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334 » Primera parte. Mentiras » 1. El televisor (2021)

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La señora Hanson siempre disfrutaba más de la televisión cuando había otra persona en la habitación viéndola con ella, aunque en el caso de Gamba si el programa tenía como tema algo que se tomaba en serio —y lo que se tomaba en serio cambiaba de un día para otro—, los incesantes comentarios de su madre acababan irritándola hasta tales extremos que la señora Hanson solía terminar retirándose a la cocina y dejando a Gama delante del televisor para que pudiera ver el programa en paz, o a su dormitorio suponiendo que Boz no lo hubiera requisado para entregarse a sus actividades eróticas, porque Boz estaba comprometido con la chica que vivía al otro extremo del pasillo y como no había ninguna zona M apartamento que el pobrecito pudiera llamar suya —salvo un cajón de la cómoda que se habían llevado de la habitación de la señora Shore—, le parecía que lo menos que podía hacer por él era permitir que se encerrara en el dormitorio cuando ella o Gamba no estaban usando.

Le encantaba ver los seriales acompañada, con Boz si no estaba sufriendo en las garras de

l’amour o con Lottie si no se hallaba volando a tales alturas que los puntitos luminosos dejaban de formar una imagen.

Y el mundo gira. Clínica terminal. La experiencia de la vida. Se sabía al dedillo todos los recovecos de las tragedias que se desarrollaban en cada uno, pero su experiencia personal seguía insistiendo en que la vida era mucho más sencilla. La vida era un pasatiempo, así de fácil. No un juego, claro, porque eso habría implicado que algunos ganaban y otros perdían, y la señora Hanson rara vez era consciente de estar experimentando sensaciones tan vívidas o amenazadoras. No, la vida era como esas tardes interminables de su infancia en que jugaba al Monopoly con sus hermanos y éstos permitían que siguiera moviendo su diminuto acorazado de plomo por todo el tablero mucho tiempo después de haber pedido sus hoteles, sus casas, sus acciones y su dinero en un circuito que siempre tenía las mismas etapas. Cobrar sus 200 dólares, no caer nunca en las casillas de Suerte o Tesoro de la Comunidad, ir a la Cárcel, salir de ella… Nunca ganaba, pero no podía perder. Todo se reducía a seguir dando vueltas y más vueltas. La vida era así.

Pero había algo aún mejor que ver la televisión con sus hijos, y era verla en compañía de Amparo y Mickey, especialmente con Mickey porque Amparo ya empezaba a sentirse lo bastante mayor para despreciar los programas que más le gustaban a la señora Hanson. Ah, los dibujos animados de primera hora de la mañana y las marionetas de las cinco y cuarto… No habría sabido explicar por qué le gustaban tanto, y no era sólo porque las reacciones de Mickey le produjesen un placer levemente teñido de superioridad, porque no cabía duda de que las reacciones de Mickey rara vez eran visibles. Sólo tenía cinco años, pero ya era capaz de llevar una vida interior tan secreta como la de su madre. Podía pasar horas y más horas escondido dentro de la bañera, y terminar la función de repente dando una voltereta sobre sí mismo y emocionándose hasta tal punto que se meaba en los pantalones. No, estaba claro que se tomaba los programas única y exclusivamente por lo que eran, y que ahí estaba el misterioso origen de su placer. Los depredadores hambrientos y la eterna buena suerte de sus presas, la dinamita jovial, las rocas que rebotaban de un lado a otro, los árboles que caían, los gritos y las cabriolas, la maravillosa obviedad de todo lo que mostraban… No era tonta, pero le encantaba ver cómo alguien cruzaba la pantalla andando de puntillas y de repente lo que había estado fuera del encuadre surgía de la nada —¡Bum! ¡Patapaf!—, y algo inmenso caía sobre el tablero de Monopoly dispersando todo lo que contenía de tal forma que jamás sería posible devolverlo a sus posiciones originales. «¡Bum!», decía la señora Hanson, y Mickey respondía disparando un veloz «¡Ding-dong!» y se convertía en un flan de risitas temblorosas. Ninguno de los dos sabía muy bien por qué les divertía tanto, pero no cabía duda de que «¡Ding-dong!» era lo más gracioso del mundo.

—¡Bum!

—¡Ding-dong!

Y reían a carcajadas hasta que les dolía todo.

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Que ella recordara, llevaba mucho tiempo sin pasarlo tan bien, aunque parecía una pena que nada de todo aquello fuese real. Hileras, montones y pirámides de latas, las hermosas cajas de cereales para el desayuno y detergente (¡casi un pasillo entero de cada cosa!), la sección de la leche y los derivados, y toda la carne en todas sus variedades, los caramelos y la repostería de todas clases, y allí donde terminaba la repostería una montaña de cigarrillos de chocolate. El pan. Algunas marcas aún le resultaban familiares, pero pasó de largo ante ellas, alargó la mano para coger una barra de Pan Maravilloso y la metió en el carrito de la compra. Ya estaba medio lleno. Juan empujó el carrito haciéndolo avanzar y siguió moviéndose al compás de las melodías casi inaudibles que flotaban como neblina deslizándose por la atmósfera del museo. Dobló una esquina y avanzó en línea recta hacia la sección de verduras y hortalizas, pero Lottie siguió inmóvil donde estaba fingiendo estudiar el envoltorio de una barra de pan de otra marca. Cerró los ojos e intentó separar aquel momento del lugar que ocupaba en la cadena de todos los momentos para tenerlo siempre con ella, como un puñado de guijarros recogidos en un camino del campo. Fue extirpando lentamente los detalles del contexto —la canción cuyo título ignoraba, la esponjosa blandura del pan que cedía bajo sus dedos (y durante unos segundos incluso se olvidó de que no era pan), el roce del papel encerado, el campanilleo de las cajas registradoras de la salida— y los saboreó uno por uno. También había voces y pisadas, claro, pero siempre había voces y pisadas, y ni las unas ni las otras le servían de nada. La verdadera magia, la que se le escapaba continuamente entre los dedos sin que pudiera capturarla, era algo tan sencillo como el que Juan pareciera tan contento y mostrara interés por lo que le rodeaba, y el que quizá estuviese dispuesto a pasar el día entero con ella.

El problema era que si intentabas detener ese flujo continuo e imparable la corriente se te deslizaba entre los dedos, y al final descubrías que estabas exprimiendo el aire. Si continuaba así se pondría melancólica y terminaría diciendo lo que no debía. Juan se enfadaría y la dejaría plantada delante de un cruce de autopistas situado a kilómetros del lugar civilizado más próximo, tal y como había ocurrido la última vez. Volvió a dejar lo que parecía una barra de pan en su sitio y se abrió por entero al placer del aquí y el ahora —eso que Gamba afirmaba no hacer nunca—, y a la presencia de Juan, quien estaba en la sección de verduras y hortalizas y jugueteaba con una zanahoria.

—Juraría que es una zanahoria —dijo Juan.

—Pero ya sabes que no lo es. Si fuese una zanahoria te la podrías comer, y entonces no sería arte.

(Mientras esperaban que les entregaran el carrito en la entrada una voz les había explicado lo que iban a ver y lo que debían hacer para apreciarlo y entenderlo. La voz recitó una lista de datos sobre las distintas empresas que habían cooperado, datos sobre algunos de los productos más sorprendentes —como el almidón para la ropa— y lo que habría gastado un ciudadano promedio que hiciera la compra de una semana traduciéndolo al valor monetario actual. Después la voz les advirtió de que cuanto iban a ver era falso y de que por muy realistas que pudiesen parecer las latas, las cajas, las botellas y esos bistecs tan maravillosos eran meras imitaciones de la realidad. Finalmente, y por si seguías pensando en llevarte algo para tener un recuerdo de tu visita, la voz les explicó que existía un sistema de alarma química infalible concebido para impedírtelo.)

—Tócala —dijo Juan.

La sensación era exactamente la misma que si estuvieras tocando una zanahoria no muy fresca, pero comestible.

—Es plástico o algo así —insistió ella demostrando su lealtad a la cinta del Museo Metropolitano.

—Te apuesto un dólar a que es una zanahoria. Huele igual que una zanahoria, tiene el tacto de una zanahoria… —Juan volvió a cogerla, la examinó y le dio un mordisco. La zanahoria crujió suavemente—. Es una zanahoria.

Y todas las personas que les habían estado observando sintieron una vaga decepción, ese abatimiento inexplicable que se produce cuando la realidad entra en un sitio donde no debería estar.

Un guardia fue hacia ellos y les dijo que tendrían que marcharse. Ni tan siquiera se les permitiría llevar el carrito con los artículos que ya habían escogido hasta una caja registradora. Juan se enfadó y exigió que les devolvieran el importe de las entradas.

—¿Dónde está el encargado de este local? —gritó Juan, siempre dispuesto a aprovechar la más mínima ocasión de llamar la atención de los demás—. Quiero hablar con el encargado.

Armó tal jaleo que al final le devolvieron el importe de las entradas para librarse de él.

Lottie lo había pasado fatal durante toda la escenita, pero no se tomó la molestia de contradecir su versión de los acontecimientos ni tan siquiera cuando estaban en el bar que había debajo del aeropuerto. Juan tenía toda la razón. El guardia era un hijo de puta, y el museo merecía ser bombardeado.

Juan metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó la zanahoria.

—¿Es una zanahoria o no es una zanahoria? —quiso saber.

Lottie dejó su cerveza sobre la mesa, cogió la zanahoria y, obediente como siempre, le dio un mordisco. La zanahoria sabía a plástico.

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Gamba intentó concentrar su atención en la música —la música era la fuente de significado más importante que había en su vida—, pero sólo podía pensar en Enero —el rostro de Enero y sus manazas, las palmas rosadas cubiertas de callosidades, el cuello de Enero, los músculos tensos que se iban derritiendo poco a poco bajo la presión que ejercían los dedos de Gamba; o, siguiendo la dirección opuesta, los gruesos muslos de Enero oprimiendo el depósito de gasolina de una moto, la desnudez de la carne negra, la desnudez del metal negro, ese sonido casi mareante del motor mientras esperaba a que el semáforo cambiara de color, y luego su rugido una fracción de segundo antes de que se hubiese puesto verde y la veloz huida por la autopista de camino a… ¿Cuál podía ser el destino adecuado? ¿Alabama? ¿Spokane? ¿El sur de San Pablo?—, sí, Enero y solamente Enero.

O también Enero vestida de enfermera, el uniforme limpísimo de un blanco cegador que crujía suavemente cada vez que se movía. Gamba estaría dentro de la ambulancia, claro, y la gorrita blanca del uniforme rozaría el techo del vehículo. Le ofrecería la blanda carne de la parte interior de su antebrazo, los dedos de piel oscura buscarían una vena, un poquito de alcohol, una sensación de frío que sólo duraría unos instantes, la hipodérmica y Enero sonreiría, «Ya sé que duele un poco», y cuando llegaba a ese punto Gamba siempre sentía el deseo de perder el conocimiento y caer al suelo. Un desmayo, no es nada, un mareo, ya estoy mejor.

Se sacó los auriculares y dejó que la música siguiera desenrollándose dentro de la cajita de plástico donde nadie podía oírla porque acababa de ver cómo un coche abandonaba la calle y se detenía delante de la pequeña masa roja de la caja registradora automatizada. Enero salió de la gasolinera caminando muy despacio, cogió la tarjeta que le alargaba el conductor, la metió en la ranura de créditos y la máquina replicó con un suave «Ding». Trabajaba como si fuese una modelo de alta costura y estuviera en un escaparate, siempre en movimiento, siempre con los ojos bajos, perdida en su propio universo aunque Gamba sabía que ella sabía que estaba allí, en el banco, contemplándola, deseándola, languideciendo por ella.

«¡Mírame! —pensó con todas sus fuerzas—. ¡Hazme existir!»

Pero el flujo incesante de coches, camiones, autobuses y motos que se movía velozmente entre ellas dispersó el mensaje mental con tan poca dificultad como si fuese una nubecilla de humo, aunque puede que un conductor alzara los ojos diez metros más allá de la gasolinera sintiendo una fugaz punzada de pánico, o quizá una mujer que había terminado su jornada laboral y volvía a casa en el autobús 17 se preguntó qué le había devuelto a la memoria a ese chico del que creyó estar enamorada hacía ya veinte años.

Tres días.

Y cada día al final de esa vigilancia silenciosa Gamba pasaba por delante de una tienda sobre cuya mugrienta fachada había un letrero pintado a mano, «Myers, Uniformes e insignias», y en el escaparate había un policía bigotudo cubierto de polvo, un agente de las fuerzas del orden de otra ciudad (las insignias de su chaqueta eran distintas a las de los policías de Nueva York) enarbolando displicentemente una porra de madera con un par de esposas y varios rociadores colgando de su cartuchera negra. A su lado, tocándole sin que pareciera darse cuenta de ello, había un bombero vestido con un traje de goma amarillo surcado por rayas negras (otro forastero) que volvía la cabeza hacia el sucio cristal para sonreír a la negra vestida con un blanquísimo uniforme de enfermera inmóvil en el escaparate de enfrente. Gamba pasaba por delante de la tienda caminando muy despacio, seguía avanzando hasta llegar al semáforo y luego se desviaba hacia el escaparate y el uniforme blanco, tan indefensa e impotente como una embarcación cuyo motor se ha averiado dejándola a merced de la corriente.

El tercer día entró en la tienda. Una campanilla tintineó sobre su cabeza y el dependiente le preguntó en qué podía ayudarla.

—Querría… —carraspeó para aclararse la garganta—. Querría un uniforme. Para una enfermera.

El dependiente alargó la mano hacia un montoncito de gorras con visera y cogió una delgada cinta métrica de color amarillo.

—Usted debe de tener la talla…

—No es… Bueno, la verdad es que no es para mí. Es para una amiga. Me dijo que como iba a pasar por aquí…

—¿En qué hospital trabaja? Cada hospital tiene sus pequeñas manías, ya sabe.

Gamba clavó la mirada en aquel rostro de joven envejecido. Vio una camisa blanca con el cuello demasiado apretado y una corbata negra con un nudo tan pequeño como impecable, y mientras le observaba pensó que el dependiente producía la extraña impresión de llevar un uniforme tan indefinido como el de los maniquíes de los escaparates.

—No es un hospital. Es una clínica. Una clínica privada. Puede llevar…, puede llevar lo que quiera.

—Estupendo, estupendo. ¿Y cuál es la talla de su amiga?

—Una talla grande. ¿Cincuenta? Y es muy alta.

—Bueno, deje que le enseñe lo que tenemos.

Y Gamba, entre fascinada y extática, se dejó guiar hasta la penumbra crepuscular que reinaba en el interior de la tienda.

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Había conocido a Gamba en una de las sesiones abiertas del Asilo. Había ido allí como reclutadora y se encontró reclutada de la forma más vergonzosa imaginable, la que lleva hasta las lágrimas y las deja atrás para terminar en las confesiones; un proceso sobre el que informó concienzudamente en la siguiente reunión de la célula. La célula contaba con cuatro miembros aparte de ella misma, todos de veintipocos años y todos muy serios, aunque estaba muy claro que Jerry y Lee Lighthall, Ada Miller y Graham X no podían ser considerados intelectuales, y ni tan siquiera se les podía calificar de rebeldes que no habían conseguido adaptarse a la vida universitaria. Graham era el eslabón que les unía con el nivel superior de la organización, pero aparte de eso no tenía nada de «líder» pues una de las cosas a las que se oponían con mayor ferocidad eran precisamente las estructuras piramidales.

Lee —que era gordo, muy negro y disfrutaba hablando— dijo en voz alta lo que todos estaban pensando, que el tener emociones y mostrarlas era una dirección perfectamente sana.

—A menos que dijeras algo sobre nosotros.

—No. Básicamente fueron cosas de naturaleza sexual. O personales.

—Entonces no entiendo por qué has sacado a relucir el tema aquí.

—Ene, si nos contaras algo más al respecto quizá… —sugirió Graham con esa suave afabilidad tan típica de él.

—Bueno, lo que hacen en el Asilo…

—Todos hemos estado en el Asilo, cariño.

—Deja de comportarte como si fueras un jodido matón, Lee —dijo su esposa.

—No, me temo que Lee tiene razón. Estoy desperdiciando nuestro tiempo y… En fin, el caso es que llegué un poco temprano porque quería verles entrar para hacerme una idea de cómo eran, y apenas la vi aparecer comprendí que no era una habitual de las reuniones. Ya os he dicho que se llama Gamba Hanson, ¿no? Creo que ella también se fijó en mí nada más verme. El caso es que empezamos en el mismo grupo. Ejercicios de respiración, cogerse de la mano y todo eso, ya sabéis. —Normalmente, Enero habría adornado un relato tan largo con unas cuantas obscenidades, pero en aquellos momentos cualquier intento de hacerse la dura sólo habría servido para que se sintiera aún más ridícula y estúpida de lo que ya se sentía—. Después empezó a darme masaje en el cuello de una forma que… No sé cómo describirlo, pero tenía una forma muy especial de darme masaje. Y me eché a llorar de repente. No sé por qué, pero me eché a llorar.

—¿Te habías metido algo dentro antes de ir a la reunión? —preguntó Ada.

Enero era mucho más estricta que cualquiera de ellos en esa materia (ni tan siquiera bebía Kafé), y sintió que tenía todo el derecho del mundo a cabrearse.

—¡Sí, tu vibrador!

—Vamos, vamos, Ene —dijo Graham.

—Pero ella estaba colocada —siguió diciendo Enero—. Estaba colocadísima, y mientras tanto los habituales habían empezado a girar a nuestro alrededor como si fueran un enjambre de vampiros. La mayoría van allí precisamente por eso, ¿sabéis? Por ver sangre y el darse un buen revolcón en ella… Bueno, el caso es que fuimos a un cubículo. Pensé que joderíamos y que ahí acabaría todo, pero en vez de eso empezamos a hablar. Mejor dicho, yo hablé… y ella escuchó. —Aún recordaba el nudo de vergüenza tan parecido al dolor que se siente cuando tragas agua demasiado deprisa que había acompañado a las palabras—. Le hablé de mis padres, del sexo, de que me sentía sola…, de esa clase de cosas.

—De esa clase de cosas —repitió Lee para animarla a seguir hablando.

Enero hizo acopio de valor y tragó una honda bocanada de aire.

—Mis padres… Le expliqué que eran republicanos, lo cual no tiene nada de malo, naturalmente, pero también le dije que nunca había podido establecer una relación entre el amor y la excitación sexual porque los dos eran hombres. Ahora no me parece tan importante, claro. Y lo de que me sentía sola… —Se encogió de hombros, pero también cerró los ojos—. Le dije que me sentía muy sola. Que todo el mundo estaba solo. Después tuve otro ataque de llanto.

—Abarcaste un montón de temas, ¿eh?

Enero abrió los ojos. Lo último que había dicho podía tomarse como una acusación, pero nadie parecía estar enfadado con ella.

—Nos pasamos casi toda la jodida noche metidas dentro de ese cubículo.

—Aún no nos has contado nada sobre ella —observó Ada.

—Se llama Gamba Hanson. Me dijo que tiene treinta años, pero yo diría que tiene treinta y cuatro, o quizá incluso un poquito más. Vive en la Once Este, no recuerdo dónde pero lo tengo apuntado. Con su madre y no recuerdo cuántas personas más… Una familia. —Y, en el fondo, eso era precisamente aquello que la organización más odiaba. Las estructuras políticas autoritarias sólo pueden subsistir porque las personas son condicionadas por estructuras familiares autoritarias—. Y no trabaja, sólo cuenta con su asignación.

—¿Es blanca? —preguntó Jerry.

Jerry era el único blanco del grupo, y la diplomacia exigía que fuera él quien hiciese esa pregunta.

—Como la jodida nieve.

—¿Está metida en política?

—Ni pizca. Pero creo que se la podría guiar. Y ahora que lo pienso…

—¿Qué sientes hacia ella ahora? —preguntó Graham.

Estaba claro que creía que se había enamorado de ella. ¿Se había enamorado de ella? Posiblemente. Pero también era muy posible que no estuviese enamorada de ella. Gamba había conseguido hacerla llorar, y Enero quería pagarle ese favor con la misma moneda y, de todas formas, ¿qué eran los sentimientos? Nada, palabras que flotaban a la deriva dentro de tu cabeza o las hormonas producidas por alguna glándula.

—No sé lo que siento.

—Bueno, entonces… ¿Qué quieres que te digamos? —preguntó Lee—. ¿Que deberías volver a verla? ¿Que estás enamorada? ¿Que deberías estarlo? ¡Dios santo, chica! —La exclamación fue acompañada por un jovial meneo de todas sus grasas—. Adelante, diviértete. Jode hasta que se te salga el cerebro por las orejas o llora hasta que se te rompa el corazón, lo que más te apetezca. No hay ninguna razón para que no lo hagas, pero recuerda que si te enamoras… Bueno, mantenlo en un compartimento separado donde no pueda mezclarse con todo lo demás.

Todos estuvieron de acuerdo en que era el mejor consejo que se le podía dar, y la sensación de paz que se fue adueñando de Enero le indicó que era justo lo que quería oír. Ahora podían pasar a ocuparse de los temas realmente importantes, las cuotas y el descenso del nivel de vida y las razones por las que la Revolución tan largamente pospuesta era el próximo e inevitable paso a dar. Después se levantaron de los bancos y pasaron la hora siguiente divirtiéndose. Viéndoles nadie habría pensado que esas cinco personas eran distintas al resto de patinadores.

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Solían pasar mucho rato en el cuarto oscuro, que oficialmente era el dormitorio de su hijo, Richard M. Williken Jr. Richard Jr. existía única y exclusivamente para satisfacer a varios expedientes esparcidos por los departamentos de la administración municipal, aunque si llegaba a ser necesario el primo de su esposa podía prestarles un chico que respondería a ese nombre y ese apellido. Sin su hijo imaginario los Williken jamás habrían podido seguir viviendo en un apartamento de dos dormitorios ahora que sus hijos de carne y hueso se habían marchado de casa.

A veces escuchaban las cintas que estaban copiando, y el hecho de que se hubieran especializado en ellos hacía que casi siempre fuesen temas de Alkan, Gottchalk o Boagni. La música era la razón ostensible de que ella siguiera allí, aunque había otras razones tan ostensibles como la amistad. Él fumaba, hacía garabatos en un bloc o contemplaba cómo el minutero simplificaba otro día. En su caso la razón ostensible era que estaba trabajando, y en el sentido de que copiaba cintas, recibía mensajes y alquilaba de vez en cuando la cama de su hijo ficticio a cambio de una tarifa horaria risible, lo cierto es que estaba trabajando. Pero en el sentido realmente importante de la palabra… No, no estaba trabajando.

El teléfono sonaba. Williken cogía el auricular y decía «Uno cinco cinco seis». Gamba se envolvía en el delgado círculo de sus brazos y le observaba hasta que el lento descender de sus ojos le indicaba que la llamada no era de Seattle.

Cuando la falta de alguna clase de señal indicadora de que cada uno era consciente de la presencia del otro se volvía excesivamente insoportable mantenían agradables discusiones sobre el Arte. El Arte… Gamba adoraba esa palabra (la tenía en un pedestal compartido con «epítasis», «místico» y «Tiffany»), y el pobre Williken parecía incapaz de quitársela de la boca. Intentaban no descender nunca al nivel de la queja sincera, pero sus infelicidades secretas siempre encontraban alguna forma de introducir la cabeza en los largos silencios o de camuflarse un poquito y convertirse en los auténticos temas de esos pequeños debates académicos, como por ejemplo aquella vez en que Williken estaba demasiado cansado para mentir.

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