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334 » Tercera Parte: La Señora Hanson » 18. La Nueva Biblia Católica Americana (2021)

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La irregularidad en el cumplimiento de sus deberes semanales no obedecía a que Lottie y su descendencia no le gustaran. El problema era que Princesa Cass devoraba el dinero antes de que pudiera emplearlo en pagar su asignación, y Princesa Cass era su sueño sobre ruedas, una copia virginal del último gran coche con verdaderos músculos en el motor, el modelo Vega Fascinación fabricado en el setenta y nueve por Chevrolet. Juan había colgado cinco años de sudor y lágrimas alrededor del cuello de su pequeña belleza y había aumentado su atractivo natural con todos los artículos disponibles en el mercado. Un embrague Weber original del sesenta y nueve con caja de cambios Jaguar y engranajes Jaguar; tapicería interior de cuero; nada menos que siete capas en perspectiva puestas una encima de la otra que le proporcionaban una profundidad de campo aparente de quince centímetros… Sólo tocarla ya era un acto de amor. Y cuando se movía, brum, brum, ¿qué pasaba entonces? Que te corrías, así de sencillo.

Princesa Cass residía en el tercer piso del garaje Abingden de la calle Perry, y como el alquiler mensual más impuestos y todavía más impuestos le costaba más dinero de lo que le habría costado alojarse en un hotel, Juan vivía con y dentro de la Princesa. Aparte de los coches aparcados o enterrados en el Abingdon el garaje acogía a otros tres miembros de la fe: un publicitario japonés poseedor del último modelo de Rolls Electric, «Abuelo» Gardiner con su Horrorcoche construido por él mismo que, pobrecito, apenas llegaba a la categoría de cama móvil; y, por sorprendente que pueda parecer, nada menos que un Hillman Minx sin ninguna modificación que se diría surgido del pasado, una auténtica joya propiedad de Liz Kreiner, quien la había heredado de Max, su padre.

Juan amaba a Lottie. Amaba a Lottie, pero lo que sentía hacia Princesa Cass iba más allá del amor. Era lealtad, pero… No, iba más allá de la lealtad. Era una auténtica simbiosis. («Simbiosis» era precisamente la palabra escrita con letritas de oro en el parabrisas del Rolls del joven ejecutivo japonés.) Un coche representaba una forma de vida, pero eso era algo que Lottie jamás comprendería a pesar de todos sus ronroneos amorosos y sus protestas. ¿Por qué? Porque si lo hubiera comprendido jamás habría enviado aquella estúpida tarjeta postal a las señas del Abingdon. ¡Todos esos manchones de colores que intentaban representar un ramo de una estúpida especie de flores que probablemente ya se habían extinguido! Juan no temía las inspecciones, pero los propietarios del Abingdon sufrían auténticos ataques de cagalera cuando alguien utilizaba el garaje como una dirección a la que podían enviarse cartas u objetos, y Juan no quería ver a Princesa Cass durmiendo en la calle.

Princesa Cass era su orgullo, pero también era su vergüenza secreta. El ochenta por ciento de los ingresos de Juan procedía de fuentes no legales. Tenía que satisfacer las necesidades básicas del coche —gasolina, aceite y fibra de vidrio— en el mercado negro, y a pesar de que ahorraba frenéticamente en todo lo demás nunca parecía haber suficiente. Princesa Cass tenía que pasar cinco de cada siete noches entre cuatro paredes; y lo habitual era que Juan se quedara a su lado haciendo pequeños arreglos y mejoras, sacándole brillo, leyendo poemas o ejercitando su intelecto con el ajedrez de Liz Kreiner, cualquier cosa antes que permitir que algún gilipollas se burlara de él haciéndole la temible pregunta. «Eh, Romeo, ¿qué tal va tu dama de sangre real?» No, eso jamás…

Las otras dos noches justificaban con creces cualquier sufrimiento. Los momentos más felices eran aquellos en que se encontraba con alguien capaz de apreciar la elegancia de una época mejor, cuando ponían rumbo al cruce de las autopistas y pasaban allí toda la noche sin parar ni un segundo salvo para volver a llenar el depósito de la gasolina, adelante adelante adelante adelante adelante. Eso era colosal, desde luego, pero era algo que no podía hacer continuamente y, de hecho, ni tan siquiera podía volver a hacerlo con el mismo alguien porque siempre acababan queriendo saber más cosas sobre él y Juan no podía admitir que esto era todo lo que había que contar; la Princesa, él y esos maravillosos destellos blancos que venían hacia ti deslizándose por el centro de la calzada. Eso era todo, y en cuanto lo descubrían los arroyos de la compasión empezaban a fluir y Juan no poseía el tipo de defensas que habrían podido protegerle de la compasión.

Lottie nunca le había compadecido y nunca había sentido celos de Princesa Cass, y ésas eran las dos razones de que pudieran ser, hubieran sido y estuvieran destinados a ser marido y mujer. Ocho jodidos años… Había perdido la flor de la juventud, pero las entrañas aún funcionaban. Cuando estaba con ella y todo iba bien la única forma de expresar lo que sentía era acudir a metáforas con la mantequilla y la tostada. Se derretía. Las aristas y los contornos se desvanecían. Juan olvidaba quién era o si había algo pendiente. Él era la lluvia y ella era un lago, y Juan iba cayendo poco a poco y sin ningún esfuerzo.

¿Quién podía pedir más?

Lottie, quizá. A veces se preguntaba por qué no lo hacía. Sabía que mantener a los críos le costaba más dinero del que él le daba, pero las únicas exigencias que intentaba defender eran las que hacían referencia a su tiempo y su presencia. Quería que viviera en el 334 aunque sólo fuera una parte del día, y Juan estaba convencido de que la única razón existente era que deseaba tenerle lo más cerca posible. No paraba de sugerirle formas de ahorrar dinero y sacarle un poquito más de provecho a la vida, como por ejemplo el tener toda la ropa en un solo sitio en vez de dispersa por cinco barrios.

Amaba a Lottie. Sí, la amaba y aparte de eso la necesitaba, pero no podían vivir juntos. Explicar de forma clara por qué le resultaba muy difícil, y ahí estaba el problema. Juan había crecido en una familia de siete personas que vivían en la misma habitación, y al final eso hacía que los seres humanos acabaran convirtiéndose en bestias. Las personas necesitaban intimidad, pero si Lottie no era capaz de entender eso Juan no sabía qué otra cosa podía decirle. Todas las personas necesitaban un poquito de intimidad, y daba la casualidad de que Juan necesitaba una dosis superior a la de la mayoría.

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Nora exhibió el huevo de la noticia que estaba claro llevaba tanto tiempo incubando mientras Leda barajaba las cartas.

—Ayer vi a ese chico de color en la escalera.

—¿Chico de color? —¿Acaso no era típico de Nora que hubiera encontrado la expresión más insultante prácticamente sin ningún esfuerzo consciente?—. ¿Y se puede saber cuándo has empezado a codearte con chicos de color? Creo que…

Nora la interrumpió.

—El chico de Milly.

Leda se revolvió sobre las almohadas y los cojines, las sábanas y las mantas, y siguió moviéndose hasta quedar casi erguida.

—Oh, sí —dijo con voz burlona—, ese chico de color…

Repartió las cartas con mucho cuidado y colocó la baraja sobre el cajón vacío que les servía de mesa.

—Faltó poco para que… —Nora cogió sus cartas y las desplegó en forma de abanico—. En fin, estuve a punto de perder los estribos. Saber que los dos habían estado en mi cuarto todo ese tiempo y encontrarle luego en la escalera presumiendo de lo que habían hecho… —Extrajo dos cartas del abanico y las colocó sobre el cajón—. ¡Qué cara más dura!

Leda se tomó su tiempo. Tenía un dos, una pareja de treses, un cuatro y una pareja de sietes. Si decidía guardarse las dos parejas tendría que entregarle el siete a Nora, pero si se quedaba las dos parejas y el próximo reparto de cartas no le era propicio… Acabó decidiendo correr el riesgo y se desprendió del siete.

Nora volvió a cortar la baraja. Leda se estrenó obteniendo la reina de picas y disimuló su satisfacción meneando la cabeza y mascullando un «¡Sexo!» decididamente inapelable.

—En fin, Leda… —Nora dejó un siete sobre el cajón—. Si he de serte sincera ya ni tan siquiera me acuerdo de esas cosas.

Leda se desprendió de un cuatro.

—Sé a qué te refieres. Ah, sí a Ab le ocurriera lo mismo…

Un seis.

—Diecisiete. Dices eso pero tú eres joven, y tienes a Ab.

Si se desprendía de un tres Nora podía llegar al treinta y uno con una figura. Leda decidió jugar el dos.

—Diecinueve. No soy tan joven.

—Y cinco hacen veinticuatro.

—Y tres. ¿Veintisiete?

—No, no puedo.

Leda depositó su última carta sobre el cajón.

—Y tres que son treinta.

Avanzó un agujero.

—Cinco —Nora ocupó el agujero que acababa de dejar libre, y un instante después llegó la contradicción que Leda había estado esperando desde que empezó a hablar—. Tengo cincuenta y cuatro años y tú tienes… ¿Cuántos? ¿Cuarenta y cinco? Tu situación no se parece en nada a la mía. —Nora desplegó sus cartas junto a la reina—. Y hay otra diferencia crucial… Dwight ya lleva veinte años muerto. No es que no se me haya presentado alguna oportunidad de vez en cuando, claro, pero… Veamos, ¿qué tengo? Cincuenta y dos, cincuenta y cuatro, y una pareja son seis, y dos juegos son seis más, lo cual da doce. —Movió el segundo fósforo hacia adelante—. Pero de vez en cuando no es lo mismo que algo habitual, ¿no te parece?

—¿Estás alardeando o te estás quejando?

Lelo desplegó sus cartas.

—Oh, estoy alardeando, evidentemente.

—Cincuenta y dos, cincuenta y cuatro y una pareja son cincuenta y seis, y dos juegos abiertos, igualito que tú, mira… Doce.

—El sexo vuelve loca a la gente. Como ese pobre idiota al que me encontré en la escalera… Da demasiados problemas, y lo que obtienes a cambio no te compensa. Creo que estoy mejor sin él.

Leda metió su fósforo en un agujero. Cuatro más y habría ganado.

—Eso es lo mismo que Carney dijo de Portugal, y ya sabes lo que ocurrió entonces.

—Hay cosas más importantes —refunfuñó Nora, decidida a no dejarse convencer tan fácilmente.

«Ya empezamos —pensó Leda—, la misma canción de siempre…»

—Oh, venga, cuenta tus puntos —dijo.

—Sólo tengo la pareja que me diste. Gracias. —Nora avanzó dos agujeros—. La familia…, eso es lo importante. Mantenerla unida ¿sabes?

—Cierto, cierto. Bien, querida, vamos allá.

Pero en vez de coger las cartas y barajar, Nora alargó las manos hacia el tablero de

cribbage, lo alzó y lo observó en silencio.

—Creí haberte oído decir que tenías doce puntos.

—¿Me he equivocado?

Con una inmensa dulzura.

—No, no lo creo. —Nora cogió el fósforo de Leda y lo colocó dos agujeros más atrás—. Has hecho trampa.

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Después del momento de incredulidad inicial cuando comprendió que quería que se fuera a vivir con ella lo primero que pensó fue «¡Aaaarggggh!», e inmediatamente después pensó «Bueno, ¿por qué no?». Ser su inquilino no podía resultar mucho peor que vivir rodeado por una jodida banda militar tal y como estaba haciendo ahora. Podía cambiar su abono de comidas por cupones de alimentos. Tal y como había observado la misma señora Hanson, no había ninguna razón por la que el cambio de vivienda debiera convertirse en un acontecimiento oficial, aunque si jugaba bien sus cartas quizá consiguiera que Fulke lo considerara como un proyecto de investigación individual y eso podía proporcionarle un par de puntos más. Fulke siempre se estaba quejando de que no ponía el entusiasmo suficiente en los casos que le asignaba. Tendría que acceder. En el fondo todo se reducía a encontrar una cinta del color adecuado con la que envolver el paquete y hacérselo tragar. ¿«Problemas del envejecimiento» otra vez? No, a menos que quisiera acabar desapareciendo por el sumidero de una especialización en geriatría. «Estructuras familiares en un entorno MODICUM» resultaría demasiado vasto e impreciso, pero no cabía duda de que era la dirección a seguir. Tenía que asegurarse de hacer referencia a su pasado de niño criado en una institución estatal y explicarle que aquello le ofrecía una oportunidad de comprender la dinámica familiar desde dentro. Era un claro chantaje emocional, claro, pero Fulke no podría negarse.

Nunca se le ocurrió preguntarse por qué le había invitado a mudarse al apartamento. Sabía que era un chico agradable y, naturalmente, no le sorprendía que la gente se encariñase con él y le tratara bien; y aparte de eso la vieja estaba preocupada, ¿no? La señora Miller le había explicado que el matrimonio de su hijo y el que se hubiera marchado de casa la habían afectado mucho. Sustituiría al hijo que había perdido. Era algo natural.

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—Aquí está la llave —dijo, y se la entregó a Amparo—. No hace falta que subas el correo, pero si hay una carta personal en el buzón… —Pero ¿acaso no entraba dentro de lo posible que le escribiera usando papel y un sobre del trabajo?—. No, si hay algo dentro sea lo que sea basta con que muevas los brazos de esta forma… —La señora Hanson agitó los brazos vigorosamente, y los rollos de grasa bailotearon de un lado a otro—. Yo estaré en la ventana, ¿de acuerdo?

—¿Qué esperas, abuela? Tiene que ser algo terriblemente importante, ¿no?

La señora Hanson la obsequió con su mejor sonrisa de abuela dulce y cariñosa. El amor la había vuelto increíblemente astuta.

—Una comunicación de MODICUM, querida. Y tienes razón, podría ser muy importante…, para todos nosotros.

«¡Y ahora corre! —pensó—. ¡Baja por esa escalera lo más deprisa que puedas!»

Fue hasta la mesa de la cocina, cogió una silla, la colocó junto a la ventana de la sala y se instaló en ella. Después se puso en pie y pegó las palmas de las manos a los lados de su cuello para recordarse que debía controlar sus emociones.

Había prometido que escribiría tanto si iba a venir esa noche como si no, pero la señora Hanson estaba segura de que si no tenía intención de venir acabaría olvidando su promesa. Si había una carta sólo podía significar una cosa.

Amparo ya tenía que haber llegado a los buzones…, a menos que se hubiera encontrado con algún amigo durante el trayecto, claro. A menos de que… ¿Estaría allí? ¿Estaría? La señora Hanson escrutó la grisura del cielo intentando encontrar un presagio, pero las nubes estaban lo suficientemente bajas para ocultar los aviones. Pegó la frente al frío cristal concentrando todas sus reservas de energía mental en el deseo de ver a Amparo doblando la esquina del edificio.

¡Y allí estaba! Los brazos de Amparo se movieron formando una V y luego una X, una V y una X. La señora Hanson le devolvió la señal. Una alegría tan intensa que casi resultaba mortífera se deslizó sobre su piel y se infiltró en sus huesos convirtiéndose en una oleada de temblores. ¡Había escrito! ¡Vendría!

Cruzó el umbral y llegó al comienzo del tramo de peldaños antes de acordarse de su bolso. Había sacado la tarjeta de crédito de su escondite detrás de la Nueva Biblia Católica Americana hacía ya dos días en previsión de aquel momento. No la había utilizado desde que compró la corona de flores para su padre. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Dos años, quizá? No, casi tres… Le costó doscientos veinticinco dólares, y aun así tuvo que conformarse con la más pequeña que había en la tienda. ¡Lo que los gemelos debían de haber pagado por la suya! Tardó casi un año en dejar el saldo a cero, casi un año espantoso durante el que tuvo que aguantar que el ordenador la torturara con las amenazas más horribles que se puedan imaginar. ¿Y si la tarjeta ya no era válida?

Ya tenía el bolso y la lista, y la tarjeta estaba dentro. Un impermeable. ¿Alguna cosa más? Y la puerta… Quizá fuese mejor cerrarla con llave, ¿no? Lottie estaba dentro durmiendo, pero Lottie tenía el sueño tan profundo que habría sido capaz de seguir durmiendo incluso durante una pelea entre pandillas callejeras, pero… Acabó decidiendo cerrar la puerta para no correr riesgos.

«No debo correr —se dijo en el tercer rellano—. No quiero que me pase como al viejo señor… No, no debo correr.» Pero no era el correr lo que hacía que su corazón latiera a tal velocidad, ¡era el amor! Estaba viva y por milagroso que pudiera parecer volvía a estar enamorada, y había algo todavía más milagroso y era el que alguien la amaba. ¡Alguien la amaba! Qué locura…

Tuvo que hacer una parada en el rellano del noveno para recuperar el aliento. Había un temporal con licencia administrativa metido en una bolsa MODICUM durmiendo en el pasillo. Normalmente eso la habría irritado, pero esta mañana verle hizo que experimentara una deliciosa sensación de piedad. Todos formamos parte de la misma comunidad, ¿no? «Dadme a los que están cansados —pensó con un júbilo incontrolable—, dadme a vuestras masas pobres y agobiadas que anhelan respirar el aire de la libertad, dadme a los míseros sobrantes de vuestras costas atestadas.» ¡Ah, sí, todo volvía como en un torrente de imágenes! Detalles de hacía una vida, recuerdos de rostros y sentimientos del pasado… ¡Y ahora incluso la poesía!

Cuando llegó al primer piso las pantorrillas le temblaban de tal forma que apenas podía mantenerse en pie. Allí estaba el buzón y dentro de él la carta de Len, una línea blanca cruzando la rejilla en diagonal. Tenía que ser su carta. Si era alguna otra cosa se moriría del disgusto.

La llave del buzón estaba donde Amparo la dejaba siempre, detrás de la falsa cámara de vigilancia, un espantapájaros más que intentaba protegerles de los peligros de la existencia urbana.

«Querida señora Hanson —decía su carta—. Puede poner un cubierto extra para la cena del jueves. Me alegra decir que puedo aceptar su amable invitación. Traeré conmigo mi maleta. Un beso, Len.»

¡Un beso! Ah, sí, entonces la cosa estaba perfectamente clara, ¿no? ¡Un beso! Lo había presentido desde el principio, pero quién podría haberlo creído… ¡A su edad, a los cincuenta y siete años! (Cierto, si se cuidaba un poquito sus cincuenta y siete años podían parecer más jóvenes que los cuarenta y seis de…, de Leda Holt, por ejemplo. Pero incluso así…) ¡Un beso!

Imposible.

Naturalmente que sí, y a pesar de ello cada vez que se permitía el dar vueltas a esa posibilidad los pensamientos que se agolpaban en su cabeza siempre venían acompañados por las palabras que había debajo del título en la tapa del libro, esas palabras que su dedo había señalado —como por casualidad, como si no se diera cuenta de lo que hacía—, mientras se lo leía. «La historia de un amor imposible», sí, ésas eran las palabras, ni una más ni una menos… Pero para el amor no hay nada imposible, ¿verdad?

Leyó la carta una y otra vez, y pensó que su sencillez resultaba mucho más elegante que cualquier poema. «Me alegra poder decir que acepto su amable invitación.» ¿Quién salvo Len y la señora Hanson habría podido adivinar el significado que ocultaba esa frase, el mensaje secreto que resultaba tan obvio para ellos dos?

Y luego, como si ya se hubiera hartado de los rodeos y las cautelas, «Un beso, Len».

Las once, y todo por hacer. Los comestibles, el vino, un vestido nuevo y si se atrevía… ¿Se atrevería a hacerlo? ¿Acaso había algo a lo que no pudiera atreverse ahora?

«Empezaré yendo allí», decidió.

Y cuando la chica le enseñó la cartulina con las muestras de los colores disponibles actuó de forma igualmente decidida.

—Ése —dijo señalando el más chillón, una mezcla de rojo y naranja digno de una zanahoria.

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—¡Mamá! —exclamó Lottie después de abrir la puerta que, finalmente, se había olvidado de cerrar con llave.

Mientras subía la escalera había estado pensando qué tono utilizaría y cómo enfocaría el asunto.

—¿Te gusta?

Dejó caer las llaves dentro de su bolso. Oh, sí, la viva imagen de la despreocupación, sin darle ni la más mínima importancia.

—Tu pelo…

—Sí, me lo he teñido. ¿Te gusta?

Cogió sus bolsas y entró en el apartamento. Arrastrarlas por todos aquellos tramos de peldaños había hecho que su espalda y sus hombros se convirtieran en una masa de dolores. Su cuero cabelludo seguía martirizándola. Le dolían los pies, y era como si le hubieran quitado los ojos y hubieran dejado en su lugar dos bombillas cubiertas de polvo. Pero tenía un aspecto magnífico, ¿no?

Lottie cogió las bolsas, volvió la cabeza hacia una silla que parecía llamarla y la miró, pero no hizo nada más. Si se sentaba no volvería a levantarse nunca.

—Te queda un poco extraño… No sé. Date la vuelta.

—Se supone que debes decir sí, estúpida. Basta con que digas «Sí, mamá, te queda estupendamente».

Pero obedeció y se dio la vuelta.

—Sí, me gusta —dijo Lottie adoptando el tono de voz obligado en una situación semejante—. De veras, me gusta. Y el vestido también es… Oh, mamá, no entres, espera un momento.

La señora Hanson se quedó inmóvil con la mano sobre el picaporte de la puerta que daba acceso a la sala, y esperó a que le hablara de la catástrofe con la que se enfrentaría cuando entrara en ella.

—Gamba está en tu dormitorio. Se encuentra muy, muy mal. Me he ocupado de ella. Los primeros auxilios, ¿sabes? Supongo que ahora estará durmiendo.

—¿Qué le ocurre?

—Se han separado. Gamba consiguió otro subsidio de natalidad.

—Oh, Cristo.

—Es justo lo que pensé.

—¿Por tercera vez? Creía que no era legal.

—Bueno, su puntuación, ya sabes… Y supongo que los dos primeros ya son lo bastante mayores para haber pasado las pruebas, así que deben de tener una buena puntuación. En fin… Cuando se lo dijo a Enero discutieron. Enero intentó apuñalarla… No es nada grave, sólo un pequeño corte en su hombro.

—¿Con un cuchillo?

Lottie dejó escapar una risita burlona.

—No, con un tenedor. Enero cree que nadie debería dar a luz bebés para el gobierno. Ya sabes, sus convicciones políticas y todas esas cosas… O quizá fuera por algo que no tiene nada que ver con eso. Gamba no fue muy clara al respecto.

—Pero no ha venido a quedarse, ¿verdad?

—Durante una temporada.

—No puede. Oh, ya conozco a Gamba. Volverá. Esto acabará igual que todas las otras discusiones que han tenido… Pero no tendrías que haberle dado sus píldoras.

—Mamá, tendrá que quedarse aquí. Enero se ha ido a Seattle, y le ha dejado la habitación a unas amistades suyas. Ni tan siquiera han querido permitir que Gamba entrara para hacer el equipaje y llevarse sus cosas. Su maleta, sus discos…, todo estaba esperándola en el pasillo. Creo que eso es lo que más la ha trastornado.

—¿Y se ha traído todo eso aquí?

Un vistazo a la sala bastó para responder a la pregunta que acababa de hacer. Gamba se había vaciado a sí misma un poco por todas partes dejando estratos de ropa interior, zapatos, recuerdos varios y sábanas sucias.

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