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Cuerpos » 1

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—Una fábrica, por ejemplo —dijo Ab—. Es exactamente lo mismo.

Chapel quiso saber de qué clase de fábrica estaba hablando.

Ab echó su silla hacia atrás y se sumergió en la teoría con tanta placidez como si fuera una de las bañeras especiales con chorros de agua caliente para dar masaje que usaban en Hidroterapia. Había engullido los dos almuerzos traídos por Chapel y se sentía tranquilo y afable, seguro de sí mismo y perfectamente dueño de la situación.

—Cualquiera. ¿Has trabajado en alguna fábrica?

—Pues claro que no. ¿Chapel? Chapel empujaba un carrito, y podía considerarse afortunado de haber encontrado ese trabajo, así que Ab siguió hablando.

—Por ejemplo… Sí, una fábrica de aparatos electrónicos. Hace tiempo trabajé de montador en una.

—Y fabricabas algo, ¿verdad?

—¡Te equivocas! Unía piezas. Si utilizaras las orejas y dejaras quieta esa bocaza tuya durante un minuto te darías cuenta de que hay una gran diferencia entre una cosa y otra. Verás, para empezar había una caja que venía hacia mí y yo le metía dentro una especie de tablero rojo, y luego le daba unas cuantas vueltas a una tuerca, una rosca o un no sé qué que estaba encima del tablero. Y todo el día igual, tan sencillo como decir A-B-C. Hasta tú podrías haberlo hecho, Chapel.

Ab se echó a reír.

Chapel se echó a reír.

—¿Qué es lo que hacía realmente? Movía cosas. Las llevaba de aquí para allá…

Chapel se lo demostró con una pequeña pantomima. El meñique de su mano izquierda terminaba en el primer nudillo. Chapel se lo había hecho él mismo durante su iniciación en los Caballeros de Colón hacía ya veinte años (veinticinco, de hecho), un solo golpe con el viejo trinchante que nunca falla y ya está, aunque cuando alguien preguntaba qué le había ocurrido decía que fue un accidente industrial y añadía que el maldito sistema siempre se las arreglaba para acabar destruyéndote; pero casi nadie era lo bastante ingenuo para preguntarle qué había sido de su meñique.

—Pero no fabricaba nada de nada, ¿entiendes? Y en cualquier otra fábrica ocurre lo mismo. Mueves cosas de un lado a otro o las vas juntando, tanto da.

Chapel podía darse cuenta de que estaba perdiendo la discusión. Ab hablaba cada vez más deprisa, y en cambio a él las palabras le salían a trompicones. La verdad es que ni tan siquiera había querido empezar la discusión, pero Ab había conseguido enredarle en ella sin que Chapel tuviera ni idea de cómo se las había arreglado para hacerlo.

—Pero algo… No sé, lo que tú dices es que… Pero lo que quiero decir es… También has de tener sentido común y…

—No, estoy hablando de ciencia.

La palabra hizo que los ojos del viejo quedaran iluminados por un brillo de derrota tan abyecto como si Ab acabara de dejar caer una bomba —bum—, justo en el centro de su negra y cada vez más abatida cabeza. ¿Quién podía enfrentarse a la ciencia y salir vencedor? Chapel no, eso estaba clarísimo.

Aun así Chapel intentó emerger de entre los escombros y se dispuso a seguir defendiendo la causa del sentido común.

—Pero las cosas se hacen…, se fabrican. ¿Cómo explicas eso?

—Las cosas se fabrican, las cosas se fabrican… —Ab repitió las palabras de Chapel en un falsete burlón, aunque de los dos Chapel era el que tenía la voz más grave—. A ver, ¿qué cosas?

Chapel recorrió el depósito de cadáveres con la mirada buscando un ejemplo. El sitio le resultaba tan familiar que casi habría podido ser invisible. La losa, las camillas con ruedas, los montones de sábanas, el armario que contenía el surtido de filtros y fluidos, el escritorio… Chapel alargó la mano hacia el montón de objetos que había encima de él y cogió una banda de identificación en blanco.

—El plástico.

—¿El plástico? —exclamó Ab poniendo cara de disgusto—. Eso sólo demuestra hasta qué extremos llega tu ignorancia, Chapel, El plástico…

Ab meneó la cabeza.

—El plástico —insistió Chapel—. ¿Por qué no?

—Porque hacer plástico se reduce a mezclar productos químicos, so analfabeto.

—Sí, pero… —Chapel cerró un ojo y trató de pensar con claridad—. Pero para hacer el plástico tienen que…, tienen que calentarlo o algo así.

—¡Exacto! ¿Y qué es el calor? —preguntó Ab cruzando las manos sobre su barriga, victorioso, lleno de comida y seguro de sí mismo—. El calor es energía cinética.

—Mierda —insistió Chapel.

Alzó una mano y empezó a masajear la curva marrón cubierta de pelitos que era su cuero cabelludo. Otra discusión perdida… Nunca entendería cómo demonios se las arreglaba Ab.

—Moléculas en movimiento —resumió Ab—. Todo se reduce a eso. Es física, ¿sabes? Es una ley física.

Dejó escapar una ruidosa ventosidad y apuntó con el dedo a la ingle de Chapel en un movimiento perfectamente sincronizado con el sonido.

Chapel admitió la victoria de Ab con una sonrisa. Sí, claro, todo era cosa de la ciencia. La ciencia siempre acababa saliéndose con la suya y todos tenían que inclinarse ante ella. Era como intentar discutir con la atmósfera de Júpiter, o con los enchufes, o con las tabletas de esteroides que estaba obligado a tomar desde hacía poco tiempo…, cosas que ocurrían cada día y que nunca tenían sentido y que nunca, nunca lo tendrían.

«Negro idiota», pensó Ab, y su afabilidad fue aumentando en proporción directa a la perplejidad de Chapel. Le habría encantado que siguiera discutiendo un ratito más. Aún no habían hablado de la religión, la psicosis, la enseñanza…, quedaban montones de posibilidades por agotar. Ab tenía preparado un montón de argumentos para demostrar que incluso esas cosas que parecían tan mentales y abstractas en la superficie eran otras tantas formas de la energía cinética.

La energía cinética… En cuanto comprendías el significado de la energía cinética todo empezaba a aclararse de repente.

—Tendrías que leer el libro —insistió Ab.

—Mm —dijo Chapel.

—Él lo explica de una forma mucho más detallada.

Ab no había leído todo el libro, sólo algunas partes del resumen, pero había captado lo esencial.

Pero Chapel no tenía tiempo para leer libros. Chapel no era ningún intelectual, y el mismo Chapel lo había dejado claro en más de una ocasión.

¿Y Ab? ¿Era un intelectual? No estaba muy seguro, y tuvo que pensar en ello. Era como si se hubiera puesto encima un traje casi transparente de algún color afrutado y se estuviera contemplando en el espejo del probador sabiendo que jamás lo compraría, que ni tan siquiera se atrevería a salir del probador llevándolo puesto, pero eso no le impedía disfrutar viendo lo bien que le sentaba. Un intelectual… Sí, siempre cabía la posibilidad de que Ab hubiera sido un intelectual en alguna reencarnación anterior, pero aun así la idea resultaba bastante ridícula.

Cirugía «A» les llamó a la una y dos minutos. Un cuerpo.

Ab lo inscribió en el registro. No se había acordado de que debía empezar una nueva página y el mensajero aún no había venido a buscar la de ayer, por lo que puso «11:58» en el casillero para anotar la hora de la muerte y escribió el apellido y el nombre al lado en pulcras letras de imprenta: NEWMAN, BOBBI.

—¿Cuándo podéis venir a por ella? —preguntó la enfermera, para la que el cuerpo aún tenía sexo.

—Ya estoy ahí —prometió Ab.

Se preguntó qué edad tendría. «Bobbi» era un nombre que ya no estaba muy de moda, pero siempre había excepciones.

Hizo salir a Chapel de una forma bastante brusca, cerró con llave, se colocó detrás de la camilla y empezó a empujarla en dirección a Cirugía «A». Cuando llegó a la curva del corredor que estaba justo delante de la rampa volvió la cabeza hacia el chaval nuevo del control y le pidió que se encargara de contestar sus llamadas. El chaval meneó su flaco trasero y respondió con un chiste muy poco gracioso. Ab se rio. Se sentía en plena forma, y estaba seguro de que aquélla iba a ser una gran noche. No era más que un presentimiento, pero sus presentimientos siempre daban en el blanco.

Chapel era el único que estaba de servicio y la señora Steinberg —que estaba al mando aquella noche, pero que en realidad no era su jefa—, le alargó la tira de papel.

—Chapel, Recuperación «B» —dijo—. Y deprisa —añadió tan distraídamente como otra mujer habría podido decir «Dios te bendiga» o «Ten cuidado».

Pero Chapel sólo sabía funcionar a una velocidad. Las dificultades no le hacían ir más despacio; el nerviosismo o las prisas no le hacían ir más rápido. Si había alguna cámara cuyo objetivo estaba continuamente enfocado hacia él y mirones que estudiaban hasta el más insignificante de sus actos Chapel jamás les proporcionaría un dato que pudiera ayudarles a interpretarlos. Ya estuviera llena o vacía, Chapel empujaba su camilla a lo largo de los pasillos moviéndose al mismo paso que utilizaba para volver a su hotel de la 65 después de haber terminado la jornada laboral. ¿Regularidad? Oh, sí, Chapel era tan regular y tan fiable como un reloj.

Un joven rubio estaba inmóvil junto a la entrada de la Sala «M» —cuarto piso, al lado de los ascensores— con un orinal pegado al cuerpo e intentaba convencer a su vejiga de que debía orinar amenazando al recipiente de acero con gemidos y gruñidos. Su albornoz estaba medio abierto, y Chapel vio que le habían afeitado el vello púbico. Normalmente eso significaba que tenías hemorroides.

—¿Qué tal va eso? —le preguntó.

El interés que mostraba por las historias de los pacientes no podía ser más sincero, y los que más le interesaban eran los de Cirugía o los de las salas de otorrinolaringología.

El joven rubio torció los rasgos en una mueca de angustia y le preguntó si podía darle algo de dinero.

—Lo siento, no puedo.

—¿Y un cigarrillo?

—No fumo. Y ya sabes que va contra las reglas, ¿verdad?

El joven iba desplazando el peso de una pierna a otra aferrándose ciegamente a su dolor y su humillación como si fueran algo precioso mientras intentaba eliminar cualquier otra sensación que pudiera impedirle entregarse por completo a esas emociones. Los únicos pacientes que intentaban ocultar el dolor eran los viejos…, durante un tiempo, por lo menos. Los jóvenes se revolcaban en él desde el momento en que entregaban sus primeras muestras al encargado de Admisiones.

Chapel se inclinó sobre la otra unidad ocupada mientras la suplente de Recuperación «B» acababa de rellenar los impresos de la transferencia. La unidad contenía el cuerpo todavía inconsciente del chico al que había sacado de Emergencias hacía ya un buen rato. Cuando le vio su rostro parecía un chuletón de buey no muy pasado; ahora era una pulcra pelota de vendajes. Las ropas del chico y la bronceada musculatura de sus brazos desnudos (en un bíceps dos borrosas manos azules daban testimonio de la amistad imperecedera que le unía a «Larry») le hicieron pensar que antes de entrar en el hospital también habría debido poseer unos rasgos apuestos. ¿Y ahora? No, ahora ya no era apuesto. Si hubiera estado afiliado a uno de los planes de asistencia sanitaria privada quizá habría podido conservarlo, pero Bellevue no contaba con el personal o el equipo necesarios para hacer un trabajo de cirugía plástica reconstructora a tal escala. El chico saldría de allí teniendo ojos, nariz, boca y etcétera de los tamaños correctos colocados más o menos donde tenían que estar, pero el conjunto no sería más que una aproximación a su aspecto anterior.

Tan joven —Chapel alzó su fláccida muñeca izquierda y echó un vistazo a la banda de identificación para averiguar su edad—, y estar condenado a cargar con eso el resto de tu vida… Ah, sí, tenía que haber una lección en todo aquello, aunque no estaba muy seguro de cuál podía ser.

—Pobre tipo —dijo la suplente.

No se refería al chico, sino al que iba a ser transferido. Acabó de rellenar los impresos y se los alargó a Chapel.

—¿Oh? —dijo Chapel mientras quitaba los seguros de las ruedas.

La suplente caminó alrededor de la camilla y se detuvo junto a la parte frontal.

—Un subtotal —explicó—. Y…

Un canto de la camilla rozó el marco de la puerta. La botella de suero suspendida del extremo del soporte se balanceó de un lado a otro. El anciano intentó levantar las manos, pero se las habían sujetado a los lados con correas. Sus dedos se tensaron espasmódicamente.

—¿Y?

—Se le ha extendido al hígado —explicó la suplente en un murmullo melodramático.

Chapel asintió con expresión sombría. Su ruta terminaba en el cielo —el piso dieciocho— y ya se había imaginado que se trataba de algo muy drástico. A veces Chapel pensaba que si llevara todos esos pacientes directamente al reino de Ab Holt en vez de al piso dieciocho podría ahorrarle un montón de molestias y esfuerzos innecesarios a Bellevue.

Una vez dentro del ascensor, Chapel se entretuvo hojeando el historial del viejo. WANDTKE, JWRZY. La tira que indicaba el destino del paciente, los impresos de transferencia, los papeles que había dentro de la carpeta, la banda de identificación… Todos estaban de acuerdo en que el pobre tipo se llamaba JWRZY. Chapel quería averiguar qué tal sonaba eso e intentó pronunciarlo muy despacio, letra por letra.

Las puertas del ascensor y los ojos de Wandtke se abrieron en el mismo instante.

—¿Qué tal está? —le preguntó Chapel—. ¿Se encuentra bien? ¿Hmmm?

Wandtke empezó a soltar unas risitas tan suaves que apenas se podían oír. Sus costillas temblaban bajo la sábana color verde eléctrico.

—Vamos a su nueva sala —le explicó Chapel—. Es mucho más agradable que la de antes, ya lo verá. Todo irá bien…, eh…

Acababa de acordarse de que no había forma humana de pronunciar su nombre, y se preguntó si no se habrían equivocado, aunque en todos los papeles estaba escrito igual.

Y, de todas formas, bastaba con mirarle para darse cuenta de que cualquier intento de comunicarse con aquel pobre viejo estaba condenado al fracaso. Cuando salían del quirófano siempre estaban tan llenos de lo que fuera que les metían en el cuerpo que nada de cuanto decían tenía el más mínimo sentido. Lo único que hacían era soltar risitas estúpidas y poner los ojos en blanco, tal y como estaba haciendo ahora mismo Wandtke. Y dentro de dos semanas, cenizas en el horno… Bueno, por lo menos Wandtke no cantaba. A muchos les daba por cantar.

Chapel sintió un cosquilleo en el hombro. El cosquilleo se convirtió en una molestia, y la molestia fue aumentando de intensidad y floreció hasta transformarse en una nube de dolor. Después la nube se dispersó en una confusión de hilachas y las hilachas se desvanecieron. Todo eso ocurrió a cien metros escasos del ala «K» sin que Chapel pestañeara una sola vez o aflojara el paso aunque sólo fuese durante una fracción de segundo.

No era bursitis, eso parecía estar claro. Iba y venía no en forma de ataques sino como la música, un lento intensificarse del dolor que se iba difuminando de forma igualmente gradual. Los médicos le habían dicho que no tenían ni idea de qué podía ser. El dolor acababa desapareciendo, así que no había razón para quejarse (o eso se decía Chapel). Las cosas podrían estar mucho peor, y lo que le rodeaba se encargaba de recordárselo a cada momento. El chico de esta noche, por ejemplo, el del falso rostro que le dolería cada vez que hiciera frío, o el pobre Wandtke que se reía como si acabara de salir de una maldita fiesta de cumpleaños mientras su hígado se metamorfoseaba a sí mismo convirtiéndose en un inmenso y horrible tumor dispuesto a seguir creciendo sin parar… Ésas eran las personas por las que había que sentir compasión, y Chapel las compadecía con todas sus fuerzas y con algo que se aproximaba bastante al entusiasmo. Comparado con esas pobres criaturas desgraciadas no se podía negar que Chapel era un hombre bastante afortunado. Cada turno veía a decenas de hombres y mujeres, jóvenes y viejos a los que llevaba en su camilla de aquí para allá, arriba y abajo, y cuando los médicos terminaban de hacer su trabajo no había ni uno solo de ellos que no hubiera estado dispuesto a cambiarse por ese viejo negro delgado, bajito y de aspecto frágil que los transportaba a lo largo de kilómetros y más kilómetros de pasillos por entre paredes que empezaban a perder la pintura…, no, ni uno solo.

La señorita Mackey estaba de guardia en la sala de hombres y le firmó el recibo de la transferencia. Chapel le preguntó cómo se suponía que debías pronunciar un nombre semejante, nada menos que Jwrzy, y la señorita Mackey le dijo que no tenía ni idea, y que de todas formas probablemente era un nombre polaco. Wandtke… Sonaba a polaco, ¿verdad?

Llevaron a Wandtke hasta su unidad empujando la camilla entre los dos. Chapel conectó la camilla, la unidad empezó a emitir un ronroneo casi inaudible y cogió el cuerpo del viejo, lo alzó unos centímetros separándolo de la camilla y se quedó atascada. El mecanismo de seguridad entró en funcionamiento y la desactivó. Chapel y la señorita Mackey necesitaron un par de segundos para comprender que algo iba mal. Después desabrocharon las correas que unían las marchitas muñecas de Wandtke a los barrotes de aluminio de los laterales. La unidad hizo un segundo intento y esta vez no se encontró con ningún obstáculo.

—Bueno —dijo la señorita Mackey—, conozco a dos personas que necesitan un día de reposo.

Las cinco y cuarenta y cinco minutos. Ya faltaba poco para el final de su turno, y Chapel no quería volver a la sala de guardia y correr el riesgo de que le cayera encima un trabajo de última hora.

—¿Queda alguna cena? —preguntó volviéndose hacia la enfermera.

—Demasiado tarde, ya se las han llevado todas. Prueba en la sala de mujeres.

Chapel fue a la sala de mujeres, habló con Havelock, un celador ya bastante mayor que casi siempre estaba de guardia allí, y se enteró de que tenía disponible una bandeja destinada a una paciente que había causado baja a primera horade la tarde. Chapel consiguió que se la entregara por sólo veinticinco centavos después de haber señalado la pegatina con el código de colores usado para las dietas blandas con pocos residuos que Havelock había estado intentando ocultar debajo del pulgar.

Chapel echó un vistazo a la pegatina y leyó el nombre de la paciente. NEWMAN, B.

Ab ya la tendría ahí abajo. Chapel intentó recordar en qué unidad había estado. ¿Sería la chica rubia de la esquina que no podía soportar la luz del sol? ¿O la colostomía que siempre estaba contando chistes? No, ésa se apellidaba Harrison.

Chapel cogió una de las sillas para los visitantes y la llevó hasta la ventana. Desprecintó la bandeja y esperó a que la comida se calentara. Fue pasando de un compartimento a otro masticando con el mismo ritmo estólido e implacable que usaba para hacerlo todo, a pesar de que la consistencia de la cena era comparable a la de un cuenco lleno de Gran Desayuno. Primero las patatas; luego unos cubos de carne blanda que echaban humo; después las espinacas… Dejó el pastel, pero se bebió el Kafé porque contenía el ingrediente milagroso que (dejando aparte el hecho de que nadie volvía de allí) daba su nombre al Paraíso. Cuando hubo terminado fue hasta el conducto y echó la bandeja por él.

Havelock estaba hablando por teléfono.

La sala era un laberinto de cortinas azules, capas de pinceladas traslúcidas que se superponían sobre los estratos de sombra. Un triángulo de luz solar se derramaba sobre las baldosas rojas del suelo al final del recinto: el amanecer.

La Unidad 7 estaba abierta. En un momento u otro Chapel debía haber transportado a su ocupante desde la sala hasta prácticamente todos los departamentos del hospital. SCHAAP, FRANCÉS, 3/3/04. Lo cual quería decir que aún no había cumplido los dieciocho años, claro… Su rostro y su cuello estaban tachonados por un número incontable de manchas carmesíes en forma de estrella, pero Chapel aún se acordaba de los días en que ese rostro era hermoso y atraía tu mirada. Lupus.

Una pequeña máquina de color gris situada junto a la cama realizaba de una forma más o menos eficiente las funciones de su hígado inflamado. Una luz roja se encendía a intervalos irregulares, parpadeaba y no tardaba en apagarse, advertencias infinitesimales a las que nadie hacía caso.

Se estaban muriendo, él estaba vivo. Había sobrevivido y ellos eran cuerpos, nada más. Los primeros rayos del sol primaveral añadieron su toque adicional de animación al aquí del paraíso y el ahora de las seis de la mañana.

Dentro de una hora estaría en casa. Descansaría un rato y luego vería la televisión. Chapel pensó que era una perspectiva digna de ser deseada.

Ab bajaba por la Primera en dirección a casa silbando las notas de un anuncio que se le había metido en la cabeza y llevaba cuatro días dando vueltas dentro de ella, una estupidez sobre una píldora nueva llamada Sí que te hacía sentir mejor, y Ab no podía negar que se sentía estupendamente.

Los cincuenta dólares que había conseguido a cambio del cuerpo de la Newman hacían que sus ingresos extra de la semana ascendieran a la hermosa suma de ciento quince dólares. En cuanto vio lo que Ab le ofrecía White ni tan siquiera se tomó la molestia de regatear. La necrofilia no tenía nada que ver con aquello (para Ab un cuerpo no era más que un trabajo que debía hacerse, algo que sacaba de una sala y que era quemado o —si se podía ganar algo de dinero con él—, trasladado a una bóveda frigorífica), pero comprendía la naturaleza del mercado lo suficientemente bien para haberse percatado de que el cuerpo de Bobbi Newman se aproximaba bastante a la expresión ideal de la mortalidad. En su caso el lupus se había lanzado a una expansión fulminante que había ido destruyendo rápidamente un sistema interno detrás de otro sin estropear en lo más mínimo la fina textura de la piel, lo cual era realmente muy raro. Cierto, la enfermedad había hecho que el rostro y los miembros quedaran reducidos a una delgadez casi esquelética, pero… Bueno, el necrófilo buscaba precisamente eso, ¿no? Ab siempre había tenido debilidad por las mujeres opulentas, alegres y de piel suave, y toda aquella obsesión por los cadáveres le resultaba bastante ajena e incomprensible, pero básicamente su lema era Chacun à son goût, aunque si hubiera tenido que expresarlo en voz alta no habría necesitado tantas palabras. Había algunos límites, claro está. Por ejemplo, Ab habría asistido con mucho gusto a la castración de cualquier republicano de la ciudad, y sentía una aversión casi igual de apasionada hacia los extremistas políticos; pero también poseía la típica tolerancia urbana hacia cualquier peculiaridad que pudiera proporcionarle alguna posibilidad de ganar dinero.

Ab estaba convencido de que el dinero que le pagaban sus clientes era un regalo del destino, y opinaba que debía ser gastado con la misma alegría y despreocupación de que había dado muestras la fortuna cuando hizo que cayera dentro de su bolsillo. De hecho si sumabas todas las prestaciones del programa MODICUM que los Holt jamás podrían disfrutar por el simple hecho de que Ab ganaba un salario, sus ingresos reales (dejando aparte esas sumas extra que se embolsaba de vez en cuando) no superaban en mucho a los que el gobierno le habría concedido sólo por estar vivo. Ab casi siempre lograba rehuir la conclusión lógica a la que llevaba ese razonamiento, la de que las sumas extra eran la parte básica de sus ingresos, el dinero que le convertía en un agente libre a los ojos de su propia conciencia, alguien que no tenía nada que envidiar a cualquiera de los ingenieros, expertos o criminales que vivían en la ciudad. Ab era un hombre y dentro de ciertos límites podía comprar lo que le diera la gana, y eso es precisamente lo que define a un hombre.

En ese momento en particular del mes de abril el tráfico que circulaba por la Avenida era tan escaso que podías tragarte el aire a sorbos bebiéndolo como si fuera 7-Up, el sol brillaba, no tenía que estar en ningún sitio determinado hasta las diez de la noche y sus ingresos extra de la semana ascendían a 115 dólares; y Ab se sentía exactamente igual que si fuera una película antigua llena de canciones, violencia y montaje sincopado. Pum, bang, ay… Así se sentía Ab ahora, y cuando las representantes del sexo opuesto que iban en dirección opuesta se le acercaban podía sentir cómo sus ojos se clavaban en él midiendo, calculando, evaluando, admirando, imaginando…

Una chica muy joven y muy negra con unos pantalones cortos plateados realmente llamativos se quedó mirando la mano izquierda de Ab y la devoró con los ojos como si su mano fuera una tarántula que se estaba preparando para trepar por su pierna. (Ab era muy velludo, y tenía montones de pelos por todas partes.) La chica ya podía sentir cómo la mano le hacía cosquillas en la rodilla, en el muslo, quizá en el coño. Cuando era pequeña Milly siempre había reaccionado así ante el dedo que le faltaba a su padre. Temblores, rubores y sudores, no fallaba nunca. Se suponía que las mutilaciones ya no estaban de moda, pero Ab sabía por experiencia propia que eso no era cierto. Las chicas seguían humedeciéndose cuando acariciaban un muñón, pero los hombres de hoy en día no tenían la clase de valor que hace falta para cortarse un dedo. Ahora los tipos que se las daban de machos se conformaban con llevar un pendiente de oro. Un pendiente de oro, por el amor de Dios…, como si el siglo XX jamás hubiera existido.

Ab le guiñó el ojo a la chica y ella desvió la mirada, pero sonrió antes de hacerlo. Bien, bien, ¿qué te parece eso?

Sólo había una cosa que le impedía sentirse totalmente satisfecho de sí mismo, y era que el fajo de su bolsillo (dos billetes de veinte, siete de diez y uno de cinco) era tan delgado que a efectos prácticos casi podía afirmarse que no estaba allí. Antes de la revaluación una semana con tres cuerpos como ésta habría hecho que su bolsillo abultara casi tanto como si hubiera una segunda polla debajo de la tela, y Ab aún recordaba los tiempos en que disfrutaba con esa comparación. De hecho, Ab había llegado a ser millonario. Aquellos cinco días del mes de julio del año 2008 habían sido la racha de suerte continuada más increíble de toda su existencia, pero ya estaban lejos. Hoy en día esa misma racha de suerte sólo le habría reportado cinco o seis mil dólares…, nada. Algunas mesas de faro del barrio seguían admitiendo los dólares antiguos, pero jugar en ellas era como aguantar un matrimonio al que se le ha agotado el romanticismo: sigues diciendo las palabras de siempre, pero ahora ya no tienen ningún significado. Antes, cuando contemplabas la efigie de Benjamín Franklin, pensabas: «Ésta es la efigie de Benjamín Franklin», pero con los nuevos billetes el número 100 y el símbolo del dólar sólo eran una representación abstracta de la belleza, la verdad, el poder y el amor.

Ab giró a la izquierda, se metió por la Dieciocho y encaminó sus pasos hacia Ciudad Stuyvesant como si el fajo de billetes que llevaba dentro del bolsillo fuera un imán que tiraba de él arrastrándole en esa dirección. Las cuatro pistas deportivas que había en el centro del complejo albergaban el mercado negro más importante de toda Nueva York. Los facs y la televisión solían usar eufemismos como «feria callejera» o «mercadillo al aire libre», lo cual resultaba comprensible ya que ser claro y decir que se trataba de un mercado negro equivaldría a afirmar que servía como anexo del departamento de policía y de los tribunales, y ésa era la triste realidad.

El mercado negro era una parte más de Nueva York (o de cualquier otra ciudad), algo tan básico para su existencia como los números que hay entre el uno y el diez. ¿En qué otro sitio podías comprar algo sin que la transacción fuera registrada por los ordenadores federales que controlaban los ingresos y adquisiciones de la gente? La respuesta era que en ningún sitio, lo cual significaba que cuando tenía dinero Ab podía escoger entre tres opciones: los campos deportivos, los clubs y los baños.

Hileras de ropa vieja colgaban fláccidamente o aleteaban impulsadas por la brisa alejándose una detrás de otra hasta llegar a la fuente. Ab nunca podía pasar junto a aquellos puestos callejeros sin tener la sensación de que Leda estaba cerca, escondida entre aquellos estandartes harapientos del gran ejército derrotado de la ganga y lo usado. Leda seguía oponiéndole su silenciosa resistencia de siempre, seguía intentando obligarle a bajar la mirada y continuaba con su eterna cantinela, aunque ahora en voz tan baja que sólo él podía oírla. «Maldita sea, Ab, ¿es que no puedes meterte dentro de esa cabezota tuya que somos pobres? Somos pobres, ¿entiendes? ¡Somos pobres!» Había sido la discusión más terrible de toda su vida en común, y resultó decisiva. Ab aún podía recordar el sitio exacto en el que había tenido lugar. Debajo de ese plátano, justo allí, ése era el sitio en el que se habían plantado el uno delante del otro para insultarse a gritos. Leda bufaba y siseaba como una tetera enloquecida, y había perdido el control de sí misma. Ocurrió justo después de que hubieran nacido los gemelos, y Leda lo empezó todo diciéndole que no había forma de evitarlo, que tendrían que vestir lo que sus padres pudieran proporcionarles, y Ab dijo no, no, no, mierda, ningún hijo suyo llevaría los harapos de otras personas, antes se quedarían en casa e irían desnudos. Ab podía gritar más rato y más fuerte y no estaba tan asustado. La discusión terminó con la victoria de Ab, pero Leda se vengó convirtiendo su derrota en un prolongado martirio. Nunca volvió a enfrentarse de forma abierta con él. Lo que hizo fue convertirse en una inválida llorosa que no paraba de quejarse y que necesitaba ser ayudada a cada momento porque no era capaz de hacer nada por sí sola.

Ab oyó que alguien pronunciaba su nombre. Miró a su alrededor, pero era temprano y a esas horas el mercado aún estaba muy poco animado. No vio a ningún conocido; sólo a la gente que vivía en los edificios cercanos, los viejos con la oreja pegada a sus radios, niños que se gritaban los unos a los otros, bebés que lloraban a moco tendido, madres que intentaban hacerlos callar. La mitad de los vendedores ni tan siquiera habían empezado a exponer sus mercancías.

—Ab Holt… ¡Eh, aquí!

Era la vieja señora Galban, y su mano ya estaba golpeando el espacio vacío del banco verde en el que estaba sentada.

Ab no tuvo más remedio que ir hacia ella.

—Eh, Viola, ¿qué tal va todo? ¡Tienes un aspecto magnífico!

La señora Galban le obsequió con su habitual sonrisa dulzona y algo vacilante. Sí, murmuró con expresión complacida, la verdad es que se encontraba bastante bien, y daba gracias a Dios por eso cada día. La señora Galban observó que hacía un tiempo soberbio incluso para ser el mes de abril, ¿verdad? Ab tampoco tenía mal aspecto (quizá estaba un poquito más gordo), aunque, ¿cuántos años habían pasado ya?

—Doce años —dijo Ab, sin tener ni idea de cuántos habían pasado.

—¿Sólo doce años? Vaya, pues yo habría jurado que eran más… ¿Y qué tal le van las cosas al doctor Mencken de Dermatología? ¿Sigue tan guapo como siempre?

—Está muy bien. Ahora es jefe del departamento, ¿sabe?

—Sí, ya me enteré.

—El otro día me lo encontré delante del hospital y me preguntó por usted. Me preguntó si había visto a la vieja Gabby últimamente.

Era una mentira cortés, claro, pero la señora Galban inclinó la cabeza. Era lo bastante educada para creerle.

—Y Leda… —dijo después, dirigiéndose cautelosamente hacia lo que para ella era el único tema importante de aquella conversación—. ¿Qué tal está la pobrecita?

—Leda está muy bien, Viola.

—Ah. Así que ya sale de casa, ¿verdad?

—Bueno… No, no sale muy a menudo. A veces la llevamos al tejado para que tome un poco el aire. Queda mucho más cerca que la calle, ¿sabe?

—¡Ah, el dolor! —se apresuró a murmurar la señora Galban con la enérgica y un poco cortante simpatía profesional que ni tan siquiera los años habían sido capaces de embotar. Ab pensó que quizá sabía ejercerla mejor ahora que cuando trabajaba en Bellevue—. No hace falta que me lo expliques… Ya sé lo horrible que puede llegar a ser, ¿verdad? Un dolor así es terrible, y apenas podemos hacer nada para aliviarlo. Pero… —añadió antes de que Ab pudiera desviar la última estocada—. Si podemos debemos hacer cuanto esté en nuestras manos por poco que sea.

—Ha tenido épocas mucho peores —insistió Ab.

La mirada que le lanzó la señora Galban aspiraba a ser considerada como un reproche entre triste e impotente, pero incluso Ab pudo ver los cálculos que se estaban sucediendo detrás de aquellas pupilas marrones veladas por las cataratas. «¿Vale la pena seguir insistiendo? —se preguntaba la señora Galban—. ¿Hay alguna posibilidad de que Ab se trague el anzuelo?»

Durante los primeros años de invalidez de su esposa, Ab había conseguido unas cuantas cajas de supositorios de Dilaudin gracias a la señora Galban, que estaba especializada en analgésicos. Casi todos sus clientes eran ancianas a las que había conocido en la sala de espera de consultas externas del hospital. Ab le compraba los supositorios más por hacerle un favor a la vieja que por serle realmente necesarios, ya que los internos podían proporcionarle toda la morfina que Leda pudiera necesitar y se la vendían a un precio ridículo.

—Es terrible —se lamentó la señora Galban clavando los ojos en los setenta y ocho años que se le habían acumulado sobre el regazo—. Es realmente terrible, sí.

«Qué infiernos —pensó Ab—. Después de todo no estoy en la ruina, ¿verdad?»

—Eh, Gabby, ¿no llevará encima alguna de esas cosas que le compraba cuando Leda estaba tan mal? ¿Cómo se llamaban? Pusorios o algo así, ¿no?

—Bueno, Ab, ya que me lo preguntas…

—Ab compró una caja de supositorios por nueve dólares, lo cual tea el doble de su cotización actual en Bellevue y resultaba caro, incluso para el mercado negro. Estaba claro que la señora Galban creía que Ab era imbécil.

Apenas le hubo dado el dinero se sintió invadido por una agradable sensación de libertad, y supo que cuando se marchara podría maldecirla entusiásticamente sin ninguna clase de remordimientos y que disfrutaría haciéndolo. La vieja perra tendría que vivir muchos años antes de que Ab volviera a comprarle una maldita caja de pusorios o como demonios se llamaran aquellas cosas.

Ab nunca solía establecer una conexión entre Ciudad Stuyvesant y el depósito de cadáveres del Bellevue a pesar de que eran los dos mundos entre los que se repartía su existencia, pero haberse permitido desear que Viola Galban muriera le hizo comprender que había muchas posibilidades de que fuera él quien metiera su cuerpo en el horno. La muerte de cualquier persona (es decir, de cualquier persona a la que Ab hubiera conocido mientras vivía) era una idea deprimente, y Ab se apresuró a expulsarla de su mente con un encogimiento de hombros. El encogimiento de hombros ya casi se había esfumado cuando vio flotar delante de sus ojos el joven y hermoso rostro de Bobbi Newman, pero la visión fue muy fugaz y se desvaneció enseguida.

El vago anhelo de comprar algo se transformó en una necesidad física, como si el rollo de billetes que llevaba en el bolsillo se hubiera convertido en esa polla de sus fantasías y estuviera exigiendo que le permitiera librarse del semen que había ido acumulando durante una semana entera de abstinencia.

Ab compró un helado de limón —su primer helado del año— y se distrajo paseando por entre los puestos tocando las mercancías expuestas con sus dedos gruesos y pegajosos, preguntando precios y bromeando con los vendedores. Cuando le veían aproximarse todos le saludaban llamándole por su nombre. Los rumores afirmaban que si tenías paciencia y un poco de labia podías acabar convenciéndole de que te comprara prácticamente cualquier cosa.

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