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Emancipación: Una historia de amor de los tiempos venideros » 5

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Boz fue operado el mes de noviembre en el Hospital Monte Sinaí, y Milly también, naturalmente, ya que tenía que ser la donante. Boz ya había pasado por la serie de implantaciones de «muñecos» de plástico cuyo fin era preparar la piel de su pecho para acoger a las nuevas glándulas que vivirían allí, y preparar espiritualmente al mismo Boz para su nuevo estado. Un programa de tratamientos hormonales simultáneos creó un nuevo equilibrio químico en su cuerpo con el objetivo final de que las glándulas mamarias pudieran ser incorporadas a su funcionamiento general y quedaran capacitadas para extraer de éste las sustancias nutritivas que contendría la leche.

McGonnagall les había explicado repetidamente que si se quería que la maternidad fuese una experiencia verdaderamente liberadora y dotada de un significado había que entrar en ella de lleno y aceptándola en su totalidad. La maternidad tenía que convertirse en parte de la estructura de los nervios y los tejidos, y no podía quedar limitada a ser un proceso, una costumbre o un papel social.

Cada hora de ese primer mes trajo consigo una crisis de identidad nueva. Un momento inmóvil delante de un espejo bastaba para que Boz sufriera ataques de risa tan histérica que acababa resultando dolorosa o para precipitarle en un abismo de melancolía del que le costaba horas salir. En dos ocasiones Milly volvió del trabajo, miró a su esposo y se convenció de que por fin había sucumbido a la tensión, pero tanto una vez como la otra la ternura y la paciencia con que le trató durante la noche consiguieron que Boz superase aquel bache emocional. Por la mañana iban al hospital para contemplar a Cacahuete flotando dentro de su botella de cristal marrón, y se decían que era tan hermosa como un nenúfar. Ya estaba completamente formada, y era un ser humano tan completo como su padre o su madre. En aquellos momentos Boz no podía comprender por qué se había estado torturando de aquella forma, y pensaba que si alguien tenía motivos de preocupación seguramente tenía que ser Milly porque allí estaba, en el umbral de la paternidad, con el vientre tan liso como una tabla de planchar y con tubos de silicona líquida por pechos permitiendo que el hospital y su esposo le impidieran pasar por la experiencia de la maternidad; y a pesar de todo eso Milly sólo parecía sentir reverencia hacia esa nueva vida que habían creado entre los dos. Era como si Milly fuera el padre de Cacahuete, como si el nacimiento fuese un misterio que podía admirar desde cierta distancia, pero que nunca podría compartir de una forma total e íntima.

Y por fin —tal y como estaba previsto, a las siete de la tarde del día 24 de diciembre—, Cacahuete (quien tendría que cargar para siempre con aquel nombre ya que sus padres nunca consiguieron ponerse de acuerdo en ningún otro) fue liberada del útero de cristal marrón, colocada cabeza abajo y golpeada suavemente en la espalda. Cacahuete Hanson se unió a la raza humana lanzando un soberbio alarido con el que se la volvería a obsequiar cada cumpleaños hasta el número veintiuno, fecha en la que se rebeló contra la ceremonia y arrojó la cinta al incinerador.

Lo único que no había esperado y lo realmente maravilloso fue lo ocupado que llegó a estar. Hasta entonces su gran preocupación siempre había sido encontrar formas de llenar el vacío de las horas diurnas, pero cuando llegaron los primeros éxtasis de su nueva personalidad Boz descubrió que no tenía tiempo para hacer ni la mitad de todo cuanto debía hacerse. No se trataba únicamente de que debiera satisfacer las necesidades de Cacahuete —aunque éstas fueron prodigiosas desde el principio y siguieron creciendo hasta alcanzar proporciones realmente heroicas—, sino de que el nacimiento de su hija había significado su conversión a una ecléctica y nunca vista variedad del conservadurismo. Boz volvió a cocinar en serio, y esta vez sin que las facturas del colmado se dispararan hacia la estratosfera. Estudió yoga con un yogui muy joven y apuesto del Canal 3. (Su nuevo régimen de vida no le permitía perder el tiempo viendo la película de arte y ensayo de las cuatro, naturalmente.) Redujo su consumo de Kafé a una sola taza apurada durante el desayuno en compañía de Milly.

Lo más increíble quizá fuera que Boz consiguió mantener vivo ese celo entusiasta semana tras semana y mes tras mes. Es posible que no siempre consiguiera aferrarse a la realidad de una pauta de vida mejor, más rica, más plena y mucho más responsable, pero aunque fuese de una forma modesta y modificada no cabe duda de que nunca llegó a abandonarla del todo.

Y mientras tanto Cacahuete iba creciendo. Dobló su peso en dos meses. Sonreía cuando la mirabas, y desarrolló un interesante repertorio de sonidos. Tragaba —al principio sólo una cucharadita o dos— Comida-Plátano, Comida-Pera y cereales, pero antes de que pasara mucho tiempo ya había probado todos los sabores vegetales que Boz consiguió encontrar en las tiendas. Aquello sólo significaba el principio de lo que sería una larga y variada carrera de consumidora.

La primavera había sido fría y lluviosa, pero un día de primeros del mes de mayo la temperatura subió de golpe hasta rozar los veinticinco grados. La brisa marina había limpiado el cielo arrebatándole su habitual color gris deslustrado hasta dejarlo de un azul resplandeciente.

Cacahuete se despertó. Tenía los ojos color avellana salpicados por minúsculas manchitas doradas. Su piel era tan rosada como el caparazón de una gamba recién hervida. Cacahuete estaba de tan buen humor que se mecía de un lado a otro haciendo oscilar la cuna. Boz contempló cómo aquellos deditos se movían tocando escalas en la atmósfera primaveral de la ciudad, se dejó contagiar por su alegría y le cantó una cancioncilla tan extraña como carente de sentido que recordaba haber oído cantar a su hermana Lottie cuando no estaba enfadada con Amparo, la misma cancioncilla que Lottie había oído cantar a su madre cuando quería dormir a Boz.

Pepsi Cola es la mejor.

Dos vasos llenos, sí señor.

He perdido mi casa, mi chica y mi salvador,

así que me iré al oeste, sí señor.

Un soplo de brisa revolvió los mechones de la oscura y sedosa cabellera de Cacahuete y acarició los mucho más abundantes rizos entre rojos y dorados de Boz. La luz del sol y el aire eran igual que en las películas de hacía un siglo, imposiblemente limpios. Boz cerró los ojos e hizo unos cuantos ejercicios de respiración.

Cacahuete empezó a llorar a las dos de la tarde, tan puntual como el noticiario. Boz la sacó de la cuna y le dio el pecho. Boz sólo se molestaba en vestirse cuando salía del apartamento. La boquita se cerró alrededor de su pezón y las manecitas se agarraron a la suave carne de la teta. Boz sintió el habitual cosquilleo de placer, pero con la diferencia de que no se desvaneció cuando Cacahuete consiguió que sus labios encontraran el ritmo regular y tranquilo que le permitía chupar y tragar, chupar y tragar sin interrupción durante varios minutos. Al contrario, la sensación se fue extendiendo por la superficie del pecho y se adentró en sus profundidades; y floreció hacia el interior hasta llegar al núcleo de su tórax. Su polla no llegó a endurecerse, pero fue visitada por temblores del placer más delicado imaginable, y ese placer se acumuló formando olas que viajaron hasta llegar a sus riñones y bajar por los músculos de sus piernas. Durante unos momentos Boz pensó que tendría que dejar de alimentar a Cacahuete. La sensación se había vuelto tan intensa, tan exquisita, tan…

Esa noche intentó explicárselo a Milly, pero su esposa se limitó a mostrar el mínimo de interés exigido por la cortesía. Hacía una semana que la habían elegido para un cargo sindical de bastante importancia, y Milly aún tenía la cabeza saturada por el austero y grisáceo placer de la ambición satisfecha que se siente cuando has conseguido colocar un dedo del pie sobre el primer peldaño de la escalera. Boz decidió no molestarla extendiéndose sobre el tema, y lo reservó para la próxima visita de Gamba. Gamba había dado a luz tres niños (la puntuación que había obtenido en las pruebas genéticas era tan soberbia que el Consejo de Genética Nacional corría con todos los gastos de sus embarazos), pero un vago sentido de autodefensa emocional siempre le había impedido establecer una relación excesivamente empática con los bebés durante el año que duraba su trabajo maternal (después eran enviados a las escuelas de Wyoming y Utah subvencionadas y administradas por el Consejo). Gamba le aseguró que lo que había sentido aquella tarde no tenía nada de extraordinario y que a ella le ocurría continuamente, pero Boz sabía que esas sensaciones eran la mismísima esencia de lo desacostumbrado. Eran, por utilizar las palabras del Señor Krishna, un ápice de experiencia, un fugaz vislumbre de lo que se ocultaba detrás del velo.

Boz acabó comprendiendo que aquel instante era única y exclusivamente suyo, y que compartirlo con alguien era tan imposible como el que volviera a sentir exactamente lo que había sentido entonces.

El momento no se repitió jamás, ni tan siquiera de forma aproximada. El paso del tiempo le permitió olvidar lo que había sentido, y acabó recordando sólo el recuerdo de la experiencia.

Unos años después Boz y Milly estaban sentados en el balcón contemplando el crepúsculo.

Ninguno de los dos había cambiado radicalmente después del nacimiento de Cacahuete. Boz quizá estaba un poquito más gordo que Milly, pero resultaba difícil saber con certeza si porque había ganado peso o porque Milly lo había perdido. Milly trabajaba como supervisora y aparte de eso ocupaba un puesto en tres comités ciudadanos.

—¿Te acuerdas de nuestro edificio especial? —le preguntó Boz.

—¿A qué edificio te refieres?

—Ese de ahí, el de las tres ventanas.

Boz señaló hacia la derecha. Dos gigantescas torres de apartamentos enmarcaban la porción oeste del panorama de tejados, cornisas y depósitos de agua. Algunos de los edificios que estaban contemplando probablemente se remontaban al Nueva York casi primigenio del Alcalde Tweed; ninguno era de construcción reciente.

Milly meneó la cabeza.

—Hay montones de edificios.

—El que está detrás de la esquina derecha de esa mole de ladrillos amarillentos con aquel templete tan raro que tapa el depósito de agua. ¿Lo ves?

—Mmmm. ¿Allí?

—Sí. ¿No te acuerdas de él?

—Vagamente… No.

—Acabábamos de mudarnos a este edificio, y el alquiler era tan alto que durante el primer año el apartamento estuvo prácticamente vacío. Yo no paraba de darte la murga pidiéndote que compraras una planta, y tú siempre me repetías que teníamos que esperar un poco. ¿Empiezas a acordarte?

—Un poco.

—Bueno, solíamos subir al tejado para contemplar los edificios e intentábamos adivinar en qué calle estaba cada uno y si podríamos reconocerlos desde la acera.

—¡Ahora me acuerdo! Te refieres al edificio que siempre tenía las ventanas cerradas… Pero es lo único que recuerdo de él.

—Bueno, el caso es que nos inventamos una historia sobre el edificio. Dijimos que en cuanto hubieran pasado cinco años una de las ventanas se abriría lo suficiente para que pudiéramos verlo desde aquí…, unos cinco centímetros, nada más. Y que al día siguiente volvería a estar cerrada.

—¿Y luego?

A esas alturas de la historia Milly estaba sincera y agradablemente perpleja.

—Y luego… Bueno, según nuestra historia observaríamos el edificio cada día con mucha atención para ver si la ventana volvía a abrirse. El edificio se convirtió en nuestra planta, ¿entiendes? Era algo que los dos observábamos de la misma forma y con el mismo interés.

—¿Y tú lo observabas?

—Más o menos. No cada día, claro. De vez en cuando.

—¿Y ésa es toda la historia?

—No. El final de la historia era que un día, puede que cinco años después de que la ventana se hubiera abierto, estaríamos caminando por una calle que no nos era familiar y reconoceríamos el edificio, subiríamos la escalera, llamaríamos al timbre y el superintendente nos abriría la puerta, y nosotros le preguntaríamos quién había abierto esa ventana hacía cinco años y por qué.

—¿Y qué nos respondería?

La sonrisa de Milly dejaba bien claro que se acordaba de la respuesta, pero sabía que la historia debía llegar a su final y por eso lo preguntaba.

—Que creía que nadie se habría dado cuenta. Y se echaba a llorar… De pura gratitud, ¿entiendes?

—Es una historia muy bonita. Tendría que sentirme culpable por haberla olvidado. ¿Qué ha hecho que te acordaras de ella hoy?

—El auténtico final de la historia. La ventana estaba abierta, ¿sabes? La ventana del centro.

—¿De veras? Pues ahora está cerrada.

—Pero esta mañana estaba abierta. Pregúntaselo a Cacahuete. Se la señalé con el dedo porque quería tener un testimonio de que estaba abierta.

—No cabe duda de que es un final feliz.

Milly alzó una mano y la deslizó por la parte de mejilla que Boz estaba utilizando como campo experimental en el que probar distintos modelos de patillas.

—Pero me pregunto por qué estaba abierta ahora después de que llevara tanto tiempo cerrada.

—Bueno, podemos ir al edificio dentro de cinco años y preguntárselo al superintendente.

Boz se volvió hacia ella sonriendo y le acarició la mejilla muy suavemente, y los dos se sintieron muy felices durante un rato. Volvían a estar juntos en el balcón un anochecer de verano, y eran felices.

Boz y Milly, Milly y Boz.

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