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La muerte de Sócrates » 2

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Birdie no siempre había sido la nube de melancolía ambulante que era ahora. Oh, no, todo lo contrario… Hubo un tiempo en el que era alegre y encantador, en el que nunca se quejaba por nada y resultaba la compañía más divertida del mundo. No era de los que empezaban a competir con el prójimo apenas lo conocían, y si no había más remedio que competir sabía arreglárselas para perder con elegancia y sin enfadarse. La escuela comunal 141 nunca había puesto mucho énfasis en el factor competitivo, y el centro al que fue trasladado después de que sus padres se divorciaran aún le daba menos importancia. Un chico simpático y agradable que se llevaba bien con todos, ése era Birdie.

Pero el verano siguiente a su graduación en la secundaria —justo cuando su relación con Milly empezaba a moverse hacia el estadio de seriedad total que acabaría alcanzando—, el señor Mack le dijo que fuera a verle a su despacho y la vida de Birdie se desmoronó. Norman Mack era un hombrecillo delgado de mediana edad que estaba empezando a quedarse calvo. Tenía barriga y una nariz aparatosamente judía, aunque Birdie nunca había logrado resolver el enigma de si era realmente judío o no y seguía teniendo que limitarse a hacer conjeturas al respecto. Su razón básica para pensar que fuese judío —aparte de la nariz, claro— era que Birdie siempre salía de sus entrevistas de orientación con la vaga impresión de que el señor Mack había estado jugando con él —algo que le ocurría siempre que trataba con un judío—, de que su apacible y no muy entusiástica afabilidad profesional era una fachada detrás de la que se ocultaba un desprecio ilimitado y de que todos esos consejos tan sólidos y razonables no eran más que una trampa. Lo realmente lamentable era que la naturaleza de Birdie no le dejaba más remedio que caer en ella. El juego había sido creado por el señor Mack, y las partidas debían jugarse según sus reglas.

—Siéntate, Birdie.

La primera regla.

Birdie se había sentado, y el señor Mack le había explicado que acababa de recibir una carta del Departamento de Pruebas Genéticas. Después le entregó un inmenso sobre de color gris del que Birdie extrajo un montón de documentos e impresos oficiales, y le explicó —Birdie volvió a meter las hojas de papel dentro del sobre— que todo aquel papeleo se reducía a algo muy sencillo. Birdie había sido reclasificado.

—¡Pero yo pasé los exámenes, señor Mack! Ya hace cuatro años de eso. Y aprobé.

—He telefoneado a Albany para asegurarme de que tu reclasificación no era el resultado de que a alguien se le hubieran cruzado los cables, y puedo asegurarte que no hay ningún error. La carta…

—¡Mire! —Birdie cogió su cartera y sacó la tarjeta—. Mire, aquí lo dice bien claro en blanco sobre negro… Veintisiete.

El señor Mack cogió la maltrecha tarjeta que le ofrecía y se chupó las mejillas en una vaga expresión de simpatía y condolencia.

—Bueno, Birdie, pues siento decirte que en tu nueva tarjeta pone veinticuatro.

—¿Un punto? Me falta un solo punto, y por eso van a… —Birdie ni tan siquiera se sentía capaz de pensar en lo que iban a hacerle—. ¡Oh, señor Mack!

—Lo sé, Birdie. Créeme, yo lo siento tanto como tú.

—Me sometieron a sus malditos exámenes y los pasé.

—Birdie, ya sabes que hay otros factores que tomar en consideración aparte de las puntuaciones obtenidas en los exámenes, y uno de esos factores ha cambiado. Parece ser que tu padre tiene diabetes.

—Es la primera noticia que tengo de eso.

—Es posible que tu padre todavía no lo sepa. Los hospitales tienen una conexión de datos automática con los ordenadores del departamento de puntuaciones, y el sistema te envió esa carta de una forma igualmente automática.

—Pero… ¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?

El paso de los años había ido desgastando la relación existente entre Birdie y su padre hasta que ésta acabó quedando reducida a una voz que brotaba del auricular del teléfono los domingos y un promedio anual de cuatro visitas al Hogar Federal de la Calle Dieciséis en el que vivía el señor Ludd, visitas que la administración conmemoraba entregándole un abono para que dos personas pudieran comer en algún restaurante de la ciudad. La vida familiar era la fuerza de cohesión más importante que existe en cualquier sociedad, y los funcionarios del programa MODICUM intentaban mantener unida a la familia, incluso cuando se trataba de una familia tan poco sólida como la formada por un padre y un hijo que comen lasaña juntos cada doce semanas en el restaurante Las Vísperas Sicilianas. ¿Su padre? Era tan ridículo que Birdie casi sintió deseos de echarse a reír.

El señor Mack empezó explicándole que no había nada de qué avergonzarse. Un 2,5 por ciento de la población tenía una puntuación inferior al 25, lo que equivalía a más de 12 millones de personas. Que Birdie tuviera una puntuación baja no le convertía en un fenómeno circense, no le despojaba de ninguno de sus derechos civiles y sólo significaba —cosa que Birdie ya sabía, naturalmente—, que no se le permitiría tener descendencia ya fuese directamente a través del matrimonio o indirectamente mediante la inseminación artificial. El señor Mack quería asegurarse de que Birdie entendía todo aquello. ¿Lo había entendido?

Sí. Lo había entendido.

El señor Mack pareció sentirse bastante aliviado y añadió la observación de que seguía siendo perfectamente posible —incluso probable, considerando que Birdie estaba justo en el límite— que se le volviera a reclasificar…, hacia arriba, claro. Después repasó pacientemente punto por punto los componentes de la puntuación que Birdie había obtenido en sus exámenes y le explicó cuáles eran los factores que podían permitirle albergar la esperanza de aumentar su puntuación así como los que no podían alterarla.

La diabetes era una enfermedad hereditaria. El tratamiento resultaba muy costoso, y podía prolongarse durante años. Los legisladores que habían redactado el Acta decidieron incluir la diabetes en el mismo apartado que la hemofilia y el gene XYY. Eso quizá pareciera bastante draconiano, pero el señor Mack estaba seguro de que Birdie podía comprender las razones de que fuera preciso frenar la extensión de cualquier tendencia genética a la diabetes, ¿no?

Naturalmente. Birdie podía comprenderlas.

Después estaba aquel otro desafortunado problema concerniente a su padre, el de que durante la última década su porcentaje de tiempo transcurrido en situación de empleo activo hubiera sido inferior al 50 por ciento. A primera vista podría parecer injusto penalizar a Birdie por algo que estaba tan fuera de su control como el que su padre fuese partidario de tomarse la vida de forma un tanto alegre, pero las estadísticas demostraban que ese rasgo de carácter tendía a ser tan hereditario como…, bueno, como la inteligencia, por ejemplo.

¡La vieja antítesis de la herencia contra el ambiente! Pero antes de que Birdie decidiera protestar de una forma demasiado enérgica quizá convendría que echara un vistazo al siguiente apartado de su expediente. El señor Mack cogió un lápiz y dio unos cuantos golpecitos sobre la hoja de papel. No se podía negar que era una curiosa ilustración práctica de cómo funcionaban los mecanismos históricos, ¿verdad? El Acta de Comprobación Genética Revisada había sido aprobada por el Senado el año 2011 después de que los senadores hubieran alcanzado el acuerdo que pasaría a la historia como «Compromiso Jim Crow», y aquí teníamos nada menos que a ese compromiso jadeando sobre el cuello de Birdie, pues los cinco puntos que había perdido debido al desempleo casi crónico de su padre, ¡le habían sido devueltos gracias a que era negro!

Birdie había obtenido 9 puntos en la escala física, lo cual le colocaba en el punto nodal o ápice de la curva normal. El señor Mack hizo un chiste a sus propias expensas basado en la puntuación que habría obtenido si le hubiesen hecho el examen físico a él en vez de a Birdie. Birdie podía solicitar un nuevo examen físico, pero lo habitual era que la puntuación física bajara, no que subiera. Por ejemplo y dada la diabetes que se le había detectado a su padre, en el caso de Birdie la más mínima tendencia a la hipoglucemia podía hacer que su puntuación cayera de tal forma que su situación sería mucho peor que la actual. Así pues y teniendo en cuenta todo aquello, quizá sería mejor olvidarse del examen físico, ¿no?

Sí, parecía lo mejor.

El señor Mack era más optimista respecto a las otras dos pruebas, el test Stanford-Binet (Formato Abreviado) y la Escala Skinner-Waxman. Birdie había obtenido resultados aceptables en ambos (7 y 6 respectivamente), pero las puntuaciones tampoco eran nada del otro mundo. La gente solía mejorar su puntuación de forma espectacular a la segunda intentona. Un dolor de cabeza, nerviosismo, incluso algo tan sencillo como la indiferencia…, hay muchísimas cosas que pueden impedir que una mente dé el máximo de sí misma, ¿no? Cuatro años era mucho tiempo, desde luego, pero lo importante era averiguar si Birdie tenía alguna razón para creer que no había obtenido la puntuación máxima de la que era capaz.

¡Sí! Birdie recordaba que incluso pensó en protestar, pero había pasado las pruebas y acabó decidiendo que no valía la pena. El día de la prueba un gorrión se metió en el auditorio y estuvo revoloteando incansablemente en todas direcciones yendo de una ventana cerrada a otra. ¿Quién podía concentrarse adecuadamente con todo aquel jaleo?

Decidieron que Birdie solicitaría que se le volviese a someter al Stanford-Binet y al Skinner-Waxman; y suponiendo que por la razón que fuera no se sintiese lo suficientemente seguro de sí mismo cuando llegara el día del examen siempre le quedaba la posibilidad de solicitar un aplazamiento. El señor Mack estaba convencido de que Birdie descubriría que todo el mundo quería prestarle el máximo de ayuda posible.

El problema parecía haber quedado resuelto y Birdie ya se disponía a marcharse, pero las normas eran las normas y el señor Mack aún tenía que ocuparse de un par de detalles más. Dejando aparte los factores hereditarios y los test, ambos centrados en la potencialidad, había otro apartado que podía ayudarle a mejorar su puntuación. Cualquier servicio excepcional al país o a la economía significaba la concesión automática de veinticinco puntos, pero el señor Mack opinaba que era una probabilidad bastante remota y que Birdie no podía confiar mucho en ella, ¿verdad? Tampoco había que olvidar que una demostración de capacidades físicas, intelectuales o creativas que se encontraran lo bastante por encima de los niveles promedio, etcétera, etcétera.

Birdie le dijo que creía que también podían saltarse ese apartado.

Pero aquí había algo que sí debía ser tomado en consideración —sí, aquí mismo, justo debajo de la goma—, y era nada menos que el componente educativo. Birdie ya había conseguido cinco puntos por el mero hecho de haber terminado los estudios secundarios. Si iba a la universidad…

Ni soñarlo. Birdie no había nacido para ir a la universidad. No es que fuera imbécil, claro, pero tampoco era ningún Isaac Einstein.

En principio y si aquella conversación fuese un mero hablar por hablar el señor Mack habría aplaudido el realismo de que daba muestra Birdie tomando una decisión semejante, pero dadas las circunstancias actuales opinaba que era mejor no quemar las naves. Cualquier persona que residiera en la ciudad de Nueva York tenía derecho a asistir a las clases de cualquiera de las universidades de la ciudad ya fuese en calidad de estudiante regular o, si le faltaban ciertos requisitos previos, inscribiéndose en un Anexo de Estudios Generales. El señor Mack opinaba que Birdie no debía olvidar esa posibilidad.

El señor Mack lamentaba mucho todo aquello, y albergaba la esperanza de que Birdie aprendería a vivir con el convencimiento de que su reclasificación era un mero revés temporal y no una derrota permanente. El fracaso era un punto de vista, nada más.

Birdie dijo que estaba totalmente de acuerdo con él, pero ni tan siquiera esa admisión sirvió para devolverle la libertad. El señor Mack le apremió a que pensara en el tema de la anticoncepción y la genética de la forma más amplia posible. Actualmente ya había demasiadas personas entre las que distribuir los recursos disponibles, y de no existir algún sistema de limitación voluntaria habría cada vez más y más, y su número se iría incrementando de forma catastrófica. El señor Mack albergaba la esperanza de que Birdie acabaría comprendiendo que pese a sus obvios defectos el sistema era tan deseable como necesario.

Birdie le prometió que intentaría verlo de esa forma y obtuvo por fin el anhelado permiso para abandonar el despacho.

Entre los papeles que contenía el sobre gris había un folleto editado por el Consejo de Educación Nacional, «Tu prueba de aptitud genética», el cual afirmaba que la única forma de prepararse para su nuevo examen que le permitiría obtener un buen resultado era desarrollar un marco mental de calma y seguridad en uno mismo. Un mes después Birdie acudió a su cita en la calle Centro con un sólido marco mental de calma y seguridad en sí mismo a buen recaudo dentro de su cabeza. No se percató de que el día era nada menos que el martes 13 de julio hasta después de haber salido del edificio, cuando ya llevaba un buen rato sentado junto a la fuente de la plaza comentando las pruebas con sus compañeros de martirio. ¡Qué catástrofe! No necesitó esperar la llegada del sobre certificado para estar seguro de que la máquina tragaperras del gobierno le había obsequiado con una combinación de cereza, manzana y plátano, la única que no tenía premio. Aun así después de leer la carta se tambaleó como si acabaran de darle un puñetazo. Había bajado un punto en el test de coeficiente intelectual, y en cuanto a la Escala de Creatividad Skinner-Waxman se había hundido hasta el 4, lo cual le dejaba en el nivel de los retrasados mentales. ¿Su nuevo y espantoso total? Veintiún puntos.

El 4 del Skinner-Waxman le puso especialmente furioso. La primera parte del test consistía en escoger el chiste que te pareciera más gracioso de entre los cuatro ofrecidos, y luego había que seleccionar aquel de los cuatro finales que el sujeto considerase como el más adecuado a la historia previamente propuesta. Birdie recordaba aquella parte del test de la prueba anterior, pero cuando hubo terminado le llevaron a una habitación vacía que le pareció bastante extraña en la que había dos cuerdas colgando del techo. Después le dieron unas tenazas y le dijeron que anudara las cuerdas, advirtiéndole de que no podía quitarlas de los ganchos que las sostenían.

Era imposible. Si cogías el extremo de una cuerda con una mano no podías agarrar la otra ni aunque te contorsionaras alargando el pie hacia ella. Los centímetros extra que te proporcionaban las tenazas no servían de nada. Cuando los diez minutos que le habían concedido para realizar la prueba llegaron a su fin, Birdie estaba a punto de gritar de pura frustración. Después le plantearon tres problemas imposibles más, y Birdie se limitó a fingir que intentaba resolverlos.

Mientras estaban junto a la fuente un jodido genio les explicó a todos los demás lo que podían haber hecho. Bastaba con atar las tenazas al extremo de una cuerda y hacer que se balanceara como si fuese un péndulo; luego ibas corriendo hasta la otra cuerda y…

—¿Sabes lo que realmente me gustaría ver atado de una cuerda y balanceándose? —dijo Birdie interrumpiendo al genio—. Venga, capullo, ¿lo sabes? ¡A ti!

Todos sus compañeros de martirio estuvieron de acuerdo en que su chiste era mucho mejor que cualquiera de los propuestos en el test.

No le contó a Milly que había sido reclasificado hasta después de recibir la carta comunicándole su fracaso en las pruebas. Su relación estaba pasando por una fase de enfriamiento que Birdie esperaba fuese tan pasajera como el deslizarse de una nube delante del sol, pero aun así temía la posible reacción de Milly y los insultos que podían llover sobre su cabeza. Milly le sorprendió comportándose de una forma realmente heroica; y fue toda ternura, preocupación y valerosa decisión de seguir adelante ocurriera lo que ocurriese. Milly incluso se echó a llorar, y le dijo que hasta entonces nunca había sido consciente de lo mucho que le quería y le necesitaba. Ahora le quería más que antes, porque… Pero no hacía falta que se lo explicara. Todo era visible en sus rostros y en sus ojos, en las humedecidas pupilas castañas de Birdie y en las color avellana con manchitas doradas de Milly. Le prometió que estaría a su lado durante todo el tiempo que durase la ordalía. ¡Diabetes! ¡Y ni tan siquiera era él quien padecía de esa enfermedad! Cuanto más pensaba en ello más se enfadaba, y más se reforzaba su decisión de no permitir que el Moloch (¿Moloch?) de la burocracia jugara a ser Dios con ella y con Birdie. Si Birdie estaba dispuesto a ir al Anexo General de Estudios de Barnard, Milly estaba dispuesta a esperarle durante todo el tiempo que hiciera falta.

El período de tiempo durante el que debería esperarle acabó resultando ser nada menos que cuatro años. El sistema de puntos había sido concebido de una forma muy ingeniosa, y cada año sólo te proporcionaba medio punto hasta que llegaba la graduación y te tocaban cuatro puntos de golpe. Si Birdie se hubiese conformado con la puntuación que había obtenido en las primeras pruebas podría haber llegado a los 25 puntos en sólo dos años, pero ahora no le quedaba más remedio que conseguir una licenciatura.

Pero amaba a Milly, y quería casarse con Milly y, dijeran lo que dijesen, un matrimonio no es un matrimonio de verdad a menos que puedas tener hijos.

Birdie fue a la universidad de Barnard y se matriculó. ¿Qué otra elección le quedaba?

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