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La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano » 5

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Hacia las tres de esa tarde quienes estaban en la calle ya no podían ver la parte superior de los edificios. Alexa salió del trabajo, caminó bajo una llovizna tibia cruzando la ciudad en sentido transversal y acabó tomando el metro para ir a la calle Este Catorce. La discusión mantenida con Bernie había seguido desarrollándose en su interior durante todo el trayecto como si fuera un juguete accionado por pilas, una muñeca provista de una cinta que se queja después de cada golpe repitiendo una y otra vez los mismos lamentos. «¡Oh, no vuelvas a hacer eso! ¡Oh, no, no, por favor, no, no puedo soportarlo!»

Captó el olor de la grasa del Gran San Juan antes de dejar atrás el torniquete, y pensó en una inmensa extensión de cebolla puntuada con ñames. Cuando salió a la calle la boca ya se le hacía agua. Habría comprado una bolsa de cuarto de kilo, pero había tres anillos concéntricos de clientes apelotonados alrededor del mostrador (la temporada de béisbol había empezado…, ¿ya?), y entonces vio a Lottie Hanson delante de la rejilla. Los ñames no merecían que se expusiera al riesgo de soportar una conversación con ella. La sofocante sexualidad de Lottie siempre la afectaba de una forma inexplicable, y estar cerca de ella la hacía sentirse tan deprimida como si acabara de entrar en una habitación llena de flores recién cortadas.

Cruzó la Tercera Avenida por entre la Once y la Doce y un sonido se aproximó velozmente a ella creciendo de intensidad en un segundo desde el zumbido hasta el rugido. Alexa giró sobre sí misma y escrutó la neblina grisácea intentando localizar el camión enloquecido o…

El sonido se alejó tan deprisa como había llegado. La calle estaba vacía. Los semáforos de la manzana siguiente parpadearon y se pusieron en verde. Alexa logró llegar a la acera antes de que el tráfico —un autobús y dos Yamaha muy ruidosas—, hubieran alcanzado la segunda raya del paso cebra. Su estúpido corazón sucumbió al terror varios latidos después de que su mente hubiese comprendido lo que ocurría y empezó a palpitar salvajemente.

Un helicóptero, no cabía duda, pero nunca había oído a uno que volara tan bajo.

Las rodillas le temblaban de tal forma que se vio obligada a apoyarse en una boca de riego. Mucho tiempo después de que el zumbido lejano se hubiera confundido con el estrépito general del mediodía, sus glándulas seguían estando lo suficientemente alteradas para que le costara mantenerse en pie.

Marylou Levin había ocupado el sitio de su madre, y estaba inmóvil en la esquina con la escoba en una mano y el cubo de basura junto a ella. Marylou era una chica algo torpe, no muy guapa y siempre ansiosa de complacer a todo el mundo que acabaría cuidando niños en el turno de día, a menos que —y probablemente eso resultaría más beneficioso tanto para Marylou como para la sociedad—, decidiera continuar la tradición de su madre y renovara su licencia de limpiadora.

Alexa dejó caer un centavo dentro de la lata. La chica apartó la mirada de su comic, alzó la cabeza hacia ella y le dio las gracias.

—¿Dónde está tu madre, Marylou? Esperaba encontrarla aquí.

—Está en casa.

—Tengo un impreso que debe rellenar. No me acordé de traérselo la última vez, y los del departamento han empezado a ponerse un poco nerviosos.

—Bueno, pues está durmiendo —Marylou volvió a concentrar su atención en el tebeo, una historia muy triste sobre caballos en un circo de Dallas—. Me sustituirá a las cuatro —se acordó de añadir antes de desconectarse del mundo.

Eso significaba esperar o subir hasta el piso diecisiete. Si el impreso M-28 no había salido de la sección de Blake mañana la señora Levin podía perder su apartamento (se sabía que Blake había llegado a hacer cosas mucho peores), y todo por culpa de Alexa.

Normalmente lo único que le molestaba de la escalera era el mal olor general, pero el ejercicio físico del día la había dejado sin fuerzas. Un cansancio parecido al que sentiría si llevase horas cargando con varias bolsas de la compra llenas fue agudizándose y acabó decidiendo centrarse en la parte inferior de su espalda. Cuando llegó al noveno piso hizo una parada en el apartamento del señor Anderson para escuchar cómo aquel pobre viejo capaz de aburrir hasta a los muertos se quejaba de la amplia gama de ingratitudes de que le hacía objeto su hija adoptiva. (Aunque la palabra «inquilina» habría descrito la relación que les unía de una forma mucho más precisa.) Los gatos y los gatitos se dedicaron a trepar por encima de Alexa, se frotaron contra ella y consiguieron arrancarle unas cuantas caricias.

Las piernas volvieron a fallarle dos pisos más arriba. Alexa se sentó sobre el último peldaño del tramo, y descansó un rato mientras escuchaba el híbrido sonoro curiosamente apremiante e imposible de ignorar creado por el noticiario que llegaba de arriba y la canción que atronaba abajo. Sus oídos se distrajeron filtrando meticulosamente las frases en castellano hasta obtener palabras latinas.

«Imagínate lo que sería vivir aquí…», pensó. Se preguntó si el paso del tiempo haría que sus sentidos se fueran embotando, y llegó a la conclusión de que era la única forma de sobrevivir en un lugar semejante.

Lottie Hanson llegó al rellano de abajo y entró en el campo visual de Alexa. Estaba jadeando, y se agarraba a la barandilla. Vio a Alexa sentada en el peldaño, se alisó la peluca que goteaba agua con unas rápidas palmaditas —era consciente de que debía estar lo más guapa posible en su honor— y le sonrió.

—Cielos, es… —tragó aire y movió la mano delante de su rostro en un gesto puramente decorativo—. Es emocionante, ¿verdad?

Alexa le preguntó qué le parecía tan emocionante.

—El bombardeo.

—¿El bombardeo?

—Oh, ¿aún no se ha enterado? Están bombardeando Nueva York. En la televisión han enseñado el sitio donde cayó. ¡Estos peldaños! —se derrumbó junto a Alexa dejando escapar un resoplido tan ruidoso como prolongado. El olor a comida que le había parecido tan apetitoso cuando estaba delante del puesto del Gran San Juan perdió repentinamente todo su atractivo—. Pero no han podido enseñar… —movió una mano y Alexa tuvo que admitir que Lottie tenía unas manos muy hermosas, y que las movía con mucha gracia— el avión. Por culpa de la niebla, ¿sabe?

—¿Quién está bombardeando Nueva York?

—Supongo que los radicales. Es una especie de protesta contra alguna cosa.

Lottie Hanson bajó la mirada y contempló el rápido subir y bajar de sus pechos.

La importancia de las noticias de que era portadora hacía que se sintiera muy complacida de sí misma, y esperó la siguiente pregunta con el rostro encendido por el placer.

Pero Alexa ya había empezado a hacer sus cálculos sin esperar la llegada de más datos que unir a aquellos con los que ya contaba. La idea le había parecido inevitable apenas oyó las primeras palabras de Lottie. La ciudad estaba pidiendo a gritos que la bombardearan, y lo realmente asombroso era que a nadie se le hubiese ocurrido hacerlo antes.

Cuando por fin le hizo otra pregunta a Lottie escogió una dirección que ésta no se esperaba.

—¿Tienes miedo?

—No, justo lo contrario. Siento…

Lottie tuvo que quedarse callada durante unos momentos para definir qué era lo que sentía exactamente.

Un grupo de niños bajó corriendo por la escalera, y Lottie se pegó a los desconchones de la pared mientras murmuraba un «Maldición» casi inaudible. Alexa se pegó a la barandilla. Los niños pasaron corriendo por el desfiladero que habían formado y se alejaron escalera abajo.

—¡Amparo! —le gritó Lottie al último miembro del grupo.

La niña se detuvo en el centro del rellano, y giró sobre sí misma.

—Oh… Hola, señora Miller.

—Maldita sea, Amparo, ¿no sabes que están bombardeando la ciudad?

—Vamos a la calle a verlo.

«Es preciosa», pensó Alexa. Siempre había tenido cierta debilidad por las orejas perforadas, e incluso había sentido la tentación de agujerear los lóbulos de Tank cuando tenía cuatro años, pero G. se había opuesto.

—¡Vuelve arriba cagando leches y quédate allí hasta que hayan derribado a ese jodido avión!

—En la tele han dicho que no importa mucho en qué sitio estés.

Lottie se había puesto muy roja.

—Me importa una mierda lo que hayan dicho en la tele. Quiero que…

Pero Amparo ya no estaba allí.

—Juro que uno de estos días voy a matarla.

Alexa dejó escapar una risita indulgente.

—Sí, la mataré. Ya lo verá.

—Espero que no se te ocurra matarla en el escenario.

—¿Qué?

Ne pueros coram populo Medea trucidet. No permitas que Medea mate a sus hijos delante del público —le explicó Alexa—. Es de Horacio.

Se puso en pie y volvió la cabeza para averiguar si se había ensuciado el vestido.

Lottie seguía en el peldaño, y no parecía dispuesta a moverse de allí. La depresión cotidiana empezó a difuminar el júbilo de la catástrofe como hilachas de niebla sucia que se dispusieran a manchar un día de abril, la niebla sucia de hoy, el día de abril que estaban viviendo hoy.

Los olores recubrían cada superficie con una película invisible tan grasienta como una loción solar barata. Alexa tenía que salir de la escalera, pero Lottie se las había arreglado para atraparla allí y Alexa empezó a removerse entre las redes de una culpa confusa e imposible de precisar.

—Creo que iré a las murallas para presenciar el asedio —dijo.

—Bueno, espéreme sentada.

—Pero después quiero hablar contigo de un asunto.

—De acuerdo. Luego.

Alexa ya estaba en el rellano de arriba cuando Lottie la llamó.

—¿Señora Miller?

—¿Sí?

—La primera bomba cayó sobre el museo.

—Oh. ¿Qué museo?

—El Metropolitano.

—Vaya.

—Pensé que querría saberlo.

—Claro. Gracias.

La niebla había borrado todos los detalles y las distancias, igual que ocurre en un cine antes de que empiece la película cuando la oscuridad lo deja reducido a ser pura geometría. Sonidos vagos y confusos se abrían paso a través de la grisura. Motores, música, voces femeninas… Alexa podía sentir la inminencia del derrumbe esparciéndose lentamente por todo su cuerpo, y el hecho de que por fin lograra captarla hacía ya que no pudiese debilitarla. Echó a correr sobre la gravilla. El tejado se estiraba delante de ella en una extensión infinita que parecía carecer de perspectiva. Llegó a la cornisa, giró hacia la derecha y siguió corriendo.

Oyó el ruido del avión robado moviéndose en la lejanía. No se acercaba, pero tampoco se alejaba, y era como si estuviese describiendo un inmenso círculo, como si la estuviera buscando.

Alexa se quedó inmóvil y alzó los brazos invitándolo a que fuese hacia ella, ofreciéndose a aquellos bárbaros con los dedos extendidos y los párpados tensos sobre los ojos. Estaba ordenándoles que vinieran.

Vio el buey inmovilizado por las cuerdas. El animal estaba debajo de ella, pero la distancia no lo había empequeñecido en lo más mínimo. Alexa contempló su vientre tembloroso y sus ojos desesperados, y sintió la dureza de la obsidiana en sus dedos.

Se dijo que esto era lo que debía hacer, y no por su propio bien, naturalmente. No, nunca por su propio bien…, por el de ellos.

La sangre del buey empapó la grava. Los chorros rojos cayeron al suelo y se esparcieron en todas direcciones manchando la palla que vestía. Alexa se arrodilló sobre la sangre y metió las manos en el vientre abierto para alzar las entrañas goteantes sobre su cabeza, una masa de tubos y cables envuelta en una sustancia viscosa y negra que parecía petróleo. Se envolvió en la blandura de aquellos anillos y soltó una carcajada. Después sacó las antorchas de sus soportes y empezó a destrozar los objetos sagrados mientras se burlaba de los generales.

Nadie intentó acercársele. Nadie le preguntó qué auspicios había encontrado en las haruspicae.

Trepó por la estructura de tubos metálicos puesta allí para que jugaran los niños y contempló aquella atmósfera inmóvil y vacía. Sus piernas se tensaban apoyándose en los delgados cilindros, y su mente sentía el potente éxtasis de la nueva fe que empezaba a brillar en ella.

El avión se iba acercando, y el ruido cada vez resultaba más fácil de oír.

Quería que la vieran. Quería que los muchachos que iban dentro de él comprendieran que lo sabía todo, y que estaba de acuerdo.

El avión apareció de repente muy cerca de ella con la misma brusquedad de Minerva cuando emergió de la frente de Júpiter ya adulta y plenamente consciente. El fuselaje formaba la silueta de una cruz.

—Ven pues —dijo Alexa saboreando la tranquila dignidad que impregnaba su voz—. Siembra la destrucción.

Pero el avión —un Rolls Rapide—, pasó por encima de su cabeza y volvió a esfumarse en la calina de la que se había materializado.

Alexa bajó de la estructura metálica abrumada por una aguda sensación de pérdida. Acababa de ofrecerse a la Historia y la Historia la había rechazado.

Metió la mano en su bolsillo buscando el paquetito de pañuelos de papel y recordó que se le habían terminado antes de salir del trabajo, pero eso no le impidió llorar.

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