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334 » Sexta Parte: 2026 » 36. Boz

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—¡Bulgaria! —exclamó Milly, y no hacía falta ningún equipo especial para adivinar cuáles iban a ser sus próximas palabras—. He estado en Bulgaria.

—Vale, ¿por qué no sacas las diapositivas y nos las enseñas? —dijo Boz volviendo a colocar suavemente la tapadera sobre el ego de Milly—. ¿A quién le toca el turno ahora? —preguntó después a pesar de que ya lo sabía.

Enero bajó de las nubes y sacudió los dados.

—¡Siete! —contó siete casillas en voz alta y acabó en Ve a la Cárcel—. Bueno, espero quedarme aquí —dijo con voz jovial—. Si vuelvo a caer en el Gran Paseo la partida ha terminado para mí.

—Estoy intentando recordar cómo era —dijo Milly con el codo apoyado sobre la mesa mientras sostenía los dados delante de su cara suspendiendo el transcurrir del tiempo y de la partida—. Lo único que consigo recordar es que la gente de allí contaba chistes. Tenías que estar sentada durante horas escuchando chistes y más chistes… Chistes sobre pechos, ¿sabéis?

Boz y Milly intercambiaron una rápida mirada, y Enero y Gamba hicieron lo mismo.

A Boz le habría encantado replicar con alguna observación lo más grosera posible, pero resistió la tentación. Se irguió un poco más en la silla y su mano bajó hacia el plato de canapés calientes formando un lánguido contraste con el estiramiento de su espalda. Estaban mucho más buenos fríos.

Milly tiró los dados. Cuatro. Su cañón aterrizó sobre el supermercado B y O y tuvo que pagar doscientos dólares a Gamba. Volvió a tirar los dados. Once, y esta vez la ficha se posó sobre una de sus propiedades.

El tablero de Monopoly era una herencia de la rama O’Meara de la familia. Las casas y los hoteles eran de madera, las fichas eran juguetitos de plomo. Milly tenía el cañón, como siempre, Gamba el cochecito de carreras, Boz el acorazado y Enero la plancha. Milly y Gamba estaban ganando. Boz y Enero estaban perdiendo.

C’est la vie.

—Bulgaria —dijo Boz, quizá porque era una palabra muy hermosa que pedía ser pronunciada en voz alta, pero también porque sus deberes de anfitrión le obligaban a guiar la conversación devolviéndola a la invitada interrumpida—. Pero… ¿Por qué?

Gamba les explicó el sistema de intercambio existente entre las dos escuelas sin dejar de estudiar el reverso de sus títulos de propiedad para averiguar cuántas casas más podría comprar hipotecando algunos inmuebles.

—Eso era lo que la tenía tan preocupada la primavera pasada, ¿no? —dijo Milly—. Creo que entonces la beca se la llevó otra chica.

—Celeste diCecca, la que murió al estrellarse el avión.

—¡Oh! —exclamó Milly mientras la luz se hacía en su cerebro—. Vaya, no había establecido la conexión.

—¿Qué pasa, pensabas que Gamba se mantiene al corriente de los últimos accidentes de aviación porque eso la divierte? —le preguntó Boz.

—No sé lo que pensaba, queridísimo. Así que ahora va a ir por fin… ¡Para que luego digan que la suerte no existe!

Gamba compró tres casas más. Después el cochecito de carreras pasó a toda velocidad por Aparcamiento, el Gran Paseo, Adelante e Impuestos y acabó deteniéndose en la Avenida Vermont, una de las propiedades sobre las que el banco tenía una hipoteca.

—¡Eso, para que luego digan que la suerte no existe! —exclamó Enero.

La charla centrada en el tema de la suerte continuó durante varias rondas más —quién tenía suerte y quién no la tenía, y si podía afirmarse que la suerte era una fuerza real poseedora de una existencia independiente fuera del juego del Monopoly—, y Boz acabó preguntando si alguno de los presentes conocía a alguien que hubiera ganado un premio en la lotería de los números. El hermano de Enero había ganado quinientos dólares hacía tres años.

—Pero, naturalmente —añadió Enero poniéndose muy seria—, haciendo un balance global ha perdido mucho más dinero jugando a la lotería del que ganó con ese premio.

—No cabe duda de que para los pasajeros de un avión el estrellarse es algo que depende de la suerte —insistió Milly.

—¿Pensabas mucho en el estrellarse y los accidentes cuando trabajabas de azafata?

Enero formuló la pregunta con la misma falta de interés que utilizaba para jugar al Monopoly.

Milly empezó a contar su historia del Gran Desastre Aéreo del año 2021, y Boz se escabulló detrás del biombo para ver qué tal andaban de horchata y añadir un poco de hielo. Gatota estaba observando a las minúsculas siluetas que jugaban al fútbol en la pantalla del televisor y Cacahuete dormía apaciblemente. Cuando volvió con la bandeja la historia del Gran Desastre Aéreo ya había llegado a su conclusión y Gamba estaba exponiendo su filosofía de la vida.

—Puede que superficialmente parezca suerte, pero si profundizas un poco te darás cuenta de que lo normal es que las personas acaben cosechando lo que han sembrado. En el caso de Amparo si no hubiera sido esta beca habría sido alguna otra cosa. Se ha esforzado por conseguirlo.

—¿Y Mickey? —preguntó Milly.

—Pobre Mickey —murmuró Enero, y su tono de voz indicaba que estaba totalmente de acuerdo con ella.

—Mickey obtuvo exactamente lo que se merecía.

Y, por una vez, Boz no pudo llevarle la contraria a su hermana.

—Cuando las personas hacen ese tipo de cosas es porque suelen estar buscando que la castiguen.

La horchata de Enero escogió aquel preciso instante para escapar del vaso. Milly consiguió salvar el tablero justo a tiempo y sólo se mojó una esquina. Enero tenía tan poco dinero delante de ella que la pérdida tampoco fue muy grave. Boz se sintió bastante más incómodo que Enero, quizá porque sus últimas palabras parecían dar a entender que Enero había volcado el vaso deliberadamente, y bien sabía Dios que tenía todas las razones del mundo para querer hacer algo semejante. No hay nada tan aburrido como dos horas seguidas perdiendo al Monopoly.

Dos rondas después el deseo de Enero se convirtió en realidad. Aterrizó en el Gran Paseo y quedó fuera de la partida. Boz —que estaba siendo hecho picadillo de forma más lenta pero igualmente inapelable— insistió en darse por vencido, y salió al balcón con Enero.

—No tenías por qué abandonar la partida sólo para hacerme compañía, ¿sabes?

—Oh, se lo pasarán mucho mejor sin nosotros. Ahora pueden luchar entre ellas con garras y dientes hasta que una de las dos se alce con la victoria.

—¿Sabes que nunca he conseguido ganar una partida de Monopoly? ¡Ni una sola vez en toda mi vida! —Enero lanzó un suspiro—. Tenéis una vista preciosa —añadió para no dar la impresión de que era una invitada ingrata que no sabía apreciar los esfuerzos de sus anfitriones.

Disfrutaron del panorama nocturno en silencio durante un rato —luces que se movían, coches y aviones; luces inmóviles, estrellas, ventanas, farolas callejeras—, y Boz empezó a sentirse un poquito incómodo.

—Sí —dijo decidiendo utilizar la bromita habitual que empleaba siempre que tenían visitas y salían al balcón—, tengo el sol por la mañana y las nubes por la tarde.

Es posible que Enero no la comprendiese y, de todas formas, parecía haber entrado en una fase de seriedad.

—Boz, quizá podrías aconsejarme…

—¿Yo? ¡Desde luego que sí! —Boz adoraba dar consejos—. ¿Sobre qué?

—Sobre lo que estamos haciendo.

—Creía que el problema pertenece a la categoría de lo que ya se ha hecho.

—¿Qué?

—Quiero decir que por lo que cuenta Gamba creía que era un… —pero no podía decir

fait accompli, claro, y optó por una aproximación que Enero pudiese comprender—. Algo que ya está hecho.

—Supongo que sí, por lo menos en lo que respecta al que hayamos sido aceptadas. Todo el mundo se ha portado muy bien con nosotras. Lo que me preocupa no es tanto lo que nos pueda pasar como lo que le pueda ocurrir a su madre.

—¿Mamá? Oh, ya lo superará.

—Anoche parecía muy afectada.

—Siempre se lo toma todo a la tremenda, pero luego se recupera muy deprisa. Nuestra mamá es así, ¿sabes? Todos los miembros de la familia Hanson tienen unos increíbles poderes de recuperación…, cosa que supongo ya habrás notado.

No era un comentario muy agradable, pero las palabras parecieron pasar silbando junto a los oídos de Enero y se perdieron sin que comprendiera a qué se refería.

—Aún tiene a Lottie. Y a Mickey cuando vuelva.

—Sí, claro —pero el asentimiento estaba teñido por un leve sarcasmo. Enero intentaba quitar importancia a los problemas, pero su torpeza estaba empezando a irritarle—. Y de todas formas aunque le resulte tan doloroso como dice no podéis permitir que eso os detenga, ¿verdad? Incluso suponiendo que mamá no tuviera a nadie más eso no debe haceros cambiar de parecer, ¿no te parece?

—¿Lo crees de veras?

—Si no lo creyera tendría que volver a vivir con ella, ¿no? Si la situación empeorara hasta el extremo de que fuese a perder el apartamento yo… ¡Oh, mira quién está aquí!

Era Gatota. Boz la cogió en brazos y fue rascando por orden todos los sitios donde más le gustaba que la rascaran.

—Pero tú tienes tu propia… familia —insistió Enero.

—No. Tengo mi propia vida, igual que tú o que Gamba.

—Entonces… ¿Crees que estamos obrando correctamente?

Ah, pero Boz no estaba dispuesto a ponerle las cosas tan fáciles como le habría gustado a Enero.

—¿Estás haciendo lo que quieres hacer? Sí o no.

—Sí.

—Entonces estás obrando correctamente —y después de haber emitido sentencia concentró toda su atención en Gatota—. ¿Qué está pasando ahí dentro, chiquitina? Anda, dime si ese par de pesadas siguen con su rollo… ¿Quién va a ganar, eh?

Enero no sabía que la gata había estado viendo la televisión, y se apresuró a responder en su lugar.

—Creo que ganará Gamba.

—¿Oh?

¿Cómo era posible que Gamba hubiese…? Boz nunca había logrado entenderlo.

—Sí. Siempre gana. Es increíble. Tiene suerte.

Y por eso ganaba siempre, claro.

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Iba a ser jugador de pelota. Lo ideal sería llegar a convertirse en recogedor de los Mets, pero a falta de eso se conformaría con jugar en primera división. Si su hermana podía convertirse en bailarina no había ninguna razón por la que él no pudiera ser atleta. Poseía el mismo equipo genético básico, reflejos rápidos y una buena mente. Podía conseguirlo. El doctor Sullivan le había dicho que podía conseguirlo y Greg Lincoln, el director de actividades deportivas, le había dicho que tenía tantas posibilidades como cualquier otro chico, probablemente más. Eso significaba interminables sesiones de práctica, someterse a una disciplina muy rígida y una voluntad de hierro, pero con el doctor Sullivan ayudándole a librarse de sus hábitos mentales nocivos no había ninguna razón por la que no pudiera satisfacer esos requisitos.

Pero ¿cómo podía explicar todo eso durante media hora en la sala de visitas? ¿Cómo podía explicar esas cosas nada menos que a su madre, que no sabía distinguir a Kike Chalmers de Opal Nash, que era la fuente (ahora podía comprenderlo) de la que habían surgido casi todos sus errores y problemas mentales? Sólo había una forma de hacerlo, y era soltárselo de golpe.

—No quiero volver al 334. Ni esta semana, ni la semana próxima, ni… —logró contenerse cuando estaba a punto de soltar la palabra «nunca»—. No volveré allí durante mucho tiempo.

Las emociones iluminaron el rostro de su madre con una veloz sucesión de destellos estroboscópicos. Mickey desvió la mirada.

—¿Por qué, Mickey? —le preguntó—. ¿Qué he hecho?

—Nada. No es por eso.

—Bueno, entonces… ¿Por qué? Dame una razón.

—Hablas en sueños. Te pasas toda la noche hablando.

—Eso no es una razón válida. Si te quedas conmigo puedes dormir en la sala, tal y como hacía Boz.

—Bueno, pues entonces estás loca. ¿Qué te parece eso? ¿Es una buena razón? Estás loca, todos estáis locos.

Eso la redujo al silencio durante unos momentos, pero enseguida se recuperó y unos segundos después ya estaba volviendo a la carga.

—Puede que todo el mundo esté un poquito loco. Pero este sitio, Mickey… No puedes querer… Quiero decir que… ¡Bueno, échale un vistazo!

—Me gusta. Y en lo que a mí concierne toda la gente de aquí es como yo, y eso es justamente lo que quiero. No quiero volver a vivir contigo. No volveré nunca. Si me obligas a volver haré lo mismo una y otra vez. Juro que lo haré, y esta vez usaré la cantidad de fluido suficiente y también le mataré a él. Le mataré de verdad en vez de hacerlo ver, ¿entiendes?

—De acuerdo, Mickey, es tu vida.

—Sí, es mi vida.

Esas palabras y las lágrimas que les servían de fronteras equivalieron a un montón de cemento arrojado sobre los cimientos que sostendrían su nueva vida. Mañana por la mañana la masa húmeda de sentimientos y emociones se habría vuelto tan sólida como la roca, y pasado un año allí donde ahora sólo había un agujero bostezante se alzaría un rascacielos.

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La reverenda Cox acababa de coger el Kerygma de Bunyan después de una semana de retraso y se había instalado cómodamente disponiéndose a disfrutar de una reconfortante inmersión en aquella prosa sólida, mesurada y tranquilizadora cuando el timbre hizo «ding-dong», y antes de que hubiera podido volver a desdoblar las piernas volvió a hacer «ding-dong». Alguien tenía problemas.

Era una anciana regordeta con el rostro ajado, la piel color leche agria, el párpado izquierdo caído, el ojo derecho sobresaliendo de su cuenca. En cuanto la puerta se abrió delante de ellos esos ojos que parecían pertenecer a dos personas distintas pasaron por la ya familiar pauta de la sorpresa, la desconfianza y el encogimiento receloso.

—Entre, por favor.

Movió la mano señalando la débil claridad que salía por la puerta del despacho que había al otro extremo del pasillo.

—He venido a ver al padre Cox.

Alzó uno de los impresos que enviaba el departamento:

Si alguna vez experimenta la necesidad

Charmain le ofreció la mano.

—Soy Charmain Cox.

La visitante recordó las exigencias de la buena educación el tiempo suficiente para aceptar la mano que se le ofrecía.

—Yo soy Nora Hanson. ¿Usted es…?

—¿Su esposa? —sonrió—. No, me temo que soy el sacerdote. ¿Qué opina? ¿Cree que eso le va a facilitar las cosas o hará que le resulten todavía más difíciles? Pero entre, hace un frío horrible. Si le parece que se sentiría más cómoda hablando con un hombre puedo telefonear a San Marcos y hablar con mi colega el reverendo Gogardin. Está al otro lado de la esquina.

La guio hacia su despacho y acabó instalándola en el cómodo confesionario del sillón marrón.

—Hace mucho tiempo que no iba a la iglesia. Leí su carta, pero no se me pasó por la cabeza que…

—Sí, supongo que utilizar sólo mis iniciales equivale a hacer una pequeña trampa.

Y se embarcó en su no muy ingenioso pero siempre útil sermón basado en las historias de la mujer que se había desmayado y el hombre que le había quitado el pectoral de un manotazo. Después renovó su oferta anterior de telefonear a San Marcos, pero a esas alturas la señora Hanson ya se había resignado a la idea de que sus tratos con la iglesia se desarrollarían a través de una mujer.

Su historia era un mosaico de pequeñas culpas, indignidades, debilidades y dolores varios, pero la imagen que acabó emergiendo de ella podía ser identificada sin ninguna dificultad como el retrato de la desintegración de una familia. Charmain empezó a ordenar y exponer todos los argumentos que apoyaban la triste verdad de que no podría ayudarla en su lucha contra el gran pulpo conocido con el temible nombre de Burocracia. El más importante se reducía a que durante la porción nueve-a-cinco de su vida era una esclava cautiva en uno de los santuarios del pulpo (el Departamento de Asistencia Temporal), pero no tardó en comprender que los problemas de la señora Hanson involucraban a la Iglesia e incluso al mismísimo Dios. La hija mayor y su amante iban a abandonar el maltrecho navío familiar para unirse a la Hermandad de Santa Clara, y durante la discusión que había terminado con la tambaleante huida de la pobre anciana y su llegada al despacho de la reverenda Cox la amante había llegado al extremo de utilizar la Biblia de la pobre señora Hanson como munición. La versión de los acontecimientos extremadamente partidista con que la obsequió la señora Hanson también resultaba un poco confusa, y Charmain necesitó algún tiempo para localizar el pasaje que tanto la había trastornado, pero por fin logró seguirle la pista y acabó posando la mirada en el tercer capítulo versículos treinta y tres al treinta y cinco del Evangelio de San Marcos:

Y les respondió diciendo «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?».

Y contempló a los que estaban sentados a su alrededor y dijo: «¡Ved, ésta es mi madre y éstos son mis hermanos!».

Pues quien cumpla la voluntad de Dios también es mi hermano, mi hermana y mi madre.

—Bueno, y ahora yo le pregunto…

—Naturalmente —le explicó Charmain—, Jesucristo no está afirmando que nadie tenga licencia para insultar o maltratar a sus parientes.

—¡Naturalmente que no!

—Pero no se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que… Se llama Enero, ¿no?

—Sí. Un nombre ridículo, ¿verdad?

—¿No se le ha pasado por la cabeza que Enero y su hija quizá tengan razón?

—¿Qué quiere decir?

—Intentaré expresarlo de una forma distinta. ¿Cuál es la voluntad de Dios?

La señora Hanson se encogió de hombros.

—Me temo que ahí me ha pillado —y cuando su cerebro hubo tenido tiempo de digerir la pregunta—: Pero si usted cree que Gamba sabe… ¡Ja!

Charmain pensó que el Evangelio de San Marcos ya había hecho bastante daño, y le fue soltando sin mucho convencimiento su repertorio habitual de buenos consejos para situaciones catastróficas sintiéndose tan inútil y ridícula como si fuese la dependienta de una tienda y la estuviera ayudando a escoger un sombrero —o quizá más aún—, porque cada nuevo modelo de comportamiento que le ofrecía daba el invariable resultado de revelar una señora Hanson todavía más grotesca que la anterior.

—En otras palabras —dijo la señora Hanson resumiendo toda su charla—, usted cree que estoy equivocada.

—No, pero por otra parte tampoco estoy muy segura de que sea su hija quien se equivoca. Oiga, ¿ha intentado ver las cosas poniéndose en su lugar? ¿Ha intentado comprender por qué quiere unirse a una Hermandad?

—Sí, lo he intentado. Le gusta cagarse encima mío y llamar pastel a la mierda.

Charmain dejó escapar una carcajada no muy convincente.

—Bueno, señora Hanson, puede que la razón esté de su parte y sea su hija la que se equivoca. Espero que podremos volver a hablar del asunto después de que las dos hayan tenido ocasión de pensarlo un poco.

—Lo que quiere decir es que quiere que me vaya.

—Sí, supongo que eso es lo que quiero decir. Ya es muy tarde, y tengo trabajo que hacer.

—De acuerdo, me voy; pero quiero preguntarle una cosa antes de irme. Ese libro que hay en el suelo…

—¿

Kerygma?

—¿Qué significa?

—Es una palabra griega y significa mensaje. Se supone que es una de las misiones de la Iglesia: transmitir un mensaje.

—¿Qué mensaje?

—Resumiéndolo mucho… Cristo ha vuelto de la tumba. Estamos salvados.

—¿Y usted lo cree?

—No lo sé, señora Hanson. Pero lo que yo crea no importa. No soy más que la mensajera, ¿comprende?

—¿Me permite que le diga una cosa?

—¿Qué quiere decirme?

—Creo que usted no vale para el sacerdocio.

—Gracias, señora Hanson. Ya lo sabía.

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La señora Hanson estaba sola en el apartamento con las puertas cerradas y la mente atrancada sin apartar los ojos del televisor, contemplando la pantalla con una intensa concentración que saltaba continuamente de una cosa a otra. Los que llamaban eran ignorados, incluso Ab Holt, quien ya era lo bastante mayorcito para saber que seguirles el juego equivalía a hacer el imbécil. «No ha sido más que una discusión, Nora…» ¡Nora! Nunca la había llamado Nora. Su vozarrón se abría paso a través de la puerta del armario que había sido un vestíbulo. La señora Hanson no podía creer que fuese capaz de llegar al extremo de usar la fuerza física para sacarla de allí. ¡Después de quince años! Había centenares de personas que no cumplían los requisitos de permanencia en el edificio, y si quisiera habría podido recitar sus nombres y sus apellidos, gente que acogía a cualquier temporal del pasillo y lo llamaba «inquilino». «Señora Hanson, me gustaría presentarle a mi nueva hija…» ¡Oh, sí, claro! La corrupción no era una lacra exclusiva de la cima, sino algo que se iba infiltrando por todo el sistema. Y cuando le había preguntado «¿Por qué yo?» aquella zorra había tenido la cara dura de contestar «Me temo que es un caso de

Che sera sera». Si al menos hubiera sido la señora Miller… Sí, la señora Miller era algo más que un montón de falsa simpatía y

Che sera sera, la señora Miller realmente se preocupaba por lo que pudiera ocurrirte. ¿Y si la telefoneaba? Quizá… Pero el teléfono de Williken había desaparecido con él, y de todas formas no pensaba moverse de allí. Tendrían que sacarla a rastras. ¿Osarían llegar tan lejos? Desconectarían la electricidad, por supuesto, eso siempre era el primer paso, y entonces sólo Dios sabía cómo se las iba a arreglar sin la televisión. Una chica rubia le demostró lo fácil que era hacer algo, uno, dos, tres, así de sencillo, y luego cuatro, y cinco, y seis, ¿y se rompería? Después llegó

Clínica terminal. El médico nuevo aún tenía problemas con la enfermera Loughtis. Ah, sí, menudos cabellos de bruja, y además no podías creer ni una palabra de lo que te dijera. Esa mirada maligna suya y de repente «No puede luchar contra el Ayuntamiento, doctor», y se lo había soltado así tan tranquila. Claro, eso era justo lo que querían hacerte creer, que una persona sola no puede hacer nada. Cambió de canal. Jodienda en el 5, clase de cocina en el 4. Volvió a prestar atención a la pantalla. Un par de manos amasaban una enorme bola de harina. ¡Comida! Pero esa señora chicana tan agradable del Comité de Inquilinos —aunque realmente no se podía decir que fuese chicana, era sólo el apellido— le había prometido que no se moriría de hambre, y en cuanto al agua varios días antes ya había llenado todos los recipientes que había en la casa.

Todo era tan injusto… La señora Manuel, si es que se apellidaba así, le había dicho que estaba atada de pies y manos. Alguien debía tenerle echado el ojo al apartamento desde hacía mucho tiempo y había estado esperando aquella oportunidad, pero cada vez que intentaba hablar con el gilipollas de Blake para averiguar quién iba a mudarse allí… oh, no, eso era «confidencial». Un solo vistazo a esos ojillos porcinos suyos y había estado segura de que él sacaría tajada de aquel asunto.

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