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334 » Sexta Parte: 2026 » 36. Boz

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Todo se reducía a seguir aguantando. Lottie volvería a casa dentro de unos días. No era la primera vez que pasaba algún tiempo fuera, y luego siempre acababa regresando. Toda su ropa estaba allí y sólo se había llevado una maletita, un detalle del que no había querido informar a la señorita Reptil. Lottie estaría fuera el tiempo necesario para disfrutar de su pequeño ataque de nervios o lo que fuera, pero volvería a casa y cuando hubiera vuelto el apartamento estaría ocupado por dos personas, y la administración tendría que concederle los seis meses de prórroga fijados por la ley. La señora Manuel se lo había dejado bien claro, ¿no? Seis meses… Y Gamba no aguantaría seis meses en esa especie de convento porque para ella la religión era otro pasatiempo, nada más. Antes de que pasaran seis meses ya habría sustituido la religión por otra manía, y entonces serían tres, y la administración no tendría absolutamente nada en que apoyarse.

Los plazos que te iban dando eran otro farol, ahora lo veía claro. Ya había pasado una semana de la fecha fijada. Bueno, que llamaran a la puerta todo lo que quisieran, aunque le bastaba con pensar en lo que había ocurrido para sentir que empezaba a perder los estribos. Y Ab Holt les estaba ayudando… ¡Maldición!

—Me encantaría fumar un cigarrillo —dijo con voz muy tranquila, como si dijera exactamente eso cada vez que llegaban las cinco y empezaban a dar las noticias.

Fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda y cogió los cigarrillos y las cerillas. Todo se veía tan ordenado… La ropa estaba pulcramente doblada, e incluso había arreglado la persiana rota aunque el resultado de la reparación era que ahora no había forma humana de mover las tablillas. Se sentó al borde de la cama y encendió un cigarrillo. Necesitó dos cerillas y luego. Aj, el sabor. ¿Estaría pasado? Pero su cabeza parecía necesitar los efectos del humo. Sus pensamientos dejaron de moverse en el círculo que los había atrapado y se dirigieron hacia su arma secreta.

Su arma secreta era el mobiliario. A lo largo de los años había ido acumulando una cantidad increíble de muebles —la gran mayoría procedían de los restos que quedaban en los apartamentos cuando sus ocupantes se morían o se mudaban—, y no conseguirían sacarla de allí sin dejarlo todo limpio antes porque eso era lo que decía la ley, y no bastaba con sacarlo al pasillo, oh no, tendrían que bajarlo hasta la calle. Bueno, ¿y qué iban a hacer? ¿Contratar a todo un ejército para que lo bajara por esa escalera? ¿Dieciocho pisos? No, mientras insistiera en que respetaran sus derechos estaba tan segura como si se encontrase dentro de un castillo, y ellos seguirían haciendo justo lo que habían estado haciendo hasta ahora. Ejercerían toda la presión psicológica posible para que firmara sus jodidos impresos, pero nada más.

Volvió la cabeza hacia el televisor y vio que un grupo de bailarines acababa de ir a una fiesta en las oficinas de Greenwich Village de la Unión de Fabricantes Hanover. El noticiario ya había terminado. La señora Hanson volvió a la sala con su segundo cigarrillo de sabor horrible y entró en ella acompañada por las notas de «Conociéndote», lo cual resultaba un tanto irónico.

Y por fin llegaron las marionetas, sus viejas amigas…, no, sus únicas amigas. El cumpleaños de Garabatín… Bowser acababa de aparecer trayendo consigo un regalo metido dentro de una caja gigantesca. «¿Es para mí?», preguntó Garabatín con su vocecita aflautada. «Venga, ábrelo», dijo Bowser, y por el tono de su voz sabías que iba a ocurrir algo bastante horrible. «Para mí… ¡Oh, chico, es para mí!» Dentro de la caja había otra caja y dentro de esa caja había otra, y luego otra, y luego otra más. Bowser se iba poniendo cada vez más impaciente. «Vamos, vamos, sigue, ábrela…» «Oh, ya me he hartado de esto», dijo Garabatín. «Deja que te enseñe cómo se hace», dijo Bowser, y lo hizo, y un martillo maravillosamente colosal salió disparado de la última caja y le golpeó en la cabeza. La señora Hanson rio y rio hasta que no pudo más, y las chispas y las cenizas del cigarrillo se le desparramaron sobre el regazo.

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El superintendente les dejó entrar por el armario usando su llave antes de que hubiera amanecido, y los dos auxiliares empezaron a vaciar el apartamento. La señora Hanson les pidió cortésmente que se marcharan y acabó gritándoles que se fueran de allí, pero no le hicieron ningún caso.

Cuando bajaba por la escalera para ir a hablar con la mujer del Comité de Inquilinos se encontró con el superintendente.

—¿Qué pasa con mi mobiliario? —le preguntó.

—Bueno, ¿qué pasa con su mobiliario?

—No puede echarme del apartamento sin mis pertenencias. Es la ley.

—Vaya a hablar con ellos. Yo no tengo nada que ver con esto.

—Usted les dejó entrar. Ahora están ahí dentro, y tendría que ver el jaleo que están armando. No puede decirme que eso es legal…, son los objetos personales de una ciudadana, y no estoy hablando sólo de mis cosas sino de las de toda una familia, y…

—¿Y qué? De acuerdo, es ilegal… ¿Le gusta más así?

El superintendente giró sobre sus talones y empezó a bajar por la escalera.

Acordarse del caos que se estaba adueñando del apartamento —la ropa fuera del armario, los cuadros descolgados, los platos metidos a toda prisa en las cajas de cartón—, hizo que tomara una decisión. No valía la pena. No estaba muy segura de si lograría encontrar a la señora Manuel, y aunque lo consiguiera ella no arriesgaría el cuello por la familia Hanson. Cuando volvió al 1812 el auxiliar pelirrojo estaba orinando en el fregadero de la cocina.

—¡Oh, no se disculpe! —dijo la señora Hanson cuando vio que abría la boca—. Un trabajo es un trabajo, ¿verdad? Tiene que hacer lo que le mandan.

Tenía la sensación de que de un momento a otro chillaría, echaría a correr en círculos o, sencillamente, estallaría; pero había algo que se lo impedía y era el saber que nada de cuanto pudiera hacer tendría el más mínimo efecto sobre lo que le estaba ocurriendo. La televisión le había proporcionado modelos para enfrentarse a casi todas las situaciones de la vida real que se le habían ido presentando a lo largo de su existencia —la felicidad, las desgracias y todos los tramos intermedios—, pero esta mañana la había sorprendido sola y sin un guion en el que apoyarse, sin ni tan siquiera una vaga idea de lo que se suponía que iba a ocurrir después o de lo que debía hacer. ¿Cooperar con esas malditas apisonadoras? Era lo que las apisonadoras parecían estar esperando. Sí, la señorita Reptil y los que se atrincheraban en sus despachos protegiéndose con murallas de impresos y buenos modales esperaban que se portaría bien y que colaboraría en su expulsión, pero la señora Hanson prefería la muerte a hacer algo semejante.

Resistiría, y seguiría resistiendo aunque intentaran hacerle comprender que no le serviría de nada, aunque se lo cantaran a coro todos juntos. Tomar esa decisión le permitió comprender que acababa de encontrar su papel, y que después de todo era un papel familiar insertado en una historia muy conocida: moriría luchando. En ese tipo de situaciones donde todas las probabilidades estaban en tu contra aguantar el tiempo suficiente servía para que la marea se retirase de repente, ¿no? Pues claro que sí, y la señora Hanson lo había visto ocurrir en más de una ocasión.

La señorita Reptil entró en el apartamento a las diez y examinó la labor de destrucción llevada a cabo por los auxiliares. Intentó convencer a la señora Hanson de que debía firmar un documento para que parte de las cajas y el contenido de las alacenas fuera guardado en un almacén a expensas del ayuntamiento —lo cual hacía suponer que el resto sería considerado como basura pura y simple—, y la señora Hanson replicó diciendo que hasta que la hubieran echado del apartamento todo aquello seguía siendo de su propiedad, por lo que si la señorita Reptil tenía la bondad de marcharse llevándose consigo a sus dos meafregaderos le quedaría terriblemente agradecida.

Después se sentó junto a la pantalla sin vida del televisor (por fin habían desconectado la electricidad) y se fumó otro cigarrillo. Salsa de tomate Hunt, proclamaba la caja de fósforos, y dentro había una receta para cocinar judías a la Waikiki que la señora Hanson siempre había tenido intención de utilizar, pero que por una cosa u otra nunca había llegado a preparar. Mezclibuey o Trocitos de Cerdo, un poquito de piña trinchada, una cucharada sopera de Aceite Wesson y montones de salsa de tomate, calor y sírvase encima de una tostada. La señora Hanson se quedó dormida en el sillón planeando toda una cena al estilo hawaiano que giraría alrededor de las judías a la Waikiki.

A las cuatro de la tarde oyó golpes y un considerable estrépito al otro lado de la puerta de lo que volvía a ser el vestíbulo. Eran los de la mudanza. Bueno, por lo menos había tenido tiempo de echar un sueñecito antes de que encontraran al superintendente para que les dejara entrar en el apartamento… La señora Hanson observó con expresión lúgubre cómo vaciaban la cocina despojándola del mobiliario, los estantes y las cajas, pero incluso vacía, los dibujos creados por el desgaste del linóleo y las manchas de las paredes seguían proclamando que aquella habitación era la cocina de los Hanson.

El contenido de la cocina fue amontonado en el rellano de la escalera. Ésa era la parte que había estado esperando. ¡Adelante, romperos la espalda bajándolo!

Y entonces oyó el gemido y el temblor de una maquinaria lejana. El ascensor volvía a funcionar. Oh, claro, era obra de Gamba y su ridícula campaña, el último bofetón en la cara, la despedida definitiva. El arma secreta de la señora Hanson había fallado. La cocina fue cargada en el ascensor, los tipos de la mudanza entraron en la cabina con cierta dificultad y apretaron el botón. Las puertas exteriores primero y las interiores después se cerraron con un chirrido. El disco de tenue luz amarilla empezó a moverle y acabó desapareciendo. La señora Hanson fue hacia la sucia ventana y observó el temblor de los cables de acero que vibraban como las cuerdas de un violín gigantesco. Después de mucho, mucho rato, el gigantesco bloque del contrapeso emergió de la oscuridad y subió lentamente hacia ella.

¿El apartamento o el mobiliario? Tenía que decidirse por uno u otro, y acabó optando —debían estar seguros de que tomaría esa decisión— por el mobiliario. Volvió a entrar por última vez en el 1812 y cogió su abrigo marrón, su bolso y su gorra Lanudo Marca Registrada. El apartamento estaba sumido en la penumbra —sin luces, sin persianas que taparan las ventanas, con las paredes desnudas y el suelo lleno de enormes cajas precintadas—, y no había nadie de quien despedirse salvo la mecedora, el televisor, el sofá, y pronto estarían en la calle con ella.

Cerró la puerta con dos vueltas de llave, y se detuvo en el comienzo del tramo de escalones porque acababa de oír el gemido del ascensor que volvía a subir. ¿Por qué matarse bajando dieciocho pisos? Entró en la cabina del ascensor un segundo después de que los encargados de la mudanza hubieran salido de él.

—¿Alguna objeción? —preguntó.

Las puertas se cerraron y la señora Hanson experimentó los efectos de la caída libre antes de que los de la mudanza descubrieran que no podían entrar.

—Espero que se caiga —dijo, sintiendo una pequeña punzada de temor ante la remota posibilidad de que su deseo se convirtiera en realidad.

Reptil estaba montando guardia junto a la cocina acurrucada bajo la pequeña isla de luz proyectada por un farol callejero. Ya casi había anochecido. Un viento bastante frío cargado de copos de nieve seca de la nevada de ayer soplaba desde el oeste barriendo toda la calle Once con sus ráfagas. La señora Hanson obsequió a Reptil con un feroz fruncimiento de ceño, se dejó caer sobre una silla de la cocina y deseó con todas sus fuerzas que Reptil osara imitarla.

El segundo cargamento no tardó en llegar —sillones, el catre desmontado, alacenas llenas de ropa, el televisor—, y una segunda habitación hipotética empezó a cobrar forma junto a la primera. La señora Hanson se trasladó a su sillón favorito, se metió las manos en los bolsillos del abrigo e intentó calentarse los dedos pegándolos a la ingle.

La señorita Reptil parecía haber decidido que era el momento de aplicar la máxima presión posible. Los impresos emergieron del maletín, pero la señora Hanson se libró de ella con gran elegancia mediante el recurso de encender un cigarrillo. Reptil retrocedió alejándose del humo como si acabaran de ofrecerle una cucharadita de cáncer. ¡Malditos asistentes sociales!

Los objetos más voluminosos llegaron con el tercer cargamento —el sofá, la mecedora, las tres camas, la cómoda a la que le faltaba un cajón—, y los encargados de la mudanza informaron a Reptil de que sólo necesitarían un viaje más para acabar de bajarlo todo. Cuando hubieron vuelto a entrar en el edificio Reptil enarboló los impresos y el bolígrafo disponiéndose a reanudar la ofensiva.

—Comprendo que esté enfadada y no se lo reprocho, señora Hanson, créame, pero alguien tiene que ocuparse de estos asuntos y procurar que todo se lleve a cabo de la forma más justa posible dada la situación, y ahora tenga la bondad de firmar estos impresos para que cuando llegue la camioneta…

La señora Hanson se levantó del sillón, cogió los impresos, los rasgó en dos mitades, volvió a rasgar en dos cada mitad y entregó los trocitos de papel a Reptil, quien no dijo nada.

—¿Alguna cosa más? —preguntó utilizando su mismo tono de voz.

—Sólo intento ayudarla.

—Si intenta ayudarme aunque sólo sea un segundo más la dejaré esparcida por toda la acera como si…, como si…, ¡como si fuera una lata de salsa de tomate!

—Amenazar con la violencia no resuelve los problemas, señora Hanson.

La señora Hanson cogió la mitad superior del palo de la lámpara, la levantó del regazo de la mecedora y la hizo girar dirigiendo el arma improvisada hacia la parte central del grueso abrigo de Reptil. El impacto produjo un

¡whap! altamente satisfactorio, y la pantalla de plástico que siempre le había parecido tan horrible se rompió. Reptil echó a caminar hacia la Primera Avenida sin decir ni una palabra más.

Las últimas cajas fueron sacadas del vestíbulo del edificio y colocadas junto al resto del mobiliario. Las habitaciones se habían confundido unas con otras formando un gigantesco amasijo irracional. Dos mocosos de color que vivían en el 334 habían empezado a saltar sobre el trampolín formado por las colchonetas del catre y el colchón de la cama de Lottie. La señora Hanson les obligó a huir amenazándoles con el palo de la lámpara, y los mocosos se unieron a la pequeña multitud congregada en la acera que permanecía inmóvil al otro lado de la frontera invisible formada por las paredes imaginarias del apartamento imaginario. Unas cuantas siluetas observaban desde las ventanas de los primeros pisos del edificio.

No podía dejar que hicieran eso. Como si estuviera muerta y pudieran hurgarle impunemente en los bolsillos… Aquellos muebles eran propiedad suya, y lo único que hacían era permanecer inmóviles y contemplarla esperando a que Reptil volviera con refuerzos para llevárselo todo. Eran como buitres.

Bueno, por lo que a ella respectaba podían esperar hasta que se cayeran de cansancio. ¡No iban a quedarse con nada que fuese suyo!

Metió la mano en su cada vez más frío bolso para coger los cigarrillos y las cerillas, y vio que sólo quedaban tres. Bueno, tendrían que bastar, ¿no? Logró encontrar los cajones de la cómoda de madera que había sacado del apartamento de la señorita Shore después de que muriera. La cómoda era el mueble del que se sentía más orgullosa, roble auténtico. Antes de volver a colocarlos en su sitio usó el palo de la lámpara para hacer agujeros en las tablillas de cartón que hacían de fondo. Después abrió las cajas precintadas y empezó a buscar objetos que ardieran bien. Artículos de baño, sábanas y fundas de almohada, sus flores… Echó las flores al suelo y desgarró la caja de cartón hasta convertirla en tiras que fueron a parar al último cajón de la cómoda. Esperó a que no soplara viento, pero aun así necesitó las tres cerillas para que las tiras empezaran a arder.

La multitud había crecido un poco, pero aún estaba compuesta por una considerable mayoría de niños y se mantenía alejada de las paredes. La señora Hanson miró a su alrededor buscando algo para alimentar las llamitas. Páginas de libros, los restos de un calendario y las acuarelas que Mickey había pintado en tercer curso («Prometedor» y «Será bastante independiente») fueron a parar al cajón, y antes de que hubiera pasado mucho tiempo la señora Hanson ya había conseguido crear una hoguera que desprendía un calorcito muy agradable; pero no podía meter más cosas dentro de los cajones, y ahora el gran problema era conseguir que las llamas se transmitieran al resto del mobiliario.

El palo de la lámpara le permitió volcar la cómoda. Un chorro de chispas salió disparado hacia el cielo y fue dispersado por el viento haciendo retroceder a la multitud que se había acercado un poco al fuego. La señora Hanson cogió la mesa de la cocina y las sillas y las arrojó a las llamas. Eran los últimos objetos grandes que conservaba de la época de la calle Mott, y ver cómo se consumían le resultó bastante doloroso.

En cuanto las sillas empezaron a arder las usó como antorchas para prender fuego al resto del mobiliario. Las alacenas estaban hechas de materiales baratos y se convirtieron en manantiales de fuego. La multitud contempló cómo quedaban envueltas en humo negro y saludó cada nuevo estallido llameante con vítores y gritos de alegría. Ah, sí, ¿verdad que no hay nada como un buen fuego?

El sofá, los sillones y los colchones fueron los que ofrecieron más resistencia. La tela se calcinaba y el relleno desprendía una humareda apestosa, pero se negaba a arder. La señora Hanson tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarlos hasta la pira central, pero cuando le tocó el turno al último colchón sólo consiguió llevarlo hasta el televisor antes de que se le agotaran las fuerzas.

Una figura emergió de la multitud y fue hacia ella, pero si querían detenerla ya era demasiado tarde. ¿Quién era? Una mujer muy gorda con una maletita en la mano.

—¿Mamá? —preguntó la silueta.

—¡Lottie!

—He vuelto a casa, ¿sabes? Oye, ¿qué estás haciendo con…?

Una alacena llena de ropa se desmoronó creando una dispersión de módulos llameantes adaptados a la escala humana.

—Se lo dije. ¡Les dije que volverías!

—Son… Son nuestros muebles, ¿no?

—Quédate aquí —la señora Hanson alargó la mano hacia la maleta, se la quitó de entre los dedos y vio que estaban llenos de arañazos, pobrecita, y dejó la maleta sobre la acera—. Que no se te ocurra irte a ningún sitio, ¿entendido? Voy a buscar a alguien, pero volveré enseguida. Hemos perdido una batalla, pero aún ganaremos la guerra.

—Mamá, ¿te encuentras bien?

—Me encuentro estupendamente. No te muevas de aquí, ¿de acuerdo? Y no hay por qué preocuparse. Ahora ya no hay por qué preocuparse, ¿comprendes? Nadie va a quitarnos nuestros seis meses.

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¿Increíble? Había visto a su madre corriendo a través de las llamas como una estrella de la ópera que se dispone a saludar después de que haya bajado el telón. Su maleta había aplastado las flores de plástico. Lottie se inclinó y cogió una flor, un iris que arrojó hacia las llamas más o menos en la misma dirección por la que había visto desaparecer a su madre.

¿Y acaso no había sido una interpretación soberbia? Lottie había permanecido inmóvil en la acera viendo cómo le prendía fuego a…, a todo. La mecedora estaba ardiendo. Los dos segmentos que formaban el catre del niño yacían sobre las cenizas de lo que había sido la mesa de la cocina y también ardían, e incluso el televisor estaba consumiéndose, aunque tener encima el colchón de Lottie impedía que ardiese tan bien como habría podido hacerlo sin ese obstáculo. Todo el apartamento de los Hanson ardía. «¡La fuerza de voluntad! —pensó Lottie—. La fuerza de voluntad que se necesita para hacer algo semejante…»

Pero aun así no estaba segura de que «fuerza de voluntad» fueran las palabras más adecuadas. ¿Por qué? ¿Acaso no era el equivalente a ceder y rendirse? ¿Qué era lo que había dicho Agnes Vargas hacía ya tantos años cuando trabajaban en Importaciones Afra? «Lo más difícil no es hacer el trabajo. Lo más difícil es aprender cómo hacerlo.» Oh, sí, Agnes no se había roto la cabeza, desde luego, pero Lottie quedó tan impresionada que aún le parecía oírla.

¿Y había aprendido a hacerlo?

Lo hermoso era que hubiera sido tan increíble, tan aparatoso.

Verlos muebles esparcidos por la acera ya había sido todo un espectáculo. ¡Pero cuando ardieron…!

El sillón tapizado con la tela de flores sólo había estado echando humo, pero de repente todo él quedó envuelto en llamas y todo su significado quedó expresado en una columna de fuego anaranjado. ¡Magnífico!

¿Podría…?

Bueno, por lo menos podía intentar aproximarse.

Luchó con los cierres de la maleta y logró abrirla. Ya había perdido muchas de las cosas que había traído consigo —todos los huesos y las baratijas del pasado que había exprimido desesperadamente sin que le proporcionaran ni una gota de los sentimientos que se suponía debían almacenar, las postales que nunca había enviado, las ropitas infantiles, el libro de autógrafos (tres celebridades incluidas) que había empezado en octavo curso—, pero estaba dispuesta a desprenderse de cuanto le quedaba.

Un vestido blanco, lo primero que vio al abrir la maleta. Lo arrojó sobre el sillón envuelto en llamas y apenas entraron en contacto con éstas, años de blancura se condensaron en una bola de claridad cegadora que se esfumó un segundo después.

Un par de zapatos y un jersey se encogieron rápidamente rodeados por halos de llamas verdosas.

Trajes estampados, trajes a rayas.

¡Pero si apenas había nada que le cupiera! Acabó perdiendo la paciencia y lo arrojó todo en un confuso montón, todo salvo las fotos y el fajo de cartas porque quería entregarlas al fuego una por una. Las fotos emitieron guiños de fuego que le hicieron pensar en otros tantos destellos de flash, otras tantas bombillitas que abandonan el mundo prácticamente apenas han entrado en él. Las cartas se consumieron todavía más deprisa, un ¡whoooosh! y ya estaban volando hacia arriba arrastradas por el chorro de aire caliente, pájaros negros que no pesaban nada, poema tras poema, mentira sobre mentira…, todo el amor de Juan.

Y ahora, ¿era libre?

La ropa que llevaba carecía de importancia. Después de todo hacía sólo una semana habría pensado que este momento exigía que se quitara la ropa, ¿verdad?

No, la ropa que debía quitarse era ella misma.

Fue hacia la cama que le habían preparado encima del televisor. Ahora todo lo demás estaba envuelto en llamas, y lo único que aún no ardía era el colchón. Se acostó sobre él. La sensación no resultaba más incómoda que la de entrar en una bañera llena de agua muy caliente y, tal como habría ocurrido en ese caso, el calor fue disolviendo los dolores y la tensión de esos últimos días y semanas tan horribles. ¡Ah, sí, esto era mucho más sencillo!

Se relajó y empezó a ser consciente del sonido de las llamas, y el estrépito era como un rugido que la rodeaba por todas partes, como si por fin hubiera llegado a las cataratas que llevaba oyendo desde hacía tanto tiempo, como si su botecito hubiera flotado a la deriva hasta llevarla a ese momento. Pero estas aguas eran llamas y se movían hacia arriba en vez de caer. Echó la cabeza hacia atrás y pudo ver cómo las chispas de cada foco de llamas se unían al subir formando una corriente continua, un chorro de claridad que parecía burlarse de los cuadrados inmóviles de luz mortecina marcados sobre los ladrillos. Los espectadores estaban dentro de esos cuadrados de luz contemplando las llamas, esperando —como Lottie— el momento en el que se apoderarían del colchón.

Las primeras llamitas se enroscaron sobre el borde y vio el círculo de espectadores a través de ellas. La avidez de su mirada y la individualidad de cada rostro parecían insistir en que la acción de Lottie iba dirigida única y exclusivamente a él, y ahora ya no había forma de explicarles que no hacía esto por ellos sino por las llamas, solamente por las llamas.

Los rostros desaparecieron en el mismo instante en que comprendió que no podía seguir adelante, que no tendría la fuerza suficiente para hacerlo. Se irguió, el televisor empezó a desintegrarse y Lottie y su pequeño bote cayeron por el vacío y atravesaron la espuma blanca de su miedo para precipitarse hacia la magnificencia que les aguardaba más abajo.

Pero antes de que pudiera distinguirla a través de la cortina de espuma vio otro rostro. Un hombre. El hombre alzó la manguera contra incendios y apuntó la boquilla hacia ella. Un chorro blanco de espuma plástica brotó de ella y se esparció por encima de Lottie y del colchón, y mientras la iba cubriendo como una manta no le quedó más remedio que ver esa expresión de pérdida insoportable que había invadido sus ojos y sus labios y que estaba por todas partes mirara adonde mirase.

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