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Capítulo 20

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Nos tumbamos en la cama de uno de los dos dormitorios que había en el último piso. Cissie se quedó mirándome, con una mano apoyada en el espacio que había entre nuestros cuerpos, mientras yo observaba con un cigarrillo entre los labios cómo clareaba el cielo al otro lado de la ventana.

Sabía que las lágrimas de Cissie no se debían sólo a la muerte de Wilhelm Stern, cuyo cuerpo yacía cubierto por una sábana limpia en la habitación que había justo debajo de la nuestra, sino también a la traición de su amiga y a todo lo que había sucedido a continuación: la grotesca transfusión sanguínea, el bombardeo del Savoy, la muerte de Potter y la aparición de esos pobres infelices a los que la luz del fuego había sacado de sus madrigueras para llevarlos hasta las garras de Hubble y sus secuaces. Su incredulidad ante la actitud de Muriel sólo aumentaba su aflicción, pues realmente habían llegado a forjar una gran amistad —o al menos eso creía Cissie— durante los tres años que habían compartido sufrimientos en un mundo casi despoblado y carente de toda civilización. A pesar de sus diferentes orígenes, habían formado una alianza, apoyándose entre sí en momentos de desesperación, y ese compañerismo era lo que les había permitido mantener la cordura. Hasta que Muriel había vuelto a encontrarse con alguien de su misma estirpe: sir Max Hubble.

Entonces, se había despojado del disfraz que había adoptado para sobrevivir, con la facilidad con la que alguien se deshace de una capa que ha llevado más por imposición del frío que por propio gusto. Esa deslealtad era algo que Cissie no podía entender. Yo intenté que comprendiera que, realmente, esa maldita desgraciada había sido leal, sólo que a su propia clase, a la gente de su misma condición. Maldita sea, Cissie estaba ahí cuando Hubble mencionó que el rey Eduardo, relegado a la condición de duque tras abdicar la corona, había apoyado las ideologías nazis junto a algunos otros miembros de la aristocracia británica. Según me habían contado algunos pilotos de la RAF, antes de la guerra, las ideas políticas de ese grupo de aristócratas no eran ningún secreto y sólo habían dejado de defenderlas públicamente tras declararse la guerra contra Alemania. El origen social por encima de los principios: ésa era su retorcida doctrina. Para ellos, sus ideales eran más importantes que sus compatriotas. Se trataba de una ideología decadente y egoísta, una ideología que siempre había manchado, en mayor o menor grado, la historia de Inglaterra. Mi madre se había alegrado de alejarse de ese tipo de personas cuando estableció su hogar en Estados Unidos, aunque no por ello dejase de amar a su país, donde esos «engendros», como solía llamarlos ella, sólo eran una pequeña minoría.

Lo que había hecho Muriel, le aseguré a Cissie mientras apartaba un mechón de su cara mugrienta, era mantenerse fiel a su propia condición; realmente, su traición no era más que una alianza natural.

Pero nada de lo que dije pareció aliviar el dolor de Cissie. Aunque tal vez la ayudara a ver las cosas de otra manera, porque, llegado un momento, dejó de llorar, se secó las mejillas y la nariz con el dorso de la mano y cambió de tema.

—Wilhelm quería que supieras que lo sentía.

Su voz sonaba hueca en ese triste dormitorio, cuyos únicos muebles eran la cama sobre la que estábamos tumbados y una silla llena de ropa de niño de distintas tallas. Me volví hacia Cissie. Realmente, su carita sucia no se diferenciaba mucho de la de un niño en la pálida luz matutina; tan sólo las sombras que se dibujaban bajo sus ojos traicionaban las dificultades por las que había pasado.

—¿Te dijo algo?

—Sí, casi al final. El dolor disminuyó bastante, pero precisamente por eso supo que se estaba muriendo.

—¿Por qué lo sentía?

—No sentía lo que había hecho. Dijo que lo único que había hecho era cumplir con su deber, igual que lo habías hecho tú.

—Sí, claro, su deber. —Tragué humo, me aparté el cigarrillo de los labios y dejé la mano colgando sobre el borde de la cama.

—Se estaba disculpando por lo que había hecho Alemania al final de la guerra, no por su misión como soldado.

—Era un espía.

—Soldado, espía… ¿Qué más da? Para él era lo mismo. Pero se avergonzaba profundamente de lo que Hitler le había hecho a su propio país y al resto del mundo. Dijo que Alemania debería haber aceptado su inevitable derrota con honor. No quería que juzgásemos a su pueblo por los perros rabiosos que los gobernaban. Dijo que sólo el Estado Mayor conocía la existencia de las bombas y su poder de aniquilación.

—Qué importa eso ya. Ya nadie puede cambiar lo que ocurrió. —Cerré los ojos, pero, aun agotado como estaba, mi mente se negaba a descansar; seguía dándole vueltas frenéticamente a todo lo que había ocurrido en los últimos días.

—Stern sólo quería que lo supieras, Hoke. Nada más.

—Adiviné lo que era desde el principio, pero lo interpreté mal. No me fiaba de él y, aun así, me salvó la vida.

—Wilhelm lo entendía. No te culpaba por tu desconfianza, Hoke.

—¿Te dijo en qué consistía su misión?

—Al final le costaba hablar… Se estaba ahogando en su propia sangre. Pero lo intentó. Sí, lo intentó con todas sus fuerzas.

Cuando bajó la mirada, pensé que las lágrimas iban a volver a aflorar en sus ojos, pero levantó la cabeza, apretando la mandíbula con fuerza.

—Quería que las cosas quedaran claras entre vosotros dos. Dijo algo sobre enemigos comportándose con honor. Creo que quería morir siendo digno de tu respeto, Hoke. No quería que lo odiaras.

—Ya se había ganado mi respeto. —Volví a levantar el cigarrillo y lo mantuve unos segundos entre mis labios—. Pero no me has dicho en qué consistía su misión.

—Me dijo que era verdad que habían derribado su avión, pero no en la costa este, no en 1940. Y tampoco era un Heinkel. Realmente lo derribaron una noche de 1944, un par de semanas antes del día D, y el avión era un… Junkers. Lo derribaron sobre el canal de Solent y las otras siete personas que había a bordo murieron. Él consiguió saltar en paracaídas antes de que el avión en llamas se estrellara.

Cissie miró hacia la ventana y la luz del sol se reflejó en sus ojos de color avellana.

—Tenía la ropa en llamas cuando saltó y, aunque parezca absurdo, dijo que le preocupaba más que las llamas lo descubrieran en la noche que las quemaduras. Pero, por lo visto, el aire apagó las llamas.

Al recordar las cicatrices que tenía en la espalda y en el cuello, no pude evitar admirar su valentía. Saltar en paracaídas de noche sobre territorio enemigo y esconderse después mientras las partidas de rescate batían la zona, con medio cuerpo quemado y sin nadie a quien acudir… Desde luego, no había mucha gente con el valor necesario para hacer algo así.

—¿Te dijo que había otras siete personas en el Junkers? Esos bombarderos sólo llevaban una tripulación de cuatro.

—No era una tripulación normal. Todos llevaban pasaportes eslavos, en vez de alemanes. Si los cogían, dirían que eran guerrilleros polacos y checos que habían robado un avión para escapar a Inglaterra.

Yo chasqueé los dedos.

—Exbury Point —dije.

—¿Qué?

—Recuerdo haber oído algo sobre un misterioso bombardero alemán que se había estrellado en Exbury Point, cerca del río Beaulieu. Por aquel entonces, estaban acumulando todo tipo de buques y lanchas de asalto en esa zona. Se rumoreaba que se estaba preparando la invasión del continente.

—Sí, eso debió de ser. Me dijo que los servicios alemanes de inteligencia habían sabido que se estaban probando cohetes sin piloto en la zona del canal y que su misión consistía en descubrir los avances de los ingenieros británicos. Sólo estaba previsto que saltaran en paracaídas tres de los miembros de la tripulación del Junkers, aunque, por si derribaban el avión, los demás estaban provistos con el mismo tipo de documentos que los tres espías.

—Y lo derribaron —dije yo. La punta del cigarrillo resplandeció con fuerza al inspirar el humo—. Pero ¿cómo demonios consiguió arreglárselas Stern en tierra?

—Estuvo escondido dos días. Después, cuando las cosas se tranquilizaron, consiguió localizar a su contacto en el New Forest.

—¿Estuvo dos días escondido con esas quemaduras?

—Desde luego, era especial.

Desde luego, pensé yo y los remordimientos por el trato que le había dado a un soldado de ese calibre se apoderaron de mí.

—¿Qué hizo después? —pregunté.

—Permaneció en la zona, enviándoles información a sus superiores, hasta que se produjo el desembarco. Me dijo que hizo muy poco daño a los Aliados. Decía que el desembarco se produjo tan pronto que sus informes prácticamente no sirvieron para nada. Después, todo lo que pudo hacer fue intentar sobrevivir.

Expulsé el humo del cigarrillo, apagué la colilla en el suelo de madera y rocé con los dedos la pistola que había dejado junto a la cama. Al volver a tumbarme, Cissie estaba apoyada sobre un codo, mirándome con el cabello cayéndole libremente sobre la cara.

—Hoke…

Yo no contesté. Me limité a mirarla a los ojos.

—Y nosotros creíamos que todos eran malvados. Me refiero al enemigo, a toda la raza alemana. Creíamos que todos eran iguales.

—Ellos lo empezaron todo.

—Hitler lo empezó todo.

—Sí, apoyado por el pueblo alemán, por personas como Stern.

—Nosotros los bombardeamos a ellos primero.

—Tu país se limitó a tomar medidas de represalia por el primer ataque sobre Londres.

—Pero fue una equivocación. El bombardero alemán se equivocó de coordenadas. Los alemanes no pretendían bombardear objetivos civiles. Y nuestro gobierno lo sabía cuando ordenó el bombardeo de Berlín.

—¿Te dijo eso Stern?

—Se estaba muriendo. No tenía por qué mentir. Nunca creí toda la propaganda de nuestro gobierno.

Cada vez me costaba más mantener los párpados abiertos. Lo que decía Cissie tenía cierta lógica, pero yo ya no tenía fuerzas ni para darle la razón ni para quitársela. Cualquiera de las dos cosas implicaría enzarzarse en un debate, y yo estaba demasiado cansado para eso.

—Hoke… —Cissie creía que me había quedado dormido.

Yo dije algo entre dientes, o puede que tan sólo gruñera.

—Lo último que me dijo Wilhelm fue que realmente no creía las cosas que había dicho en la cena. Estaba cansado de tus provocaciones, pero se arrepentía de haber reaccionado así. Él también odiaba a los Camisas Negras. Dijo que le recordaban a la peor calaña de Alemania, a los fanáticos nazis que se habían adueñado de las calles de su país. Por eso no se unió a ellos anoche. De hecho, dijo que, si sobrevivía, te ayudaría a luchar contra ellos.

—Yo no lucho contra los Camisas Negras —dije—. Me limito a huir de ellos.

—Entonces, ¿por qué sigues aquí, Hoke? ¿Por qué no abandonaste la ciudad hace años?

El letargo se adueñaba lentamente de mí y resultaba muy agradable.

—Tenía demasiadas cosas que hacer —murmuré. Aunque el colchón sobre el que estábamos tumbados olía a humedad y estaba lleno de bultos, yo me sentía como si me estuviera hundiendo en una maravillosa suavidad. Noté la mano de Cissie sobre mi hombro, pero le di la espalda. Aun así, ella insistió.

—¿El qué, Hoke? Dime qué es lo que tenías que hacer. Dímelo…

Pero yo ya me había sumergido en la oscuridad del sueño y, pronto, también desapareció la voz. Gracias a Dios, no soñé con nada.

Creo que fue la luminosidad, el resplandor contra los párpados, lo que me despertó. Abrí los ojos y me alejé de los rayos de sol. Al moverme, desperté a Cissie, que me rodeaba la cintura con un brazo. Nuestras caras casi se estaban tocando. Cissie parpadeó durante unos segundos, pero no se alejó.

De repente, al recordar dónde estaba, me incorporé sobre un codo y miré la puerta del dormitorio y la ventana mugrienta, entrecerrando los ojos para protegerme del sol que penetraba por el cristal.

—¿Qué pasa? —preguntó Cissie. Mi reacción la había asustado.

Permanecí un minuto entero escuchando en silencio antes de contestar.

—Nada, todo va bien. —No podía estar realmente seguro sin echar un vistazo fuera, pero no intuía que hubiera peligro, y mis instintos nunca me habían traicionado. Volví a apoyar la cabeza sobre la delgada almohada; prácticamente no tenía ninguna parte del cuerpo que no me doliera.

Todavía tenía sangre seca en el brazo en el que me habían intentado sangrar la noche anterior, y la incisión de la aguja me molestaba un poco. Tenía rígido el hombro, y los cortes y los hematomas que me cubrían todo el cuerpo me recordaron el infierno por el que había pasado esos últimos días; incluso respirar fuerte me hacía daño, aunque sabía que sólo tenía las costillas contusas, pues de haber tenido alguna rota, el dolor habría sido mucho mayor. La hinchazón del tobillo había bajado considerablemente. Al girarlo hacia un lado y hacia el otro sentí una ligera molestia, pero podría andar sin demasiados problemas. En cuanto a los rasguños, las contusiones y las heridas abiertas, no tenían demasiada importancia.

Cissie me acarició la mejilla con el dorso de la mano.

—¿Cuál es el diagnóstico? ¿Cree que sobrevivirá, doctor Hoke?

—Sí, creo que sí.

Levanté la cabeza de la almohada para asegurarme de que todo seguía como lo había dejado después de mi última visita. No había podido hacerlo antes de quedarme dormido, cuando la luz era demasiado pobre. Todo estaba igual que siempre: la silla cubierta de ropa de niño, la chimenea llena de cenizas frías y la puerta del armario ligeramente abierta, dejando entrever la ropa, los juguetes y los tebeos que abarrotaban las baldas interiores.

—¿Cómo estás tú? —pregunté finalmente.

—Tengo las piernas como si hubiera corrido doscientos kilómetros y el brazo me duele un poco. Aparte de eso, y de los golpes que tengo por todo el cuerpo, estoy perfectamente bien; creo.

Mientras ella hablaba, yo me fijé en su firme mandíbula y en su nariz, ni demasiado pequeña ni demasiado dominante. La fina cicatriz parecía blanca en contraste con la suciedad que todavía le cubría la cara. Tenía el pelo chamuscado, cubierto de polvo y de diminutos trozos de cristal, y el traje de noche arrugado y roto en algunos sitios, pero, al igual que yo, Cissie no tenía nada grave.

—¿Quién vivía aquí antes? —preguntó sin darse cuenta de que la estaba mirando—. ¿Había cuerpos?

Moví la cabeza de un lado a otro.

—No, la casa estaba vacía cuando me instalé. Pero creo que vivían una mujer y sus tres hijos.

—¿Y el padre?

—Sólo encontré un par de trajes con naftalina en el armario de abajo. Y en la pila no había nada para afeitarse.

—Puede que tuviera barba.

—Tampoco había ropa interior de hombre. Una de dos, o el marido estaba en el frente o la mujer era viuda. Supongo que cuando cayeron las últimas bombas, la madre se llevaría a los niños a la estación de metro. Lo más probable es que murieran allí.

Un pequeño escalofrío estremeció el cuerpo de Cissie. Incluso después de todo el tiempo que había pasado, incluso después de tantas tragedias, la muerte de una pobre mujer y sus hijos indefensos seguía provocándole pesar. Si la víctima era alguien a quien uno conocía y quería, mayor sería el sufrimiento. Sí, desde luego, eso podía acabar con el más fuerte de los hombres.

—Voy a hacer un poco de café —dije incorporándome sobre la cama—. ¿O prefieres té? Tú quédate descansando. Ahora mismo subo. Después, no nos vendría mal comer algo.

Pero ella también se incorporó.

—No, deja que lo prepare yo. Tú tienes que estar agotado.

Obligué a Cissie a tumbarse empujándola suavemente con la mano.

—Yo sé dónde está todo. Además, me vendrá bien moverme. Si no, se me van a agarrotar todos los músculos. Entonces, ¿qué prefieres? ¿Café o té?

—Té.

Bajé las piernas de la cama, pero ella me cogió la mano antes de que yo pudiera levantarme.

—Hoke, esa gente que estaba delante del hotel anoche… ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían salido? ¿Eran parte del grupo de Hubble?

—Tú misma viste cómo reaccionaron los Camisas Negras al verlos.

—Pero, entonces, ¿quiénes…?

—No sé. Supervivientes, como nosotros. AB negativos. Al menos la mayoría de ellos no parecían estar enfermos. Eso sí, supongo que estarán medio chiflados después de pasar todos estos años escondidos. Los atraerían las llamas. Supongo que al ver el Savoy iluminado, como una especie de árbol de Navidad en el limbo, decidieron salir de sus madrigueras. Lo más probable es que la luz les diera algún tipo de esperanza, que pensaran que era una señal, que no pudieran resistir la tentación de ver lo que estaba ocurriendo. Desde luego, fue una gran equivocación por su parte.

—¿Qué crees que hará Hubble con ellos?

—Sabes perfectamente lo que hará.

Cissie inclinó la cabeza y una lágrima solitaria cayó sobre su regazo.

Yo apoyé una mano en su hombro.

—Al menos, a nosotros nos dará un respiro —dije finalmente.

Dejé a Cissie ahí, en la cama, mirándome sin decir nada, intentando digerir mis últimas palabras. Puede que fuera un comentario egoísta, incluso brutal, pero era la verdad. Ahora Hubble tenía toda la sangre sana que necesitaba, así que no había ninguna razón para que siguiera persiguiéndonos. Es cierto que sólo estaba pensando en nuestro propio bien, pero, por muy egoísta que pudiera parecer, la idea resultaba reconfortante. Desafortunadamente, estaba subestimando el odio que Hubble había acumulado hacia mi persona a lo largo de todos estos años. ¿O era obsesión la palabra adecuada? Fuera lo que fuese, lo había subestimado.

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