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334 » Primera parte. Mentiras » 1. El televisor (2021)

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Lottie podía oír cosas. Si estaba sentada cerca del armario que en tiempos había sido el vestíbulo podía seguir perfectamente el desarrollo de una conversación en el pasillo. Si estaba en su dormitorio se enteraba de cuanto ocurría en el resto del apartamento, desde la turbulencia de las voces que brotaban del televisor hasta los sermones en lo que él imaginaba era castellano con que Mickey castigaba a su muñeca pasando por el continuo refunfuñar de su madre. Esos ruidos tenían la ventaja de pertenecer a una escala humana. Lo que realmente temía eran los ruidos que se ocultaban detrás de ellos, y esos ruidos siempre estaban allí esperando que la primera capa de camuflaje se retirase, listos para saltar sobre ella.

Una noche del quinto mes en que estaba embarazada de Amparo salió de casa cuando ya era muy tarde y fue a dar un paseo. Cruzó la plaza Washington y siguió caminando hasta dejar atrás el complejo de la Universidad de Nueva York y los apartamentos de lujo de Broadway Oeste. Se detuvo delante del escaparate de su tienda favorita, justo allí donde los cristales de una gigantesca araña apagada reflejaban las luces de los coches que pasaban por la calzada liberándolos en forma de destellos fugaces. Eran las cuatro y media, la hora más tranquila de la madrugada. Un camión diésel pasó rugiendo detrás de ella y giró por Prince yendo en dirección oeste. Un silencio absoluto se adueñó de todo después de que se alejara, y fue entonces cuando oyó aquel otro sonido, un gruñido lejano que no parecía tener ningún origen determinado, como la primera y aún débil premonición de la catarata que te espera más adelante cuando has empezado a deslizarte por la tranquila comente de un arroyo. Desde entonces el sonido de aquellas cataratas siempre había estado con ella, a veces muy claro y a veces —igual que las estrellas ocultas detrás de la capa de niebla y contaminación— sólo como una presencia casi impalpable, un artículo de fe.

Siempre era posible oponer cierta resistencia. La televisión era una buena barrera cuando podía concentrarse y cuando los programas no la ponían nerviosa, o la conversación si se le ocurría algo que decir y encontraba a alguien que estuviese dispuesto a escucharla; pero Lottie había aguantado tal cantidad de monólogos maternos que había acabado adquiriendo una considerable sensibilidad a las señales delatoras del aburrimiento y se diferenciaba de su madre en que era incapaz de seguir adelante sin prestarles atención. Los libros exigían demasiado y no servían de nada. Hubo un tiempo en el que le gustaban esas historias tan sencillas como jugar al tres en raya de los comics románticos que Amparo traía a casa, pero Amparo ya había superado esa etapa y Lottie no se atrevía a comprarlos porque le daba vergüenza que pudieran sorprenderla leyendo esas cosas a su edad, y de todas formas costaban demasiado dinero y no podía permitirse el lujo de adquirir esa adicción.

No le había quedado más remedio que arreglárselas con las píldoras, y la mayor parte del tiempo parecían funcionar.

En agosto del año en que Amparo debía empezar sus estudios en la Escuela Lowen la señora Hanson habló con Ab Holt y le entregó el segundo televisor —que llevaba años sin funcionar— a cambio de un aparato de aire acondicionado marca Rey del Frío que también llevaba años sin funcionar salvo como ventilador. Lottie siempre se había quejado del calor que hacía en su dormitorio. La habitación estaba atrapada entre la cocina y el dormitorio principal, y su único medio de ventilación era una ventanita abatible muy poco efectiva colocada sobre la puerta que daba acceso a la sala de estar. Gamba había vuelto a casa, y consiguió que el fotógrafo amigo suyo que vivía en el piso de abajo quitara la ventanita e instalara el aparato de aire acondicionado en el hueco.

El ventilador ronroneaba suavemente durante toda la noche acompañándose de vez en cuando con el contrapunto de un suave eructar que recordaba el murmullo de un corazón amplificado. Lottie podía pasarse horas enteras en la cama mucho rato después de que los niños se hubieran quedado dormidos en sus catres sin hacer nada salvo escuchar aquel maravilloso zumbido sincopado. Resultaba tan relajante como el sonido de las olas y, al igual que ocurre con el sonido de las olas, había momentos en los que el aparato de aire acondicionado parecía estar murmurando palabras o fragmentos de palabras, pero por mucho que aguzara el oído jamás conseguía enterarse de lo que estaba diciendo, y el zumbido nunca dejaba escapar algo inteligible. «Once, once, once —le murmuraba— treinta y seis, tres, once.»

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Había dado por sentado que era Amparo quien se dedicaba a hurgar en el cajón donde guardaba sus artículos de maquillaje, y llegó al extremo de sacar a relucir el asunto a la hora de cenar siguiendo su sistema habitual de advertir antes de tomar medidas más serias. Amparo juró que ni tan siquiera había llegado a abrir el cajón, pero después de la advertencia no hubo más montoncitos de polvos faciales sobre la cómoda o más manchas de carmín en el espejo. Fin del problema, ¿no? Pero un martes volvió a casa agotada y deprimida después de haber soportado una de las incomparecencias periódicas del Hermano Cary y sorprendió a Mickey sentado delante del tocador aplicándose una capa de maquillaje base en la cara. La expresión de terror y el desorbitado de ojos con que acogió su regreso unidos a ese rostro blanqueado resultaban tan ridículos que no le quedó más remedio que echarse a reír. Mickey acabó imitándola sin abandonar su mueca horrorizada.

—Vaya, vaya… Así que eras tú, ¿eh?

Mickey asintió y alargó una mano hacia el frasco de la crema desmaquilladora, pero Lottie malinterpretó el gesto, le agarró la muñeca y apretó. Intentó recordar cuándo se había dado cuenta por primera vez de que había algo fuera de su sitio, pero era uno de esos detalles triviales —como cuándo fue popular una canción determinada— que su memoria jamás archivaba de forma cronológica. Mickey tenía diez años, casi once. Debía de llevar meses haciendo aquello sin que ella lo supiera.

—Dijiste que tú hacías lo mismo con tío Boz —gimoteó Mickey intentando justificarse—. Cada uno se vestía con la ropa del otro y fingía que era el otro. Lo dijiste.

—¿Cuando dije yo eso?

—No me lo dijiste a mí. Se lo dijiste a él, y yo lo oí.

Lottie se devanó los sesos intentando decidir cuál era la reacción correcta en una situación semejante.

—He visto hombres maquillados. Montones de veces, ¿sabes?

—Mickey, ¿he dicho yo que tuviera algo en contra de eso?

—No, pero…

—Siéntate.

Lottie decidió tomárselo con calma y con la máxima profesionalidad posible, aunque cada vez que veía el rostro de Mickey reflejado en el espejo tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no reír a carcajadas. Seguramente los que trabajaban en los salones de belleza se pasaban la vida luchando con ese mismo problema. Le hizo girar sobre sí mismo hasta dejarle de espaldas al espejo y empezó a limpiarle las mejillas con un pañuelo.

—Para empezar, una persona con un tipo de piel como el tuyo no necesita una base de maquillaje o, si la utiliza, tiene que reducirla al mínimo. Maquillarse no es lo mismo que hacer un pastel, ¿comprendes?

Siguió soltando un torrente de charla erudita mientras le maquillaba —cómo pintarse los labios para que pareciese que siempre había una sonrisita acechando en las comisuras, cómo mezclar las sombras, los problemas de las cejas y la necesidad de estudiar el efecto obtenido tanto contemplándose de perfil como de frente—, y mientras tanto iba contradiciendo todos y cada uno de sus prudentes consejos e iba creando un rostro de muñeca que acumulaba el máximo número de exageraciones posible. Cuando hubo terminado de aplicar la última pincelada enmarcó su obra con unos pendientes y una peluca. El resultado era increíble, y resultaba casi horripilante. Mickey pidió que se le permitiera contemplarse en el espejo. Lottie no podía negarse, ¿verdad?

Y el espejo derritió su rostro por encima del de Mickey y el de Mickey por debajo del suyo convirtiéndolos en una sola cara. No era sólo que Lottie hubiese dibujado sus propios rasgos en aquella pizarra en blanco o que una cara fuese la parodia de la otra. No, había una verdad mucho peor, la de que ésta era la parte de Lottie que Mickey iba a heredar y que sólo contendría esas señales del dolor, el miedo y la derrota inevitable que los acompañaría. La revelación no habría podido estar más clara ni aunque hubiera cogido el lápiz de cejas y hubiera escrito todas esas palabras sobre la frente de Mickey y… Sí, sobre la suya, también sobre la suya. Lottie se acostó en la cama y permitió que el lento torrente sin fondo de las lágrimas subiera y bajara dentro de ella. Mickey la contempló en silencio durante un rato, acabó saliendo del dormitorio y se fue a la calle.

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Toda la familia estaba allí para disfrutar del programa, Gamba y Lottie en el sofá flanqueando a Mickey, la señora Hanson en la mecedora, Milly con la pequeña Cacahuete sobre el regazo ocupando el sillón tapizado con la tela floreada y Boz a su lado estorbando bastante en una de las sillas de la cocina. Amparo estaba en todas partes a la vez, hirviendo de impaciencia y nerviosismo a la espera de su gran momento.

Los patrocinadores eran los laboratorios Pfizer y la Corporación de Conservación. Las gamas de artículos que ofrecían no incluían nada que no estuviesen comprando ya y los anuncios eran pesados y lentos, pero poco después descubrieron que

Hojas de hierba no tenía nada que envidiarles en cuanto a languidez y monotonía. Durante la primera media hora Gamba hizo un valeroso esfuerzo por encontrar algo que fuese digno de admiración —los trajes eran ultraauténticos, la banda dominaba a la perfección el arte de hacer ruido vagamente musical y, naturalmente, no había que olvidar esa secuencia tan bonita en la que unos cuantos negros muy musculosos construían una cabaña de madera—, pero cuando casi lo había conseguido Whitman/Don Hershey volvía a aparecer para gritar una nueva tanda de sus horribles poemas, y la pobre Gamba tenía que callar y se iba encogiendo poco a poco sobre sí misma. Gamba había crecido idolatrando a Don Hershey, ¡y verle reducido a esto! Un viejo verde y baboso que perseguía jovencitas… No era justo.

—Ver eso hace que uno se alegre de ser demócrata —dijo Boz cuando el programa fue interrumpido por otra ristra de anuncios.

Gamba le fulminó con la mirada. El programa podía ser lo más horrible que se había emitido en toda la historia de la televisión, pero Amparo estaba allí y eso les obligaba a alabarlo.

—Creo que es maravilloso —dijo Gamba—. Creo que es una auténtica obra de arte. ¡Esos colores!

No se le había ocurrido nada más convincente.

Milly ocupó el resto del tiempo que la emisora consagró a dejar bien clara su identidad en hacer preguntas estilo aula de primer curso sobre Whitman que parecían fruto de una curiosidad auténtica, pero Amparo apenas le prestó atención. Ya había dejado de intentar fingir que el programa tenía un tema aparte de ella misma.

—Creo que salgo en la próxima secuencia. Sí, estoy segura de que dijeron que era en la segunda parte.

Pero la segunda media hora del programa estuvo dedicada a la guerra de secesión y el asesinato de Lincoln.

¡Oh poderosa estrella de occidente caída de los cielos!

¡Oh sombras de la noche! ¡Oh noche lúgubre y llorosa!

¡Oh, gran estrella desaparecida, oh el negro barro viscoso

que oculta a la estrella!

Y así durante media hora.

—Oye, Amparo, no se les habrá ocurrido eliminar tu escena, ¿verdad? —se burló Boz.

El resto de la familia le sometió a un ataque verbal francamente feroz. Estaba claro que todos llevaban un rato pensando en esa posibilidad.

—Puede —dijo Amparo frunciendo el ceño.

—Bueno, habrá que esperar y ver —aconsejó Gamba, como si hubieran podido hacer otra cosa.

El logotipo de los laboratorios Pfizer se desvaneció, y allí estaba otra vez Don Hershey con su barba de Papá Noel disponiéndose a rugir un nuevo e interminable poema.

El sustento impalpable que me dan todas las cosas

a todas las horas del día,

el plan sencillo, compacto y bien articulado, y yo desintegrado,

y todos desintegrados y, aun así, todavía parte del plan,

las similitudes del pasado y las del futuro,

las maravillas colgando como cuentas de cuanto veo y cuanto oigo,

en el paseo por la calle y la travesía del río…

Y etcétera y etcétera mientras la cámara vagabundeaba por las calles y se deslizaba sobre las aguas y enfocaba zapatos y más zapatos, inundaciones de zapatos, siglos enteros de zapatos, y de repente estaban en el año 2026 —tan bruscamente como si hubiesen cambiado de canal—, y una multitud de personas corrientes se aglomeraba en la sala de espera del transbordador.

Amparo se enroscó sobre sí misma hasta formar una tensa bola de atención.

—Era ahí, ya falta poco.

La voz en off de Don Hershey seguía gritando.

No importa el tiempo o el lugar, no importa la distancia,

estoy con vosotros, hombres y mujeres de una generación,

o de todas las generaciones que hayan transcurrido,

sentí lo mismo que sentís cuando contempláis el río y el cielo,

fui parte de una multitud igual que cualquiera de vosotros

es parte de esa multitud que vive,

la alegre animación del río me refrescó igual que a vosotros…

La cámara dejó atrás grupos de personas que sonreían, hablaban y gesticulaban mientras hacían cola para subir al transbordador y siguió avanzando deteniéndose de vez en cuando para captar algún detalle, una mano que tiraba nerviosamente del puño de una camisa, un pañuelo amarillo hinchado por la brisa que subía y bajaba, un rostro.

El de Amparo.

—¡Ahí estoy! ¡Ahí! —gritó Amparo.

La cámara se quedó inmóvil. Amparo estaba junto a la barandilla sonriendo con una sonrisa entre soñolienta y melancólica que ninguno de los que la observaban pudo reconocer, y Don Hershey bajó un poco la voz para formular su pregunta.

¿Qué hay pues entre nosotros?

¿Cuántas decenas o centenares de años

se interponen entre nosotros?

Amparo contemplaba la superficie del agua en continuo movimiento, y la cámara se detuvo a contemplarla con ella.

El corazón de Gamba reventó como una bolsa de basura arrojada a la calle desde un tejado. La envidia corrió por sus venas y se fue extendiendo por todo su cuerpo. Amparo era tan hermosa, tan joven y tan condenadamente hermosa que habría querido morirse allí mismo.

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