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Cuerpos » 2

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Ab estaba en el umbral y contemplaba los ciento diez kilos de esposa con los que compartía su existencia. Las sábanas azules llenas de arrugas se curvaban sobre sus piernas y su estómago, pero Leda tenía los pechos al aire. «Aún podrían ganar el primer premio en cualquier concurso de belleza», pensó Ab con afecto. No estaba muy seguro de cuáles eran sus sentimientos actuales hacia Leda, pero fueran los que fuesen estaban concentrados en sus pechos, de la misma forma que el placer que pudiera experimentar Leda cuando se le ponía encima provenía de sentir la presión de sus manos y la mordedura de sus dientes. La zona cubierta por las sábanas, en cambio… Allí Leda no podía sentir nada salvo, a veces, dolor.

Pasado un rato la presencia silenciosa de Ab y el peso impalpable de su mirada despertaron a Leda igual que una lupa colocada sobre una hoja seca termina haciéndola humear.

Ab arrojó la caja de supositorios encima de la cama.

—Son para ti.

—Oh. —Leda abrió la caja y olisqueó un cilindro cerúleo con expresión suspicaz—. ¿Oh?

—Es Dilaudin. Me encontré con la señora Galban en el mercado, y la única forma de quitármela de encima era comprarle algo.

—Vaya, por un momento temí que los habías comprado pensando en mí… Gracias. ¿Qué hay en la otra bolsa? ¿Un irrigador de enemas para celebrar nuestro aniversario?

Ab le enseñó la peluca que había comprado para Beth. Era una ridícula imitación muy poco conseguida del estilo egipcio que se había vuelto popular gracias a una serie televisiva que había dejado de emitirse hacía ya bastante tiempo. Leda pensó que parecía algo encontrado en el fondo de una caja llena de adornos navideños viejos, y estaba segura de que en cuanto la viese su hija opinaría exactamente lo mismo que ella.

—Dios mío —dijo.

—Bueno, es lo que llevan ahora las chicas —dijo Ab en un tono de voz no muy convencido.

La peluca ya no le gustaba tanto como cuando le echó el ojo en el puesto del mercado. Ab la cogió, la acercó a la cuña de sol que entraba por la ventana abierta del dormitorio y la sacudió intentando hacerla brillar. El entrechocar de las tirillas metálicas le recordó a un coro de gemidos casi inaudibles.

—Dios mío —repitió Leda.

La peluca le parecía tan horrible que había estado a punto de preguntarle cuánto había pagado por ella, lo cual habría sido un grave error. Desde aquella discusión debajo del plátano que había cambiado tan radicalmente su relación nunca había vuelto a hablar de dinero con Ab. No quería saber cómo gastaba su dinero o cómo lo conseguía, y lo que deseaba ignorar de forma más absoluta era todo lo concerniente a ese último punto, quizá porque ya tenía una cierta idea de cuál era la fuente que le proporcionaba aquellos ingresos extra.

Leda decidió contentarse con un insulto.

—Tienes menos clase que un camión de la basura, y si crees que Beth va a dejar que la vean llevando puesto ese horror obsceno y ridículo, bueno entonces…

Apoyó los puños en el colchón e hizo presión hasta que su torso quedó más o menos en posición vertical. Tanto Leda como el colchón emitieron una especie de jadeo ahogado.

—¿Cómo puedes saber qué lleva la gente fuera de este apartamento? Había centenares de jodidas pelucas como ésa por todo el mercado, ¿entiendes? Es lo que llevan las chicas ahora, qué coño.

—Es horrible. Has ido al mercado y le has comprado una peluca horrible a tu hija. Supongo que tienes todo el derecho del mundo a hacer algo así, claro.

—Horrible… ¿No es lo mismo que solías decir cada vez que veías a Milly con algo nuevo? Todas esas cosas llenas de botones… ¡Y los sombreros! No es más que una fase, y se les acaba pasando. Si tu memoria pudiera llegar tan atrás descubrirías que probablemente tú eras igual que ellas.

—¡Oh, Milly! ¡Siempre me estás frotando a Milly por las narices como si fuera un ejemplo digno de ser imitado! Milly nunca tuvo ni idea de…

Leda dejó escapar un gemido y torció el gesto. Su dolor. Puso la mano sobre el rollo de carne que había junto a su seno derecho, allí donde creía que estaba su hígado. Cerró los ojos e intentó localizar el origen del dolor, pero éste ya se había esfumado.

Ab esperó en silencio y sin moverse hasta que Leda volvió a prestarle atención, y en cuanto lo hizo fue lentamente hacia la ventana y arrojó la peluca metálica por el hueco con cierto dramatismo. «Treinta dólares a la mierda —pensó—. Así de fácil, como si los hubiera tirado por el retrete…»

La etiqueta del fabricante se desprendió de la peluca y acabó cayendo al suelo después de revolotear durante unos momentos. Era un óvalo de color rosa con letras en cursiva. Creaciones Nefertiti.

Leda lanzó un grito inarticulado y rodó de lado hasta poner los dos pies en el suelo. Se incorporó. Dio dos pasos hacia adelante y se agarró al marco de la ventana para no perder el equilibrio.

La peluca yacía en el centro de la calle dieciocho pisos por debajo de la ventana. El gris del cemento hacía que pareciera mucho más brillante que dentro del dormitorio. Un camión lleno de pan Qué Bueno puso la marcha atrás y pasó por encima de ella.

Todos los reproches que podía hacerle se reducían a una acusación de haber tirado su dinero, y Leda optó por no decir nada. Las palabras que no había llegado a pronunciar giraron locamente dentro de ella, un viento portador de plagas que hizo temblar los débiles músculos de sus piernas y su espalda como si fueran otras tantas banderas deshilachadas. El viento no tardó en morir, y las banderas volvieron a su estado de flaccidez habitual.

Ab ya se había puesto detrás de ella y estaba preparado. La cogió al vuelo y la depositó encima de la cama sin desperdiciar ni un solo movimiento, tan ágil y veloz como un bailarín de tango. Que sus manos estuvieran debajo de los pechos de Leda casi pareció accidental. Leda abrió la boca, y Ab pegó los labios a los suyos aspirando el aliento y extrayéndolo de sus pulmones.

La ira era su afrodisíaco. Los años habían hecho que el intervalo de tiempo transcurrido entre las discusiones y el joder fuese cada vez más corto, y ahora apenas si se tomaban la molestia de distinguir entre los dos procesos. Ab ya tenía la polla tiesa, Leda ya había empezado a emitir ese rítmico gemido de protesta contra el placer o el dolor, fuera lo que fuese. La mano izquierda de Ab empezó a masajear la cálida masa de sus pechos, y su mano derecha se contorsionó librándole de los pantalones y los zapatos. Los años de invalidez habían hecho que la carne blanda y fláccida de Leda adquiriese una peculiar cualidad virginal, y cada vez que Ab entraba en ella era como si la despertara de un sueño encantado lleno de inocencia. La invalidez también la había envuelto en una peculiar aureola rancia, un olor que brotaba de los poros de Leda sólo en aquellas ocasiones, como si su cuerpo fuera uno de esos arces de las montañas que sólo exudan su savia durante los días más fríos del invierno. Ab había acabado acostumbrándose a ese olor, y ahora incluso le gustaba.

El sudor se fue acumulando entre sus cuerpos y los movimientos de Ab empezaron a producir una salva de sonidos que recordaban los pedos, las bofetadas y las palmadas. Para Leda ésta era la peor parte de aquellos combates sexuales, especialmente cuando sabía que los chicos estaban en casa. Podía imaginarse a Beno —el más joven, y su favorito— inmóvil al otro lado de la puerta tratando inútilmente de no pensar en lo que le estaba ocurriendo pese al horror que debía de causarle. A veces le faltaba muy poco para echarse a llorar, y la única forma de evitarlo era concentrar todas sus energías mentales en la imagen de Beno.

El cuerpo de Ab empezó a moverse más deprisa. Leda cruzó el umbral que separaba el tener control sobre sí misma del automatismo e intentó erguir el cuerpo alejándolo de las embestidas de su polla. Ab le puso las manos sobre las caderas y la agarró con todas sus fuerzas obligándola a recibirle. Las lágrimas inundaron los ojos de Leda, y Ab se tornó.

Rodó sobre sí mismo apartándose de ella y el colchón emitió un último whooosh que parecía un suspiro de agotamiento.

—¿Papá?

Era Beno, a pesar de que habría tenido que estar en la escuela. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. «Nunca he vivido un momento que pueda compararse ni de lejos con éste», pensó Leda sintiendo algo parecido a un éxtasis de humillación. Una cohorte de dolores mucho más agudos que los de antes surgió de la nada y empezaron a saltar por sus tripas como si fueran rebaños de antílopes.

—Papá… —insistió Beno—. ¿Estás dormido?

—Lo estaría si cerraras el pico y me dejaras dormir.

—Tienes una llamada del hospital en el teléfono de abajo. Es Juan. Dice que es muy urgente, y ha dicho que si estabas durmiendo tenía que despertarte.

—Dile a Martínez que se meta la polla en el culo y que se joda si puede.

—Ha dicho —siguió diciendo Beno en un tono de paciencia martirizada que era una excelente imitación del que solía emplear su madre—, que no hiciera ningún caso de lo que pudieras decir, y que en cuanto te explicara lo que pasa le estarías muy agradecido. Eso es lo que ha dicho, ¿vale?

—¿Y no te ha contado qué ocurre?

—Creo que están buscando a un tipo. Bob No-sé-qué.

—No tengo ni idea de lo que pueden querer, y de todas formas… —Y entonces la luz empezó a hacerse en su cerebro. Era la posibilidad por fin materializada, el rayo imposible y aterrador que siempre había sabido acabaría cayendo sobre él hiciera lo que hiciese—. Ese tipo al que están buscando… ¿Se llama Bobbi Newman?

—Sí. ¿Puedo entrar?

—Sí, sí. —Ab extendió la mano y colocó la sábana empapada de sudor sobre el cuerpo de Leda, que no se había movido ni un centímetro desde que salió de ella. Después se incorporó y se puso los pantalones—. ¿Quién se puso al teléfono, Beno?

—Williken.

Beno entró en el dormitorio. Había presentido la importancia del mensaje que se le había transmitido, y estaba decidido a exprimirlo sacándole el máximo de suspense posible. Era como si supiera lo que estaba en juego.

—Oye, baja corriendo y dile a Williken que quiero que Juan siga al teléfono hasta que…

Uno de sus zapatos parecía haber desaparecido.

—Ya se ha ido, papá. Le dije que no se te podía molestar. Me pareció que se enfadaba mucho, y me dijo que le gustaría que dejaras de darle su número de teléfono a la gente.

—Bueno, pues entonces mierda para Williken.

Su zapato estaba debajo de la cama, tan lejos que casi no había forma de alcanzarlo. ¿Cómo demonios había conseguido…?

—¿Te acuerdas de qué era exactamente lo que te dijo? ¿Sabe quién andaba buscando a Newman?

—Williken lo anotó, pero no le entiendo la letra. Me parece que pone Margy o algo así.

Bien, ya estaba. Era el fin del mundo. Admisiones había metido la pata al decidir que el cuerpo debía ser incinerado de la manera habitual. Bobbi Newman había contratado una póliza con Macy’s.

Y si Ab no conseguía recuperar el cuerpo que acababa de vender a White…

—Oh, Cristo —murmuró como si hablara con el polvo que había debajo de la cama.

—Se supone que tienes que llamar al hospital lo más pronto posible, pero Williken dice que no podrás usar su teléfono porque tiene que salir a hacer no sé qué.

Quizá aún hubiera tiempo suficiente. Por los pelos, claro, y eso suponiendo que tuviera toda la suerte del mundo… White se había marchado del depósito de cadáveres poco después de las tres de la madrugada, y aún faltaba un poco para el mediodía. Ab le compraría el cuerpo aunque eso significara pagarle una suma extra en concepto de compensación para que se le pasara el disgusto. Después de todo White le necesitaba tanto como él necesitaba a White, ¿no?

—Adiós, papá —dijo Beno sin levantar la voz.

Pero Ab ya había salido del dormitorio y se encontraba un rellano de escalera más abajo.

Beno fue hasta los pies de la cama. Su madre seguía sin haber movido un músculo. Beno no había dejado de observarla ni un instante desde que entró en el dormitorio, y era como si estuviese muerta. Después de que su padre se la hubiera tirado, su madre siempre se comportaba de esa forma, pero lo normal era que su inmovilidad no durase mucho tiempo. En la escuela decían que el joder era muy sano, pero a su madre no parecía sentarle demasiado bien. Beno extendió una mano y le acarició la planta del pie derecho. La piel era tan suave y rosada como la de un bebé, seguramente porque su madre ya no iba a ninguna parte y apenas caminaba.

Leda apartó el pie y abrió los ojos.

El establecimiento de White quedaba a mucha distancia en dirección sur. Se llegaba a él doblando la esquina de la Convención Nacional Democrática (antes el Muelle 19), que para el mundo del placer contemporáneo era lo que el Radio City Music Hall había sido para el mundo del espectáculo: el más grande, el más tranquilo y el más asombroso. Ab había nacido en Nueva York y jamás había pasado por entre los neones multicolores de la vulva (veinte metros de altura y quince de anchura, un auténtico monumento y punto de orientación) que servía como entrada. Para los que eran como Ab y se negaban a dejarse escandalizar por el exceso calculado de los grandes muelles las calles laterales ofrecían los mismos estilos básicos (la zona era conocida como «Boston») en una amplia gama de colores menos chillones y aquí, justo en el centro de todo lo que estaba permitido, unos cinco o seis negocios ilegales seguían con su existencia tan antinatural como anacrónica.

Una chica le abrió la puerta después de mucho llamar a ella. Ab pensó que probablemente era la misma que había contestado al teléfono, aunque ahora fingía ser muda. No podía ser mucho mayor que Beno —doce años como mucho—, pero se desplazaba con los movimientos apáticos de un ama de casa desesperada que desearía quedarse quieta pero que está obligada a mantenerse continuamente activa.

Ab entró en la penumbra del vestíbulo y cerró la puerta venciendo sin ninguna dificultad la apenas perceptible resistencia de la chica. Nunca había estado en el establecimiento de White, y ni tan siquiera habría sabido la dirección a la que debía acudir de no ser porque en una ocasión se encargó de conducir la camioneta del reparto hasta el local después de que White se hubiera presentado en el depósito de cadáveres tan borracho que no estaba en condiciones de funcionar. Así que éste era el mercado al cual había estado exportando sus artículos… No tenía nada de elegante y, de hecho, parecía un tugurio.

—Quiero ver al señor White —dijo Ab volviéndose hacia la chica.

Se preguntó si White tocaba otros negocios aparte del de los cuerpos, y si la chica estaría disponible para alguna otra clientela.

Hubo un ruido ahogado por encima de sus cabezas y una hoja de fax muy delgada bajó revoloteando por entre las luces y las sombras del pozo de la escalera. La voz de White descendió perezosamente detrás de ella.

—¿Eres tú, Holt?

—¡Puedes apostar el culo a que sí!

Ab fue hacia la escalera con la idea de subir por ella, pero White ya estaba bajando, y a juzgar por el ruido que hacía su cabeza tenía ciertos problemas para enviar órdenes comprensibles a sus pies.

White puso una mano sobre el hombro de Ab, con lo que consiguió dejar establecida la presencia del otro hombre y, al mismo tiempo, conservar la posición vertical. White había asentido a las tentadoras proposiciones químicas de Sí demasiadas veces, y en aquel momento su estado no era totalmente corpóreo.

—Necesito recuperarlo —dijo Ab—. Ya se lo dije a la chica cuando hablé con ella por teléfono. No me importa lo mucho que puedas perder. Tengo que llevármelo, ¿entiendes?

White apartó la mano del hombro de Ab moviéndola con gran cautela y la puso sobre la barandilla de la escalera.

—Sí. Bueno. No puede hacerse. No.

—Tengo que llevármelo.

—Melissa —dijo White—. Sería… Si tienes la amabilidad de… Y ya te veré más tarde, querida.

La chica subió los peldaños de mala gana, como si un futuro ineluctable la estuviese aguardando al final de la escalera.

—Es mi hija —explicó White con una sonrisa melancólica cuando Melissa pasó junto a él.

White alargó la mano para acariciarle los cabellos, pero falló por unos cuantos centímetros.

—Discutiremos el asunto en…, en mi despacho, ¿de acuerdo?

Ab le ayudó a llegar hasta el final de la escalera, y White fue hacia la puerta que había al otro extremo del vestíbulo.

—¿Está cerrada? —preguntó en voz alta.

Ab alargó la mano hacia el picaporte. La puerta no estaba cerrada.

—Estaba meditando —dijo White con expresión pensativa. Se había quedado inmóvil delante de la puerta y se interponía en el camino de Ab—. Cuando llamaste antes, quiero decir… Hay tanta confusión y tanto ajetreo que un hombre tiene que aprovechar cualquier momento libre para…

El despacho de White se parecía al de un abogado en el que Ab había irrumpido al final de unos disturbios callejeros ocurridos hacía ya bastantes años. Ab se sorprendió al descubrir que los procesos ordinarios de la pobreza y el descuido habían conseguido unos resultados mucho más aparatosos de los que provocó su entusiasmo destructor de adolescente.

—Bien, voy a contarte la historia —dijo Ab acercándose a White y hablando en un tono de voz lo suficientemente alto para que no pudiese haber ningún malentendido—. El cuerpo que viniste a buscar anoche tenía una póliza de seguros. Fue cosa de sus padres, ¿entiendes? Viven en Arizona, y nunca se lo dijeron. Los registros del hospital no hacían ninguna mención de la póliza, pero las clínicas tienen un ordenador que repasa las listas de fallecimientos y las compara con los ficheros de las compañías aseguradoras. Se enteraron de que había muerto esta mañana, y llamaron al depósito de cadáveres alrededor del mediodía.

White le escuchaba con expresión absorta mientras daba tirones a un mechón de cabellos opacos que parecían colitas de ratón. No tenía mucho pelo.

—Bueno, diles…, ya sabes, diles que ha ido a parar al horno.

—No puedo. Oficialmente conservamos los cuerpos durante veinticuatro horas en el depósito por si ocurre algo parecido, sólo que nunca ocurre. ¿Quién habría pensado…? Quiero decir que es tan improbable… En fin, que he de recuperar el cuerpo. Tengo que llevármelo ahora mismo.

—No puede ser.

—¿Alguien ya ha…?

White asintió.

—Pero… ¿No podríamos arreglarlo, disimularlo para que…? Bueno, ¿está muy…, eh…, muy mal?

—No. No, no creo que sea posible. Ni pensarlo.

—Oye, White, si me las cargo por esto no me hundiré solo, ¿comprendes? Habrá montones de preguntas a las que responder.

White asintió distraídamente. Miró a Ab como si se encontrara muy lejos de allí y no estuviera demasiado seguro de si valía la pena volver.

—Bueno, pues entonces échale un vistazo tú mismo.

Le entregó una llave de hierro de un modelo bastante antiguo con una cadenilla que terminaba en un símbolo ying-yang de plástico y señaló el archivador metálico de cuatro cajones que había al otro extremo del despacho.

—Por ahí.

El archivador se negó a dejarse apartar de la entrada hasta que Ab tuvo la idea de inclinarse y buscar el resorte que liberaba las ruedas. La puerta no tenía picaporte, sólo un disco de metal deslustrado sobre el que estaba escrita la palabra «Chicago». La llave no entraba demasiado bien, y Ab tuvo que forcejear unos momentos con la cerradura.

El cuerpo estaba esparcido sobre el suelo de linóleo. Un fuerte olor a rosas disimulaba la pestilencia de los órganos en putrefacción. No, no era algo que se pudiera hacer pasar por el resultado de una operación quirúrgica, desde luego, y además la cabeza parecía haberse esfumado.

Ab había perdido una hora de su precioso tiempo para ver esto.

White se había quedado inmóvil en el umbral, y parecía haber decidido expresar su solidaridad con Ab ignorando la existencia del cuerpo desmembrado y minuciosamente vaciado de sus órganos.

—Cuando fui al hospital se quedó aquí esperando a que volviera, ¿entiendes? No vive en la ciudad, y es uno de mis mejores… Siempre dejo que se lleven lo que les apetezca. Lo siento mucho.

Ab se acordó de cuál era la única cosa que necesitaría aparte del cuerpo un momento antes de que White volviera a cerrar la puerta. Esperaba que no hubiera desaparecido junto con la cabeza.

Encontraron el brazo izquierdo dentro del ataúd de plástico que imitaba la madera de pino, y por suerte la banda de identificación aún estaba allí. Ab intentó convencerse de que mientras tuviera aquella banda seguiría habiendo alguna posibilidad de encontrar un cuerpo al que se le pudiera colgar el apellido.

White captó el nuevo optimismo de Ab. No lo compartía, pero intentó darle ánimos.

—Las cosas podrían estar peor.

Ab frunció el ceño. Sus esperanzas aún eran demasiado frágiles para soportar la prueba que supondría expresarlas en voz alta.

Pero White ya estaba empezando a dejarse llevar por su brisa interior, y no tardaría en volver a su estado de flotación anterior.

—Oye, Ab, ¿has estudiado yoga?

Ab se rio.

—Mierda, no.

—Pues deberías. Te asombraría lo beneficioso que puede llegar a resultar. No soy muy constante y me falta paciencia, y supongo que es culpa mía, claro, pero te pone en contacto con… Bueno, resulta muy difícil de explicar.

White descubrió que se acababa de quedar solo en el despacho.

—¿Adónde vas? —preguntó.

El 420 Este de la Sesenta y cinco fue diseñado y construido para ser un complejo de apartamentos «de lujo», pero al igual que la mayoría de sus congéneres el final del siglo lo había subdividido en un conjunto de pequeños hoteles, y cada piso albergaba dos o tres. Esos hoteles alquilaban habitaciones o trozos de habitación por semanas a quienes o se habían casado y preferían la vida de un hotel o a los que no podían instalarse en un dormitorio comunal MODICUM por carecer de la nacionalidad estadounidense. Chapel compartía su habitación del Colton (llamado así por la actriz que, según la leyenda, había ocupado en solitario las doce habitaciones del hotel durante los años 80 y 90) con otro ex convicto, pero Lucey abandonaba la habitación a primera hora de la mañana para ir al centro de reciclaje de basuras en el que trabajaba e invertía las horas siguientes a su salida de allí en rondar por los muelles buscando carne gratis, por lo que los dos hombres apenas se veían y los dos se encontraban muy a gusto con ese arreglo.

La habitación no era barata, pero valía el dinero que pagaban por ella. ¿En qué otro sitio habrían podido encontrar un alojamiento pequeño, oscuro y austero tan tranquilizadoramente parecido al que ambos conocieron y acabaron amando durante su estancia en Sing-Sing?

La habitación tenía un suelo falso típico del estilo reduccionista de los años 90. Lucey nunca salía de ella sin guardarlo todo meticulosamente debajo del suelo y haberlo vuelto a colocar en su sitio. Cuando Chapel llegaba a casa después de haber terminado su jornada laboral en Bellevue era acogido por una ausencia que rayaba en lo soberbio. Las paredes, una ventana cubierta por una pantalla de papel, el techo con su única luz incrustada en una concavidad, la madera encerada del suelo… El único adorno era la tira de moldura sujeta a las paredes con chinchetas que quedaba al nivel de los ojos siempre que el suelo falso estuviera puesto.

Estaba en casa y aquí, junto a la puerta, encadenada a la pared y esperándole en el maravilloso silencio de la fidelidad estaba su Yamaha de América de veintiocho pulgadas, el mejor modelo de televisor que podías encontrar en el mercado fuera cual fuese la suma de dinero que estuvieras dispuesto a invertir en la compra. (A Lucey no le gustaba ver la televisión, por lo que Chapel pagaba todas las cuotas de alquiler y de los canales por cable de su bolsillo.)

Chapel no era de los que ven cualquier cosa que aparezca en la pantalla. Se reservaba para los programas que realmente le interesaban. El primero no se emitía hasta las diez y media, y Chapel mató el par de horas de espera quitando el polvo, lijando, puliendo y encerando y, en general, mimando el falso suelo de madera con la misma diligencia y concentración como la que había empleado para limpiar el suelo de cemento de su celda cada mañana y cada noche durante diecinueve años. Trabajaba con la dedicación mecánica e impregnada de gratitud del sacerdote que celebra un oficio religioso. Cuando terminaba se sentía mucho más relajado, y podía volver a colocar en su sitio los relucientes tablones de madera y acostarse en la cama listo para recibir y sabiendo que era digno de ello. Su cuerpo parecía esfumarse.

Cuando el televisor estaba encendido, Chapel se transformaba en otra persona. A las diez y media se convertía en Eric Laver, el abogado joven e idealista provisto de esos nítidos conceptos sobre el bien y el mal propios de un joven idealista que ni las experiencias más dolorosas —entre las que destacaban dos matrimonios desastrosos (y la posibilidad de un tercero)— parecían capaces de enturbiar en lo más mínimo. Aunque desde que había aceptado el caso Forrest… La serie se titulaba Toda la verdad.

A las once y media Chapel aprovechaba la pausa de la actualidad, las noticias deportivas y el informe meteorológico para ir al lavabo.

Después llegaba Y el mundo gira, que era bastante más espectacular y ambiciosa y podía permitirse el lujo de ofrecer distintas identidades según los días. Hoy Chapel era Bill Harper y estaba muy preocupado por Moira, su hijastra de catorce años que no paraba de darle problemas. El último de ellos le había caído encima el miércoles pasado durante un enfrentamiento bastante tormentoso producido a la hora del desayuno en el que Moira le había anunciado que era lesbiana. Como si aquello no fuera suficiente, cuando Harper le contó a su esposa lo que le había dicho Moira ésta reaccionó insistiendo en que hacía muchos años ella también había amado a otra mujer; y lo peor de todo era que Harper temía saber quién era esa mujer.

Lo que le atraía de aquella forma tan irresistible no eran las historias sino los rostros de los actores, sus voces, sus gestos y la fluidez de esos movimientos que parecían implicar a todo el cuerpo y que no dejaban nada oculto. Chapel se conformaba con que le convencieran de que sufrían y se agitaban bajo el peso de sus problemas imaginarios. Lo que necesitaba era el espectáculo de las emociones auténticas. Ojos que lloraban, pechos que jadeaban, labios que besaban o se fruncían y se tensaban a causa del nerviosismo, voces preocupadas y temblorosas…

Chapel se sentaba sobre el colchón con un montón de cojines sosteniéndole la espalda, los ojos a metro y medio escaso de la pantalla, y su respiración no tardaba en hacerse rápida y entrecortada y todo su ser se entregaba por completo a los parpadeos y ruidos de la máquina, esos parpadeos y ruidos que —más que cualquiera de sus propias acciones— eran su vida, el hecho central de su conciencia, la única fuente de felicidad que Chapel conocía o era capaz de recordar.

Un aparato de televisión le había enseñado a leer y a reír, un aparato de televisión había adiestrado a los músculos de su rostro dándoles instrucciones sobre cómo debían expresar el dolor, el miedo, la ira y la alegría. El televisor le había explicado qué palabras tenía que utilizar en cada una de las complejas y casi incomprensibles circunstancias de su otra vida, la externa; y aunque Chapel nunca leía, reía, fruncía el ceño, hablaba, caminaba o hacía lo que fuese tan bien como sus avatares de la pantalla no cabía duda de que las instrucciones y los cuidados no habían ido tan desencaminados, pues de lo contrario ahora no estaría aquí renovándose a sí mismo en la fuente de la cual brotaba todo.

Lo que buscaba y lo que encontraba en la pantalla era mucho más que el arte, que había saboreado durante las primeras horas de la programación nocturna y que no le habría servido de mucho. No, era la experiencia de saber que los esfuerzos y penalidades del día habían terminado y de que podía volver una y otra vez a un rostro que era capaz de reconocer o de amar sin importar que fuese el suyo o el de otra persona —¿amar? Quizá no se tratara de eso, pero no cabía duda de que si era otra emoción no tenía nada que envidiarle en cuanto a intensidad— saber con la máxima certeza posible que volvería a sentir lo mismo mañana y al día siguiente, y al otro. En otras épocas la religión se había encargado de prestar ese servicio, y los sacerdotes habían asumido la tarea de contar la historia de sus vidas a los miembros de la congregación y, pasado un tiempo, de contarla otra vez para que no se les olvidara.

En una ocasión una serie de la CBS que Chapel veía cada tarde había bajado tan desastrosamente en el índice de audiencia durante seis meses seguidos que acabó siendo retirada de la programación. Un pagano obligado a abrazar una nueva religión habría experimentado la misma sensación de pérdida y anhelo desesperado (por lo menos hasta que el nuevo dios hubiera aprendido a habitar las formas abandonadas por el dios que había muerto) que Chapel sintió entonces mientras contemplaba los rostros extraños que habitaban la pantalla de su Yamaha durante una hora cada tarde. Era como si se hubiera puesto delante de un espejo y no hubiera logrado encontrar su imagen. Durante el primer mes el dolor de su hombro había alcanzado unas intensidades tan horrorosamente espléndidas que casi le impedía cumplir con sus deberes en Bellevue. Después, poco a poco, Chapel empezó a redescubrir los elementos de su propia identidad en la persona del joven doctor Landry.

Ab empezó a gritar y golpear la puerta de Chapel a las dos cuarenta y cinco durante un anuncio de Huevitos Multicolores. Maud se disponía a visitar al hijo de su cuñada en el centro de observación donde había sido internado por orden del tribunal. Aún no sabía que el caso había sido adjudicado al doctor Landry.

—¡Chapel! —gritó Ab—. ¡Sé que estás ahí dentro, así que abre o tiraré abajo la maldita puerta!

La siguiente escena tenía lugar en el despacho de Landry. El joven médico estaba intentando conseguir que la señora Hanson comprendiera que una gran parte del problema de su hija estaba originado por el egoísmo que había impregnado toda su actitud hacia ella, tal y como se había visto la semana pasada. Pero la señora Hanson era negra y, naturalmente, Chapel tendía a simpatizar con los negros, cuya función dramática era recordar al público la existencia del otro mundo, aquel en el que vivían y donde eran desgraciados.

Maud llamó a la puerta de Landry; un primer plano de sus dedos enguantados golpeando el panel de papel.

Chapel se levantó y dejó entrar a Ab. Faltaban poco para las tres cuando, de bastante mala gana, accedió a ayudarle en su búsqueda de un sustituto para el cuerpo que había extraviado.

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