a ocurrir también allí, en la que había sido una de las ciudades más importantes del mundo? Observé a Muriel con nuevos ojos. Era una chica menuda, casi frágil, pero, desde luego, tenía determinación, un temple de acero que supongo habría heredado de sus padres. Quién sabe. De pequeño, yo había leído infinidad de historias que describían a los miembros de las clases altas de Inglaterra como personas de carácter y con grandes propósitos en la vida. Aunque mi madre me había advertido repetidamente de lo contrario, en ese momento creí vislumbrar esas cualidades en Muriel. Había visto la típica actitud flemática de los ingleses en muchos pilotos de la RAF, así que no me sorprendió descubrir ese mismo rasgo en la hija de un lord. Por supuesto, era una visión romántica de los ingleses, o al menos de su aristocracia, pero yo había encontrado pruebas más que suficientes para respaldarla desde que había llegado a Inglaterra y, mirando a Muriel, apoyada contra el escritorio al otro lado de la habitación, con esa determinación en su gesto, pensé que esa chica podría tener las agallas necesarias para llevar a cabo esa ingente labor. Pero también me di cuenta de otra cosa: mi cinismo no tenía cabida en esa visión del futuro. Pero eso no era razón para desanimarla. Por mí, podía hacer lo que quisiera.

—¿Vendrás a la cena, Hoke? —Su tono era más suave y su cuerpo parecía menos tenso—. Stern y Potter han despejado algunas de las salas de abajo. También han saqueado las despensas del hotel. Hemos instalado una cocina provisional en un comedor privado al lado del salón Pinafore. Además, Wilhelm ha traído dos magníficos hornillos de queroseno.

—¿Ha salido del Savoy? —La idea no me gustaba nada.

—Todos hemos salido. ¿Qué esperabas que hiciéramos? ¿Quedarnos aquí todo el día esperando a que volvieras? Yo he ido al apartamento de mi padre en Kensington.

—¿Sola? Pero ¿cómo se te ha ocurrido hacer eso?

—¿De verdad eres tan bruto, Hoke, o sólo intentas parecerlo? Quería visitar mi casa. ¿Tan raro te parece eso? Después de todo, ésa fue la razón por la que decidimos volver a Londres. Quería volver a ver mis fotografías, mis diarios y, sí, también mis joyas. Cosas que me gustaría guardar para recordar tiempos mejores. Y mi ropa. Mi propia ropa. Sí, ya sé que puedo coger toda la ropa que quiera de cualquier tienda de moda de Knightsbridge, pero quería volver a ponerme mi ropa de siempre. ¿De verdad te cuesta tanto comprenderlo? Cissie habría hecho exactamente lo mismo si hubiera tenido una casa a la que ir. Como no la tiene, se ha quedado aquí para ir preparándolo todo.

—Pero… —insistí, aunque me di por vencido casi antes de empezar—. Está bien. ¿Cómo has ido a casa de tu padre?

Muriel sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación.

—Tenía pensado coger algún coche abandonado que todavía funcionara. Pero, al final, fui en una bicicleta que encontré en una tienda. Chirriaba sin parar y a las ruedas les faltaba aire, pero pensé que en bicicleta sería más fácil pasar entre todos esos coches abandonados.

—¿Sabes adónde fue Stern?

—Ya te he dicho que ha traído unos hornillos magníficos. Supongo que debió de sacarlos de alguna tienda. Potter también ha estado fuera. Lo más probable es que saliera a apagar algún fuego o en busca de alguna bomba sin explosionar. Ya sabes que está un poco chiflado. —Muriel se acercó al pie de la cama—. ¿Por qué estás tan pensativo, Hoke? ¿Qué te preocupa ahora?

—La ciudad es peligrosa.

—¿Te refieres a los Camisas Negras? No vi a ninguno. Pero, claro, Londres es muy grande. De todas formas, estoy segura de que piensan que acabaron con nosotros en el metro.

Quién sabe. Desde luego, era posible que Hubble creyera que habíamos muerto. De ser así, la idea de haber perdido a cuatro valiosos donantes de sangre lo estaría volviendo loco. Casi sentí pena por el pobre lunático que le hubiera dado la noticia de que habían prendido fuego a la estación de metro. Si realmente fuera así, si Hubble realmente creyera que habíamos muerto… Ahora que caía en ello, durante los dos últimos días no había visto a ningún Camisa Negra. Aunque eso no era tan extraño; como había dicho Muriel, la ciudad era muy grande. Además, yo siempre evitaba las avenidas principales. En cualquier caso, era una buena noticia. Muriel aprovechó la ocasión que le brindaba mi sonrisa.

—¿Entonces vendrás?

Yo no contesté.

—¿Vendrás a nuestra pequeña celebración? —insistió ella.

—¿Qué celebráis?

—Estar vivos. ¿Te parece poco?

A veces me parecía demasiado, pero no dije nada.

—Está bien, iré. Pero no te hagas ilusiones sobre mi relación con el alemán.

—Lo único que te pido es que te comportes civilizadamente con Wilhelm.

Habían llenado de velas cada rincón del salón Pinafore y del comedor privado, hasta el punto de que más que en un hotel parecía que estuviéramos en algún lugar sagrado. Además, habían colocado estratégicamente dos o tres lámparas de queroseno. Detrás las gruesas cortinas, la luz del sol empezaba a debilitarse. La cubertería y la vajilla colocadas sobre la larga mesa del comedor reflejaban las cálidas llamas de las velas, al igual que los paneles de madera de cedro que revestían las paredes y la columna central. Tenía que admitir que la atmósfera era muy agradable. Era un escenario de lujo para una cena, una evocación de otros tiempos mejores.

Me detuve en el umbral de la puerta, con

Cagney a mi lado, olfateando el olor de la comida.

Muriel estaba hablando con el alemán al lado de la gran chimenea vacía que había al fondo del comedor. Realmente, formaban una pareja elegante. Ella tenía el pelo recogido hacia un lado con una pequeña peineta y llevaba puesto un vestido largo de una brillante y fina tela plateada con un gran escote y mangas largas y ajustadas. Él vestía un elegante traje de color oscuro con un pañuelo blanco, probablemente de seda, asomando en el bolsillo de la chaqueta y una corbata gris oscura que resaltaba contra la camisa blanca. Desde luego, se habían esmerado. Menos mal que Potter, que de repente apareció por una puerta que había a mi izquierda, seguía llevando su mono azul. Aunque, eso sí, parecía que lo había cepillado un poco y, al menos, había dejado el casco en su habitación.

—La comida estará en un momento, hijo —dijo al verme. Después apuntó con el pulgar hacia la puerta por la que había salido y me dedicó una amplia sonrisa, mostrándome sus dientes amarillentos—. Pero todavía tenemos tiempo para tomarnos un reconstituyente. ¿Qué prefiere tomar?

Yo fruncí el ceño.

—Albert quiere decir un

apéritif —intervino Muriel al tiempo que sonreía al viejo vigilante. Después se volvió hacia mí y me dedicó la misma sonrisa. Parecía un poco nerviosa.

Me acerqué a ellos, con

Cagney trotando delante de mí. El perro no paraba de mover el rabo, previendo el festín. Desapareció por la puerta, detrás de Potter, y no tardamos en oír la exclamación de bienvenida con la que fue recibido por Cissie. Me preocupaba que el chucho volviera a acostumbrarse a la presencia de otros humanos; no quería que perdiese su habitual cautela, pues eso podría resultar peligroso, para él y para mí.

—Estamos usando el salón Princesa Aída como cocina —explicó Muriel, y yo recordé que todos los comedores privados de este piso tenían nombres de montajes de Gilbert y Sullivan—. Cissie está acabando de preparar la cena, y yo debería ir a ayudarla para que no se enfade conmigo. —Bebió un trago de su copa de vino y me miró de arriba abajo—. Gracias por cambiarte de camisa.

Busqué un indicio de sarcasmo en su mirada, pero ella apartó los ojos. Yo tenía los pantalones un poco arrugados, las botas bastante sucias y la vieja cazadora de cuero colgando del brazo con el Colt en la funda cosida al forro. La camisa limpia pertenecía al montón que había cogido hacía tiempo del escaparate roto de una tienda de ropa de caballeros en la calle Regent. Era la primera vez que me la ponía. Supongo que no hubiera estado de más ponerme una corbata, pero las corbatas nunca habían sido mi fuerte, ni siquiera en tiempos de paz. Muriel se acercó a mí.

—¿Qué quieres tomar? —me preguntó, pero de nuevo apartó la mirada—. ¿Un

gin-tonic? ¿Vermut? ¿Jerez? Tenemos un amplio surtido de bebidas.

—Un

whisky no me vendría mal.

—Una sabia decisión —comentó Potter con aprobación—. Yo también me tomaré uno. —Se acercó a una pequeña mesa redonda llena de botellas y se frotó las manos mientras estudiaba la amplia selección de bebidas alcohólicas—. Delicioso —le oí murmurar al ver una botella de su marca favorita.

—Hoke…

Era el alemán, que se acercaba a mí con cierta cautela. Antes de volverme hacía él, colgué la cazadora en el respaldo de una de las sillas que había alrededor de la mesa, doblándola de tal manera que resultara fácil sacar el Colt de su funda.

—No tiene sentido que sigamos comportándonos como si fuéramos enemigos —dijo Stern, un poco más relajado, pero todavía con cierta aprehensión—. Durante la guerra, yo no era más que un mero soldado que cumplía órdenes, igual que tú. No pretendo hacerte ningún daño y espero que tú tampoco quieras hacérmelo a mí. Éramos soldados que luchábamos por nuestros respectivos países, pero todo eso ya ha pasado. No podemos seguir viviendo así. Tenemos que conseguir vivir en paz. Como se suele decir, lo pasado, pasado está. —Y, una vez dicho esto, me ofreció la mano.

Pero a mí no me agradaba la idea de estrechar la mano de alguien a quien iba a matar antes o después, así que desdeñé su oferta. Sus pálidos ojos se endurecieron durante un instante, pero luego sonrió al tiempo que apartaba la mano.

—Está bien —dijo con frialdad—. He intentado comportarme de forma civilizada y seguiré haciéndolo. Tú puedes hacer lo que quieras, pero te advierto que la próxima vez que intentes algo contra mí me defenderé.

—Por favor, Wilhelm —rogó Muriel sin poder disimular su ansiedad—. Esto no es necesario.

—Eso es exactamente lo que intentaba decirle a Hoke —repuso Stern sin apartar los ojos de mí—. Yo estoy dispuesto a comportarme como un caballero. Él tendrá que decidir por sí mismo, pero ha rechazado la mano que le he tendido. Si hay problemas, nadie podrá decir que he sido yo quien los ha causado.

Potter volvió con dos vasos de

whisky y me ofreció uno de ellos.

—Salud —dijo alegremente, como si no fuera consciente del enfrentamiento que acababa de tener lugar entre el alemán y yo.

—Gracias —respondí yo. Después cogí el vaso y lo incliné entre mis labios sin apartar los ojos de Stern. Hasta que oí una voz en el otro extremo del comedor.

—La cena casi está lista —anunció Cissie desde la puerta del salón Princesa Aída mientras se limpiaba las manos con un trapo de cocina—. Y, ahora, creo que me merezco un

gin-tonic. —Tiró el trapo encima de algo que tenía detrás y se acercó a nosotros.

—Desde luego, te lo has ganado —afirmó Muriel. Después fue a prepararle la bebida a su amiga, supongo que encantada de escapar de la tensión que seguía latente entre Stern y yo—. Creo que yo también me tomaré uno.

El humo que llegaba desde el salón de al lado se mezclaba con el olor a cera, pero eso no nos aguó ni mucho menos la fiesta. Empezamos con una sopa de avena y seguimos con un asado de ternera cocinado con guisantes y judías de lata, y patatas y zanahorias de mi huerto. Sin duda, fue una de las mejores cenas, no, la mejor cena que había degustado en los últimos tres años. Cuando por fin nos acabamos el pudín, estábamos llenos hasta reventar.

Yo estaba sentado a la cabecera de la mesa por la sencilla razón de que ésa era la silla donde había dejado mi cazadora al llegar. A mi derecha se encontraba Cissie, que llevaba un vestido largo de color café que le quedaba un poco estrecho. Muriel se hallaba sentada a mi izquierda, aunque no hablé mucho con ella durante la cena. Parecía tensa, supongo que temerosa de que Stern y yo pudiéramos volver a enfrascarnos en una pelea. El alemán estaba sentado a su lado y Potter al lado de Cissie.

Cagney, por su parte, se había tumbado a mis pies y dormía, con el estómago lleno y encantado con sus nuevos amigos, aunque, eso sí, le gruñía al alemán en señal de advertencia cada vez que se acercaba demasiado a él. En el otro extremo de la mesa, había una extraña criatura negra, casi exótica, sentada inmóvil y en silencio con una servilleta rosa alrededor del cuello. Muriel había hecho las presentaciones cuando nos sentamos a la mesa.

—Éste es

Kaspar —había dicho—. Está aquí esta noche siguiendo una vieja tradición. Este salón era frecuentado por los miembros de un eminente club del que formaban parte caballeros de gran prestigio. Winston Churchill era uno de ellos. Los políticos solían cenar aquí con industriales y otros hombres influyentes cuando se reunía el parlamento. Como veis, hay sillas para que se sienten catorce personas en esta mesa. Cuando la mesa no estaba completa, si los asistentes sumaban trece, el número de la mala suerte, traían al gato

Kaspar, le ataban una servilleta al cuello y le servían todos los platos.

Había algo que no me acababa de gustar sobre ese animal negro de más de un metro de altura. A lo mejor era la postura inclinada de la cabeza, o sus orejas puntiagudas o su cola sinuosa, como la de una serpiente, que giraba sobre sí misma hasta dibujar un círculo prácticamente completo, o su espalda arqueada, llena de unos garabatos que parecían algún tipo de escritura esotérica. No sé exactamente por qué, pero a medida que fue transcurriendo la velada, me di cuenta de que lo que me intranquilizaba era simplemente su presencia; había algo siniestro en esa criatura, como si fuera un presagio oscuro en vez de un amuleto de buena suerte. Ahora, mientras disfrutábamos del café, del

brandy y de unos puros excelentes que Potter había encontrado en algún lugar del hotel con el precinto de la caja todavía intacto, la conversación volvió a girar en torno a

Kaspar.

—Cuando vi la figura sobre una repisa pensé que le daría un toque de distinción a la reunión —explicó Cissie, que también estaba bebiendo

brandy. Después empezó a reírse y se tapó la boca con la mano, como si fuera una colegiala—. ¿Creéis que nos traerá suerte?

Yo preferí no decir nada. Fue Stern quien habló.

—Nunca he estado seguro de si un gato negro significa buena o mala suerte para los ingleses. En este caso creo entender que trae buena suerte, ¿no?

—Yo siempre he dicho que, si se cruza un gato negro en el camino de alguien, le traerá mala suerte —intervino Potter.

—Eso no es verdad —protestó Cissie—. Mi abuela siempre decía que un gato negro trae buena suerte.

—¿Pero eso no era en las bodas? —añadió Muriel.

—¡No! —gritaron Cissie y Potter al mismo tiempo.

—De todas formas, sólo somos cinco en esta mesa —dije yo mientras jugaba con el puro, haciendo dibujos con la columna de humo azul que ascendía hacia el techo.

—Qué observador eres.

Yo me encogí de hombros ante el sarcasmo de Cissie.

—En nuestro caso, lo del número no tiene importancia —afirmó Muriel mirando a su amiga—. Desde luego, estamos muy lejos del número fatídico. ¿Sobre qué creéis que hablarían en esas reuniones? Supongo que, con tantas personas importantes, como embajadores, políticos, dueños de periódicos y todos esos financieros, se debieron de tomar muchas decisiones importantes en esta mesa. Y, por cierto, ¿sabíais que no le estaba permitida la entrada a ningún miembro de la Iglesia? Ni siquiera…

—¿Qué importa ya todo eso? —Resultaba extraño que Potter interrumpiese a Muriel, pues a lo largo de la velada había dejado bien claro el respeto, casi rayano en la admiración, que le merecía el origen aristocrático de Muriel.

Pero, por lo visto, el

whisky, el vino y el

brandy habían podido más que la diferencia de clases. Algo de lo que yo, por otra parte, me alegraba.

—Da igual lo poderosos que fueran o el dinero que tuvieran. Eso no los protegió de la Muerte Sanguínea. Y ahora los que estamos aquí somos nosotros. A nosotros no nos afectó la enfermedad. Todo su poder y su dinero no pudieron salvar ni a Neville Chamberlain ni a Jessie Matthews, ni a Ivor Novello ni a Herbert Morrison, ni al maldito Martin Bormann; perdonen mi vocabulario, señoritas. No se salvó ni Groucho Marx. ¿Es que no lo ven? —Levantó la mano y nos fue señalando uno a uno—. Lo único que importa es la sangre. Nosotros sobrevivimos por nuestra sangre. Nosotros somos especiales. Todos los demás… Todos los demás… —Parecía haberse olvidado de lo que iba a decir—. Pues eso, están muertos, acabados.

—Si piensa así, ¿por qué sigue patrullando las calles? —preguntó el alemán, que estaba inclinado hacia adelante, con un puro entre los dedos—. Si todos los demás están muertos, ¿por qué sigue haciendo su trabajo?

La pregunta no pareció agradar a Potter.

—¿Acaso tengo que dejar de cumplir con mi deber sólo porque las cosas hayan cambiado, por no tener órdenes que obedecer, mientras la Luftwaffe sigue dejando caer bombas sobre Londres? Ustedes, los alemanes, nunca comprendieron a los ingleses.

—Y ustedes, los ingleses, nunca comprendieron que no queríamos luchar contra Inglaterra. El Führer tenía una gran… afinidad con muchos ingleses —dijo, después de buscar la palabra apropiada.

—De muchos nada. —Cissie parecía estar a punto de tirarle el vino a la cara—. Es verdad que tenía una gran afinidad con cierto tipo de ingleses, con algunos miembros de nuestra clase gobernante, que pensaban que Adolf Hitler era un tipo simpático.

—Eso no es del todo correcto —contestó Stern con la misma suavidad con la que lo hubiera hecho Conrad Veidt—. Sin ir más lejos, muchos ciudadanos comunes de Inglaterra entendían la necesidad de enfrentarse al problema judío. Y creo que todas las clases sociales aceptaban nuestro derecho a asumir un papel protagonista en el gobierno de Europa.

—Eso sólo lo pensaban los fascistas.

—Por favor, no tiene sentido que discutamos entre nosotros. —A Muriel evidentemente no le gustaba la dirección que estaba tomando la conversación.

El alemán se plegó inmediatamente a los deseos de Muriel.

—No era mi intención causar desavenencias entre nosotros, pero tenéis que entender que yo también amaba a mi país y que he sufrido tanto con la guerra como cualquiera de vosotros.

Yo dejé la copa vacía sobre la mesa, tiré lo que quedaba del puro dentro de la copa y apoyé las manos sobre la mesa, con los puños cerrados.

—Claro que te comprendemos, «Viljelm». Te comportaste como un buen alemán, ¿verdad? Claro, como un buen nazi.

Stern me miró con desconfianza.

—Todos los alemanes no son… no eran nazis.

—Hoke —me advirtió Muriel.

—Es verdad —dije yo y me incliné hacia adelante—. Y tú personalmente no tuviste la oportunidad de luchar contra nosotros, ¿verdad? Como derribaron tu avión justo al principio de la guerra, no tenemos derecho a odiarte, ¿verdad? No tuviste tiempo para hacernos daño.

Stern me miró sin decir nada.

—Sí, claro. Te capturaron en abril de 1940, así que no tenemos por qué guardarte rencor. Claro, casi no participaste en la guerra.

Noté cómo

Cagney se movía debajo de la mesa y pensé que debía de haber notado cómo aumentaba la tensión en el salón.

—Pero nos has mentido, «Viljelm». No querías que pensáramos mal de ti. Al menos no mientras siguieras necesitándonos. No mientras pudieras seguir utilizando a las chicas.

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