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Angulema

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Los alejandrinos que participaron en la conspiración del Battery eran siete. Jack era el más joven y había nacido en el Bronx; y aparte de él estaban Celeste DiCecca, Resoplidos y MaryJane, Tancred Miller, Amparo (naturalmente) y, naturalmente, el líder y el gran cerebro, Bill Harper, más conocido como el Señor Morritos, quien sentía un amor tan apasionado como carente de esperanzas hacia Amparo, la cual ya casi tenía trece años (los cumpliría en septiembre de aquel año) y un par de pechos que empezaban a crecer, y… Ah, sí, y una piel muy, muy hermosa que hacía pensar en la transparencia irisada de la lucita. Amparo Martínez, así se llamaba.

Su primera y más bien insignificante operación conjunta tuvo por escenario la Sesenta Este, el despacho de un agente de cambio y bolsa o algo por el estilo, y el botín se redujo a unos gemelos, un reloj, una bolsita de cuero que luego resultó no ser de cuero, unos cuantos botones y el surtido habitual de tarjetas de crédito que no servían de nada. ¿Él? Oh, él supo conservar la calma todo el tiempo —incluso cuando Resoplidos se entretuvo cortando en dos los botones con una navaja—, y se encargó de mantener tranquilos a los demás. Todos hicieron conjeturas al respecto, pero ninguno logró reunir el valor necesario para preguntarle cuántas veces había vivido una escena similar antes. Lo que estaban haciendo no era ninguna novedad revolucionaria, claro, y lo que les llevó a urdir el plan era en parte precisamente eso, la necesidad de innovar. La única parte realmente memorable del atraco fue el apellido y el nombre impresos en las tarjetas, que por extraño que pueda parecer eran Lowen, Richard W. Un presagio, cierto (la conexión era que todos estudiaban en la Escuela Alexander Lowen), pero… ¿De qué exactamente?

El Señor Morritos se quedó con los gemelos, entregó los botones a Amparo (quien a su vez se los dio a su tío) y donó el resto (el reloj no valía nada) a la cabina de Conservación que había en la plaza que estaba al lado de su casa.

Su padre era ejecutivo en una cadena de televisión, y solía bromear diciendo que se pasaba la vida «en pantalla». Su padre y su madre se habían casado siendo bastante jóvenes y se divorciaron poco después, pero no antes de haber utilizado su cupo de procreación trayéndole al mundo. Papá, el ejecutivo, volvió a contraer matrimonio; esta vez con un hombre y, al parecer, con resultados un poco más satisfactorios que la anterior. Al menos el matrimonio había durado lo suficiente para que su descendiente, el líder y gran cerebro de los alejandrinos hubiese aprendido a adaptarse a la situación. Mamá se limitó a ir a los Everglades y desapareció para siempre de forma tan irrevocable como si se hubiera hundido en aquellas aguas pantanosas.

En resumen, que gozaba de una buena posición y era eso más que una inteligencia impresionante lo que le había permitido estudiar en la Escuela Lowen. Aparte de eso poseía un cuerpo que no estaba nada mal, y suponiendo que lo hubiese deseado ni toda la ciudad de Nueva York habría conseguido encontrar una razón lo suficientemente sólida para impedir que se convirtiera en bailarín profesional, o incluso en coreógrafo. También contaba con las conexiones necesarias para ello, cosa que papá disfrutaba recordándole a la más mínima ocasión que se le ofreciera.

Pero de momento sus inclinaciones se dirigían más hacia lo intelectual y lo religioso que hacia la danza. Adoraba los foxtrots más abstractos y las piruetas más metafísicas de un Dostoievski, un Gide o un Mailer, ¿y a qué estudiante de séptimo curso no le ha ocurrido igual? Anhelaba la experiencia de sentir un dolor más vívido que ese prosaico vacío cotidiano anudado en el interior de su musculoso y joven estómago, y ninguna sesión de terapia semanal grita-y-patalea compartida con una pandilla de estúpidos mocosos de once años le abriría las puertas de la primera división del sufrimiento, el crimen y la resurrección. No, la única forma de alcanzar ese paraíso era cometer un auténtico crimen, y de todos los crímenes disponibles no cabía duda de que el más prestigioso seguía siendo el asesinato, tal y como estaba dispuesta a jurar una autoridad en la materia tan indiscutible como Loretta Couplard; y no había que olvidar que Loretta Couplard no sólo era la directora y copropietaria de la Escuela Lowen sino que también había escrito dos guiones televisivos que habían sido vistos por toda la nación, ambos sobre crímenes famosos del siglo XX. ¡Pero si incluso habían disfrutado de un seminario de ciencias sociales sobre el tema, Historia del Crimen en la Norteamérica Urbana!

El primer asesinato de Loretta había sido una auténtica comedia protagonizada por Pauline Campbell, enfermera y residente en Ann Arbor, Michigan, cuyo cráneo fue destrozado por tres adolescentes borrachos circa 1951. Los adolescentes sólo querían dejarla inconsciente para poder violarla, lo cual resume perfectamente cómo era el año 1951. Bill Morey y Max Pell tenían dieciocho años y fueron sentenciados a cadena perpetua; Dave Royal (el héroe de Loretta) tenía un año menos y sólo fue condenado a pasar veintidós años en la cárcel.

Su segundo asesinato había sido tratado con un estilo mucho más trágico y había conseguido inspirar mucho más respeto, aunque desgraciadamente no entre los críticos; quizá porque a pesar de que su heroína —otra Pauline (Pauline Wichura)— había poseído una personalidad más interesante y compleja también había sido más famosa en su tiempo y había seguido siéndolo desde aquel entonces, lo cual hacía que la competencia (una novela que tuvo un gran éxito de ventas y una biografía fílmica bastante seria) fuese mucho más difícil de vencer. La señorita Wichura había trabajado como asistenta social en Atlanta, Georgia, durante el período inmediatamente anterior a la instauración de las pruebas genéticas y estaba obsesionada por el medio ambiente y el problema de la superpoblación. Pauline decidió hacer algo al respecto. ¿Qué? Pues reducir la población ella misma y de la forma más justa e imparcial posible. Cuando una de las familias a las que visitaba se saltaba el innegablemente generoso límite de tres niños que ella misma había fijado produciendo otro bebé, Pauline siempre acababa encontrando alguna forma discreta de reducir el número de miembros de la unidad familiar devolviéndola al máximo tamaño permisible. Entre los años 1989 y 1993 los diarios de Pauline (editorial Random House, 1994) describían minuciosamente veintiséis asesinatos más un total de catorce intentos fallidos. Aparte de eso las familias atendidas y asesoradas por Pauline podían enorgullecerse de ostentar el récord absoluto de abortos y esterilizaciones de todo el Departamento de Bienestar Social de los Estados Unidos.

—Lo cual creo demuestra que no hace falta matar a alguien famoso para que el crimen sea una forma más del idealismo —le había explicado un día el Señor Morritos a su amigo Jack después de terminadas las clases.

Pero, naturalmente, el idealismo sólo era la mitad de la historia. La otra mitad era la curiosidad, y más allá del idealismo y la curiosidad es probable que hubiera otra mitad, esa necesidad básica de crecer y matar a alguien que experimentan todos los niños.

Se decidieron por el Battery porque, uno, en circunstancias normales ninguno de ellos habría puesto los pies en aquella zona; dos, era elegante y al mismo tiempo relativamente, tres, poco poblada, por lo menos después de que el turno de noche se hubiera instalado en sus cómodas torres para ocuparse de sus máquinas. El turno de noche rara vez consumía su almuerzo en el parque.

Y, cuatro, porque era un sitio precioso, especialmente ahora que estaba empezando el verano. Las aguas oscuras cromadas por una delgadísima capa de aceite que lamían los pilares de cemento de la orilla; los silencios que llegaban flotando de Upper Bay y que a veces eran lo bastante grandes para que pudieses distinguir los distintos ruidos de la ciudad ocultos detrás de ellos; el ronroneo y la temblorosa vibración de los rascacielos, el vibrato misterioso de las vías rápidas que hacía estremecerse el suelo y, de vez en cuando, esos extraños gritos carentes de un origen determinado que son la melodía del tema musical de la ciudad de Nueva York; el color azul rosado de los crepúsculos en un cielo visible; los rostros de las personas tranquilizadas por el mar y por su propia cercanía a la muerte sentadas en los bancos pintados de verde que se alineaban formando hileras casi rítmicas… Oh, pero si incluso las estatuas eran hermosas, como si hubiera existido una época en la que alguien creía en ellas tal y como la gente debía de haber creído en las estatuas de los Claustros hacía ya tanto, tanto tiempo.

Su estatua favorita era el águila gigante que se posaba entre los monolitos del monumento conmemorativo a los soldados, marineros y aviadores que habían muerto en la segunda guerra mundial. Estaba casi seguro de que era el águila más grande de toda Manhattan, y sus garras estaban despedazando lo que no cabía duda era la alcachofa más inmensa de toda la ciudad.

Amparo compartía algunas de las ideas de la señorita Couplard y prefería las cualidades más humanísticas del monumento conmemorativo (él en la cumbre y un ángel que parecía pinchar delicadamente un libro con la espada que sostenía) a Verrazzano, quien acabó resultando no ser el contratista al que se encargó erigir el puente cuyo derrumbamiento le había hecho tan célebre. Nada de eso, y la placa de bronce se encargaba de dejar bien claro lo que había hecho.

EN ABRIL DEL AÑO 1524

EL NAVEGANTE FLORENTINO VERRAZZANO

GUIÓ LA CARABELA FRANCESA

LA DAUPHINE

HASTA LLEVARLA A DESCUBRIR EL PUERTO DE NUEVA YORK,

Y BAUTIZÓ A ESTAS TIERRAS «ANGULEMA»

EN HONOR DE FRANCISCO I REY DE FRANCIA.

Tancred prefería el nombre más breve utilizado por la gente corriente, pero todos los demás estuvieron de acuerdo en que «Angulema» tenía mucha más clase. Tancred recibió una severa reprimenda colectiva y la votación subsiguiente dio un resultado unánime a favor de «Angulema».

El juramento que les obligaba a guardar secreto eterno se realizó junto a la estatua, allí donde la bahía de Angulema terminaba confundiéndose con Jersey. Quien hablara de lo que iban a hacer —a menos que fuese torturado por la policía, naturalmente— estaría invitando formalmente a sus compañeros de conspiración a que asegurasen su silencio por otros medios. ¿La muerte? Sí, la muerte. Todas las organizaciones revolucionarias adoptan precauciones similares, y el seminario de Historia de las Revoluciones Modernas se lo había dejado muy claro.

De cómo consiguió su nombre. Papá tenía la teoría de que la vida moderna estaba pidiendo a gritos que se la endulzara con un poquito de sentimentalismo anticuado.

Ergo —aparte de la amplia gama de indignidades menores a que dio pie esta teoría—, escenas como la que podría titularse «¿Quién es mi Señor Morritos?», pues tal era la frase que papá pronunciaba con voz melosa en pleno Centro Rockefeller (o en un restaurante, o delante de la escuela) y a la que él tenía la obligación de responder con un sonoro «¡Yo!»…, por lo menos hasta que fue lo suficientemente mayor para comprender que estaba haciendo el ridículo, claro está.

Mamá había sido «Capullito de rosa», «Peg de mi corazón» y (pero eso sólo al final) «La reina de las nieves». Mamá era adulta, y eso le permitió esfumarse sin dejar más rastro que la postal con matasellos de Cayo Largo que seguía llegando implacablemente cada Navidad, pero el Señor Morritos estaba atrapado en el cepo del Nuevo Sentimentalismo. Cierto, a los siete años logró convencer a su padre de que la vida doméstica sería mucho más soportable si le llamaba «Bill» (o incluso «Bill A Secas», tal y como prefería su padre), pero eso no resolvía el problema del Plaza y de los ayudantes de papá, sus compañeros de escuela y todas las personas que habían oído su antiguo nombre en alguna ocasión. Hacía un año —ya tenía diez y por fin se hallaba en condiciones de razonar con él— había promulgado una nueva ley según la cual su nombre era Señor Morritos, y dejó bien claro que esas dos horrendas palabras debían ser articuladas con la máxima claridad y sin ninguna clase de abreviatura cada vez que se quisiera invocar su presencia. El razonamiento en que se había basado era que si alguien tenía que hacer el ridículo y cubrirse de mierda debía ser papá, quien se lo tenía más que merecido. Papá no pareció captar la sutileza de la argumentación, o quizá sí la captó y fue más allá de ella, pues el auténtico problema era que nunca podías estar seguro de hasta dónde llegaba su estupidez o su astucia, y ya se sabe que esa clase de personas son los peores enemigos imaginables.

Mientras tanto el Nuevo Sentimentalismo había conseguido un aplastante éxito a nivel nacional. «Los huérfanos», la serie producida por papá —a veces los títulos de crédito incluso le atribuían el eximio honor de escribirla—, había ocupado el primer puesto del índice de audiencia de la noche del martes durante dos años consecutivos, y ya se estaban haciendo preparativos para trasladarla a un hueco de la programación diurna. Nuestras vidas iban a ser mucho más dulces y agradables aunque sólo fuese durante una hora al día, y había muchas probabilidades de que un resultado de ello fuera que papá se convirtiese en millonario o más que millonario. El lado bueno era que eso significaba que sería el hijo de un millonario, naturalmente. Siempre había despreciado al dinero porque corrompía cuanto tocaba, pero aun así tenía que admitir que en ciertos casos el dinero no tenía por qué ser intrínsecamente nocivo. En el fondo todo acababa reduciéndose a una verdad muy simple (de la que siempre había sido consciente): papá era un mal necesario.

Y ésa era la razón de que cada noche papá entrara en la suite gritando «¿Dónde está mi Señor Morritos?», y de que él contestara «¡Aquí, papá!». La cereza que coronaba este pastel era un beso lo más ruidoso y húmedo posible, y luego venía otro beso para su nuevo «Capullito de rosa», Jimmy Ness. (Quien bebía demasiado, y estaba muy claro no iba a durar mucho tiempo más en la familia.) Los tres se sentaban a la mesa para disfrutar de la estupenda cena familiar cocinada por Jimmy, y papá les contaba todas las cosas alegres y positivas que le habían ocurrido aquel día en la CBS, y el Señor Morritos contaba todas las cosas estupendas que le habían ocurrido a él. Jimmy siempre acababa poniendo mala cara. Después papá y Jimmy salían o se limitaban a refugiarse en los Everglades privados del sexo, y el Señor Morritos salía al pasillo (papá era lo suficientemente inteligente para no utilizar métodos tan burdos como la represión horaria), y media hora después ya estaba junto a la estatua de Verrazzano con los otros seis alejandrinos, cinco si Celeste tenía clase particular, para planear el asesinato de la víctima que habían decidido borrar de la faz del planeta.

Nadie había sido capaz de averiguar cómo se llamaba, así que se conformaban con llamarle Aliona Ivanovna, por la vieja prestamista a la que Raskolnikov mata con un hacha.

El espectro de víctimas posibles nunca había sido muy amplio. Los ejecutivos y financieros de la zona iban tan cargados de tarjetas de crédito como Lowen, Richard W., y los jubilados que llenaban los bancos resultaban aún menos tentadores que ellos. Tal y como les había explicado la señorita Couplard, la economía estaba siendo refeudalizada y el dinero en efectivo no tardaría en seguir el camino del avestruz, el pulpo y la paloma migratoria.

Ese tipo de extinciones, pero, sobre todo, la de las gaviotas parecía ser lo que más preocupaba a la primera dama que tomaron en consideración como candidata al estatus de víctima, una tal señorita Kraus, a menos que el apellido garabateado en el extremo inferior de su pancarta escrita a mano (¡¡detened la matanza de los inocentes!!) perteneciera a otra persona. Después de todo si realmente era la señorita Kraus, ¿por qué llevaba lo que parecía ser un anillo de diamantes de un estilo bastante anticuado y el aro de oro propio de una señora? Pero el problema más crucial, y el que no parecía haber forma de resolver, era el que presentaba el diamante. ¿Era auténtico o no?

La Posibilidad Número Dos se inscribía en la honrosa tradición de las primeras Huerfanitas de la Tormenta, las hermanas Gish: una hermosa semiprofesional que dejaba transcurrir las horas de luz fingiendo ser ciega mientras entretenía a los bancos con sus melancólicas serenatas. Su

pathos era innegablemente potente, aunque quizá un poquito recargado; su repertorio era arqueológico y la repulsión visual que inspiraba era indudable, sobre todo cuando la lluvia añadía su pequeña aportación de exceso al desaliño original. Pero… Resoplidos (que se había encargado del trabajo de investigación) estaba seguro de que llevaba una pistola oculta debajo de los harapos.

La tercera era la posibilidad menos poética, el concesionario que tenía un puesto callejero de Jolgorio y Sintamón justo detrás del águila gigante. El atractivo comercial resultaba bastante elevado, pero el concesionario había expuesto los peligros de su oficio al ayuntamiento y había conseguido convencerle de que le otorgara licencia para poseer nada menos que un Weimaraner; y aunque siempre hay formas de tratar con un guardián canino de esa especie daba la casualidad de que Amparo adoraba a los Weimaraner.

—No eres más que una tonta romántica —dijo el Señor Morritos—. Dame una buena razón, anda.

—Sus ojos —dijo ella—. Tiene los ojos de color ámbar. Nos perseguirían en nuestros sueños.

Estaban pegados el uno al otro en uno de los profundos nichos tallados en la roca del Castillo Clinton, la cabeza de ella incrustada en su sobaco, los dedos de él deslizándose sobre la loción solar que cubría sus pechos (el verano acababa de empezar). Silencio, brisas cálidas, los rayos del sol rebotando en el agua… Todo era inefable, como si entre ellos y la comprensión de algo (todo esto) realmente impregnado de significado sólo se interpusiera el más delgado e impalpable de los velos. Ambos creían que el velo era su propia inocencia —como si fuese una neblina contaminada que flotaba en la atmósfera de sus almas—, y había momentos (como éste) en el que les parecía hallarse tan cerca de la revelación que el deseo de librarse del velo se intensificaba hasta extremos casi insoportables.

—Bueno, entonces… ¿Por qué no el viejo asqueroso? —preguntó refiriéndose a Abona.

—Porque es un viejo asqueroso, por eso.

—No me parece que sea una razón. Estoy segura de que gana tanto dinero como esa cantante.

—No lo entiendes.

Lo que no entendía resultaba bastante difícil de definir y, naturalmente, no era porque matarle fuera demasiado sencillo. Si hubiera sido un personaje de una serie televisiva te habría bastado con observarle unos minutos para comprender que había sido señalado por la destrucción y que perecería antes de la segunda tanda de anuncios. Era el colono tozudo y desafiante, el miembro más veterano y más antipático del equipo de investigadores que podía descifrar los acertijos de cualquier lenguaje informático y que siempre a sería incapaz de leer los secretos de su propio corazón. Era el senador de Carolina del Sur poseedor de una curiosa e indefinible integridad personal que no le impedía seguir siendo racista hasta la médula. Matar a alguien así resultaría demasiado parecido a interpretar uno de los guiones de papá, y jamás podría constituir un gesto de rebelión verdaderamente satisfactorio.

—Porque se lo merece —dijo malinterpretando las emociones que se agitaban en su interior—, porque le estaríamos haciendo un favor a la sociedad. No me pidas que te dé razones, ¿de acuerdo?

—Bueno, no voy a fingir que te entiendo, pero… ¿Sabes qué creo, Señor Morritos?

Le apartó la mano que había puesto sobre sus pechos.

—Crees que tengo miedo.

—Quizá deberías tenerlo.

—Quizá deberías cerrar el pico y dejar que yo me ocupe de todo. Ya dije que lo haríamos, ¿no? Bueno, pues lo fiaremos.

—Entonces… ¿Será él?

—De acuerdo. Pero… Amparo, por el amor de Cristo, tenemos que pensar en algún nombre para él. ¡No podemos seguir llamándole «el viejo asqueroso»!

Amparo rodó sobre sí misma hasta emerger de su sobaco y le besó. Sus cuerpos estaban cubiertos de gotitas de sudor que los hacían relucir. El verano había empezado a brillar con la iridiscencia y la emoción de la primera noche. Llevaban mucho tiempo esperando aquel momento, y el telón no tardaría en alzarse.

El Día A había sido fijado para el primer fin de semana de julio, una festividad patriótica. Los ordenadores tendrían tiempo de atender sus propias necesidades (que habían sido descritas con palabras tan distintas como «confesión», «soñar» y «vomitar»), y el Battery estaría todo lo vacío que puede llegar a estarlo un sitio semejante.

Y mientras tanto su gran problema era el mismo al que se enfrentan todos los niños del mundo durante las vacaciones veraniegas: cómo matar el tiempo.

Estaban los libros, estaban las marionetas shakesperianas —suponiendo que estuvieras dispuesto a hacer cola durante tanto rato, claro—, estaba la televisión, y cuando ya no podías soportar el seguir sentado ni un segundo más estaban las carreras de obstáculos en Central Park, pero la densidad de población en aquella zona alcanzaba niveles dignos de una colonia de lemmings. El Battery no intentaba satisfacer las necesidades de nadie, y casi nunca estaba tan lleno. Si hubieran contado con más alejandrinos y hubiesen estado dispuestos a luchar para conquistar el espacio necesario habrían podido jugar al fútbol. Bueno, otro verano…

¿Qué más? Ah, sí, las manifestaciones para los interesados en la política y las religiones a varios niveles de energía para los apolíticos; y luego estaba la danza, pero la Escuela Lowen había conseguido arrebatarles la capacidad de disfrutar casi todos los espectáculos o diversiones de aficionados que existían en la ciudad.

Quedaba el sexo, el rey de los pasatiempos, pero para todos ellos —salvo para el Señor Morritos y Amparo (e incluso para ellos si se consideraba que el verdadero disfrute del sexo exigía llegar al orgasmo)— seguía siendo algo que ocurría en una pantalla, una maravillosa hipótesis a la que todavía le faltaban las pruebas empíricas.

Y, de una forma o de otra, todo lo que podían hacer acababa reduciéndose a una simple actividad de consumidor. La pasividad termina aburriendo, y ya estaban hartos de asumir el papel de meros observadores pasivos. Tenían doce años, once o quizá diez, y no podían esperar más tiempo. ¿El qué? Eso era lo que querían saber.

Así pues y salvo cuando se limitaban a matar las horas, los libros, las marionetas, los deportes, las artes, las actividades políticas y las religiones quedaban reducidas a simples recursos putativos, y en lo que respecta a utilidad quedaban incluidas en la categoría de las medallitas al mérito o los fines de semana en Calcuta, un nombre que aún se puede encontrar en algunos viejos mapas de la India. Sus vidas seguían siendo tan aburridas y faltas de esplendor como siempre, y su verano fue transcurriendo poco a poco tal y como han transcurrido los veranos desde tiempos inmemoriales. Hicieron el vago, se tumbaron al sol, dormitaron, se metieron los unos con los otros y se quejaron. Representaron fantasías tan tímidas como vacilantes y se enzarzaron en largas y más bien poco productivas discusiones sobre los hechos más periféricos de la existencia, desde las costumbres de los animales de la jungla hasta la fabricación de los ladrillos pasando por la historia de la segunda guerra mundial.

Un día fueron de un monolito a otro e hicieron una lista con los apellidos de todos los soldados, marineros y aviadores. La sumaron y la cifra final obtenida fue 4800.

—Uf —dijo Tancred.

—Pero ahí no pueden estar todos —insistió MaryJane hablando en nombre de los demás.

Incluso el «Uf» de Tancred había sonado medio irónico.

—¿Por qué no? —preguntó Tancred, quien jamás podía resistirse a la tentación de llevar la contraria—. Los monolitos se erigieron para conmemorar a los combatientes de todos los estados y todas las armas. No puede faltar nadie, o los parientes de los que no estuvieran inscritos habrían protestado.

—Pero… ¿Tan pocos? Con ese índice de bajas tan miserable no habrían podido librar ni una batalla.

—Puede que… —empezó a decir Resoplidos en voz baja.

Pero casi nunca le hacían caso.

—Por aquel entonces las guerras eran distintas —explicó Tancred con la autoridad inmutable típica del comentarista que analiza una noticia en el telediario—. En aquellos tiempos moría más gente en accidentes automovilísticos que en las guerras. Es un hecho comprobado.

—¿Cuatro mil ochocientas bajas?

—…lo echaran a suertes.

Celeste movió la mano en un gesto que condenó al olvido todo lo que Resoplidos había dicho y todo lo que pudiese decir en el futuro.

—MaryJane tiene razón, Tancred. Es una cifra ridícula. Vaya, pero si en esa misma guerra los alemanes gasearon a siete millones de judíos.

—Gasearon a seis millones de judíos —le corrigió el Señor Morritos—. Bah, tanto da, ¿no? Puede que los de aquí murieran en una campaña determinada.

—Pues entonces lo diría, ¿verdad?

Tancred no dio su brazo a torcer, y al final incluso consiguió hacerles admitir que 4800 bajas era una cifra impresionante, especialmente cuando cada apellido estaba escrito con letras de piedra.

El parque también conmemoraba otra estadística realmente asombrosa: en treinta y tres años el Castillo Clinton había admitido a 7,7 millones de inmigrantes que querían establecerse en los Estados Unidos.

El Señor Morritos se sentó en el suelo, empezó a hacer cálculos y acabó llegando a la conclusión de que se necesitarían 12 800 lápidas tan grandes como las que contenían la lista de soldados, marineros y aviadores para acoger los apellidos de todos los inmigrantes mencionando su país de origen, y nada menos que trece kilómetros cuadrados para colocar todas esas lápidas, lo cual significaba todo Manhattan desde donde estaban hasta la Veintiocho. Pero… ¿Valía la pena? ¿Cambiaría en algo las cosas?

Abona Ivanovna.

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