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La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano » 3

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Hacia el final de su campaña contra los marcomanos el emperador Marco Aurelio escribió estas palabras: «Pensemos en el pasado. Qué inmensos han sido los cambios ocurridos en las supremacías políticas… También es posible imaginar lo que ocurrirá en el futuro, pues no cabe duda de que adoptarán la misma forma. Así pues, haber contemplado la vida humana durante cuarenta años es lo mismo que haberla contemplado durante diez mil. ¿Acaso crees que verás más de lo que ya has visto en ella?».

Querida Ruth…

Alexa escribía con bolígrafo (eran más de las once y G. estaba dormido) usando el reverso en blanco de las páginas del trabajo sobre la luna que Tank había redactado cuando estaba en quinto curso. Se acordó de que debía ponerla fecha. 12 de abril de 2025. La página había quedado equilibrada. Dio vueltas dentro de su cabeza a varios comienzos distintos para averiguar qué tal sonaban, pero todos le parecieron demasiado envarados y corteses. Su introibo habitual consistía en pedir disculpas por haber retrasado tanto el momento de contestar a la carta, pero no quería volver a utilizarlo.

(¿Qué habría dicho Bernie? «Limpia un poco la atmósfera —habría dicho—. ¡Escribe lo que realmente sientes!»)

Primero, para limpiar un poco la atmósfera…

El bolígrafo se movía lentamente creando letras grandes y muy rectas.

Debo decir que tu posdata sobre Tank me cabreó considerablemente. ¡Tú y tu tonillo «Hablo en nombre del Espíritu Santo»! Nunca te ha costado mucho pisotear mis valores, ¿verdad?

Era como abrirse paso por un océano de mantequilla de cacahuete, pero ya había empezado y ahora no le quedaba más remedio que seguir adelante.

En cuanto a Tank, su destino sigue en el fiel de la balanza. La solución ideal sería enviarle a algún sitio (barato) donde le alimentaran con migajas de todas las ciencias, artes, oficios y…

Alexa hizo una pausa esperando a que su riente diera con el último elemento de la lista.

El rugido del nuevo anuncio de Monsanto se abrió paso a través de la pared. ¡QUÉ BIEN ESTÁS CON ZAPATOS! HAY QUE VER LO BIEN QUE TE SIENTAN…

—¡Baja el sonido! —le gritó a su hijo, y siguió escribiendo.

…modas existentes hasta que fuera lo bastante mayor para decidir por sí mismo lo que le «gustaba», pero antes que condenarle a recibir ese tipo de educación prefiero presentar su solicitud a MODICUM ahora mismo. La Escuela Lowen por lo menos tiene algo de bueno, y es que quienes estudian en ella no salen del aula convertidos en petimetres renacentistas que no sirven de nada. Mi profesión me ha permitido conocer a demasiados representantes de esa especie, y los mejores de ellos están barriendo las calles… ¡de forma ilegal!

Puede que Stuyvesant sea tan mala como dices. Sí, quizá sea una especie de Moria institucional, un altar creado especialmente para el sacrificio del único hijo que he engendrado, y hay momentos en que así lo pienso. Pero también creo —la otra mitad del tiempo, por lo menos— que es necesario hacer algún sacrificio. Ya sé que G. no te cae bien, pero G. y las personas como él son las que impiden que nuestro mundo tecnológico se caiga a pedazos. Si su hijo pudiera ser adiestrado para convertirse en actor o en soldado, ¿qué elección crees que habría hecho una matrona romana? Ya sé que quizá exagero un poco, pero supongo que comprendes a qué me refiero.

(

Lo comprendes, ¿verdad?)

Alexa se dio cuenta de que lo más probable era que Ruth no comprendiera de qué estaba hablando, y tuvo que confesarse que ni ella misma estaba muy segura de lo que intentaba hacerle entender.

Al comienzo de la primera guerra mundial —los alemanes avanzaban en dirección al Marne y la ofensiva austríaca en el frente norte se dirigía hacia Polonia—, un ex maestro de secundaria de treinta y cinco años de edad que vivía en una pensión de Múnich acababa de terminar el primer esbozo de lo que sería el libro más vendido en toda Alemania durante el año 1919. En su introducción escribió el siguiente pasaje:

Somos un pueblo civilizado al que se le han negado tanto los placeres primaverales del siglo XII como las cosechas del XVIII. Debemos enfrentarnos a los fríos hechos de una existencia invernal cuyo paralelo no puede hallarse en la Atenas de Pericles sino en la Roma de Augusto. Para el Occidente la grandeza en la pintura, en la música y en la arquitectura ha dejado de ser una posibilidad. Para un joven que estuviera a punto de entrar en la edad viril durante los últimos tiempos del Imperio Romano o para un estudiante en cuyo interior hirvieran todos los dispersos entusiasmos de la juventud, descubrir que algunas de sus esperanzas nunca llegarían a convertirse en realidad no tenía por qué suponer una desilusión excesivamente brutal. Y si las esperanzas que habían sido condenadas a no florecer eran precisamente las más acariciadas y queridas…, bueno, cualquier muchacho digno de convertirse en hombre sabrá no dejarse abatir y aprenderá a conformarse con lo posible y lo necesario. ¿Hay que construir un puente en Alcántara? Lo construirá, y lo hará con todo el orgullo de un buen romano. Existe una lección a extraer de esto, una lección que creo sería muy beneficiosa para las generaciones venideras porque les enseña lo que puede —y, por lo tanto, lo que debe— ser, así como lo que se encuentra excluido de las posibilidades espirituales de su época. Espero que este libro sirva para hacer que los hombres de la próxima generación se consagren a la ingeniería en vez de a la poesía, al mar en vez de a la pincelada y a la política en vez de a la epistemología. No podrán hacer nada mejor.

Querida Ruth

Volvió a empezar la carta en el reverso de otra hoja.

Cada vez que te escribo lo hago con el convencimiento de que no entiendes ni una sola palabra. (De hecho, muchas veces ni tan siquiera llego a enviarte la carta después de haberla terminado.) No es sólo porque crea que eres estúpida, aunque supongo que lo creo, sino que has conseguido dominar hasta tal punto esa dificilísima forma de la deshonestidad a la que llamas «fe» que ya no eres capaz de ver el mundo tal y como realmente es.

Y sin embargo… (contigo nunca se puede prescindir de ese «y sin embargo» que te redime)…, sigo invitándote a que me malinterpretes y a que no me comprendas igual que invito a Merriam a la villa. Merriam —¿todavía no te la he presentado?— es mi última transfiguración de ti, una judía terriblemente sexy y altamente cristiana que sigue a la herejía de la misma forma que otras mujeres siguen los espectáculos del circo. En sus peores momentos puede ser tan sentenciosa como tú en los tuyos, pero hay otros momentos en los que estoy convencida de que realmente experimenta…, bueno, experimenta lo que sea de una forma distinta a la mía. Puedes llamarlo su espiritualidad, aunque esa palabra siempre hace que me pique todo. Por ejemplo, podemos estar en el jardín contemplando a los colibríes o cualquier cosa por el estilo y Merriam se va quedando absorta en sus pensamientos, y éstos parecen brillar en su interior igual que la llama dentro de una lámpara de alabastro.

Pero no puedo evitar el preguntarme si todo esto no es más que una ilusión. Hasta la persona más imbécil acaba aprendiendo más tarde o más temprano a conseguir que sus silencios parezcan cargados de un sentido oculto que no puede expresarse en voz alta. Una sola palabra puede extinguir la llama que arde dentro de la lámpara. ¡Esa espiritualidad vuestra es tan hosca y tiene tan poco sentido del humor! «Me he aficionado a hacer cestos…» ¡Oh, no me extraña!

Y sin embargo… Me encantaría —y esto es una confesión— meter algunas cosas dentro de una bolsa de viaje, coger el avión hasta Idaho y aprender a estarme quieta y hacer cestas o cualquier otra estupidez por el estilo, siempre que eso me permitiera librarme del peso de la vida que llevo aquí. ¡Aprender a respirar! A veces Nueva York me aterra y lo normal es que me dé miedo, y los momentos de Gran Civilización que se supone compensan el peligro y el dolor de vivir aquí van haciéndose menos frecuentes a medida que envejezco. Sí, me encantaría rendirme a tu forma de vida (si dejo volar mi fantasía me imagino que lo encontraría muy parecido a ser violada por un negro inmenso y mudo que al final acabaría revelando ser infinitamente bueno y cariñoso), aunque ya sabes que nunca lo haré. Así pues, el que estés viviendo en plena naturaleza salvaje redimiendo mis pecados urbanos igual que si fueras una estilita de la antigüedad es muy importante para mí.

Mientras tanto seguiré haciendo lo que creo que debo hacer. (¡Después de todo, somos hijas de un almirante!) La ciudad se está hundiendo pero, naturalmente, la ciudad siempre se ha estado hundiendo, ¿no? El milagro es que aún quede algo que siga funcionando, que no se limite a…

La segunda página de la segunda carta ya estaba llena. Alexa la releyó y comprendió que jamás podría enviársela a su hermana. Su relación ya era bastante frágil, y no sería capaz de soportar el peso de tanta sinceridad; pero aun así decidió terminar la frase.

…derrumbarse.

Un cuarto de milenio después de las Meditaciones y quinientos años antes de

La decadencia de Occidente, Salviano, un sacerdote de Marsella, describió el proceso mediante el que los ciudadanos libres de Roma estaban siendo gradualmente reducidos a la condición de siervos. Las clases altas habían alterado las leyes que regulaban los impuestos para adaptarlas a sus conveniencias, y no contentas con ello manipularon la administración de justicia para extraer todavía más beneficios de su funcionamiento cotidiano. Todo el peso del mantenimiento del ejército —y el ejército de Roma era muy numeroso, naturalmente, una auténtica nación dentro de la nación recayó sobre las espaldas de los pobres. Los pobres se hicieron aún más pobres. Acabaron reducidos a un estado de miseria tan abyecta que algunos huyeron de sus aldeas para vivir entre los bárbaros, a pesar (tal y como observa Salviano) de que éstos olían muy mal. Otros— los que vivían lejos de las fronteras —se convirtieron en

bagaudae, o vándalos vernáculos; pero la mayoría seguía estando atada a la tierra por los lazos de sus propiedades y sus familias. Estos pobres no tuvieron más remedio que aceptar las condiciones impuestas por los ricos

potentiores y les fueron entregando sus casas, sus tierras, sus posesiones y, por último, incluso la libertad de sus hijos. El número de nacimientos fue disminuyendo. Toda Italia se convirtió en un erial. Los emperadores se vieron obligados a invitar una y otra vez a los bárbaros menos salvajes a que cruzaran las fronteras para «colonizar» las granjas abandonadas.

El estado de las ciudades en aquella época era aún peor que el del campo. Incendiadas y saqueadas primero por los bárbaros y luego por las tropas (casi todos los soldados se reclutaban en tierras cercanas al Danubio) que habían sido enviadas para expulsar a esos invasores, las ciudades existían meramente como gigantescas extensiones de ruinas, si es que continuaban existiendo. «No cabe duda de que nadie deseaba morir —escribe Salviano—, pero nadie hizo nada para escapar a la muerte», y el sacerdote termina su exposición dando la bienvenida a los godos que se instalaron en la Galia y en España por considerar que significaban la liberación del despotismo de un gobierno totalmente corrompido.

Mi querido Gargilio,

escribió Alexa.

Vivimos uno de esos días espantosos que tan frecuentes son ahora, y ya hace semanas que todo me parece horrible. Lluvia, barro y rumores de que Radiguesis está al norte de la ciudad, al oeste de la ciudad, al este de la ciudad…, en fin, por todas partes a la vez. Los esclavos están muy inquietos y preocupados, pero de momento sólo dos han huido para alistarse en el ejército de quien aspira a conquistarnos. En general puede decirse que no nos ha ido tan mal como a nuestros vecinos. Arcadio se ha quedado solo con ese cocinero suyo que tiene una idea tan equivocada de para qué sirve el ajo (¡es la única persona que debería haberse unido a los bárbaros!), y Ajo única la joven egipcia que trajo consigo al volver de su viaje. La pobrecita no habla ningún lenguaje conocido, y probablemente nadie le ha dicho que el mundo se está aproximando a su fin. En cuanto a los dos esclavos que hemos perdido, Patrobas siempre estaba causando problemas y me alegro de que ya no esté con nosotros. Lamento decirte que el otro era Timarco, el joven en el que habías puesto tantas esperanzas. El pobre tuvo una de sus crisis de mal genio, rompió el brazo izquierdo del luchador que está junto al estanque y en cuanto comprendió lo que había hecho supongo que no le quedó más remedio que marcharse. O quizá fuese al revés, claro. Quizá destrozó la estatua como gesto de despedida… En fin, Silvano afirma que se la puede reparar, aunque no hay forma de impedir que el daño sea visible.

La confianza que siempre he tenido en el Ejército no ha disminuido en lo más mínimo, querido, pero creo que será más prudente cerrar la villa hasta que los rumores se hayan calmado un poco. Hablaré con Silvano —¿en qué otra persona puedo confiar ahora?— y le pediré que me ayude a enterrar el plato, las cabeceras de la cama y las tres ánforas de vino de Falernia que quedan en algún lugar lo suficientemente secreto (tal y como acordamos la última vez que nos vimos). En cuanto a los libros, me llevaré conmigo los más importantes y valiosos. Ojalá tuviera aunque sólo fuese una brizna de buenas noticias que comunicarte… Dejando aparte el que estoy sola, me encuentro bien de salud y estoy bastante animada. Desearía que no estuvieras a tantos kilómetros…

Alexa tachó la palabra «kilómetros» y la sustituyó por «estadios».

…de aquí.

Y durante un instante, apenas lo que tardan en moverse los párpados para cubrir el iris, Alexa contempló toda su vida en el espejo del arte y pudo verla del revés. Ya no era un ama de casa moderna que se imaginaba a sí misma adoptando posturas clásicas. El pasado se endureció y se convirtió en presente, y Alexa tuvo la impresión de que podía ver con toda claridad a través del abismo de los años y contempló a la otra Alexa, el lamentable yo contemporáneo que normalmente conseguía rehuir, una mujer de voz estridente vestida con un traje ridículo que no había sabido enfrentarse a las pequeñas exigencias de su familia y de su carrera. La otra Alexa era una fracasada o (y eso quizá fuese todavía peor), una mediocre.

—Y sin embargo… —murmuró para sí misma.

Y sin embargo… ¿Acaso no era cierto que el mundo necesitaba personas como ella para seguir existiendo?

La visión sólo había durado un momento. La pregunta le había devuelto la perspectiva dentro de la que se sentía más cómoda, y Alexa comprendió que terminaría su epístola a Gargilio con algún testimonio de afecto tan conmovedor como sincero. Escribiría que…

Pero su bolígrafo había desaparecido. No estaba encima del escritorio, no estaba encima de la alfombra, no estaba dentro de su bolsillo.

Los ruidos de arriba ya habían empezado.

Faltaban dos minutos para las doce. Podía quejarse sin parecer quisquillosa, cierto, pero no tenía ni idea de quién ocupaba el apartamento de arriba y ni tan siquiera estaba muy segura de que los ruidos vinieran de allí. Cheng-cheng. Y luego, después de unos momentos de silencio, otra vez. Cheng-cheng…

—¿Alexa?

No consiguió localizar el origen de la voz (¿una mujer?) que acababa de pronunciar su nombre. No había nadie más en el cuarto.

—Alexa.

Tancred estaba inmóvil en el umbral. El viejo chal de seda anudado alrededor de sus caderas —limón sobre chocolate— hacía que pareciese un Cupido.

—Me has asustado.

La mano izquierda de Alexa subió hasta sus labios en un gesto totalmente automático, y allí estaba el bolígrafo devuelto repentinamente a la existencia.

—No podía dormir. ¿Qué hora es?

Tancred fue hacia el escritorio sin hacer ningún ruido y volvió a quedarse inmóvil con una mano sobre el brazo de una silla, los hombros a la misma altura que los suyos y el fulgor de su mirada tan brillante e implacable como el de un rayo láser.

—Es medianoche.

—¿Podemos jugar un rato a las cartas?

—¿Y qué pasará mañana?

—Oh, te prometo que me levantaré a la hora de siempre.

G. siempre acompañaba la súplica de algún favor con una gran sonrisa. Tancred, más experto en los misterios de la táctica que él, siempre permanecía lo más solemne posible.

—Bueno, ve a buscar las cartas. Una partida y luego los dos tendremos que ir a la cama, ¿de acuerdo?

Tancred salió del cuarto y Alexa arrancó las páginas de «Lo que la Luna significa para mí» en cuyo reverso había estado escribiendo. Un rostro recortado de una revista se despegó de una página y cayó aleteando lentamente hasta posarse sobre la alfombra. Alexa se inclinó y lo recogió.

—¿Qué estabas escribiendo? —preguntó Tancred mientras empezaba a barajar las cartas con gran habilidad.

—Nada. Un poema.

—Hace tiempo escribí un poema —admitió Tancred como disculpándola.

Alexa cortó y Tancred empezó a repartir las cartas.

Alexa observó el rostro recortado de la revista. Su obvia edad no impedía que pareciese extrañamente desprovisto de experiencia, como si fuera un actor muy joven maquillado para interpretar a un anciano. Los ojos contemplaban al objetivo con la tranquila impasibilidad típica de una estrella.

—¿Quién es? —tuvo que acabar preguntando Alexa.

—¡Ése! ¿No sabes quién es? A ver si lo adivinas.

—¿Algún cantante?

(¿Sería posible que fuera Don Hershey? ¿Ya?)

—Es el último astronauta. Ya sabes, los tres que llegaron a la Luna… Los otros dos han muerto —Tank cogió la foto recortada y la colocó sobre la página del trabajo en la que había estado pegada—. Supongo que él también llevará algún tiempo muerto. Bueno, empiezas tú.

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