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La muerte de Sócrates » 3

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La mañana del día en que iba a tener su examen de Historia del Arte Birdie estaba acostado en su cama del ahora vacío dormitorio del Anexo dormitando y pensando en el amor. No podía volver a conciliar el sueño, pero tampoco quería levantarse. Su cuerpo estaba tan saturado de energía que apenas podía contenerla y ésta amenazaba con desbordarse, pero no era la clase de energía que necesitaba para lavarse los dientes o bajar a desayunar; y de todas formas ya era demasiado tarde para desayunar y Birdie se encontraba a gusto donde estaba.

La luz del sol entraba a chorros por la ventana del sur. Una leve brisa hizo crujir los avisos y anuncios viejos clavados en el tablero de corcho, agitó una camisa colgada del riel de una cortina y acarició el vello que cubría el dorso de la mano de Birdie allí donde el nombre de Milly apenas era un manchón borroso dentro de un corazón dibujado con bolígrafo. Birdie se echó a reír, y se fue dejando invadir por la sensación de estar tan lleno de vida y la promesa de que iba a hacer buen tiempo. Rodó sobre sí mismo hasta quedar acostado encima del flanco izquierdo y dejó que la manta resbalara hasta caer al suelo. La ventana enmarcaba un rectángulo de cielo que no podía estar más azul. ¡Precioso! Estaban en el mes de marzo, pero podía haber sido un día de abril o de mayo. Iba a hacer un día maravilloso, y la primavera sería soberbia. Birdie podía sentirlo en los músculos de su pecho y en los de su estómago cada vez que tragaba una bocanada de aire.

¡La primavera! Y luego el verano, la brisa, el poder quitarse la camisa para ir con el torso desnudo.

El verano pasado en Great Kifis Harbor, la arena caliente, el viento marino enredándose en la cabellera de Milly y su mano que se alzaba una y otra vez para echarlo hacia atrás como si fuese un velo. ¿De qué habían hablado a lo largo de ese día? De todo. Sobre el futuro. Sobre lo insoportable que era el padre de Milly y lo mucho que deseaba alejarse del 334 y vivir su propia vida. El empleo en la compañía aérea le había proporcionado la opción de pasar las noches en un dormitorio, pero no estaba tan acostumbrada a la vida comunal como Birdie y le resultaba bastante difícil. Pero pronto, pronto…

El verano. Caminar junto a Milly, una danza de serpientes a través de los cuerpos tumbados encima de la arena, praderas de carne que cruzar. Extender la loción solar sobre su piel. La Magia del Verano. El lento deslizarse de su mano. No había nada claro o preciso, y de repente todo se volvía tan innegable como la luz del día, como si el mundo entero estuviera haciendo el amor. El mar, el cielo, todos los que estaban allí… Serían cachorritos y serían cerdos. La atmósfera vibraría con el resonar de las canciones, cien canciones distintas entonadas al mismo tiempo. En momentos como aquél Birdie comprendía lo que debía de sentir un compositor o un gran músico y se convertía en un gigante henchido de grandeza, una bomba de relojería que no tardaría en estallar.

El reloj de la pared decía que eran las once y siete minutos. «Hoy es mi día de suerte…» Birdie se repitió mentalmente la frase una y otra vez convirtiéndola en una promesa. Se levantó de un salto e hizo diez flexiones sobre el suelo de baldosas que aún estaban un poco húmedas a causa de la fregona que se había deslizado por ellas aquella mañana. Después hizo diez flexiones más. Cuando hubo terminado la segunda tanda de flexiones se acostó en el suelo y descansó con los labios pegados al frescor húmedo de una baldosa. Tenía una erección.

Deslizó una mano alrededor de su miembro y cerró los ojos. ¡Milly! Tus ojos… Oh, Milly, te amo. Milly, oh, Milly, oh, Milly. ¡Te quiero tanto! Los brazos de Milly. El final de su espalda. Milly echándose hacia atrás. ¡Milly, no me dejes! ¿Milly? ¿Me quieres? ¡Sí, a mí!

Se corrió dejando escapar un chorro de semen que se fue abriendo en una pequeña marea hasta que sus dedos quedaron cubiertos de fluido blanco, y el semen se esparció sobre el dorso de su mano, y sobre el corazón azul, y sobre su nombre.

Las once y treinta y cinco minutos. El examen de Historia del Arte era a las dos. Ya se había perdido la salida del grupo de Consumología de las diez. Mala suerte.

Envolvió su cepillo de dientes, su tubo de Crest, su navaja de afeitar y la espuma en una toalla y fue a lo que había sido el lavabo para ejecutivos del departamento de actuarios que trabajaban en la compañía de seguros New York Life cuando el Anexo era un edificio de oficinas. La música empezó a sonar en cuanto abrió la puerta. ¡Bum, bang! ¿Por qué soy tan feliz?

¡Bum, bang!

¿Por qué soy tan feliz?

Maldición,

la verdad es que no lo sé.

Decidió que se pondría el suéter blanco, los Levis blancos y las playeras blancas. Esparció un agente blanqueador sobre su cabellera, que volvía a tener su color natural. Se puso delante del espejo y se contempló. Sonrió. El sistema de sonido empezó a difundir su anuncio favorito, el de la Ford. Birdie bailó consigo mismo y cantó el texto del anuncio mientras se movía grácilmente por el espacio vacío que había delante de los urinarios.

El Anexo estaba a quince minutos de la parada del Transbordador Sur. En el edificio del transbordador había un restaurante de la PanAm donde las camareras llevaban uniformes idénticos al de Milly. Birdie no podía permitirse aquellos lujos, pero decidió almorzar allí. El almuerzo que le trajeron era el mismo que Milly podía estar sirviendo a cuatro mil metros de altura en aquel mismo instante. Birdie dio veinticinco centavos de propina, lo que le dejó con sólo la ficha que le llevaría de vuelta al dormitorio. Estaba arruinado. Libertad Ahora.

Caminó junto a las hileras de bancos en que los viejos venían a sentarse cada día para contemplar el mar mientras esperaban que llegara el momento de morirse. Aquella mañana, Birdie no les odiaba tanto como les había odiado anoche. Los viejos inmóviles que formaban hileras impotentes bañadas por los rayos del sol de primera hora de la tarde parecían extrañamente lejanos, no planteaban ninguna amenaza, no importaban.

La brisa que llegaba del Hudson olía a sal, petróleo y podredumbre. No era un olor desagradable. Resultaba tonificante. Si hubiera vivido unos cuantos siglos antes, Birdie quizá habría sido marino. Momentos de películas sobre barcos desfilaron velozmente por su memoria. Le dio tal patada a una lata de Diversión vacía que la hizo pasar volando por encima de la barandilla. Birdie se detuvo unos instantes a contemplar cómo bailoteaba sobre la superficie verde y negra de las aguas.

El cielo era un rugir de reactores. Los aviones iban en todas direcciones, y Milly podía estar en cualquiera de ellos. ¿Qué le había dicho hacía una semana? «Siempre te querré.» ¿Hacía una semana de eso?

«Siempre te querré.» Si hubiera llevado encima un cuchillo habría podido grabar esas palabras en algún sitio.

Se sentía estupendamente. Sí, no podía sentirse mejor.

Un viejo vestido con un traje viejo iba por la acera caminando muy despacio con una mano sobre la barandilla. Su rostro estaba cubierto por una frondosa y rizada barba blanca, aunque su cabeza estaba tan desnuda y lisa como un casco de policía. Birdie se apartó de la barandilla para dejarle pasar.

El viejo alzó una mano y la puso delante de la cara de Birdie.

—Bueno, amigo, ¿qué me dices?

Birdie arrugó la nariz.

—Lo siento.

—Necesito veinticinco centavos.

Un acento extranjero. ¿Español? No. Birdie pensó que le recordaba a algo o a alguien.

—Yo también.

El hombre barbudo le hizo una higa y Birdie comprendió a quién se parecía. ¡Sócrates!

Bajó la mirada hacia su muñeca, pero se había dejado el reloj en la garita porque no encajaba con su atuendo blanco-total de hoy. Giró sobre sí mismo. El gigantesco reloj publicitario de la fachada del First National Citibank afirmaba que eran las dos y cuarto. No, imposible. Birdie fue hacia los bancos y les preguntó a dos viejos si realmente era esa hora. Sus relojes estaban de acuerdo con el del banco.

Presentarse en el examen ahora no serviría de nada. Birdie sonrió sin saber muy bien por qué. Dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó en un banco para contemplar el océano.

En junio hubo la tradicional reunión de familia en Las Vísperas Sicilianas. Birdie vació su bandeja sin prestar mucha atención a la comida o a la historia que su padre le estaba contando, algo sobre alguien de la calle Dieciséis que había pedido que le asignaran la Habitación 7, después de lo cual se descubrió que había sido sacerdote católico. El señor Ludd parecía nervioso o preocupado por algo, Birdie no sabía si por la Habitación 7 o porque temía que la diabetes le obligaría a reducir su consumo de alcohol. Birdie acabó decidiendo que debía darle una oportunidad de engullir sus spaghetti y le contó que el señor Mack se las había arreglado para que le permitieran presentar un trabajo, a pesar de que (tal y como había observado el mismo señor Mack) los problemas y los documentos de Birdie pertenecían al AEG de Barnard, y no a la Escuela Comunal 141. En otras palabras, el trabajo iba a ser la última oportunidad de Birdie, pero si Birdie quería eso también podía convertirse en una fuente de motivación, ¿no? Y Birdie había querido, naturalmente.

—¿Y vas a escribir un libro?

—Maldita sea, papá, ¿quieres hacer el favor de escucharme?

El señor Ludd se encogió de hombros, enrolló unos cuantos spaghetti en su tenedor y le escuchó.

Lo que Birdie debía hacer si quería conseguir sus 25 puntos era demostrar que su capacidad personal se encontraba claramente por encima de lo que parecía dar a entender su penosa exhibición de aquel fatídico martes 13. El señor Mack había repasado minuciosamente todos los componentes de su perfil. Su puntuación en Habilidades Verbales era la mayor de todas las que había obtenido hasta la fecha, y tanto Birdie como el señor Mack acabaron llegando a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era escribir algo. Cuando Birdie le preguntó sobre qué podía escribir ese algo el señor Mack le regaló un ejemplar de Sin ayuda de nadie.

Birdie metió la mano debajo del banco sobre el que se había sentado en cuanto entraron y alzó el libro para que su padre pudiera verlo. Sin ayuda de nadie, editado por y con una introducción (estimulante, desde luego, pero no muy clara) de Lucille Mortimer Randolph-Clapp. Lucille Mortimer Randolph-Clapp era la creadora del sistema de exámenes genéticos.

Los últimos spaghetti fueron enrollados y engullidos. El señor Ludd acercó su cuchara a los spumoni y los acarició con una reverencia casi religiosa.

—¿Así que te dan dinero sólo por…? —preguntó mientras retrasaba unos momentos el inmenso placer de saborearlos para hacer que fuera un poco más intenso.

—Quinientos dólares. Increíble, ¿no? Lo llaman «estipendio». Se supone que ese dinero debe durarme tres meses, aunque quizá se me acabe antes. Ese edificio de la calle Mott es viejo y no pago mucho de alquiler, pero hay otras cosas.

—Están locos.

—Es el sistema que han montado. Necesito tiempo para desarrollar mis ideas, ¿entiendes?

—Todo ese sistema suyo es una locura. ¡Escribir! No puedes escribir un libro.

—No he de escribir un libro. No es más que una historia, un ensayo…, algo así. No hace falta que tenga más de un par de páginas. El libro dice que lo mejor siempre es… He olvidado la palabra que usa, pero quiere decir que lo mejor siempre es corto. Tendrías que leer algunas de las basuras que se han tragado. Poesías y ese tipo de cosas en las que una de cada dos palabras es un taco, y cuando digo taco quiero decir que son palabras realmente feas, ¿entiendes? Pero hay algunas cosas que no están nada mal. Un tipo que no terminó el octavo curso escribió una historia sobre sus experiencias cuando trabajaba en una reserva de caimanes. En Florida, ¿sabes? Y también hay filosofía. Recuerdo que había un trabajo sobre una chica que estaba lisiada y que además era ciega… Te lo enseñaré.

Birdie encontró la página donde había interrumpido la lectura de «Mi filosofía», de Delia Hunt, y leyó el primer párrafo en voz alta.

—«Hay momentos en que me gustaría ser una filosofía muy muy grande, y hay momentos en que me gustaría coger un hacha enorme y cortarme en trocitos a mí misma. Si oyera que alguien grita “¡Socorro, socorro!” creo que sería capaz de seguir sentada sobre mi tronco de árbol y pensar “Me parece que alguien tiene problemas, pero no soy yo porque yo estoy aquí viendo cómo los conejos y todos los bichos saltan y corren de un lado a otro. Supongo que intentan alejarse del humo, ¿no?». Pero yo seguiría sentada encima de mi filosofía y pensaría «Bueno, parece que esta vez va en serio y que el bosque realmente se ha incendiado…”»

El señor Ludd estaba absorto en sus spumoni y se limitó a asentir afablemente con la cabeza. Se negaba a dejarse asombrar por nada de cuanto pudiera oír, y estaba decidido a no protestar o tratar de entender cuál podía ser la razón de que las cosas no hubieran salido tal y como él había planeado. Si la gente quería que hiciera una cosa la haría. Si querían que hiciera otra cosa distinta también la haría. Sin preguntas. La vida es un sueño, como también había observado Delia Hunt.

—Ya sabes lo que tendrías que hacer, ¿verdad? —le dijo su padre mientras caminaban por la calle Dieciséis.

—¿Qué tendría que hacer?

—Deberías utilizar un poco de ese dinero que te han dado para conseguir que alguien realmente listo escribiera el trabajo en tu lugar.

—No puedo. Tienen ordenadores que son capaces de detectar si has hecho trampa.

—¿De veras?

El señor Ludd dejó escapar un suspiro.

Un par de manzanas más adelante le pidió que le prestara unos cuantos dólares para comprar un poco de Olvido. La solicitud de un préstamo monetario era una parte tradicional de sus reuniones y la tradición exigía que Birdie se negara, pero ¿cómo podía hacerlo cuando acababa de alardear del estipendio que le pagaban? No le quedaba más remedio que acceder.

—Espero que sabrás ser mejor padre que yo —dijo el señor Ludd mientras doblaba el billete y lo guardaba dentro de su tarjetero.

—Sí. Bueno, yo también lo espero.

La réplica de Birdie hizo que los dos soltaran una risita.

A la mañana siguiente Birdie siguió el único consejo que había podido obtener del asesor que había conseguido veinticinco dólares a cambio de esas palabras e hizo su primera visita en solitario (unos cuantos años atrás había recorrido la sucursal norte acompañado por unas cuantas decenas de condiscípulos de cuarto curso) a la Biblioteca Nacional. El edificio era una auténtica colmena repleta de libros de investigación con la única excepción del último piso, el 28, que estaba ocupado por el sistema de cables que unía Nassau con la sucursal norte y luego, a través de relés, con las bibliotecas públicas más importantes de todo el mundo salvo las de Francia, Japón y Sudamérica. Un bedel que no podía llevarle muchos años de ventaja le enseñó cómo manejar el sistema de marque-y-pulse. Cuando el bedel se hubo marchado Birdie clavó los ojos en el vacío de la pantalla y lo contempló con expresión lúgubre. Su mente sólo parecía capaz de pensar en una cosa, lo mucho que le habría gustado atravesar la pantalla con el puño. ¡Marque-y-golpee!

Almorzó en el sótano de la biblioteca y empezó a sentirse un poco mejor. Se acordó de Sócrates gesticulando con los brazos y del ensayo filosófico que había escrito aquella chica ciega. Solicitó los cinco mejores libros sobre Sócrates adaptados al nivel promedio del último curso de la secundaria y empezó a leer pasajes al azar.

Birdie acabó de leer el capítulo de la República de Platón que contiene la famosa parábola de la caverna cuando ya hacía varias horas que había anochecido. Después vagó por entre los destellos multicolores del tercer turno de Wall Street sintiéndose aturdido y deslumbrado. Ya eran más de las doce, pero las calles y las plazas seguían estando llenas de gente. Acabó en un pasillo lleno de máquinas expendedoras de comida y bebida sorbiendo un Kafé caliente y contemplando los rostros que se movían a su alrededor mientras se preguntaba si alguno de ellos —¿la mujer que parecía pegada a su ejemplar del Times quizá, los viejos mensajeros que no paraban de hablar?— sospechaban que se les había ocultado la verdad o si eran como los pobres prisioneros de la caverna que contemplaban las sombras y la roca sin imaginar ni por un solo instante que fuera había un sol, un cielo, todo un mundo de belleza aplastante que esperaba caer sobre ellos…

Antes nunca había comprendido que la belleza podía ser algo más que la brisa entrando por una ventana o la curva de los pechos de Milly, y que no tenía nada que ver con lo que Birdie Ludd sintiera o lo que deseara. La belleza estaba allí, ardiendo en el interior de las cosas. Estaba en todas partes, incluso en esas estúpidas máquinas de comida y bebida, incluso en los rostros ciegos.

Birdie recordó la votación en que el Senado ateniense había decidido que Sócrates debía morir. Corromper a la juventud… ¡Ja! Odiaba al Senado ateniense, pero ese nuevo odio era muy distinto a la clase de odio que estaba acostumbrado a sentir. Les odiaba por una razón: ¡justicia!

Belleza. Justicia. Verdad. Amor también, probablemente. En algún lugar había una explicación de todo cuanto ocurría, un significado. Todo tenía sentido. El mundo era algo más que un montón de palabras.

Salió del pasillo. Las nuevas emociones seguían invadiéndole tan deprisa que apenas podía comprenderlas, y desfilaban por su interior como nubes inmensas en una película pasada a cámara rápida. Contempló su rostro reflejado en el escaparate a oscuras de una delicatessen y sintió un deseo casi incontenible de reír a carcajadas. Un instante después se acordó de la joven prostituta que ocupaba el cuarto situado debajo del que había alquilado, volvió a verla acostada sobre su catre vestida con un camisón casi inexistente y sintió deseos de llorar. Tuvo la impresión de que podía ver el dolor y la falta de esperanzas de aquella vida tan claramente como si el pasado y el futuro de la prostituta fueran un objeto físico colocado delante de él, como una estatua del parque que se alzaba ante sus ojos.

Estaba junto a la barandilla de Battery Park y contemplaba el mar. Olas oscuras lamían la orilla de cemento. Los faros y las balizas se encendían y se apagaban —rojo y verde, blanco y blanco—, y se iban moviendo por delante de las estrellas avanzando en dirección a Central Park.

¿Belleza? Ahora la idea le parecía demasiado pobre y carente de peso. No, en todo aquello había oculto algo que se encontraba más allá de la belleza, algo que le hacía sentir un miedo y un frío interior que nunca había conocido y que no podía explicar. Y, pese a ello, también sentía un júbilo igualmente extraño. Su alma acababa de despertar y estaba haciendo cuanto podía para impedir que aquellas sensaciones y aquel principio recién descubiertos se le escaparan antes de haber recibido un nombre. Cada vez que creía haberlos capturado descubría que se le habían escurrido entre los dedos. Birdie acabó volviendo a casa cuando faltaba poco para que amaneciera, temporalmente derrotado.

Estaba subiendo el tramo de peldaños que llevaba a su cuarto cuando un gorila —iba sin uniforme, pero seguía siendo fácil de reconocer, y llevaba las barras y las estrellas tatuadas en la frente— salió del cuarto de Frances Schaap. Birdie sintió una fugaz punzada de odio hacia aquel hombre seguida por una oleada de compasión hacia la chica, pero esta noche no disponía del tiempo que se necesitaría para intentar ayudarla aun suponiendo que ella quisiera aceptar su ayuda.

Durmió bastante mal, como un cadáver que se hunde en el agua hasta llegar al fondo y que vuelve lentamente a la superficie atrapado en un continuo subir y bajar. Despertó a mediodía emergiendo de un sueño al que le faltaba muy poco para convertirse en pesadilla. En el sueño estaba dentro de una habitación con el techo cruzado por una hilera de vigas. Había dos cuerdas colgando de las vigas. Birdie estaba de pie entre ellas intentando agarrar la una o la otra, pero cada vez que creía haberlo conseguido la cuerda se alejaba velozmente de su mano oscilando de un lado a otro como un péndulo enloquecido.

Sabía cuál era el significado del sueño. Las cuerdas eran una forma de poner a prueba su creatividad. Ése era el principio que había intentado definir anoche cuando estaba inmóvil junto a la barandilla contemplando las aguas. La creatividad era la clave que podía proporcionarle la solución a todos sus problemas. Si pudiese averiguar más cosas sobre ella, si consiguiera analizarla… Sí, estaba seguro de que sería capaz de resolver sus problemas.

La idea seguía estando muy poco clara, pero Birdie sabía que iba por el buen camino. Desayunó un par de huevos cultivados y una taza de Kafé, y volvió a su cubículo de la biblioteca para seguir estudiando. La inmensa excitación presente en todas las cosas que había captado la noche anterior parecía haberse desvanecido. Los edificios no eran más que edificios. Tenía la impresión de que las personas se movían un poco más deprisa que de costumbre, pero eso era todo. Y, aun así, se sentía estupendamente. Nunca se había sentido tan bien como hoy. Era libre. ¿O se trataba de algo distinto que no tenía nada que ver con la libertad? De una cosa sí estaba seguro: nada de cuanto había en su pasado valía una mierda, pero el futuro… ¡Ah, el futuro estaba lleno de promesas!

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