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334 » Primera parte. Mentiras » 1. El televisor (2021)

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—¿El arte? —había dicho—. El arte es justo lo contrario, querida. Es un rompecabezas, algo compuesto de fragmentos y trocitos minúsculos. Lo que tú crees es únicamente flujo y fuerza…

—Y diversión —había añadido ella.

—…no es más que una ilusión. Pero el artista no puede compartirla. Sabe que es imposible.

—Y se supone que las prostitutas nunca tienen orgasmos, ¿no? No voy a dar nombres, pero en una ocasión hablé con una prostituta y me contó que no paraba de tener orgasmos.

—No debía de ser una profesional. Si un artista disfruta haciendo lo que hace su obra se resiente de ello.

—Sí, sí, no cabe duda de que eso es cierto… en tu caso. —Había movido la mano para apartar la idea de su regazo como si fuese una migaja—. Pero creó que para alguien como… —Otro gesto de la mano dirigido hacia la maquinaria, los cuatro mandalas en lenta rotación que formaban «De un mar brillante a otro»—. Como John Herbert MacDowell, por ejemplo. Bueno, para él ha de ser como el estar enamorado, con la única diferencia de que en vez de amar a una sola persona su amor se va difundiendo en todas direcciones.

Williken torció el gesto.

—Estoy de acuerdo en que el arte es como el amor, pero eso no está en contradicción con lo que dije antes. Tanto el arte como el amor son una cuestión de paciencia y de ir juntando fragmentos.

—¿Y la pasión? ¿Es que no juega ningún papel en eso?

—Sólo para los que son muy jóvenes.

Williken era lo suficientemente caritativo para permitirle decidir por sí sola si ese zapato encajaba en su pie.

Las conversaciones continuaron durante casi todo un mes, y durante todo ese tiempo Williken sólo se permitió una crueldad consciente. Su desaliño personal —la ropa que parecía un montón de vendas sucias, la barba, los olores—, no impedía que Williken fuese un maniático del orden; y el estilo con el que personalizaba esa obsesión (aplicado ahora al cuidado de la casa tan concienzudamente como antes lo había aplicado al arte) le exigía borrar las huellas de su propia e indeseable presencia, eliminar todas las huellas dactilares y dejar perplejos a sus perseguidores. Eso hacía que cada objeto al que se le permitía estar visible en la habitación —el teléfono de color rosa, la maltrecha cama de Richard Jr., los altavoces, el largo cuello de cisne plateado del grifo, el calendario con la pareja de enamorados revolcándose sobre la gruesa capa de nieve de «Enero 2024»— acabara acumulando un incremento de significado, como si fuesen otros tantos cráneos en la celda de un monje. Su crueldad fue muy sencilla, y se limitó a no cambiar el mes del calendario.

Y ella nunca dijo «Willy, por el amor de Cristo, estamos a diez de mayo», cosa que podría haber hecho perfectamente. Es posible que hallara alguna extraña satisfacción en el dolor que le causaba aquel recordatorio que le colocaba delante de los ojos, y no cabe duda de que se apoderó de él y se dedicó a roerlo concienzudamente. Williken no poseía ninguna experiencia de primera mano en aquella clase de emociones, y todo el drama de su abandono le parecía ridículo, un claro caso de angustia por el puro placer de angustiarse.

La situación podría haber seguido igual hasta el verano, pero un día el calendario desapareció y fue sustituido por una de sus fotos.

—¿Es tuya? —preguntó Gamba.

Williken asintió en silencio. La incomodidad que sentía era totalmente sincera.

—Me fijé en ella nada más entrar.

La foto mostraba un vaso medio lleno de agua colocado sobre un estante de cristal mojado. Un segundo vaso vacío que se hallaba fuera del encuadre proyectaba una sombra sobre las baldosas blancas de la pared.

Gamba fue hacia la foto.

—Es triste, ¿verdad?

—No lo sé —dijo Williken. Se sentía confuso, insultado, angustiado—. Normalmente no me gusta estar cerca de mis obras. Es como si se acabaran muriendo y me abandonaran, pero pensé que…

—Me gusta. De veras.

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Comprendió que odiaba a su madre el 29 de mayo, el día de su cumpleaños. Iba a cumplir once años. Ser consciente de que odias a tu madre es algo terrible, pero los Géminis son incapaces de engañarse a sí mismos y respecto a su madre la triste verdad era que no había nada que admirar y sí mucho que aborrecer. Mamá era implacable tanto consigo misma como con Mickey, pero lo peor llegaba cuando cometía un error a la hora de calcular la dosis de sus estúpidas píldoras y se iba deslizando espectacularmente por la pendiente de la depresión para terminar contándoles folletines con su vida desperdiciada como único tema. No cabía duda de que mamá había desperdiciado su vida, pero Amparo estaba convencida de que nunca había hecho ni el más mínimo esfuerzo para impedirlo. No sabía lo que era tener un trabajo, y en cuanto a la casa dejaba que la pobre Abuela Gruñidos se encargara de todo. Lo único que hacía era estar tumbada como un animal del zoo resoplando y rascándose su apestoso coño. Amparo la odiaba.

Antes de cenar Gamba había dado una nueva muestra de ese extraño talento telepático que parecía poseer y le había dicho que sería mejor que hablaran, y Amparo se inventó una mentira muy poco plausible para sacarla del apartamento. Bajaron por la escalera hasta el quince —una señora china acababa de abrir una tienda—, y Gamba compró aquel champú que la tenía tan obsesionada últimamente.

Después subieron al tejado para el inevitable sermón. El buen tiempo había hecho que la mitad del edificio subiera a disfrutar del sol, pero se las arreglaron para encontrar un rincón donde casi estaban solas. Gamba se quitó la blusa, y Amparo no pudo evitar el pensar lo distinta que era de su madre a pesar de que Gamba fuese un poquito mayor que ella. No había arrugas o bolsas de carne caída, y apenas una leve sospecha de granulación. Lottie, en cambio, tenía todas las ventajas de su lado al principio y había permitido que el tiempo la fuese transformando en un monstruo de obesidad, o por lo menos (usar la palabra «monstruo» quizá fuese una exageración) no cabía duda de que avanzaba a toda velocidad en esa dirección.

—¿Y eso es todo? —preguntó Amparo en cuanto Gamba hubo terminado de ofrecer la última excusa al variado repertorio de horrores de que su hija encontraba culpable a Lottie—. Bueno, ya me has reñido y ya estoy muy avergonzada. ¿Podemos bajar?

—Sí, a menos que quieras contarme tu versión de la historia.

—Creía que no estaba en condiciones de tener una versión de la historia.

—Eso es cierto a los diez años. A los once ya se te permite tener tu propio punto de vista.

Amparo respondió con una sonrisa que debía traducirse como «La tía Gamba, siempre tan democrática ella», y se puso seria enseguida.

—Mamá me odia, es así de sencillo.

Le expuso unos cuantos ejemplos.

Gamba no pareció quedar muy impresionada.

—Preferirías ser tú quien la tratara mal a ella en vez de al revés. ¿Es eso lo que intentas decirme?

—No. —Pero tuvo que contener una risita—. Claro que siempre sería un cambio agradable.

—¿Sabías que ya lo haces? Oh, sí, la tratas fatal. Eres una tirana mucho peor que la señora como —se— llame, la del bocio.

La segunda sonrisa de Amparo fue un poco más vacilante que su predecesora.

—Quién, ¿yo?

—Sí, tú. Incluso Mickey se da cuenta, pero no se atreve a abrir la boca porque teme que cambies de blanco. Todos te tenemos miedo.

—No digas tonterías. No sé de qué estás hablando. ¿Por qué? ¿Por qué de vez en cuando me pongo sarcástica?

—De vez en cuando, de vez en cuando… Eres más impredecible que los horarios de una compañía de aviación. Esperas a que la pobre esté bien aplanada y entonces te lanzas directa a la yugular. ¿Qué dijiste esta mañana?

—No recuerdo nada de lo que he dicho esta mañana.

—Lo del hipopótamo en el barro.

—Se lo dije a la abuela. Ella no lo oyó. Estaba en la cama, como de costumbre.

—Lo oyó.

—Bueno, pues entonces lo siento mucho. ¿Qué debo hacer? ¿Pedirle disculpas?

—Deberías dejar de ponerle las cosas todavía más difíciles de lo que ya están.

Amparo se encogió de hombros.

—Y ella debería dejar de hacerme la vida imposible. No creas que me gusta dar la matraca con eso, pero quiero ir a la Escuela Lowen. ¿Y por qué no he de ir? No es como si le estuviera pidiendo permiso para ir a México y cortarme los pechos, ¿verdad?

—Estoy de acuerdo, y probablemente es una buena escuela. Pero ya estudias en una buena escuela.

—Pero yo quiero ir a la Lowen. Si voy allí tendré un futuro, pero naturalmente mamá no puede entender eso.

—No quiere que vivas lejos de casa. ¿Tan cruel te parece eso?

—No quiere que me vaya porque entonces sólo podría maltratar a Mickey. De todas formas oficialmente estaría aquí, y eso es lo único que le importa.

Gamba se quedó callada durante un rato, como si estuviera pensando en algo. Pero no había nada en qué pensar, ¿verdad? Todo era tan obvio… Amparo se retorcía de impaciencia.

—Hagamos un trato —dijo Gamba por fin—. Si prometes que dejarás de ser la Señorita Cabroncita haré cuanto esté en mi mano para convencerla de que te deje ir a la Lowen.

—¿Lo harás? ¿De veras lo harás?

—¿Y tú? Te lo estoy preguntando.

—Me arrastraré a sus pies. Haré lo que sea.

—Amparo, si no lo haces, si sigues comportándote tal y como lo has estado haciendo últimamente… Bueno, en ese caso le diré que estoy convencida de que la Escuela Lowen echaría a perder lo poco bueno que hay en ti, y créeme porque hablo muy en serio.

—Lo prometo. Prometo que seré tan buena como… ¿Cómo qué?

—¿Como un pastel de cumpleaños?

—¡Seré tan buena como el mejor pastel de cumpleaños del mundo!

Se estrecharon la mano para sellar el trato, se pusieron la ropa y bajaron por la escalera hasta el lugar donde la esperaba un pastel de cumpleaños de verdad que tenía un aspecto tirando a triste y escuálido. Por mucho que se esforzara, la pobre Gruñidos jamás conseguiría cocinar nada que valiera la pena. Juan había llegado mientras estaban en el tejado, y su presencia era una sorpresa más agradable que cualquiera de sus míseros regalos. Encendieron las velas y todo el mundo —Juan, Abuela Gruñidos, mamá, Gamba, Mickey— se puso a cantar.

Cumpleaños feliz.

Cumpleaños feliz.

Te deseamos, Amparo,

cumpleaños feliz.

—Formula un deseo —dijo Mickey.

Amparo formuló su deseo y apagó las doce velas con un soplido tan potente como decidido.

Gamba le guiñó el ojo.

—Y ahora no le digas a nadie lo que has pedido o tu deseo no se convertirá en realidad.

Amparo no había deseado poder ir a la Escuela Lowen porque eso era un derecho, no algo que dependiera de los caprichos del destino. Había deseado que Lottie muriese.

Los deseos nunca se cumplen tal y como esperabas. Un mes después su padre estaba muerto. Juan, que no había sido infeliz ni un solo día de su vida, se había suicidado.

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Semanas después de la debacle Anderson —el último momento en el que había sido capaz de asegurarse a sí mismo que no habría ninguna consecuencia desagradable que lamentar—, la señora Miller le hizo desplazarse hasta la parte norte de la ciudad para «tener una pequeña charla». Contemplada bajo la perspectiva del largo plazo era una don nadie (su posición apenas llegaba al nivel de cuadro medio), pero la señora Miller no tardaría en redactar el resumen de su historial y eso hacía que de momento fuese una don nadie cuya categoría llegaba a lo cuasi divino.

Sucumbió al pánico de la forma más ignominiosa imaginable, y durante toda la mañana no pudo pensar en nada salvo qué se iba a poner para acudir a la cita. Sí, ¿qué se pondría? Acabó decidiéndose por un suéter marrón estilo Perry Como con un pañuelo de color verde asomando por el cuello. La impresión general resultaba discreta y elegante, no sexy pero tampoco descaradamente no-sexy.

Tuvo que esperar veinte minutos delante de la madriguera de la dama. Normalmente esperar era algo que se le daba muy bien. Cafeterías, lavabos, lavanderías automáticas… Su vida había estado repleta de oportunidades de adquirir esa habilidad, pero ahora estaba tan seguro de que se dirigía a su ejecución que al final de los veinte minutos de espera le faltaba muy poco para convertir en realidad su fantasía favorita de los momentos de crisis. «Me levantaré y saldré por esa puerta —pensó—. Saldré por todas las puertas. Sin una palabra de adiós, sin mirar hacia atrás ni una sola vez. ¿Y luego?» Ah, ahí estaba el problema, claro. En cuanto hubiera cruzado el umbral, ¿conseguiría encontrar algún sitio en el que su identidad y el gigantesco expediente de su vida no le persiguieran tan implacablemente como una lata atada a la cola de un perro callejero? Esperó, y la entrevista llegó a su fin, y la señora Miller le estrechó la mano y le contó una anécdota estúpida sobre Brown, el autor del libro que había estado adornando su regazo. Después llegó el «Gracias», y el «Gracias a ti por haber venido». Adiós, señora Miller. Adiós, Len.

¿Por qué había querido verle? No había sacado a relucir el tema Anderson salvo por el plácido comentario de que, naturalmente, el pobre hombre tendría que haber sido internado en el Bellevue y que la ciencia de la estadística dejaba bien claro que tarde o temprano todo el mundo acababa teniendo que enfrentarse a unos cuantos casos como el suyo. Las cosas habían ido bastante mejor de lo que esperaba, y mucho mejor de lo que se merecía.

El hacha del verdugo no se había materializado y, al parecer, la señora Miller le había hecho desplazarse hasta allí sólo para encargarle una nueva misión. Hanson, Nora/Apartamento 1812/334, calle Once Este. La señora Miller le había asegurado que era una anciana muy agradable, «aunque a veces puede ser un poquito difícil de tratar». Pero todos los casos que le había asignado en lo que llevaban de año eran ancianos muy agradables y difíciles de tratar, quizá porque estaba estudiando lo que el programa de asignaturas definía como «Problemas del envejecimiento». Lo único que diferenciaba a la Hanson de sus casos anteriores era que cobijaba a una nidada bastante considerable debajo de sus alas (aunque no era tan numerosa como indicaba el listado; el hijo ya estaba casado) y no parecía estar peligrosamente sola. Aun así si había que creer a la señora Miller el matrimonio de su hijo la había «trastornado un poco» (¡Trastornado! ¡Qué palabra tan ominosa!), y ésa era la razón de que necesitara las cuatro horas a la semana de calor humano y la atención que él se encargaría de proporcionarle. Al parecer la señora Hanson estaba convencida de que aquel trabajo iba a ser coser y cantar.

Cuanto más pensaba en ello más se convencía de que el asunto Hanson terminaría en catástrofe. Sí, probablemente la señora Miller le había llamado para cubrirse las espaldas en la casi segura eventualidad de que los acontecimientos acabaran siguiendo el mismo rumbo desastroso por el que se habían encaminado en el caso Anderson. Eso le permitiría dejar bien claro que toda la culpa de lo ocurrido recaía sobre sus hombros; no sobre los de aquella anciana encantadora y un poquito difícil de tratar y, evidentemente, no sobre los de Alexa Miller. Probablemente ya estaría redactando su memorándum para los archivos, eso suponiendo que no lo hubiese preparado antes de la entrevista.

Y todo esto por dos miserables dólares a la hora… Jesús bendito, si hubiera tenido la más mínima idea de los líos en que se iba a meter jamás habría cambiado la licenciatura en gramática y literatura inglesa por esto. Dar clase a un grupo de gilipollas que querían leer las demandas de empleo resultaba infinitamente preferible a ser enfermero emocional y cuidar psicópatas seniles.

Ése era el lado feo de la cuestión, pero también había un lado más agradable. A finales del semestre de otoño ya contaría con el número de prácticas exigido. Después vendrían dos años de tranquila singladura académica y por fin, oh día feliz, Leonard Rude obtendría su doctorado en filosofía, lo cual todos sabemos es el estado más cercano a la libertad absoluta que puede concebir un ser humano.

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MODICUM había enviado a un chico bastante desaliñado con un grave caso de acné, una perpetua expresión de estar pidiendo disculpas y un gemebundo acento del medio oeste. No consiguió que le explicara por qué le habían ordenado que fuese a verla. El chico afirmaba que él lo entendía tan poco como ella, que todo era un misterio insondable nacido en el cerebro de algún burócrata que había estado pensando demasiado y que esos proyectos nunca tenían el más mínimo sentido, pero que aun así esperaba que ella se avendría a seguir adelante porque si no él lo iba a pasar francamente mal. Un trabajo es un trabajo y, aparte de eso, este trabajo le serviría para doctorarse.

¿Iba a la universidad?

Sí, pero no había venido para estudiarla, se apresuró a asegurarle el chico. Los estudiantes eran reclutados para que perdieran el tiempo en esos proyectos estúpidos porque no había el trabajo real suficiente en que ocuparlos. El estado del bienestar es así, y el chico tenía la esperanza de que se llevarían muy bien y acabarían haciéndose muy amigos.

La señora Hanson se sintió incapaz de mostrarse claramente hostil con el pobre muchacho, pero aun así le preguntó de una forma bastante brusca en qué se suponía que iba a consistir exactamente esa amistad. Len —no conseguía recordar su nombre, y el chico no paraba de recordarle que se llamaba Len— sugirió que quizá podría leerle un libro.

—¿En voz alta?

—Sí, ¿por qué no? Me tocó leerlo para hacer un trabajo sobre él. Es un libro soberbio.

—Oh, estoy segura de que lo es —dijo ella volviendo a sentir una leve punzada de alarma—. Estoy segura de que aprendería montones de cosas interesantes, pero… —Ladeó la cabeza y leyó las letras doradas impresas en el lomo del grueso volumen negro que el chico había dejado sobre la mesa de la cocina, una frase bastante larga que terminaba en OLOGÍA—. No creo que sea una buena idea.

Len se echó a reír.

—¡Vamos, señora Hanson, no me refería a ese libro! Ése no soy capaz de leerlo ni yo.

El libro que le leería en voz alta era una novela que le habían asignado en la clase de literatura inglesa. Len lo sacó de su bolsillo. La tapa mostraba a una mujer embarazada y totalmente desnuda sentada sobre el regazo de un hombre vestido con un traje azul.

—Qué tapa tan rara —dijo la señora Hanson intentando elogiarla y no estando muy segura de haberlo conseguido.

Len interpretó sus palabras como si fuesen otra muestra de reluctancia, e insistió en que una vez hubiese aceptado la premisa básica del autor la historia le parecería de lo más normal. Era una historia de amor, nada más, y estaba seguro de que le encantaría. Aquel libro había gustado muchísimo a todos los que lo habían leído.

—Es un libro soberbio —repitió.

La señora Hanson ya se había dado cuenta de que el chico estaba decidido a leerle el libro y acabó rindiéndose. Le llevó a la sala, se instaló en un extremo del sofá y dejó que Len se instalara en el otro. Metió una mano en su monedero y buscó sus Oralinas. Sólo le quedaban tres, por lo que no le ofreció ninguna. Se metió un bastoncito en la boca, empezó a chuparlo con expresión complacida y, como una especie de broma que se le hubiera ocurrido en el último momento, colocó un botoncito de regalo en el extremo. ¡No lo creo!, decía el botoncito. Pero Len no se fijó en el botoncito o, si lo hizo, no captó el chiste.

Empezó a leer en voz alta, y todo era sexo y más sexo desde la primera página. Eso no la molestaba, claro. Siempre había creído en el sexo y había disfrutado de él, y el que opinara que el sexo no debía salir de la esfera personal no le impedía abordar el tema de una forma franca y sin prejuicios. Lo embarazoso era que la escena que le estaba leyendo ocurría en un sofá que se inclinaba a un lado porque le faltaba una pata. El sofá en el que estaban sentados también se inclinaba a un lado porque también le faltaba una pata, y la señora Hanson tuvo la impresión de que esa coincidencia hacía que las comparaciones resultaran inevitables.

La escena del sofá parecía no terminar nunca. Después llegaron unas cuantas páginas llenas de charla y descripciones en las que no ocurría nada. La señora Hanson no paraba de preguntarse cuál podía ser la razón de que el gobierno pagara a estudiantes universitarios para que vinieran a tu casa y te leyeran una novela pornográfica. Después de todo se suponía que la universidad servía para mantener ocupada a la máxima cantidad posible de jóvenes y retrasar el momento en el que buscarían su primer trabajo, ¿no?

Pero quizá fuese un experimento. ¡Sí, era un experimento educativo hecho con adultos y estudiantes universitarios! Cuando pensó un poco en ello se dio cuenta de que no había ninguna otra explicación que encajara ni la mitad de bien. Ver el libro bajo esa luz lo convirtió en un desafío y la impulsó a prestarle toda la atención posible. Alguien había muerto, y la protagonista —se llamaba Linda— iba a heredar una fortuna. La señora Hanson había tenido una compañera de escuela que también se llamaba Linda, una chica negra bastante estúpida cuyo padre era propietario de dos colmados, y le había cogido una manía terrible al nombre desde entonces. Len dejó de leer.

—Oh, siga —dijo ella—. Lo estoy pasando en grande.

—Yo también, señora Hanson, pero son las cuatro.

La señora Hanson pensó que estaba obligada a hacer alguna observación inteligente antes de que se marchara, pero no quería revelar que había adivinado cuál era el propósito del experimento.

—Tiene un argumento muy raro.

Len indicó que estaba totalmente de acuerdo con una sonrisa que reveló sus dientes pequeños y no muy limpios.

—Siempre he dicho que no hay nada mejor que una buena historia de amor.

Y antes de que pudiera añadir su chistecito («Salvo quizá un buen revolcón»), Len ya se le había adelantado.

—Tiene toda la razón, señora Hanson. Bueno, entonces hasta el viernes a las dos, ¿eh?

De todas formas el chistecito era de Gamba, no suyo.

La señora Hanson tuvo la impresión de que habría podido hacer un papel más lucido, pero ya era demasiado tarde para remediarlo. Len recogió su paraguas y su libro de tapas negras sin dejar de hablar ni un instante, e incluso se acordó de recuperar la gorra mojada que la señora Hanson había colgado para que se secara. Y se fue.

El corazón se le empezó a hinchar dentro del pecho martilleando como si se le hubieran saltado unos cuantos engranajes, ¡kabum, kablam! Volvió al sofá. Los almohadones del extremo ocupado por Len aún estaban aplastados, y de repente la señora Hanson pudo ver la habitación tal y como debía de haberla visto él —ese suelo de linóleo tan sucio que no se podía distinguir el dibujo, los cristales de las ventanas cubiertos de mugre, las persianas rotas, los montones de juguetes y de ropa y la confusión desperdigada de juguetes y ropa que había por todas partes—, y luego, como para completar aquel impacto devastador, Lottie emergió tambaleándose de su dormitorio envuelta en una sábana sucia y un aura de pestilencia.

—¿Queda algo de leche?

—¡Queda algo de leche!

—Oh, mamá… Bueno, ¿y ahora qué pasa?

—¿Tienes que preguntarlo? Echa un vistazo. Parece como si hubiera caído una bomba.

Los labios de Lottie se curvaron en una débil sonrisa entre perpleja y divertida.

—Estaba durmiendo. ¿Ha caído alguna bomba?

¡Pobre Lotto, pobre tontita! ¿Quién podía enfadarse con ella? Nadie, claro. La señora Hanson dejó escapar una carcajada indulgente y empezó a hablarle de Len y del experimento, pero Lottie ya había vuelto a encerrarse en su pequeño mundo privado. «Qué asco de vida», pensó la señora Hanson, y fue a la cocina para preparar un vaso de leche.

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