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La muerte de Sócrates » 1

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Sentía un dolor sordo, una especie de vacío localizado más o menos allí donde estaba su hígado —la sede de la inteligencia según la Psicología de Aristóteles—, la vaga sensación de que había alguien dentro de su pecho y de que estaba hinchando un globo, o de que su cuerpo era ese globo. Estaba atrapado en aquel pupitre, y el globo le mantenía unido a él como si fuera un ancla. Era una encía hinchada que debía tocar una y otra vez con su lengua o con un dedo y, sin embargo, la sensación era distinta a la de estar enfermo. No había ningún nombre para ella.

El profesor Ohrengold les estaba hablando de Dante. Bla, bla, bla, nació en 1265. 1265, escribió en su cuaderno.

Las piernas le dolían porque llevaba una eternidad sentado en aquel banco, eso sí estaba claro.

Y Milly… Milly marcaba el límite máximo de la claridad y la precisión. «Puede que me muera —pensó (aunque no era exactamente pensar)—. Tengo el corazón destrozado, y quizá acabe muriendo de eso.»

El profesor Ohrengold se convirtió en una imagen borrosa. Birdie estiró las piernas sacándolas al pasillo, juntó las rodillas y tensó los músculos. Bostezó. Pocahontas le fulminó con la mirada. Birdie sonrió.

Y el profesor Ohrengold seguía con lo suyo.

—Parloteo y más parloteo Rauschenberg y bla, bla, el infierno que Dante describe es intemporal. Es el infierno que cada uno de nosotros esconde en la parte más secreta de su alma.

«Mierda», pensó Birdie con gran precisión.

Mierda y nada más que mierda, un gigantesco montón de mierda. Escribió la palabra «Mierda» en su cuaderno, resiguió las letras hasta conseguir que parecieran tener tres dimensiones y les fue añadiendo sombras con mucho cuidado. Después de todo llamar educación a eso sería exagerar un poco, ¿no? Ningún estudiante de Barnard se tomaba muy en serio al Anexo de Estudios Generales, o eso había dicho Milly. Azúcar recubriendo la píldora amarga de esto o lo de más allá, mierda envuelta en una capa de chocolate.

Ohrengold les estaba hablando de Florencia, de los papas y de todas esas cosas. Birdie alzó la cabeza justo a tiempo de verle desaparecer.

—De acuerdo, ¿qué es la simonía? —preguntó el encargado de clase.

Nadie alzó la mano para responder. El encargado se encogió de hombros y volvió a activar el aparato. Un par de pies envueltos en llamas se materializaron en el aire.

Estaba escuchando, pero nada de lo que oía parecía tener el más mínimo sentido. No, la verdad es que no estaba escuchando. Estaba intentando dibujar el rostro de Milly en su cuaderno, pero nunca había sido muy buen dibujante. Salvo las calaveras, claro. Era capaz de dibujar calaveras muy convincentes, serpientes, águilas, aviones nazis… Quizá tendría que haberse matriculado en la escuela de bellas artes. Convirtió el rostro de Milly en una calavera adornada con una larga cabellera rubia. No se encontraba muy bien.

Le dolía el estómago. Quizá fuera por culpa de la barra de chocolate en que había consistido su almuerzo. Su dieta no podía ser más desequilibrada, y eso era un error. Había pasado la mitad de su vida comiendo en las cafeterías y durmiendo en los dormitorios comunales. Qué asco de vida… Necesitaba una vida hogareña y un poco de regularidad. Necesitaba un buen polvo de vez en cuando. Cuando se casara con Milly tendrían camas gemelas, un apartamento de dos habitaciones para ellos solos y en una de las dos habitaciones no habría nada, sólo las dos camas. Intentó imaginarse a Milly con su elegante uniforme de azafata. Después cerró los ojos y empezó a desnudarla, primero la chaquetita azul con el monograma de la PanAm encima del seno derecho. Después le abrió el cierre de la cintura y le bajó la cremallera. La falda se deslizó sobre la lisura satinada de las bragas de antrón. Milly llevaba unas bragas de color rosa…, no, llevaba bragas negras con un ribete de encajes. Vestía una blusa de las que ya no se veían mucho, de esas que tenían tantos botones. Intentó imaginarse desabotonándolos uno por uno, pero Ohrengold escogió ese preciso instante para soltar uno de sus estúpidos chistes. Ja, ja. Alzó la cabeza y vio a Liz Taylor tal y como la recordaba del curso de Historia del Cine al que había asistido el año pasado, unas enormes tetas rosadas y una cabellera hecha de cordeles azulados.

—Cleopatra —dijo Ohrengold—, y Francesca da Rímini se encuentran aquí porque cometieron pecados veniales.

Rímini era una ciudad que estaba en algún lugar de Italia y, naturalmente, el mapa de Italia volvió a flotar delante de sus ojos.

Italia, Mierdalia.

¿Cómo podían esperar que se interesara por todas aquellas gilipolleces? ¿A quién le importa dónde nació Dante? Quizá ni tan siquiera había nacido. ¿En qué cambia eso la vida de Birdie Ludd?

En nada.

Debería ponerse en pie ahora mismo, encararse con Ohrengold y hacerle esa pregunta, soltársela a bocajarro para averiguar cómo reaccionaba; pero no puedes hablar con una pantalla de televisión, y Ohrengold no era más que un montón de puntitos parpadeantes. El encargado de la clase les había explicado que ya ni tan siquiera estaba vivo. Otro maldito experto muerto grabado en otra maldita cinta.

Era ridículo. Dante, Florencia, «castigos simbólicos» (eso era lo que la siempre obediente Pocahontas estaba escribiendo ahora mismo en su fiel cuaderno)… No estaban en la jodida Edad Media, estaban en el jodido siglo XXI y él era Birdie Ludd y estaba enamorado y se sentía muy solo y no tenía empleo (y había muchas probabilidades de que nunca consiguiera uno, claro), y no podía hacer nada para remediarlo, no podía hacer absolutamente nada, y en todo el jodido y apestoso país no había ni un solo sitio en el que las cosas pudieran ser distintas.

¿Y si Milly ya no le necesitaba?

El vacío que había dentro de su pecho pareció hacerse más grande. Intentó eliminarlo pensando en los botones de aquella blusa imaginaria y en el calor del cuerpo que había debajo de ella. Su Milly… Cada vez se encontraba peor. Arrancó la hoja en que había dibujado la calavera. La dobló por la mitad y la fue rasgando lentamente a lo largo del pliegue. Repitió el proceso hasta que los trozos fueron tan pequeños que ya no pudo seguir rompiéndolos, y acabó guardándoselos en el bolsillo de la camisa.

Pocahontas le estaba observando con una sonrisita malévola que decía lo mismo que el cartel de la pared. «El papel es valioso. ¡No lo desperdicies!» Pocahontas era una auténtica fanática de la ecología, y Birdie acababa de cometer un grave pecado ecológico. Contaba con sus apuntes para pasar los exámenes finales, por lo que no le quedó más remedio que pedirle disculpas con una sonrisa. La gente no paraba de decirle que tenía una sonrisa muy agradable y sincera. Su único problema era la nariz, que resultaba un poco demasiado corta.

Ohrengold fue sustituido por el logotipo del curso —un hombre desnudo atrapado dentro de un cuadrado y un círculo—, y el encargado les preguntó si querían hacer alguna pregunta, aunque en el fondo le daba absolutamente igual que hablaran o que se quedaran callados. Todos se llevaron la sorpresa de ver cómo Pocahontas se ponía en pie y farfullaba unas cuantas palabras. ¿Qué había dicho? Birdie creyó entender que era algo sobre los judíos. Birdie no aguantaba a los judíos.

—¿Podrías repetir tu pregunta? —dijo el encargado—. Creo que los que están en la parte de atrás de la clase no te han oído muy bien.

—Bueno, si he comprendido al doctor Ohrengold, el primer círculo estaba reservado a las personas que no habían sido bautizadas. Esas personas no habían hecho nada malo…, sencillamente, nacieron demasiado pronto, ¿verdad?

—Exacto.

—Bueno, pues eso no me parece justo.

—¿Sí?

—Quiero decir que… Yo no he sido bautizada.

—Ni yo —dijo el encargado.

—Entonces según Dante los dos iremos al infierno, ¿no?

—Sí, así es.

—No me parece justo.

Pocahontas había ido alzando poco a poco la voz hasta que su zumbido monótono habitual acabó convirtiéndose en un graznido estridente.

Algunos alumnos se estaban riendo, otros habían empezado a ponerse en pie. El encargado alzó la mano.

—Habrá una prueba.

Birdie consiguió sacar un instante de ventaja al gemido colectivo.

—Lo que quiero decir —insistió Pocahontas—, es que el único que puede tener la culpa de que unas personas hayan nacido de una forma y no de otra es Dios, ¿verdad?

—Buena pregunta —dijo el encargado—. No estoy muy seguro de que tenga respuesta. Haced el favor de sentaros. Vamos a hacer una breve prueba de comprensión.

Dos bedeles muy viejos empezaron a repartir rotuladores y las hojas donde anotarían las respuestas.

La difusa sensación de malestar de Birdie no tardó en concretarse, quizá porque ahora tenía una razón que podía compartir con todos los demás.

La intensidad de las luces fue disminuyendo y la pantalla mostró el primer conjunto de respuestas entre las que debían escoger: 1. Dante Alighieri nació en: a) 1300; b) 1265; c) 1625; d) fecha desconocida.

Pocahontas estaba tapando sus respuestas con la mano. La muy zorra… Bueno, ¿cuándo nació el jodido Dante? Birdie recordaba haber escrito la fecha en su cuaderno, pero no recordaba qué fecha había escrito. Volvió a alzar la cabeza para echar otro vistazo a las cuatro respuestas posibles, pero la segunda pregunta ya había aparecido en la pantalla. Birdie hizo un aspa en el espacio (c), la borró impulsado por una vaga sensación de que se había equivocado, se lo pensó durante unos momentos y acabó optando por el mismo casillero.

La pantalla iba por la cuarta pregunta. Las respuestas de entre las que tenía que escoger eran nombres que no había visto nunca y la pregunta no tenía el más mínimo sentido. Birdie torció el gesto, hizo un aspa en el casillero (c) de cada pregunta y entregó su hoja de respuestas al bedel que estaba montando guardia delante de la puerta aun sabiendo que no le dejaría salir hasta que la prueba hubiese terminado. Birdie se quedó inmóvil junto a la puerta con el ceño fruncido y contempló a los gilipollas que ponían sus aspas en los casilleros equivocados de las hojas.

Cuando sonó el timbre todos dejaron escapar un suspiro de alivio.

334 Este Calle Undécima era una de las veinte unidades —ninguna exactamente igual a las otras, todas vagamente parecidas—, construidas bajo los auspicios del programa federal MODICUM durante la opulencia de los años ochenta que precedió al Apretón. Un poste de aluminio para izar la bandera y un bajorrelieve de cemento en el que se leía la dirección del bloque adornaban la entrada principal que daba a la Primera Avenida. El edificio no tenía ninguna otra clase de adorno o decoración. Una noche de hacía ya muchos años la Comunidad de Inquilinos consiguió arrancar un trocito de aquel «4» casi monolítico en un vago gesto de protesta, pero las fotos y dibujos publicados en el Times cuando se anunció la construcción del bloque seguían siendo bastante parecidos a la realidad (si dabas por sentado que los árboles y todas esas tiendas de aspecto próspero y escaparates elegantes no habían sido más que ficciones dictadas por la cortesía periodística, claro está). Arquitectónicamente hablando el 334 no tenía nada que envidiar a las pirámides: se había quedado muy poco anticuado, y no había envejecido en lo más mínimo.

Dentro de su piel de cristal y ladrillo amarillo había una población de unas tres mil personas (excluyendo a los residentes temporales) que ocupaba los 812 apartamentos (40 por piso, más los 12 al nivel de la calle situados detrás de las tiendas). Ese número de habitantes sólo superaba en un 30 por ciento a la población óptima de 2250 personas fijada por los cálculos originales de la Agencia, por lo que no era preciso pecar de poco realista para considerar que el 334 también había funcionado bastante bien en ese aspecto. No cabía duda de que había sitios peores y de que la gente estaba dispuesta a vivir en ellos, especialmente si eras un residente temporal…, y Birdie Ludd lo era.

Eran las siete y media de un anochecer de martes, y Birdie estaba en el rellano del piso dieciséis, dos pisos por debajo del apartamento de los Holt. El padre de Milly no estaba en casa, pero de todas formas tampoco le habían invitado a entrar, y Birdie se estaba helando el culo mientras escuchaba cómo alguien discutía a gritos con otro alguien por un asunto de dinero o de sexo. («Dinero o sexo» era una de las frases teóricamente graciosas de una telecomedia que tenía mucho éxito, y Milly aprovechaba cualquier ocasión para soltársela. «Dinero o sexo…, en el fondo todo se reduce a una de esas dos cosas.» Jua, jua.) Alguien más empezó a gritarles que se callaran, una voz lejana que hablaba lo bastante deprisa para que las palabras se confundieran las unas con las otras, como un aeroplano dando vueltas por encima del parque, y alguien estaba torturando a un bebé. AQUÍ TIENES MI AMOR, cantaba una radio. AQUÍ TIENES MI AMOR. SI TE LO LLEVAS ME MORIRÉ. MORIRÉ CON EL CORAZÓN DESTROZADO. Número Tres en la lista de éxitos nacional. Las notas de la canción llevaban todo el día —no, toda la semana— dando vueltas y más vueltas dentro de la cabeza de Birdie.

Antes de conocer a Milly nunca había creído que el amor fuera más complicado o más doloroso que conseguir un polvo, e incluso durante los dos primeros meses de su relación con ella todo se había reducido a un polvo más agradable que de costumbre. Pero ahora… Cualquier cancioncilla estúpida que sonara en la radio parecía capaz de desgarrarle por dentro, y a veces hasta los anuncios le deprimían.

La canción se interrumpió de repente, la gente dejó de chillar y Birdie oyó un lento eco de pisadas que iba subiendo hacia él. Tenía que ser Milly —los pies entraban en contacto con cada peldaño produciendo ese chasquido secamente femenino típico de los zapatos de tacones bajos—, y Birdie sintió que se le empezaba a formar un nudo en la garganta. El nudo estaba compuesto de amor, miedo, dolor…, de todo excepto felicidad. Si era Milly… ¿Qué podía decirle? Pero, oh, si no era Milly…

Abrió su libro de texto y fingió leerlo. Se dio cuenta de que había manchado la página con la mugre que se le había pegado a la mano cuando intentó abrir la ventana del pozo central, y se la limpió en los pantalones.

No era Milly. No era más que una vieja que subía lentamente cargada con una bolsa de la compra. La vieja se detuvo medio tramo de escalones por debajo de Birdie, se apoyó en la barandilla y depositó su bolsa en el suelo con un «oof» ahogado. Una barrita de Oralina asomaba por la comisura de sus labios, y el botón de regalo incrustado en la punta parecía un mandala de tres al cuarto que giraba locamente con cada movimiento de su cabeza. Era como ver un reloj averiado. La vieja le miró, y Birdie frunció el ceño y clavó la mirada en la pésima reproducción de la Muerte de Sócrates de David de su libro. Los fláccidos labios de la vieja se movieron lentamente hasta acabar formando una sonrisa.

—¿Estudiando? —le preguntó.

—Sí, eso es justamente lo que estoy haciendo. Estoy estudiando.

—Así me gusta.

La vieja se quitó la barrita color verde pálido de la boca, y la sostuvo delante de sus ojos como si fuera un termómetro para averiguar cuánta había consumido y qué fracción de los diez minutos de leve euforia cronometrada le quedaba por disfrutar. Su sonrisa se hizo un poco más tensa, y Birdie pensó que parecía estar dando los últimos retoques a un chiste, puliéndolo y elaborándolo para que resultara lo más gracioso posible.

—Un joven tiene que estudiar, ¿eh? —dijo por fin la vieja, y añadió un sonido inarticulado al que le faltaba muy poco para ser una risita.

La radio volvió a hacer oír su voz, ahora con el último anuncio de la Ford. Era uno de los favoritos de Birdie, jovial y alegre pero al mismo tiempo bien pensado y lleno de sustancia. Lo único que deseaba en aquellos momentos era que la vieja bruja se callara para poder escucharlo a gusto.

—Hoy en día no se puede llegar a ninguna parte sin haber estudiado.

Birdie no replicó.

La vieja decidió cambiar de táctica.

—Esta dichosa escalera… —dijo.

Birdie alzó los ojos de su libro y le lanzó una mirada de irritación.

—¿Qué pasa con la escalera?

—¡Que qué pasa con la escalera! Los ascensores llevan semanas sin funcionar. Eso es lo que pasa. ¡Semanas!

—¿Y?

—¿Y? ¿Por qué no los arreglan? Ah, pero prueba a hablar con la oficina del distrito e intenta que te respondan a una pregunta tan sencilla. Ya verás lo que pasa. Nada, eso es lo que pasa.

Birdie sintió un deseo repentino y casi incontenible de decirle que se lavara el pelo. La vieja hablaba como si se hubiera pasado la vida en un apartamento de lujo, y no en el mugriento suburbio financiado por los subsidios gubernamentales que llevaba tatuado en cada rasgo de la cara. Según Milly los ascensores de todos aquellos edificios llevaban años sin funcionar, no semanas.

Birdie le lanzó una última mirada de disgusto y se pegó a la pared para que la vieja pudiera pasar junto a él. Su cuerpo arrugado olía a cerveza, a chicles de menta y a vejez. Birdie odiaba a los viejos. Odiaba sus caras arrugadas y el contacto de su carne seca y fría. Había demasiados viejos, ése era el problema. Si no hubiera tantos Birdie Ludd ya se habría podido casar con la chica a la que amaba para formar su propia familia. Era una maldita injusticia.

—¿Qué estás estudiando?

Birdie clavó los ojos en la reproducción del cuadro y leyó el pie de foto que no había leído antes.

—Ése de ahí es Sócrates —dijo, recordando vagamente algo sobre Sócrates que había dicho su profesor de Civilización el año pasado—. Es un cuadro —explicó—. Un cuadro griego.

—¿Vas a ser artista o algo parecido?

—Algo parecido —replicó secamente Birdie.

—Eres el chico que sale con Milly Holt, ¿verdad? —Birdie no dijo nada—. ¿Estás esperando que venga a casa?

—¿Hay alguna ley que lo prohíba?

La vieja se le rio en la cara. Fue como si Birdie hubiera metido la nariz en el coño de una muerta. Después reanudó su lento ascenso escalón por escalón hasta llegar al rellano siguiente. Birdie intentó no seguirla con la mirada, pero no lo pudo evitar. Sus ojos se encontraron con los de la vieja y ésta soltó otra carcajada. Birdie acabó hartándose y le preguntó qué demonios le hacía tanta gracia.

—¿Hay alguna ley que prohíba reírse? —replicó la vieja.

Un instante después su risa se fue desintegrando hasta convertirse en una tos que parecía sacada de uno de esos viejos documentales de Educación Sanitaria que te advertían de los horribles peligros del fumar. Birdie se preguntó si sería una adicta. Parecía lo bastante mayor para serlo. El padre de Birdie tenía por lo menos diez años menos que ella, y fumaba tabaco siempre que se le presentaba la ocasión. Birdie pensaba que era una forma realmente estúpida de tirar el dinero, pero la aversión que le inspiraba aquel vicio no iba más allá de una vaga repugnancia. En cambio, Milly no podía soportar a los que fumaban, especialmente a las mujeres.

Un cristal se rompió en alguna parte haciendo mucho ruido y unos niños empezaron a gritarse en alguna parte —«¡Aka! ¡Atrita! ¡Akiak!»—, y cayeron al suelo lanzando alaridos y enzarzados en un entusiástico combate de guerra —gorila. Birdie inclinó la cabeza y contempló el abismo de la escalera. Una mano se posó sobre la barandilla muy por debajo de él, se quedó inmóvil, se alzó, volvió a tocar la barandilla y fue acercándose a él. Los dedos eran muy delgados (como los de Milly), y las uñas parecían estar pintadas de color dorado. La poca luz y la distancia hacían que no pudiese estar seguro de si era Milly. Una oleada de esperanza teñida de incredulidad inundó todo su ser e hizo que se olvidara de la risa de la vieja, los malos olores y los gritos. La escalera se convirtió en el escenario de una gran historia romántica, una neblina de movimientos a cámara lenta. La mano se alzó, se quedó inmóvil durante una fracción de segundo y volvió a posarse sobre la barandilla.

Birdie recordaba la primera vez que fue al apartamento de Milly. Había subido por aquellos peldaños caminando detrás de ella mientras observaba cómo su esbelto y firme traserito oscilaba primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda, y las borlitas que adornaban sus pantalones cortos temblaban y centelleaban emitiendo destellos multicolores como si fuesen los neones de una licorería. Milly había hecho todo el trayecto sin mirar ni una sola vez hacia atrás.

La mano se apartó de la barandilla en el piso once o doce y no volvió a aparecer. Bien, así que no era Milly…

Le había bastado con acordarse de aquella subida para que se le pusiera tiesa. Birdie se bajó la cremallera y metió la mano dentro para administrarse un par de apretones no demasiado entusiastas, pero la erección se esfumó antes de que pudiera empezar a trabajarla en serio.

Echó un vistazo a su reloj Timex garantizado. Eran las ocho en punto. Podía permitirse esperar a Milly durante un par de horas más. Después tendría que caminar cuarenta minutos para volver a su dormitorio comunal, a menos que quisiera pagar la tarifa máxima del metro. Si sus notas fueran lo bastante buenas para poder saltarse el toque de queda se habría pasado toda la noche esperando en la escalera.

Se sentó sobre un peldaño para seguir estudiando el texto de Historia del Arte y clavó los ojos en el cuadro de Sócrates intentando distinguir los detalles en la penumbra. Sócrates sostenía una copa enorme con una mano y le estaba haciendo una higa a alguien con la otra. No tenía el aspecto de una persona que se va a morir, eso estaba claro. El maldito parcial de mañana empezaría a las dos. Tenía que estudiar. Birdie concentró su atención en el cuadro y se preguntó qué razón podía impulsarte a perder el tiempo pintando un cuadro. Siguió observándolo hasta que empezaron a dolerle los ojos.

El bebé reanudó su llantina, un gemido tan estridente e insoportable como el de un avión lanzándose en picado sobre Central Park. Un grupo de guerrilleros birmanos bajó saltando por la escalera lanzando chillidos ininteligibles, y fue seguido un minuto después por otro grupo de chicos con máscaras negras —gorilas del Ejército de los Estados Unidos—, que gritaban obscenidades.

Birdie se echó a llorar. Estaba seguro de que Milly le engañaba, aunque aún no estaba dispuesto a admitirlo ante sí mismo. La quería tanto y era tan hermosa… La última vez que se vieron Milly le había llamado estúpido. «Eres tan increíblemente estúpido, Birdie Ludd… —había dicho—.» Me pones enferma, ¿sabes? Pero Milly era tan hermosa… Y él la amaba.

Una lágrima cayó sobre la copa de Sócrates y fue absorbida por el papel barato. Birdie se dio cuenta de que estaba llorando. No había llorado desde que era niño. Tenía el corazón destrozado.

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