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334 » Tercera Parte: La Señora Hanson » 18. La Nueva Biblia Católica Americana (2021)

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—Estaba buscando el regalo que me había traído —le explicó Lottie—. Por eso está todo tan desordenado. Mira, una botella de Pepsi. Es muy bonita, ¿verdad?

—Oh, Dios mío.

—Ha traído regalos para todos. Ahora tiene dinero, ¿sabes? Tiene ingresos regulares.

—Entonces no tiene por qué quedarse aquí.

—Mamá, sé razonable.

—No puede quedarse. He alquilado la habitación. Te dije que estaba pensando en alquilarla, ¿no? El inquilino va a venir esta noche, y por eso he comprado todas estas cosas. Voy a preparar una estupenda cena casera para que todo empiece con buen pie.

—Si es cuestión de dinero probablemente Gamba podría…

—No es cuestión de dinero. Le he dicho que la habitación es suya, y va a venir esta noche. ¡Dios mío, mira qué desorden! Esta mañana todo estaba tan limpio como…, como…

—Gamba podría dormir en el sofá —sugirió Lottie cogiendo una de las cajas de cartón que había encima.

—¿Y dónde dormiré yo?

—Bueno, ¿dónde dormirá ella?

—¡Donde duermen los temporales!

—¡Mamá!

—¿Por qué no? Estoy seguro de que no será una experiencia nueva para ella, ¿verdad? Todas esas noches que no volvía a casa… ¿Crees que estaba durmiendo en la cama de alguien? Los pasillos y las cunetas, allí es donde debe de estar. Ya ha pasado la mitad de su vida en esos sitios. Deja que vuelva a ellos.

—Si Gamba te oye decir esas cosas…

—Espero que me oiga. —La señora Hanson fue en línea recta hacia la puerta del dormitorio—. ¡Pasillos y cunetas! —gritó—. ¡Pasillos y cunetas!

—Mamá, no hay necesidad de… Oye, te diré lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Esta noche Mickey puede dormir en mi cama. Siempre me lo está pidiendo, ¿no? Gamba puede quedarse con su catre. Dentro de un día o dos quizá haya conseguido encontrar una habitación en un hotel o en algún otro sitio. Pero no le montes una escena ahora. Está muy afectada.

—¡Yo sí que estoy afectada!

Pero se dejó ablandar con la condición de que Lottie limpiara la sala.

Mientras lo hacía empezó a ocuparse de la cena. El postre tenía que enfriarse un buen rato después de haberlo preparado, así que sería lo primero. La señora Hanson había acabado decidiéndose por la crema de fresas al estilo campesino. Len le había contado que adoraba la crema de fresas, y que cuando era niño en Nebraska —antes de ser enviado al orfanato, claro— nunca se cansaba de comerla. Cuando la masa estuvo burbujeando le añadió un paquete entero de Frutas Jugosas y la echó en dos cuencos de cristal. Lottie lamió la cacerola hasta dejarla limpia.

Después transportaron a Gamba del dormitorio principal hasta el catre de Mickey. Gamba se negó a desprenderse de la almohada limpia que había sacado para Len, y la señora Hanson prefirió dejar que la conservara antes que correr el riesgo de despertarla. El tenedor había producido cuatro pinchazos diminutos que parecían una hilera de granitos reventados.

El estofado venía dentro de un paquete con instrucciones en tres idiomas y su preparación apenas habría exigido un par de minutos, pero la señora Hanson pensaba complementarlo con un poco de carne. Había comprado ocho cubos en Ciudad Stuyvesant y había pagado tres dólares con veinte centavos por ellos, lo cual no era ninguna ganga, pero después de todo el buey nunca había sido barato, ¿verdad? Los cubos que emergieron de los dos envoltorios de plástico estaban un poquito oscuros y resbaladizos a causa de la sangre que los cubría, pero después de pasarlos por la sartén adquirieron una hermosa corteza marrón. Aun así, la señora Hanson decidió no añadirlos al estofado hasta el último momento para no alterar el sabor del plato precocinado.

Una ensalada de zanahorias y chirivías con una cebollita como toque final —todo obtenido gracias a sus cupones— y ya había terminado de preparar la cena.

Eran las siete en punto.

Lottie entró en la cocina y olisqueó los cubos de buey.

—Vaya, no cabe duda de que te has tomado muchas tías, ¿eh?

Lo que, traducido, quería decir que había gastado un montón de dinero.

—Las primeras impresiones son muy importantes.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse aquí?

—Depende de… Oh, adelante, cómete uno.

—Aún quedarán muchos. —Lottie escogió el cubo más pequeño y empezó a mordisquearlo delicadamente—. Mm. ¡Mmmmm!

—¿Llegarás tarde esta noche? —preguntó la señora Hanson.

Lottie movió la mano de un lado a otro («Ahora no puedo hablar»), y asintió con la cabeza.

—¿A qué hora crees que volverás?

Lottie cerró los ojos y tragó.

—Si Juan está ahí supongo que volveré mañana por la mañana. Lee me aseguró que le invitaría, ¿sabes? Gracias. Estaba buenísimo.

Lottie salió del apartamento. Amparo ya había sido alimentada con algunas sobras y enviada al tejado. Mickey estaba conectado a la televisión, y a efectos prácticos se podía considerar que se había convertido en una criatura invisible, lo cual quería decir que hasta que llegara Len la señora Hanson estaba sola. Los sentimientos de amor y ternura que había estado experimentando durante todo el día mientras recorría las calles y las tiendas volvieron como un niño tímido que se esconde en un rincón cuando hay alguna visita, pero que sale de él para atormentarte en cuanto ésta se ha marchado. El bribonzuelo empezó a corretear por el apartamento chillando, sacando la lengua, poniendo chinchetas en las sillas y amenazándola con imágenes tan fugaces como las que te agreden desde el televisor si sintonizas las frecuencias que hay más allá del Canal 5 durante la tarde. Oh, las imágenes… Dedos que subían por una pierna, labios acariciando un pezón, una polla que se endurecía, ¡oh, las imágenes y el nerviosismo que traían consigo! La señora Hanson hurgó en el cajón donde Lottie guardaba sus artículos de maquillaje, pero ya no tenía tiempo para nada más complicado que un toquecito con la borla de los polvos. Volvió al cajón un instante después para aplicarse una gotita de Molly Bloom detrás de cada lóbulo. ¿Lápiz de labios? Una pizca… No, le daba un aspecto más bien macabro, y se apresuró a limpiárselo.

Ya eran las ocho.

No iba a venir.

Y entonces le oyó llamar.

Abrió la puerta y él estaba delante de ella sonriéndole con los ojos. El pecho oculto bajo el peludo jersey marrón subía y bajaba, subía y bajaba. Las abstracciones del amor le habían hecho olvidar la realidad de su carne. Sus fantasías eróticas de hacía tan sólo unos instantes eran imágenes y nada más, pero la criatura que entró en la cocina cargada con una maleta negra y una bolsa de papel llena de libros existía sólidamente en tres dimensiones. La señora Hanson sintió un deseo casi incontenible de caminar a su alrededor observándole como si fuera una estatua de la Plaza Washington.

Él le estrechó la mano y dijo «Hola», nada más.

Su reticencia era contagiosa, y no tardó en afectarla. No podía mirarle a los ojos. Intentó hablarle con silencios y trivialidades tal y como él le estaba hablando. Le llevó a su dormitorio.

Su mano acarició la colcha y la señora Hanson sintió el deseo de entregarse a él allí mismo sin esperar ni un segundo más, pero la forma en que se estaba comportando desde que había entrado en el apartamento no se lo permitió.

Estaba asustado. Al principio los hombres siempre tenían un poco de miedo.

—Soy tan feliz —le dijo—. Ahora sí creo que vas a quedarte aquí, ¿verdad?

—Sí, yo también lo creo.

—Bueno, tendrás que dejar que vaya a la cocina. Para que pueda… Vamos a cenar estofado y ensalada de primavera.

—Eso suena magnífico, señora Hanson.

—Me parece que te gustará.

Metió los cubos de buey en la masa burbujeante del estofado y ajustó la placa para que calentara un poquito más. Después sacó la ensalada y el vino de la nevera. Cuando se dio la vuelta él estaba en el umbral de la cocina observándola, y ella alzó el vino en un gesto de afirmación inmemorial. El cansancio que había estado atormentando su espalda y sus hombros se había desvanecido como si el peso intangible de su mirada fuese un masaje capaz de aliviar la tensión y las molestias musculares. Ah, el amor es un regalo maravilloso…

—Se ha hecho algo en el pelo, ¿verdad?

—Pensé que no te darías cuenta.

—Oh, me di cuenta nada más entrar.

La señora Hanson se echó a reír, pero sofocó la carcajada un instante después de que hubiera brotado de sus labios. El manantial del que brotaba su risa era la felicidad, pero la risa había sonado extrañamente áspera en sus oídos.

—Me gusta —dijo él.

—Gracias.

El vino tinto que brotó del cartón Gallo parecía surgir de las mismas profundidades que alimentaban su risa.

—Sí, de veras, me gusta —insistió Len.

—Creo que el estofado ya debe de estar listo. Siéntate.

Echó el estofado en los platos dándole la espalda para que no pudiera ver que le estaba poniendo toda la carne de verdad, pero al final acabó regalándose un cubito de buey.

Se sentaron a la mesa y la señora Hanson alzó su vaso.

—¿Por qué brindamos?

—¿Por…? —Una sonrisa vacilante mientras cogía su vaso—. ¿Por la vida?

Como si estuviera empezando a comprender lo que ocurría.

—¡Sí! ¡Sí, brindemos por la vida!

Brindaron por la vida, comieron su estofado y su ensalada, bebieron el vino tinto. Apenas hablaron, pero sus ojos se encontraban continuamente y mantenían diálogos tan complejos como gráciles. Cualquier palabra que pudieran haber pronunciado en aquellos momentos habría estado teñida de una leve falsedad, pero sus ojos no podían mentir.

Acabaron de cenar y la señora Hanson estaba colocando los cuencos llenos de crema de fresas fría sobre la mesa cuando oyeron un golpe ahogado y un grito procedentes de la habitación de Lottie. ¡Gamba se había despertado!

Len alzó la cabeza e interrogó a la señora Hanson con la mirada.

—Me había olvidado de decírtelo, Lenny. Mi hija ha vuelto a casa. Pero eso no es algo que deba…

Ya era demasiado tarde. Gamba acababa de entrar tambaleándose en la cocina vestida con uno de los maltrechos camisones transparentes de Lottie ofreciéndose a las miradas de una forma tan ingenua y reveladora como un anuncio del Muelle 19. No captó la presencia de Len hasta haber llegado a la nevera, y necesitó unos momentos más para recordar que debía ocultar sus atractivos físicos con las neblinas amarillas del camisón.

La señora Hanson se encargó de hacer las presentaciones. Len insistió en que Gamba les acompañara a la mesa, y se ocupó de coger una cuchara y echar un poco de crema de fresas en un tercer cuenco.

—¿Por qué estaba en la cama de Mickey? —preguntó Gamba.

No había forma de evitarlo, así que explicó brevemente a Len quién era Gamba y a Gamba quién era Len. Len cumplió con lo que se esperaba de él expresando un vago y educado interés por lo ocurrido y Gamba se apresuró a explicarle todos los detalles de su sórdida situación, llegando al extremo de destaparse el hombro para enseñarle las heridas.

—Gamba, por favor… —dijo la señora Hanson.

—No me avergüenza, madre —dijo Gamba—. Ya no.

Y siguió hablando y hablando. La señora Hanson clavó los ojos en el tenedor que reposaba sobre la película de grasa de su plato, y pensó en lo que habría disfrutado cogiéndolo y haciendo picadillo a Gamba con él.

Cuando Gamba se llevó a Len a la sala, la señora Hanson se libró de seguir escuchando el recital de infortunios alegando que tenía que ocuparse de los platos.

Len había dejado tres cubitos de buey a un lado de su plato. Ni tan siquiera los había tocado, y en cuanto al cuenco de crema de fresas reservado para él se había limitado a removerlo con la cucharilla. La cena no le había gustado.

Su vaso de vino aún estaba casi lleno, y la señora Hanson pensó si debería echarlo por el fregadero. Quería hacerlo, pero le parecía un desperdicio tan lamentable que acabó bebiéndoselo.

Len volvió a entrar en la cocina pasado un buen rato para darle la noticia de que Gamba había vuelto a acostarse. La señora Hanson se sentía incapaz de mirarle a la cara. Lo único que podía hacer era esperar la caída del hacha, y el hacha no tardó en descender.

—Señora Hanson —dijo Len—, debería resultarle obvio que ahora no puedo quedarme aquí, no si eso significa echar a la calle a su hija, que está embarazada y…

—¡Mi hija! ¡Ja!

—Estoy muy desilusionado y…

—¡Estás desilusionado!

—Por supuesto que sí.

—¡Oh, claro, claro!

Len le dio la espalda. No podía soportarlo, haría cualquier cosa para no perderle.

—¡Len! —gritó.

Len volvió cuando apenas había pasado un segundo con su maleta y su bolsa de libros moviéndose con la misma velocidad increíblemente acelerada de las marionetas de las cinco y cuarto.

—¡Len!

La señora Hanson alargó una mano para perdonarle, para rogarle que la perdonara.

¡La rapidez, la horrible rapidez con la que estaba ocurriendo todo aquello!

Le siguió hasta el pasillo llorando, sintiéndose muy desgraciada, terriblemente asustada.

—Len —suplicó—. Len, mírame.

Len siguió caminando sin hacerle caso, pero su bolsa de papel chocó con la barandilla cuando le faltaban unos centímetros para llegar al primer peldaño de la escalera y se rasgó. Los libros se desparramaron por el rellano.

—Te traeré otra bolsa —dijo ella, calculando de forma increíblemente rápida y precisa lo que podía retenerle allí unos momentos más.

Len vaciló.

—Len, no te vayas. Por favor… —Sus dedos se cerraron sobre el jersey marrón agarrando puñados de pelitos—. ¡Len, te quiero!

—¡Cristo bendito, ya me lo parecía!

Se apartó de ella. La señora Hanson creyó que iba a caer rodando a lo largo del tramo de escalones y gritó.

Y un instante después ya se había ido y no había nada que ver, sólo los libros esparcidos a sus pies. La señora Hanson reconoció el grueso libro de texto de tapas negras y le atizó una patada que lo hizo salir volando por entre los barrotes de la barandilla. Después fue librándose de los demás. Algunos fueron a parar más abajo, otros se precipitaron por el abismo de la escalera. Para siempre.

Al día siguiente Lottie le preguntó qué había sido del inquilino.

—Era vegetariano —respondió ella—. No podía vivir en ningún sitio donde hubiera aunque sólo fuese un trocito de carne.

—Tendría que habértelo dicho antes de venir.

—Sí —murmuró la señora Hanson con amargura—. Eso mismo pensé yo.

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