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La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano » 4

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Desde los tiempos de Roma hasta los últimos años del siglo XX una pequeña ensenada que se encuentra al sur de la costa de Bretaña conocida con el nombre de bahía de Morbihan había aprovisionado al mundo con las ostras reproductoras más deliciosas de todo el planeta. A finales de los años 80 los pescadores de ostras de Locmariaquere hicieron el alarmante descubrimiento de que sus ostras se debilitaban y enfermaban al ser trasladadas a otros viveros, y antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo incluso aquellas que habían permanecido en sus aguas nativas se volvieron incomestibles. Los investigadores contratados por el departamento de Morbihan pusieron manos a la obra y acabaron atribuyendo la culpa de lo ocurrido a los desechos tóxicos arrojados en el estuario del Loira unos noventa kilómetros costa abajo. (Lo más irónico de todo quizá fuese el que la empresa contaminante era una rama subsidiaria de la multinacional farmacéutica que abastecía de productos químicos a los investigadores.) Por desgracia, cuando se hubo descubierto todo aquello la ostra de Morbihan ya se había extinguido, pero la muerte de la especie dejó un último legado a la humanidad, el don inestimable de la perla monomolecular conocida como Morbihanina.

La Morbihanina sintetizada por los laboratorios Pfizer no tardó en ser la droga más popular en todos los países donde no estaba prohibida, y lo normal era tomarla acompañada por alguna otra droga tradicional para formar una combinación que suavizara sus efectos. Combinada con cafeína se convirtió en el Kafé; modificada por agentes narcóticos invadió el mercado como Oralina; los tranquilizantes la convirtieron en el popularísimo Olvido. Su forma pura sin refinar sólo era utilizada por el aproximadamente medio millón de integrantes de la élite intelectual que practicaba el Análisis Histórico.

La Morbihanina sin modificar provoca un estado de «ensoñación» experimentado de una forma muy intensa por el sujeto durante el que las relaciones normales existentes entre la figura y el campo quedan invertidas. Las alucinaciones provocadas por la droga siempre tienen en común que el yo permanece constante e inalterable mientras el ambiente sufre el mismo tipo de transformación que se da en los sueños. Quien toma Morbihanina descubre que una vez transcurrido el período inicial de «ajuste» el paisaje en el que habita no resulta mucho más maleable que el del mundo cotidiano, pero es consciente de que incluso el acto más insignificante que lleve a cabo dentro de ese paisaje es una elección libre y espontánea determinada por su voluntad. La Morbihanina hizo posible soñar de una forma responsable.

Lo que determina los contornos del mundo alternativo es la suma de conocimientos que se posean sobre el período al que el sujeto decida «ajustarse» durante sus primeros viajes con la droga. Si se prescindía de las investigaciones históricas sólo se podía aspirar a una vida de fantasía tan monótona como los pornos de la programación de madrugada; y, lógicamente, la inmensa mayoría de usuarios prefería el suave colocón multidireccional provocado por la Oralina, esa ilusión eufórica de que podías ser libre hicieras lo que hicieras y fueras adonde fueses.

Pero aun así quedaba una élite convencida de que los mucho menos accesibles placeres de la Voluntad Pura justificaban sobradamente el esfuerzo que se necesitaba para gozar de ellos. Un siglo antes las personas que eran de ese parecer se habían cubierto con las cada vez más inútiles licenciaturas en humanidades y habían invadido las facultades de letras hasta dejarlas atestadas. Ahora y gracias a la Morbihanina las ingentes cantidades de historia que los eruditos absorbían y estudiaban incesantemente hasta el final de sus días por fin iban a servir de algo.

Los analizados habían discutido muchas veces entre ellos si el Análisis Histórico era la mejor forma de resolver tus problemas o la mejor forma de escapar a ellos. Los elementos de la psicoterapia y el entretenimiento vicario se unían hasta formar un nudo inextricable. El pasado se convertía en una especie de inmenso gimnasio moral en el que algunos preferían los esfuerzos y sudores de la sala de pesas de la Revolución Francesa o la Conquista del Perú mientras otros se pavoneaban sobre el trampolín de la Venecia de Casanova o el Nueva York de Delmonico.

En cuanto el sujeto se había «ajustado» a un período histórico determinado —normalmente con la ayuda de un experto en esa época—, la libertad de abandonarlo por otro era tan inexistente como la de dar un paseo que te sacara del mes de julio. Alexa, por ejemplo, estaba confinada a un período de menos de ochenta años, desde su nacimiento en el 334 (que, y no por pura casualidad, era el número de uno de los edificios de la calle Este Once que estaban bajo su responsabilidad en las oficinas de MODICUM donde trabajaba) hasta el hermoso anochecer rosado en que la dos veces enviudada Alexa moriría de un infarto después de haber regresado de una vida entera en provincias, falleciendo apaciblemente pocos días antes del Saqueo de Roma que la providencia divina le ahorraría ver y padecer. Si intentaba atravesar la barrera del año 334 o el 410 mientras mantenía el contacto sólo experimentaba un leve y confuso parpadeo pastoral —hojas, nubes, un vaso de contornos borrosos que parecía estar lleno de agua, los sonidos de una respiración dificultosa, el olor de los melones medio podridos—, curiosamente parecido a la carta de ajuste de una cadena televisiva eterna para la que no existiera el tiempo.

El viernes por la mañana hacía mal tiempo, pero Alexa no se dejó intimidar. Recorrió las galerías comerciales del sur de la ciudad y se presentó en el despacho de Bernie con diez minutos de adelanto. El panel de fibra plástica de la puerta de entrada mostraba un agujero de buen tamaño, y el mobiliario se hallaba en un estado de auténtico delirio. El sofá había sido abierto a cuchilladas, y sus entrañas parecían adornar las ruinas.

—Pero —observó Bernie con voz jovial mientras barría las pelusas y el polvillo de yeso— gracias a Dios no llegaron a entrar en el despacho. Allí dentro sí que podrían haber hecho verdaderos estragos.

—Tú siempre viendo el lado bueno de las cosas, ¿eh?

—Bueno, siempre he estado convencido de que éste es el mejor de todos los mundos posibles.

No cabía duda de que Bernie había decidido relajarse un poco aceptando los consuelos de la química, pero Alexa pensó que cualquier persona rodeada por toda aquella destrucción habría hecho lo mismo.

—¿Sabes quién ha sido?

Cogió un trozo de yeso del banco y lo dejó caer dentro de la papelera de Bernie.

—Oh, creo que sí. Un par de chicas que me envió el Consejo llevaban meses amenazándome con destruirlo todo. Espero que hayan sido ellas, porque en cuanto esté seguro enviaré la factura al Consejo y dejaré que se hagan cargo de los gastos.

A diferencia de la gran mayoría de psicoterapeutas, Bernie Shaw no sobrevivía gracias a los honorarios que le pagaban sus pacientes y, a diferencia de la gran mayoría de sus colegas, no daba clases en alguna institución de enseñanza. Bernie recibía una relativamente sustanciosa remuneración mensual del Consejo de la Juventud del barrio conocido como Cocina del Infierno a cambio de sus servicios ocasionales como Lector y Asesor. Bernie tenía un tío que era miembro de la junta directiva del Consejo.

—Lo que, realmente, es muy parecido al Análisis Histórico —solía explicar en las fiestas (y gracias a ese mismo tío Bernie era invitado a algunas fiestas francamente soberbias)— dejando aparte el que no tiene nada que ver con la historia o el análisis terapéutico.

Bernie terminó de llenar la papelera, se colocó sus modales de profesional como si fueran un par de guantes y fue hacia el despacho interior a prueba de vándalos con Alexa detrás. Los rasgos de Bernie se habían congelado convirtiéndose en una máscara de apostura inmóvil e inanimada. Su voz se enronqueció hasta recordar el ronroneo de un barítono. Sus manos se transformaron en una roca impoluta de contornos pulcros y precisos, una metáfora de la meditación que se apresuró a colocar sobre el centro de su escritorio.

Alexa y Bernie se contemplaron en silencio el uno al otro durante unos momentos con la roca interponiéndose entre ellos y empezaron a comentar la otra vida interior de Alexa. El primer tema examinado fue el dinero, después vino el sexo y, a continuación, los aspectos que no se hallaban incluidos en ninguno de esos dos apartados.

En lo referente al dinero, Alexa pronto tendría que decidir si aceptaba la ya vieja oferta de adquirir sus melonares que le había hecho Arcadio. El precio resultaba tentador, pero reconciliar la venta de la tierra —y de una tierra que era todo su patrimonio, además— con el presumir de virtudes republicanas parecía bastante problemático. Por otra parte, la tierra en cuestión difícilmente podía ser considerada como ancestral, pues había sido adquirida en una de las últimas especulaciones que Popilio hizo antes de su muerte.

(Popilio Flaminio, el padre de Alexa —nacido el año 276, muerto el 354—, pasó la mayor parte de su existencia como senador romano relativamente empobrecido. Después de años de vacilaciones decidió seguir el mismo camino que el Imperio y se desplazó en dirección este hasta su nueva capital. La consecuencia más inmediata para Alexa, quien por aquel entonces tenía once años, fue que un día muy hermoso se encontró subida a un carro de bueyes mientras se le decía que agitara la mano despidiéndose de la hija del superintendente de la casa de apartamentos en la que habían vivido hasta entonces, una hermosa joven que era retrasada mental. El viaje a Bizancio les llevó doscientos estadios hacia el norte y ni un solo metro hacia el este, pues Popilio Flaminio no tardó en descubrir que la franja púrpura de senador que de tan poco le había servido en Roma era una auténtica ventaja social y financiera en los pueblos esparcidos por las colinas de la Galia Cisalpina. Cuando se casó con Gargilio la reputación local de Alexa ya había ascendido a la de heredera apetecible.)

Bernie sacó a relucir el tema de su posición legal, pero Alexa pudo replicar explicándole que Domiciano había vuelto a poner en vigor las leyes julianas concernientes a los derechos de propiedad de las mujeres casadas. Legalmente los campos eran suyos, y podía venderlos cuando quisiera.

—La pregunta sigue estando ahí. ¿Crees que debería venderlos?

La respuesta seguía siendo el no inflexible de siempre, y no porque hubiera heredado los campos de su padre (quien probablemente le habría aconsejado que se embolsara el dinero y se largara de allí lo más deprisa posible), sino porque tanto su fidelidad como su devoción estaban consagradas a entes situados en una escala muy superior. ¡Roma! ¡La libertad! ¡La civilización! El deber la ataba a aquel navío en llamas. Alexa sabía que el navío no estaba ardiendo, naturalmente. Uno de los problemas más considerables del análisis era conseguir que la Alexa histórica siguiera siendo inocente y que ignorara el hecho de que estaba librando una batalla perdida, al menos a corto plazo. Quizá tuviera sus sospechas —¿y quién no las tenía por aquel entonces?—, pero incluso en tal caso sus dudas eran más una fuente de firmeza y seguridad en sí misma que de abatimiento y vacilaciones. Una batalla perdida no es lo mismo que una causa perdida, y quien lo pusiera en duda sólo tenía que pensar en las Termópilas.

La transfiguración contemporánea de esa tentación —el si debía conservar su empleo en MODICUM o abandonarlo— parecía ser otra hidra capaz de sobrevivir incluso a sus decisiones más tenaces amenazándola con una nueva floración de cabezas. Alexa casi nunca disfrutaba con su trabajo, y solía sospechar que la inmensa maquinaria del servicio de bienestar y asistencia social quizá estuviera —haciendo más mal que bien. El sueldo que le pagaban cubría a duras penas los gastos extra en que incurría a causa de su trabajo, y en y esas circunstancias el deber era un artículo de fe tan espinoso como, la resurrección del cuerpo. Aun así sólo esa fe— y una vaga convicción de que una ciudad tendría que ser un sitio en el cual se pudiera, vivir —la ayudaban a resistir el suave pero continuo tirón con que; G. intentaba llevarla a los suburbios.

En cuanto al sexo, tanto Alexa como Bernie se guiaban por el acuerdo tácito de terminar con él lo más deprisa posible, quizá porque los tres o cuatro meses últimos habían estado agradablemente desprovistos de aventuras o emociones. Cuando se permitía una ensoñación con el único objetivo de distraerse y pasarlo bien ésta casi siempre giraba en torno a una barbacoa, no a una orgía. Alexa compensaba sus temporadas de régimen en el presente con rachas de excesos exquisitos en el pasado, fantasías que tomaba prestadas a Petronio, Juvenal o a Plinio el Joven. Ensaladas de lechuga, puerros y menta, el queso de Trébula; bandejas llenas de aceitunas de, Picenumino, pepinillos de España y huevos cortados en rodajitas; un corderito asado —el más tierno de todo su rebaño, en cuya carne aún había más leche que sangre— espárragos cubiertos con el anacronismo voluntario que suponía una espesa capa de salsa holandesa; peras e higos de Quíos, ciruelas de Damasco… Además, cualquier conversación sobre el sexo que no fuera estrictamente; necesaria tendía a hacer que Bernie acabara poniéndose bastante nervioso.

Un pequeño lago de silencio surgió de la nada y se materializó; entre ellos cuando aún faltaban quince minutos para el final de la entrevista. Alexa hurgó en los recuerdos de la semana buscando; una anécdota que poner a flote. ¿La carta a Merriam que había escrito anoche? No, Bernie la acusaría de haber sucumbido al pecado literario.

El laguito se iba haciendo más grande.

—La noche del lunes… —empezó a decir Alexa—. La noche del lunes tuve un sueño.

—Oh, ¿sí?

—Creo que era un sueño. Quizá jugué un poco con él antes de quedarme dormida del todo.

—Ah.

—Estaba bailando en la calle con un montón de mujeres a mi alrededor. De hecho, me parece que yo era su líder… Bajamos por Broadway, pero recuerdo que yo llevaba puesto un palla.

—Eso es un dicronatismo.

El tono de voz empleado por Bernie no podía ser más severo.

—Sí, pero ya te he dicho que estaba soñando. Después me encontré dentro del Museo Metropolitano. Tenía que hacer un sacrificio, ¿sabes?

—¿Animal? ¿Humano?

—Una cosa o la otra, no me acuerdo.

—Los sacrificios con derramamiento de sangre fueron prohibidos el año 341.

—Sí, pero cuando había una crisis las autoridades siempre hacían la vista gorda. Durante el asedio de Florencia del año 405, que tuvo lugar bastante tiempo después de la destrucción de los templos…

—Oh, muy bien —Bernie cerró los ojos, lo que equivalía a admitir que Alexa se había anotado un tanto—. Bien, así que los bárbaros vuelven a prepararse para derribar las puertas… —los bárbaros siempre estaban a punto de derribar las puertas de Alexa. Bernie tenía la teoría de que esa obsesión era un resultado de que su esposo llevara un poco de sangre negra en las venas—. ¿Y qué ocurrió después?

—Es todo lo que recuerdo, salvo un detalle de la primera fase del sueño. Broadway estaba lleno de zanjas que parecían letrinas, y había montones de bebés muertos tirados en ellas.

—A comienzos del siglo tercero el infanticidio ya era un crimen castigado con la pena capital —observó Bernie.

—Probablemente porque estaba empezando a resultar excesivamente común.

Bernie cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—¿Te han practicado algún aborto? —preguntó.

—Una vez. Hace siglos, cuando estaba en la secundaria… Pero recuerdo que no me sentí muy culpable.

—¿Y qué clase de sentimientos te inspiraban los bebés de tus sueños?

—Ira, porque me parecía deplorable que los hubieran tirado allí. Aparte de eso, no eran más que un hecho —Alexa bajó la cabeza, se examinó las manos y pensó que parecían demasiado grandes, sobre todo los nudillos—. Como un rostro en una revista.

Alzó la cabeza y contempló las manos de Bernie, inmóviles sobre el escritorio. Un segundo silencio empezó a formarse entre ellos, pero ahora de una forma elegante y natural, sin la más mínima incomodidad. Alexa recordó el momento en el que se había encontrado sola en la calle. La luz del sol, el placer que había sentido… Era como si el que la gente abandonara a sus bebés para que muriesen fue algo perfectamente lógico y razonable. No había que olvidar lo que Loretta le había dicho ayer —«Ya ni tan siquiera lo intento»—, pero se trataba de algo que iba más allá de eso, como si todo el mundo hubiera acabado convenciéndose de que Roma, la civilización y todo lo que estaba en juego ya no se merecían tantos esfuerzos, ya fueran los de Alexa o los de otra persona. Cada infanticidio era el acto bondadoso de un filósofo.

—Paparruchas —dijo Bernie después de que Alexa intentara explicarle todo aquello de cuatro o cinco formas distintas—. Nadie empieza a ver el declinar de su cultura hasta que cumple los cuarenta años, y a partir de esa edad todo el mundo es consciente de que las cosas van cuesta abajo.

—Pero me parece que las cosas llevan doscientos años yendo cuesta abajo, ¿no?

—O trescientos, o cuatrocientos.

—Los campos se habían convertido en desiertos. Podía verlo con mis propios ojos, ¿entiendes? Fíjate en la escultura o en la arquitectura.

—Resulta muy fácil de percibir si cuentas con la ventaja que te da el verlo desde el futuro. Pero ellos… Ellos podían llegar a ser todo lo ciegos que les exigiera su comodidad presente. Poetastros triviales como Ausonio fueron considerados los iguales de Virgilio e incluso de Homero, y los cristianos… Bueno, el mero hecho de poder abandonar la clandestinidad hizo que enloquecieran de optimismo. Esperaban ver la ciudad de Dios brotando del suelo delante de sus narices tan deprisa como si fuese un proyecto de renovación urbana decretado por el emperador.

—De acuerdo, entonces explícame qué hacían allí todos esos bebés muertos.

—Explícame tú qué hacían allí los vivos. Por cierto, eso me recuerda que la semana pasada aún no habías tomado una decisión respecto al futuro de Tancred.

—Envié la carta esta mañana junto con el cheque.

—¿Adónde?

—A Stuyvesant.

La roca que reposaba sobre el escritorio se partió convirtiéndose en dos manos.

—Bien… Ahí lo tienes.

—¿El qué?

—Una interpretación de tu sueño. El sacrificio de sangre que estabas dispuesta a hacer para salvar la ciudad, los bebés en las zanjas… Tu hijo.

Alexa lo negó.

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