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Capítulo 19

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El número 26 de Tyne Street estaba al final de una larga y estrecha curva adoquinada que parecía un callejón sin salida, pero que realmente no lo era, justo al lado de Whitechapel High Street, en pleno territorio de Jack el Destripador. Llegamos atravesando un pequeño callejón cubierto que estaba delimitado en un extremo por un antiguo cañón vertical con una gran bala de hierro y, en el otro, por una esbelta farola de gas. No hacía ni veinte minutos que habíamos dejado la lancha amarrada junto a unos resbaladizos escalones de piedra. Entre Cissie y yo, habíamos cargado con el alemán herido hasta que encontramos un Austin descapotable con suficiente combustible en el depósito; en muchos de estos vehículos abandonados la gasolina se había evaporado con el paso del tiempo. Nos habíamos apretado en el pequeño descapotable, Stern gimiendo, prácticamente inconsciente, Cissie remota y silenciosa y yo al volante, y habíamos atravesado el viejo mercado de pescado de Billingsgate, donde los restos del olor de antaño todavía bastaban para hacer arrugar la nariz, antes de adentrarnos en la City. En lo que había sido el próspero centro financiero de Londres, las calles estaban llenas de formas oscuras y bultos irreconocibles que, en otros tiempos, habían mantenido el pulso vital de la ciudad. Al ver cómo Cissie movía los ojos nerviosamente, girando la cabeza cada vez que creía distinguir algo en la calle, o en alguno de los portales, me había acordado del nerviosismo con que había reaccionado cuando le enseñé por primera vez el refugio Abraham Lincoln en el Savoy. Supongo que sería especialmente sensible a las formas fantasmales, aunque tampoco podía decirse que los acontecimientos del día hubieran contribuido precisamente a calmar sus nervios. Maldita sea, si hasta yo tenía que sujetar el volante con fuerza para evitar que me temblaran las manos. Finalmente, dejamos atrás la City y, poco después, llegamos a nuestro destino.

Después de aparcar el Austin delante de una casa de baños en Oíd Castle Street, una calle que avanzaba paralela a Tyne Street, yo había cargado con Stern y los tres habíamos atravesado el pequeño callejón que unía las dos calles.

El número 26 estaba a tres puertas del callejón, escondido en un rincón de la estrecha calle adoquinada. La casa en sí también era estrecha y sólo tenía tres pisos. Su situación era estratégica, pues era imposible que nadie accediera a la calle sin ser visto desde una de las cinco ventanas de la fachada principal. Las bombas habían reducido la mayoría de las viviendas de Tyne Street a meras estructuras destripadas, pero en el tramo central de la calle había una zona más ancha flanqueada por casas intactas de dos y tres pisos, todas ellas conectadas entre sí, de las que sobresalían farolas a intervalos regulares. Realmente, casi podría decirse que la Luftwaffe le había hecho un favor a los vecinos de Tyne Street al demoler la mayoría de sus casas, siempre que ellos no estuvieran dentro, claro está, porque este lugar no era más que una de las barriadas más mugrientas de la ciudad.

Como todas las demás casas, el número 26 tenía un diminuto patio trasero en el que se amontonaban todo tipo de herramientas y objetos desechados junto a pilas de carbón y aseos exteriores. Detrás de los patios de las casas había otro patio, mucho mayor, donde solían montar sus puestos y colocar sus carretillas los comerciantes del bullicioso mercado público conocido como Petticoat Lane. Sally me había llevado allí un domingo por la mañana, sin avergonzarse de enseñarme las zonas menos nobles de su ciudad, y yo me había acordado de Tyne Street y de la estratégica ubicación del número 26 cuando decidí buscar un refugio seguro después de mi primer tropiezo con los Camisas Negras. Podría haber encontrado miles de sitios parecidos, pero, después de la guerra, todas mis decisiones estaban relacionadas de una forma u otra con Sally.

El número 26 sólo tenía dos ventanas traseras, y ambas estaban situadas por encima de la ruidosa escalera de madera que subía girando sobre sí misma desde el pequeño distribuidor del piso bajo hasta los dormitorios del primer piso. No obstante, la más baja podría resultar muy útil como vía de escape si los Camisas Negras se ponían a aporrear la puerta delantera.

La mayoría de los muebles estaban apiñados en la única habitación del piso bajo, que hacía las veces de salón, cocina, comedor y, dado que tenía la única pila de toda la casa, cuarto de baño al mismo tiempo. Mediría unos cinco metros cuadrados y su única ventana daba directamente a la calle. En una esquina, cerca de la profunda pila de loza que había debajo de unas repisas de las que colgaban varios utensilios de cocina, había una estufa de hierro forjado. Enfrente de la ventana había una inmensa cocina negra empotrada bajo una campana, con una tetera desproporcionadamente grande, un par de cacerolas y el pequeño hornillo portátil que había llevado yo mismo. Al lado de la cocina había un viejo sillón con los brazos desgastados y un sofá tapizado con una tela de flores que apenas se distinguía bajo la ropa que yo había ido amontonando encima. Junto a la ventana, un gran transistor y un jarrón de cerámica lleno de flores marchitas descansaban sobre una cómoda de madera. Detrás de la puerta que daba al distribuidor había un armario de madera contrachapada y, estrujada entre el armario y la estufa de hierro forjado, una gran lámpara de pie con una pantalla adornada con borlas. Realmente, la disposición de los muebles se debía más al azar que a un plan preconcebido.

La pared de la habitación no era más que un fino tabique de madera que separaba la estancia del pequeño vestíbulo del que salía la escalera. El tabique estaba pintado de color marrón, igual que la puerta, el marco de la ventana y las repisas sobre las que descansaban varios cartones de cigarrillos. El suelo era de linóleo, también marrón oscuro, aunque en algunos sitios estaba tan desgastado que prácticamente se veía el cemento de debajo. En el centro de la habitación, casi tocando los muebles de las paredes, uno de esos cajones blindados de acero que se utilizaban como refugios antiaéreos domésticos hacía las veces de mesa, con varias sillas de madera apretadas contra la malla metálica que tenía en los costados. Cuando entré por primera vez en el número 26, sobre la mesa había un tarro medio vacío de pudín de limón enmohecido, un paquete de galletas rancias, una lata de polvos contra todo tipo de insectos y un ejemplar amarillento del periódico Daily Sketch fechado el 24 de marzo de 1945, precisamente el día en que cayeron las bombas de la Muerte Sanguínea.

Afortunadamente, había encontrado la casa libre de cadáveres y no había tardado demasiado en recoger los que había delante del edificio y transportarlos al estadio; ya que Tyne Street se iba a convertir en uno de mis hogares, decidí que eso era lo menos que podía hacer por mis vecinos muertos. Después, sólo había sido necesario llevar algunas provisiones y algo para defenderme de un posible ataque; en el dormitorio de arriba tenía todo tipo de latas de comida y un auténtico arsenal que incluía unas granadas de mano que había encontrado en un depósito gubernamental al sur del río. Realmente, no me molestaba que la casa no tuviera las mismas comodidades que mis otros refugios, pues su modestia la convertía en un objetivo menos probable para los Camisas Negras, que nunca se imaginarían que yo me escondía en una choza como aquélla. De hecho, siempre me había sentido seguro allí.

Cogí la llave que guardaba en el antepecho de la ventana del piso bajo, que siempre dejaba entreabierta con ese objeto, y la introduje en la cerradura. Cissie, que sujetaba a Stern junto a la puerta, no dijo nada, pero yo sabía que estaba al límite de sus fuerzas; las ojeras se le marcaban incluso a la luz de la luna, estaba nerviosa y sus ojos transmitían la preocupación que sentía por el estado del alemán.

Abrí la pesada puerta, volví a cargar con Stern, atravesé la habitación del piso bajo y entré en el pequeño distribuidor. La desnuda escalera de madera crujió a nuestro paso. La puerta del dormitorio estaba abierta, y la luz de luna que entraba por las dos ventanas me ayudó a abrirme paso hasta la cama sin tropezar con las cajas y las latas apiladas en el suelo. Recosté cuidadosamente al alemán y, antes incluso de que yo corriera las cortinas y encendiera la lámpara de queroseno con una cerilla, Cissie ya le había quitado la chaqueta y le estaba desabotonando la camisa.

 

—Voy a hervir un poco de agua —le dije a la chica—. Busca algo para contener la hemorragia.

Ella me detuvo cuando yo estaba a punto de salir de la habitación.

—Hoke, tenemos que hacer algo con la bala.

Yo intenté no pensar en ello.

—Sí. Tendremos que extraerla. Por eso necesitamos agua caliente.

—¿Lo harás tú?

En eso era exactamente en lo que no quería pensar.

—A no ser que tú te ofrezcas voluntaria.

Cissie no dijo nada. Yo me encogí de hombros.

—Entonces tendré que intentarlo —dije.

Me apresuré a bajar la escalera y encendí el hornillo que había encima de la cocina. Nunca me había atrevido a encender un auténtico fuego en aquella casa, ni en ningún otro sitio a no ser que fuera al aire libre, porque el humo de una chimenea llamaba demasiado la atención. Esa noche tampoco iba a hacerlo. Ajusté la intensidad del círculo de llamas del hornillo, me acerqué a la ventana y cerré las cortinas. Después, encendí la lámpara que había sobre la mesa central. La habitación se iluminó, pero también las sombras se hicieron más intensas. Saqué la pistola de la funda y la dejé sobre la mesa.

Las cañerías empezaron a hacer ruido mucho antes de que el agua empezara a salir a borbotones del grifo. Aunque esperé a que el chorro fuera constante antes de llenar la cacerola, la presión del agua era más débil que la última vez que había estado ahí, así que tardé un par de minutos en llenarla hasta el borde. Después de colocarla sobre el hornillo, me lavé las manos a conciencia con la pastilla de jabón que había en el escurridero de la pila. Al acabar, volví a lavármelas y, en vez de usar el trapo tieso que hacía las veces de toalla colgado de un gancho, me sequé las manos agitándolas en el aire. Necesitaba un cigarrillo, pero decidí esperar. Oí a Cissie llamarme desde arriba y, después, un fuerte golpe en el techo.

Manteniendo las manos cerca del pecho para no ensuciármelas, volví a subir la escalera, deteniéndome un momento a mirar por la ventana que había en un diminuto rellano delante del dormitorio. No pude ver gran cosa a través del mugriento cristal, tan sólo las sombras y las extrañas formas de los puestos del patio del mercado. Aun así, estaba convencido de que no nos había seguido nadie. Al darme la vuelta, tropecé con el siguiente tramo de escalones y me caí contra el tabique de madera, que, al recibir mi peso, crujió con un sonido seco que recordaba al de un disparo. Cissie se asomó inmediatamente por la puerta abierta del dormitorio, y yo me disculpé entre dientes mientras entraba en la habitación.

—No consigo que se quede quieto —me dijo con voz suplicante, y bajo la luz de la lámpara pude ver que tenía lágrimas en las mejillas.

Stern estaba casi en el otro extremo de la cama de matrimonio, boca abajo, como si intentara huir de los cuidados de Cissie. Ella se inclinó sobre él e intentó tumbarlo boca arriba, pero sus esfuerzos eran demasiado gentiles. El alemán gritó algo en su propio idioma y, lanzando un brazo hacia atrás, golpeó a Cissie en el hombro. Yo me uní a ella y, olvidándome de no ensuciarme las manos, lo cogí del brazo y le di la vuelta. Al ver el charco de sangre sobre la cama, no pude evitar hacer una mueca de dolor.

—Tranquilo —le dije mientras lo sujetaba usando la menor fuerza posible. Pero él volvió a retorcerse y, por primera vez, vi con claridad la sangre que le salía de la herida que tenía en el hombro, justo al lado del cuello. La sangre fluía por las cicatrices de las quemaduras que descendían desde su nuca, atravesando los hombros, hasta la mitad de la espalda. Pero ésas eran heridas viejas, así que volví a concentrarme en la herida de bala. Creí ver una leve protuberancia oscura entre la sangre y, al tocarla, sentí un bulto duro que sabía que no era un hueso.

—La bala está casi fuera —dije, más para mí mismo que para Cissie—. Al menos, eso facilitará las cosas.

Al examinar la herida del brazo, gruñí satisfecho al darme cuenta de que había dos orificios: uno de entrada y otro de salida. La bala le había atravesado el brazo limpiamente, llevándose consigo piel y músculo, pero, por lo que se veía, sin tocar el hueso. Al volver a enderezarme, me quedé unos segundos mirando el trapo empapado en sangre que Cissie tenía en la mano.

—Es su camisa —dijo ella.

—Dios bendito. Está bien, encontraré otra cosa —repuse, y me vinieron inmediatamente a la mente las toallas y las sábanas enmohecidas que había en el armario de la pared de enfrente. Desde luego, no eran lo más apropiado, pero tendrían que servir—. Mantenlo sujeto de costado, como está ahora. Primero voy a intentar curarle la herida del brazo. A ver si por lo menos consigo pararle esa hemorragia. Después le extraeré la bala del hombro.

—¿Crees que aguantará el dolor? ¿No tienes nada para darle?

—Las píldoras no servirían para nada, y eso suponiendo que consiguiéramos que se las tragara. Mañana iré al hospital más cercano a ver si encuentro algo de morfina.

Era algo que debería haber hecho hacía tiempo, pero supongo que la idea de tener fácil acceso a cualquier tipo de opiáceo me asustaba. Maldita sea, en mi caso el alcohol ya era suficiente problema. Y, además, había otra cosa: odiaba los hospitales y las iglesias. No eran más que inmensos cementerios abarrotados de víctimas que habían acudido ahí en busca de la salvación, ya fuera en manos de los médicos o de Dios. No, prefería mantenerme lo más alejado posible de esos sitios.

—Mañana conseguiré morfina y vendas como Dios manda, pero esta noche tendremos que arreglarnos con lo que tenemos.

—También necesitamos algo para presionar contra la herida —insistió Cissie.

—Déjame respirar, ¿vale? Tú mantenlo sujeto.

Me acerqué al armario y abrí la puerta. El olor a humedad era muy fuerte, aunque no tanto como el olor a sangre fresca que llenaba la habitación. Saqué todas las toallas que encontré, que no eran muchas, antes de coger un pequeño montón de sábanas de un estante más alto. Después volví junto a Cissie.

—Haz lo que puedas con esto mientras bajo a buscar el agua —le dije mientras me dirigía hacia la puerta.

El agua sólo había alcanzado un leve hervor, así que hice tiempo buscando algún instrumento en el armario de cocina que pudiera servirme para la improvisada operación quirúrgica. Lo mejor que pude encontrar fue un cuchillo largo y delgado de trinchar; hubiera preferido que fuese más corto, pero era el único con la punta lo suficientemente fuerte y afilada para escarbar en el hombro de Stern. Me acerqué a la cocina, levanté la cacerola y puse el filo del cuchillo sobre las pequeñas llamas del hornillo, girándolo lentamente para esterilizar el metal sin ahumarlo. Después, volví a colocar la cacerola sobre las llamas, con el cuchillo dentro, y esperé a que el agua volviera a hervir.

Llené otra cacerola de agua y la cambié por la primera antes de subir al dormitorio con el cuchillo dentro del agua burbujeante.

Stern aguantó bastante tiempo sin gritar. Yo tuve que escarbar más de lo que había pensado para conseguir situar la punta del cuchillo debajo del trozo de plomo. A mi lado, Cissie mantenía la lámpara lo más cerca posible de la herida al tiempo que sujetaba al alemán. En una ocasión, Stern consiguió deshacerse de su agarre y rodó hacia un lado. Yo tuve que apartar el cuchillo rápidamente. Cuando conseguimos volver a colocarlo de costado, me puse a trabajar con menos miramientos. Haciendo caso omiso de sus gritos, deslicé el filo entre la sangre, que no cesaba de manar, y a lo largo del duro trozo de metal mientras Cissie lo mantenía sujeto ayudándose con todo su peso. Por fin, giré el cuchillo y tiré con fuerza hasta que noté que la bala se empezaba a mover. El grito de Stern llenó toda la habitación, y probablemente también retumbara en la calle, pero el trozo de plomo ensangrentado por fin cayó sobre las sábanas. Yo aguanté la respiración, pensando que lo había matado, hasta que vi que su pecho seguía moviéndose; también vi que los labios le estaban sangrando.

Cissie acabó el trabajo, limpiando y vendando las dos heridas, mientras yo bajaba a buscar más agua caliente. Subí el agua y la ayudé a cambiar las sábanas, haciendo rodar hacia un lado al alemán inconsciente para cubrir el colchón empapado de sangre con una capa doble de toallas. Finalmente, dejé a Cissie cuidando de él y volví a bajar. Estaba agotado y las manos me temblaban tanto que me resultó imposible encender el cigarrillo que había cogido de la repisa. Al final, tuve que inclinarme sobre el hornillo y encenderlo directamente con las pequeñas llamas azules. Después, me dejé caer en el sillón, cuyos oxidados muelles se quejaron bajo mi peso, y apoyé la cabeza contra el respaldo. Cerré los ojos y me llené los pulmones de humo.

Tenía

whisky en el armario, pero estaba demasiado cansado para levantarme e ir por la botella.

Todavía no había amanecido cuando me despertaron sus gemidos. Me quedé sentado, escuchando la agonía de Stern sin moverme, sintiendo compasión, ira e impotencia al mismo tiempo. La compasión la sentía por Stern, algo que nunca pensé que podría sentir por un alemán; la ira estaba dirigida hacia los bastardos que le habían hecho eso, y la impotencia se debía a que ya no había nada que Cissie y yo pudiéramos hacer por él.

Pero, al oír los pasos de Cissie en la escalera, lo que se apoderó de mí fue el pánico. Sabía perfectamente lo que iba a pedirme.

—Hoke, Stern necesita medicinas. Necesita algo que le alivie el dolor. Y también antisépticos y vendas para mantener limpia la herida. Si no, no creo que aguante ni hasta el amanecer.

Mierda, pensé. Mierda, mierda, mierda. Y me levanté del sillón.

El enorme y sombrío hospital estaba a poco más de un kilómetro, en Whitechapel. Iluminado por la luna, el edificio no podría haber tenido un aspecto más inhóspito y desapacible. Antes de salir, yo me había limpiado rápidamente la sangre de las manos y la cara y me había puesto una sudadera gris con las mangas cortadas a la altura de los codos para protegerme del frío de la madrugada. Después, había cogido la pistola de la mesa y, tras observar por primera vez que era una Browning de calibre 22, me la había metido debajo del cinturón. En el Austin descapotable, apenas había tardado unos minutos en llegar al hospital. No, desde luego no había tardado mucho en llegar, pero, una vez allí, me había quedado un buen rato sentado en el coche, delante de la entrada principal, reuniendo el valor necesario para entrar. Al final, la idea de que Wilhelm Stern me había salvado la vida dos veces y de que el tiempo corría en su contra me hizo abrir la puerta del coche y subir hasta la puerta del hospital, que estaba abierta de par en par porque los cadáveres que yacían amontonados en el suelo no permitían que se cerrara.

Encendí la linterna y entré.

Todavía me hace temblar el recuerdo de esos pabellones y esos pasillos cubiertos de cadáveres amontonados unos encima de otros, como si las personas a las que habían pertenecido hubieran gastado su último aliento forcejeando entre sí, luchando por obtener la atención de los médicos; ahora estaban entrelazados eternamente o, al menos, hasta que sus huesos se convirtieran en polvo. También había cadáveres de niños, pero hice todo lo posible por no fijarme en sus caritas atrofiadas, pasando cuidadosamente sobre ellos sin bajar la mirada más de lo estrictamente necesario para no tropezar. Esas cosas informes que en algún momento habían sido personas vivas estaban por todas partes, cubriendo cada centímetro de suelo, y yo sentía un escalofrío cada vez que pisaba algo frágil y quebradizo. Además, el fétido olor acre que llenaba el hospital me obligaba a cubrirme la nariz y la boca con una mano.

Una hora después, cuando encontré la habitación que buscaba, seguía sin acostumbrarme; estaba muerto de miedo y sentía náuseas. No dejé de mirar hacia atrás ni un momento, esperando ver alguna forma fantasmal, mientras forzaba las vitrinas de cristal y examinaba las ampollas, los frascos y las píldoras y buscaba gasas, apósitos y jeringuillas en los cajones. Cogí todo lo que pensé que podría ser útil, incluidos varios tipos de sedantes, tijeras, imperdibles y cremas antisépticas, mientras me forzaba a mí mismo a mantener la calma, a no apresurarme, y lo introduje, junto a otras muchas cosas que probablemente no fueran tan necesarias, en la bolsa de lona que había encontrado en un armario. Cuando estuve seguro de que tenía todo lo que necesitaba, salí corriendo de ese horrible lugar.

Empezaba a clarear por encima de los tejados cuando me monté en el Austin para volver a Tyne Street. El cansancio empezaba a pesarme en los párpados y sentía las manos como si fueran muñones de plomo sobre el volante. No tardé mucho en llegar a Oíd Castle Street. Atravesé el callejón, apenas capaz de sostenerme en pie, y abrí la puerta del número 26 de Tyne Street.

Cissie estaba sentada en la escalera. La luz matutina que conseguía entrar por la mugrienta ventana teñía de rojo su cabello y sus hombros. Sus sollozos silenciosos me dijeron que había llegado tarde. Stern ya había muerto.

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