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La parte de Archimboldi

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Después el señor Bubis se despedía amablemente, rogándole que si algún día pasaba por Hamburgo no dudara en visitarle, y adjuntaba a la carta un pequeño boletín de la editorial, impreso en papel barato pero con hermosos caracteres, en donde se anunciaba la próxima salida al mercado de dos libros «magníficos», una de las primeras obras de Döblin y un volumen de ensayos de Heinrich Mann.

Cuando Archimboldi le enseñó la carta a Ingeborg ésta se mostró sorprendida porque ignoraba quién era ese tal Benno von Archimboldi.

—Soy yo, por supuesto —le dijo Archimboldi.

—¿Y por qué te has cambiado de nombre? —quiso saber.

Tras pensárselo un momento Archimboldi respondió que por seguridad.

—Tal vez los americanos me están buscando —dijo—. Tal vez los policías americanos y alemanes hayan atado cabos sueltos.

—¿Cabos sueltos por un criminal de guerra? —dijo Ingeborg.

—La justicia es ciega —le recordó Archimboldi.

—Ciega cuando le conviene —dijo Ingeborg—, ¿y a quién le conviene que salgan a relucir los trapos sucios de Sammer? ¡A nadie!

—Nunca se sabe —dijo Archimboldi—. En cualquier caso lo más seguro para mí es que se olviden de Reiter.

Ingeborg lo miró sorprendida:

—Estás mintiendo —dijo.

—No, no miento —dijo Archimboldi e Ingeborg le creyó, pero más tarde, antes de que él se marchara a trabajar, le dijo con una enorme sonrisa:

—¡Tú estás seguro de que vas a ser famoso!

Hasta ese momento Archimboldi nunca había pensado en la fama. Hitler era famoso. Goering era famoso. La gente que él amaba o que recordaba con nostalgia no era famosa, sino que cubría ciertas necesidades. Döblin era su consuelo. Ansky era su fuerza. Ingeborg era su alegría. El desaparecido Hugo Halder era la levedad de su vida. Su hermana, de la que no sabía nada, era su propia inocencia. Por supuesto, también eran otras cosas. Incluso, a veces, eran todas las cosas juntas, pero no la fama, que cuando no se cimentaba en el arribismo, lo hacía en el equívoco y en la mentira. Además, la fama era reductora. Todo lo que iba a parar en la fama y todo lo que procedía de la fama inevitablemente se reducía. Los mensajes de la fama eran primarios. La fama y la literatura eran enemigas irreconciliables.

Durante todo aquel día estuvo pensando en por qué se había cambiado el nombre. En el bar todos sabían que se llamaba Hans Reiter. La gente que conocía en Colonia sabía que se llamaba Hans Reiter. Si la policía finalmente decidía perseguirlo por el asesinato de Sammer, pistas a nombre de Reiter no le iban a faltar. ¿Por qué entonces adoptar un nom de plume? Tal vez Ingeborg tiene razón, pensó Archimboldi, tal vez en el fondo estoy seguro de que me voy a hacer famoso y con el cambio de nombre tomo las primeras disposiciones de cara a mi seguridad futura. Pero tal vez todo esto significa otra cosa. Tal vez, tal vez, tal vez…

Al día siguiente de recibir la carta del señor Bubis, Archimboldi le escribió asegurándole que su novela no estaba comprometida con ninguna otra editorial y que el anticipo que el señor Bubis había prometido darle le parecía satisfactorio.

Poco después le llegó una carta del señor Bubis en donde lo invitaba a Hamburgo, para conocerlo personalmente y de paso proceder a la firma del contrato. En los tiempos que corren, decía el señor Bubis, no me fío del correo alemán ni de su proverbial puntualidad e infalibilidad. Y últimamente, sobre todo desde que volví de Inglaterra, he adquirido la manía de conocer personalmente a todos mis autores.

Antes del 33 publiqué, le explicaba, a muchas promesas de la literatura alemana y en 1940, en la soledad de un hotel londinense, comencé a matar el aburrimiento haciendo un cálculo de cuántos escritores de los que yo había publicado por primera vez se habían convertido en miembros del partido nazi, en cuántos se habían hecho SS, en cuántos habían publicado en periódicos violentamente antisemitas, en cuántos habían hecho carrera en la burocracia nazi. El resultado casi me llevó al suicidio, escribía el señor Bubis.

En vez de suicidarme me limité a abofetearme. De pronto se apagaron las luces del hotel. Yo seguí renegando y abofeteándome. Cualquiera que me hubiera visto habría creído que estaba loco. De pronto me faltó el aire y abrí la ventana. Entonces se desplegó ante mí el gran teatro nocturno de la guerra: contemplé cómo bombardeaban Londres. Las bombas estaban cayendo cerca del río, pero en la noche parecían caer a pocos metros del hotel. El haz de luz de los reflectores cruzaba el cielo. El ruido de las bombas era cada vez mayor. De vez en cuando una pequeña explosión, un fogonazo por encima de los globos protectores daba a entender, aunque tal vez no fuera así, que un avión de la Luftwaffe había sido alcanzado. Pese al horror que me rodeaba yo seguí abofeteándome e insultándome. Cabrón, cretino, mequetrefe, imbécil, patán, estúpido, ya ve, insultos más bien pueriles o seniles.

Después alguien llamó a mi puerta. Era un jovencísimo camarero irlandés. En un acceso de locura creí ver en sus facciones las facciones de James Joyce. Qué risa.

—Tié que cerrar los postigones, abue —me dijo.

—¿Los qué? —dije yo rojo como la grana.

—La contrapuerta, viejo, y bajar volando al subsuelo.

Entendí que me ordenaba que bajara al sótano.

—Espere un momento, joven —le dije, y le alcancé un billete de propina.

—Su excelencia es un manirroto —me dijo antes de largarse—, pero ahora volando a las catacumbas.

—Vaya usted primero —le contesté—, ahora lo alcanzo.

Cuando se marchó volví a abrir la ventana y me puse a contemplar los incendios en los docks del río y luego me puse a llorar por lo que entonces creí una vida perdida y en un minuto salvada por los pelos.

Así que Archimboldi pidió permiso en el trabajo y viajó en tren a Hamburgo.

La editorial del señor Bubis estaba en el mismo edificio en que había estado hasta 1933. Los dos edificios vecinos se habían venido abajo por los bombardeos, así como varios edificios de la acera de enfrente. Algunos de los empleados de la editorial decían, a espaldas del señor Bubis, por supuesto, que éste había dirigido personalmente los raids aéreos sobre la ciudad. O al menos sobre ese barrio en concreto. Cuando Archimboldi lo conoció el señor Bubis tenía setentaicuatro años y a veces daba la impresión de ser un hombre achacoso, de mal genio, avaro, desconfiado, un comerciante al que poco o nada le importaba la literatura, aunque por regla general su talante era muy distinto: el señor Bubis gozaba o hacía como que gozaba de una salud envidiable, nunca enfermaba, siempre estaba dispuesto a sonreír con cualquier cosa, solía mostrarse confiado como un niño y no era avaro aunque tampoco podía afirmarse que pagara a sus empleados con largueza.

En la editorial, además del señor Bubis, que hacía de todo, trabajaba una correctora, una administrativa, que llevaba asimismo las relaciones con la prensa, una secretaria, que solía ayudar a la correctora y a la administrativa, y un encargado de almacén, que raras veces estaba en el almacén, en el sótano del edificio, un sótano en el que el señor Bubis tenía que hacer constantes reformas pues el agua de la lluvia, en ocasiones, lo inundaba, y a veces hasta el agua de la capa freática, como explicaba el encargado del almacén, subía y se instalaba en el sótano en forma de grandes manchas de humedad, muy perjudiciales para los libros y para la salud de quien trabajara allí.

Además de estos cuatro empleados en la editorial solía encontrarse una señora de aspecto respetable, más o menos de la edad del señor Bubis, si no algo mayor, que había trabajado para éste hasta 1933, la señora Marianne Gottlieb, la empleada más fiel de la editorial, tanto que, según se decía, ella había sido la conductora del coche que había llevado a Bubis y a su mujer hasta la frontera holandesa, en donde tras ser registrado el vehículo por los policías de frontera, sin encontrar nada, habían seguido camino hasta Amsterdam.

¿Cómo habían logrado burlar Bubis y su mujer el control? No se sabía, pero el mérito, en todas las versiones de la historia, siempre era achacado a la señora Gottlieb.

Cuando Bubis volvió a Hamburgo, en septiembre de 1945, la señora Gottlieb vivía en la pobreza más absoluta y Bubis, que para entonces ya había enviudado, se la llevó a vivir con él a su casa. Poco a poco la señora Gottlieb se fue recuperando. Primero recobró la razón. Una mañana vio a Bubis y lo reconoció como su antiguo patrón, pero no dijo nada. Por la noche, cuando Bubis volvió del ayuntamiento, pues entonces trabajaba en asuntos políticos, se encontró con la cena hecha y con la señora Gottlieb, de pie junto a la mesa, esperándolo. Aquélla fue una noche feliz para el señor Bubis y para la señora Gottlieb, aunque la cena terminase con la evocación del exilio y la muerte de la señora Bubis, y con un río de lágrimas por su tumba solitaria en el cementerio judío de Londres.

Después la señora Gottlieb recuperó algo de salud, que aprovechó para trasladarse a un pequeño departamento desde donde podía ver un parque destruido pero que en primavera reverdecía con la fuerza de la naturaleza, la mayor parte de las veces indiferente a los actos humanos, o no, según decía escéptico el señor Bubis, que acataba pero no compartía ese afán de independencia de la señora Gottlieb. Poco después ella le pidió ayuda para encontrar un trabajo, pues la señora Gottlieb era incapaz de estar sin hacer nada. Entonces Bubis la convirtió en su secretaria. Pero la señora Gottlieb, que nunca hablaba de ello, había recibido también su dosis de pesadilla e infierno y a veces, sin causa aparente, se le quebraba la salud y se ponía enferma con la misma velocidad con que luego se recuperaba. Otras veces lo que se resentía era su equilibrio mental. En ocasiones Bubis tenía que entrevistarse con las autoridades inglesas en un sitio determinado y la señora Gottlieb lo enviaba hasta la otra punta de la ciudad. O le concertaba citas con nazis hipócritas e irredentos que pretendían ofrecer sus servicios al ayuntamiento de Hamburgo. O se ponía a dormir, como picada por la mosca del sueño, sentada en su oficina, con la sien apoyada sobre el secante de la mesa.

Motivos por los cuales el señor Bubis la sacó de allí y la puso a trabajar en el archivo de Hamburgo, en donde la señora Gottlieb tendría que lidiar con libros y legajos, en suma, papeles, algo a lo que ella, según supuso el señor Bubis, estaba más acostumbrada. De todas maneras, y aunque en el archivo eran más permisivos con las conductas extravagantes, la señora Gottlieb siguió manteniendo su actitud a veces errática y a veces de un ejemplar sentido común. Y también siguió visitando al señor Bubis, en horas que robaba al descanso, por si su presencia pudiera ser de alguna utilidad. Hasta que el señor Bubis se aburrió de la política y de los intereses municipales y decidió enfocar su actividad hacia lo que en el fondo lo había traído de regreso a Alemania: reabrir la editorial.

A menudo, cuando le preguntaban por qué había vuelto, citaba a Tácito: Aparte del peligro de un mar temible y desconocido, ¿quién va a dejar Asia, África o Italia para marchar a Germania, con un terreno difícil, un clima duro, triste de habitar y contemplar si no es su patria? Quienes lo escuchaban asentían o sonreían y luego comentaban entre ellos: Bubis es de los nuestros. Bubis no nos ha olvidado. Bubis no nos guarda rencor. Algunos le palmeaban la espalda y no comprendían nada. Otros ponían caras compungidas y decían cuánta verdad encierra esa frase. Grande era Tácito y grande también, ¡a otra escala, ciertamente!, nuestro buen Bubis.

Lo cierto es que Bubis, cuando citaba al latino, se ceñía literalmente a lo escrito. La travesía por el Canal era algo que siempre lo había horrorizado. Bubis se mareaba en los barcos y vomitaba y generalmente se mostraba incapaz de salir del camarote, así que cuando Tácito hablaba de un mar terrible y desconocido, aunque se refiriera a otro mar, al Báltico o al Mar del Norte, Bubis siempre pensaba en la travesía del Canal y en lo funesto que tal travesía resultaba para su estómago revuelto y, en general, para su salud. Del mismo modo, cuando Tácito hablaba de dejar Italia Bubis pensaba en los Estados Unidos, en Nueva York concretamente, de donde había recibido varias ofertas nada desdeñables para trabajar en la industria editorial de la gran manzana, y cuando Tácito mencionaba Asia y África por la cabeza de Bubis pasaba el inminente estado de Israel, en donde estaba seguro de que él podía hacer muchas cosas, en el campo editorial, claro está, aparte de que era un sitio donde vivían muchos de sus viejos amigos, a los cuales le hubiera gustado volver a ver.

Sin embargo había escogido Germania, triste de habitar y contemplar. ¿Por qué? No ciertamente porque fuera su patria, pues el señor Bubis, aunque se sentía alemán, abominaba de las patrias, una de las causas por las que, según él, habían muerto más de cincuenta millones de personas, sino porque en Alemania estaba su editorial o el concepto que él tenía de editorial, una editorial alemana, una editorial con sede en Hamburgo y cuyas redes, en forma de pedidos de libros, se extendían por las viejas librerías de toda Alemania, algunos de cuyos libreros él conocía personalmente y con quienes, cuando hacía una gira de negocios, tomaba té o café, sentados en un rincón de la librería, quejándose permanentemente de los malos tiempos, gimoteando por el desdén del público hacia los libros, doliéndose de los intermediarios y de los vendedores de papel, plañendo por el futuro de un país que no leía, en una palabra pasándoselo superbién mientras mordisqueaban unas galletitas o unos trocitos de Kuchen hasta que finalmente el señor Bubis se levantaba y le daba un apretón de manos al viejo librero de, por ejemplo, Iserlohn, y luego se marchaba a Bochum, a visitar al viejo librero de Bochum que conservaba como reliquias, reliquias en venta, eso sí, libros con el sello de Bubis publicados en 1930 o en 1927 y que, según la ley, la ley de la Selva Negra, claro está, hubiera debido quemar a más tardar en 1935, pero que el viejo librero había preferido ocultar, por puro amor, cosa que Bubis entendía (y poca gente más, incluido el autor del libro, hubiera podido entenderlo) y agradecía con un gesto que estaba más allá o más acá de la literatura, un gesto, por llamarlo así, de comerciantes honrados, de comerciantes en posesión de un secreto que acaso se remontaba hasta los orígenes de Europa, un gesto que era una mitología o que abría la puerta a una mitología cuyas dos columnas principales eran el librero y el editor, no el escritor, de derrotero caprichoso o sujeto a imponderables fantasmales, sino el librero, el editor y un largo camino zigzagueante dibujado por un pintor de la escuela flamenca.

Por lo que no resultó demasiado extraño que el señor Bubis se aburriera rápidamente de la política y decidiera reabrir su editorial, pues en el fondo lo único que le interesaba de verdad era la aventura de imprimir libros y venderlos.

Por aquellas fechas, sin embargo, poco antes de volver a abrir el edificio que la justicia le había devuelto, el señor Bubis conoció en Mannheim, en la zona americana, a una joven refugiada de poco más de treinta años, de buena familia y notable belleza, y, sin que se sepa cómo, pues el señor Bubis no tenía fama de donjuán, se hicieron amantes. El cambio que experimentó a raíz de esta relación fue notorio. Su energía, ya de por sí portentosa teniendo en cuenta su edad, se triplicó. Sus ganas de vivir se hicieron arrolladoras. Su convencimiento en el éxito de su nueva empresa editorial (aunque Bubis solía corregir a quien le hablaba de «nueva empresa», ya que para él era la misma vieja empresa editora de siempre que volvía a la superficie tras una pausa prolongada y no deseada) se hizo contagioso.

En la inauguración de la editorial, con todas las autoridades y artistas y políticos de Hamburgo invitados, además de una delegación de oficiales ingleses aficionados a la novela (aunque lamentablemente más bien a la novela policiaca, o a la variante georgiana de la novela de caballos, o a la novela filatélica), y prensa no sólo alemana sino también francesa, inglesa, holandesa, suiza y hasta norteamericana, su novia, como la llamaba con cariño, fue presentada públicamente y las muestras de respeto corrieron parejas a la perplejidad que despertó semejante hallazgo, pues todos esperaban a una mujer de cuarenta o cincuenta años, más bien de tipo intelectual, algunos creían que se trataba, como era tradición en la familia Bubis, de una judía, y otros pensaron, guiados por la experiencia, que sólo iba a ser una broma más del señor Bubis, gran aficionado a estas chanzas. Pero la cosa iba en serio, como quedó claro durante la fiesta. La mujer no era judía sino ciento por ciento aria, tampoco tenía cuarenta años sino treinta y pocos, aunque aparentaba veintisiete a lo sumo, y dos meses después la chanza o la bromita de Bubis se convirtió en un hecho consumado al casarse, con todos los honores y flanqueado por el who is who de la ciudad, en el vetusto y en proceso de reconstrucción ayuntamiento, en una ceremonia civil inolvidable oficiada para la ocasión por el mismísimo alcalde de Hamburgo, quien aprovechando la ocasión y en el colmo de la zalamería lo declaró hijo pródigo y ciudadano ejemplar.

Cuando Archimboldi llegó a Hamburgo la editorial, aunque aún no había alcanzado la altura que el señor Bubis se había fijado como segunda meta (la primera era no tener escasez de papel y mantener una distribución por toda Alemania, las ocho restantes sólo el señor Bubis las conocía), marchaba a un ritmo aceptable y su dueño y señor se sentía satisfecho y estaba cansado.

Empezaban a aparecer escritores en Alemania que al señor Bubis le interesaban, no mucho, la verdad, es decir no tanto, ni de lejos tanto como le interesaban los escritores en lengua alemana de su primera etapa y hacia quienes mantenía una lealtad encomiable, pero algunos de los nuevos no estaban mal, si bien entre éstos no se vislumbraba (o el señor Bubis era incapaz de vislumbrar, como él mismo reconocía) un nuevo Döblin, un nuevo Musil, un nuevo Kafka (aunque si apareciera un nuevo Kafka, decía el señor Bubis riéndose pero con los ojos profundamente entristecidos, yo me echaría a temblar), un nuevo Thomas Mann. El grueso del catálogo seguía siendo, por llamarlo así, el fondo inagotable de la editorial, pero también empezaban a asomar sus narices los escritores nuevos, la cantera inagotable de la literatura alemana, además de las traducciones de literatura francesa y literatura anglosajona, que por aquellos tiempos y tras la prolongada sequía nazi consiguieron hacerse con unos lectores fieles que garantizaban el éxito o al menos el que no hubiera pérdidas en la edición.

El ritmo de trabajo, en cualquier caso, era si no frenético sí sostenido, y cuando Archimboldi apareció en la editorial lo primero que pensó fue que el señor Bubis, atareado como aparentaba estar, no lo recibiría. Pero el señor Bubis, tras hacerlo esperar diez minutos, lo hizo pasar a su oficina, una oficina que Archimboldi no iba a olvidar jamás, pues los libros y los manuscritos, agotados los espacios de las estanterías, se acumulaban en el suelo formando pilas y torres, algunas de forma tan inestable que a su vez formaban arcadas, un caos que reflejaba el mundo, rico y portentoso pese a las guerras y a las injusticias, una biblioteca de libros magníficos que Archimboldi hubiera deseado con toda su alma leer, primeras ediciones de grandes autores dedicadas de su puño y letra al señor Bubis, libros de arte degenerado que otras editoriales volvían a hacer circular por Alemania, libros publicados en Francia y libros publicados en Inglaterra, ediciones rústicas aparecidas en Nueva York y en Boston y en San Francisco, además de revistas norteamericanas de nombres míticos que para un escritor joven y pobre constituían un tesoro, el máximo alarde de la riqueza, y que convertían la oficina de Bubis en algo similar a la cueva de Alí-Babá.

Tampoco olvidaría Archimboldi la primera pregunta que le hizo Bubis tras las presentaciones de rigor:

—¿Cuál es su verdadero nombre, porque usted, por supuesto, no se llama así?

—Ése es mi nombre —contestó Archimboldi.

A lo que Bubis respondió:

—¿Cree usted que los años en Inglaterra o los años en general me han convertido en un estúpido? Nadie se llama así. Benno von Archimboldi. Llamarse Benno, en principio, resulta sospechoso.

—¿Por qué? —quiso saber Archimboldi.

—¿No lo sabe? ¿De verdad?

—Le prometo que no lo sé —aseguró Archimboldi.

—¡Pues por Benito Mussolini, hombre de Dios! ¿Dónde tiene usted la cabeza?

En ese momento Archimboldi pensó que había perdido tiempo y dinero viajando a Hamburgo y se vio a sí mismo viajando esa misma noche en el nocturno Hamburgo-Colonia. Con suerte, a la mañana siguiente estaría en su casa.

—Me pusieron Benno por Benito Juárez —dijo Archimboldi—, supongo que usted sabe quién era Benito Juárez.

Bubis sonrió.

—Benito Juárez —masculló, y siguió sonriendo—. Conque Benito Juárez, ¿eh? —dijo con un tono de voz algo más alto.

Archimboldi asintió con la cabeza.

—Pensé que me diría que en homenaje a San Benito.

—No conozco a ese santo —dijo Archimboldi.

—Yo, por el contrario, conozco a tres —dijo Bubis—. San Benito de Aniano, que reorganizó la orden de los benedictinos en el siglo nueve. San Benito de Nursia, que fundó la orden que lleva su nombre en el siglo sexto y a quien se le conoce como «Padre de Europa», un título peligrosísimo, ¿no le parece? Y San Benito el Moro, que era negro, de raza negra, quiero decir, nacido y muerto en Sicilia en el siglo dieciséis y perteneciente a la orden franciscana. ¿Cuál de los tres prefiere?

—Benito Juárez —dijo Archimboldi.

—¿Y el apellido, Archimboldi, no querrá que me crea que en su familia todos se llaman así?

—Yo me llamo así —dijo Archimboldi a punto de dejar con la palabra en los labios a ese hombre pequeñito y malhumorado y salir sin despedirse.

—Nadie se llama así —le respondió Bubis con desgana—. Supongo que en este caso se trata de un homenaje a Giuseppe Archimboldo. ¿Y a santo de qué ese von? ¿Benno no se conforma con ser Benno Archimboldi? ¿Benno quiere dejar patente su pertenencia germánica? ¿De qué lugar de Alemania es usted?

—Soy prusiano —dijo Archimboldi mientras se levantaba dispuesto a irse.

—Espere un momento —refunfuñó Bubis—, antes de que se marche a su hotel quiero que vaya a ver a mi mujer.

—No me marcho a ningún hotel —dijo Archimboldi—, me vuelvo a Colonia. Le ruego que me entregue mi manuscrito.

Bubis volvió a sonreír.

—Ya habrá tiempo para eso —dijo.

Luego tocó un timbre y antes de que la puerta se abriera le preguntó por última vez:

—¿De verdad no prefiere decirme su verdadero nombre?

—Benno von Archimboldi —dijo Archimboldi mirándolo a los ojos.

Bubis abrió las manos y las juntó, como si aplaudiera, pero sin ningún sonido, y luego la cabeza de su secretaria asomó en la puerta.

—Lleve al señor a la oficina de la señora Bubis —dijo.

Archimboldi miró a la secretaria, una chica rubia y con tirabuzones en el pelo, y cuando volvió a mirar a Bubis éste ya estaba enfrascado en la lectura de un manuscrito. Siguió a la secretaria. La oficina de la señora Bubis estaba al final de un largo pasillo. La secretaria llamó con los nudillos y luego, sin esperar respuesta, abrió la puerta y dijo: Anna, el señor Archimboldi está aquí. Una voz le ordenó que pasara. La secretaria lo cogió de un brazo y lo empujó hacia dentro. Después, tras dedicarle una sonrisa, se marchó. La señora Anna Bubis estaba sentada tras un escritorio virtualmente vacío (sobre todo en comparación con el escritorio del señor Bubis) en donde sólo había un cenicero, un paquete de cigarrillos ingleses, un encendedor de oro y un libro escrito en francés.

Archimboldi, pese a los años transcurridos, la reconoció de inmediato. Era la baronesa Von Zumpe. Se quedó, sin embargo, quieto y decidido a no decir, al menos de momento, nada. La baronesa se quitó las gafas, antes, según recordaba Archimboldi, no usaba, y lo contempló con una mirada suavísima, como si le costara salir de aquello que estaba leyendo o pensando, o tal vez ésa era su mirada de siempre.

—¿Benno von Archimboldi? —dijo.

Archimboldi asintió con la cabeza. Durante unos segundos la baronesa no dijo nada y se limitó a estudiar sus facciones.

—Estoy cansada —dijo—. ¿Le parece bien si salimos a pasear un rato, tal vez a tomarnos una taza de café?

—Me parece bien —dijo Archimboldi.

Mientras bajaban por las oscuras escaleras del edificio la baronesa le dijo, tuteándolo, que lo había reconocido y que estaba segura de que él también la había reconocido a ella.

—De inmediato, baronesa —dijo Archimboldi.

—Pero ha pasado mucho tiempo —dijo la baronesa Von Zumpe— y yo he cambiado.

—No en el aspecto físico, baronesa —dijo detrás de ella Archimboldi.

—Tu nombre, sin embargo, no lo recuerdo —dijo la baronesa—, eras el hijo de una de nuestras empleadas, eso sí lo recuerdo, tu madre trabajaba en la casa del bosque, pero tu nombre no lo recuerdo.

A Archimboldi le pareció divertida la manera que tenía la baronesa de nombrar a su antigua mansión solariega. La casa del bosque evocaba una casa de juguete, una cabaña, un refugio, algo que estaba lejos del correr del tiempo y que permanecía empotrado en una infancia voluntariosa y ficticia, pero seguramente amable e indemne.

—Ahora me llamo Benno von Archimboldi, baronesa —dijo Archimboldi.

—Bueno —dijo la baronesa—, has elegido un nombre muy elegante. Un poco disonante, pero con una cierta elegancia, sin duda.

Algunas calles de Hamburgo, como pudo apreciar Archimboldi mientras paseaban, estaban en peor estado que algunas de las calles más castigadas de Colonia, aunque en Hamburgo tuvo la impresión de que se esforzaban un poco más en los trabajos de reconstrucción. Mientras caminaban, la baronesa ligera como una colegiala que ha hecho novillos y Archimboldi llevando al hombro su bolsa de viaje, se contaron algunas de las cosas que a ambos les había sucedido después de su último encuentro en los Cárpatos. Archimboldi le habló de la guerra, aunque sin entrar en detalles, le habló de Crimea, del Kubán y de los grandes ríos de la Unión Soviética, le habló del invierno y de los meses que estuvo sin poder hablar, y de alguna forma, oblicuamente, evocó a Ansky, aunque sin mencionar su nombre.

La baronesa, por su parte, y como para contrapesar los viajes obligados de Archimboldi, le habló de sus propios viajes, todos voluntarios y buscados y por lo tanto felices, viajes exóticos a Bulgaria y Turquía y Montenegro y recepciones en las embajadas alemanas de Italia, España y Portugal, y le confesó que a veces intentaba arrepentirse del goce que había experimentado durante aquellos años, pero que por más que intelectualmente, o tal vez sería más apropiado decir moralmente, rechazaba esa actitud hedonista, la verdad era que su memoria, al evocarlos, aún se estremecía de placer.

—¿Tú lo entiendes? ¿Tú puedes entenderme? —le preguntó mientras tomaban capuchinos y bizcochos en una cafetería que parecía salida de un cuento de hadas, al lado de un gran ventanal con vistas al río y a las suaves colinas verdes.

Entonces Archimboldi, en vez de decirle que la entendía o que no la entendía, le preguntó si sabía qué había ocurrido con el general rumano Entrescu. No tengo ni idea, dijo la baronesa.

—Yo sí —dijo Archimboldi—, si usted quiere se lo puedo contar.

—Adivino que nada bueno me dirás de él —dijo la baronesa—. ¿Me equivoco?

—No lo sé —admitió Archimboldi—, según cómo se mire es muy malo y según cómo no es tan malo.

—¿Lo viste, tú lo viste? —susurró la baronesa mirando el río, donde en aquel momento se cruzaban dos embarcaciones, una rumbo al mar, la otra hacia el interior.

—Sí, lo vi —dijo Archimboldi.

—Entonces todavía no me lo cuentes —dijo la baronesa—, ya habrá tiempo para eso.

Uno de los camareros de la cafetería le pidió un taxi. La baronesa mencionó el nombre de un hotel. En la recepción tenían una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Ambos siguieron al botones hasta una habitación individual. Con sorpresa, Archimboldi descubrió sobre uno de los muebles un aparato de radio.

—Deshaz tu maleta —dijo la baronesa— y arréglate un poco, esta noche cenamos con mi marido.

Mientras Archimboldi procedía a depositar en el interior de una cómoda un par de calcetines, una camisa y un calzoncillo, la baronesa se encargó de sintonizar una emisora de música de jazz. Archimboldi entró en el baño y se afeitó y se echó agua en el pelo y luego se peinó. Cuando salió las luces de la habitación, salvo la lámpara de la mesita de noche, estaban apagadas y la baronesa le ordenó que se desnudara y metiera en la cama. Desde allí, tapado con las mantas hasta el cuello y con una agradable sensación de cansancio, observó a la baronesa, de pie, vestida tan sólo con unas bragas negras, cambiar de emisora hasta encontrar una de música clásica.

En total permaneció tres días en Hamburgo. En dos ocasiones cenó con el señor Bubis. En una habló de sí mismo y en la otra conoció a algunos de los amigos del famoso editor y casi no abrió la boca, por miedo a cometer alguna imprudencia. En el círculo íntimo del señor Bubis, al menos en Hamburgo, no había escritores. Un banquero, un noble arruinado, un pintor que ya sólo escribía monografías sobre pintores del siglo XVII y una traductora de francés, todos muy preocupados por la cultura, todos inteligentes, pero ninguno escritor.

Aun así, apenas abrió la boca.

La actitud del señor Bubis hacia él había experimentado una transformación notable, que Archimboldi achacaba a los buenos oficios de la baronesa, a quien había terminado por decirle su verdadero nombre. Se lo dijo en la cama, mientras hacían el amor, y la baronesa no necesitó preguntárselo dos veces. La actitud de ésta, por otra parte, cuando le exigió que le dijera qué había ocurrido con el general Entrescu, fue extraña y en cierta manera iluminadora. Tras contarle que el rumano había muerto a manos de sus propios soldados en desbandada, que lo apalearon y después lo crucificaron, a la baronesa lo único que se le ocurrió preguntarle a Archimboldi, como si morir crucificado durante la Segunda Guerra Mundial fuera algo que se veía cada día, fue si el cuerpo en la cruz que él había contemplado estaba desnudo o vestido con su uniforme. La respuesta de Archimboldi fue que, a todos los efectos prácticos, estaba desnudo, pero que en realidad conservaba jirones de uniforme, los suficientes como para que los rusos que venían pisándoles los talones, al llegar a aquel lugar, se dieran cuenta de que el regalo que los soldados rumanos les dejaban tras de sí era un general. Pero que también estaba lo suficientemente desnudo como para que los rusos pudieran verificar con sus propios ojos el tamaño descomunal de los miembros viriles rumanos, que en este caso, dijo Archimboldi, sin duda constituía un ejemplo tramposo, pues él había visto a algunos soldados rumanos desnudos y sus atributos en nada se diferenciaban, digamos, de la media alemana, mientras que el pene del general Entrescu, fláccido y amoratado como corresponde a un apaleado posteriormente crucificado, medía el doble y el triple de una verga común, ya fuera ésta rumana o alemana o, por poner un ejemplo cualquiera, francesa.

Dicho lo cual Archimboldi se quedó callado y la baronesa dijo que esa muerte no le hubiera desagradado al bravo general. Y añadió que Entrescu, pese a los éxitos que se le atribuían en el campo militar, como táctico y como estratega siempre fue un desastre. Pero que como amante, por el contrario, era el mejor que había tenido jamás.

—No por el tamaño de su verga —aclaró la baronesa para despejar cualquier equívoco que Archimboldi, a su lado en la cama, pudiera hacerse—, sino por una especie de virtud zoomórfica: charlando era más divertido que un cuervo y en la cama se convertía en una mantarraya.

A lo que Archimboldi opinó que, por lo poco que había podido observar durante la corta visita que Entrescu y su séquito realizaron al castillo de los Cárpatos, él creía que el cuervo era, precisamente, su secretario, el tal Popescu, opinión que fue desechada de inmediato por la baronesa, para quien Popescu sólo era una cacatúa, una cacatúa que volaba detrás de un león. Sólo que el león no tenía garras o si las tenía no estaba dispuesto a usarlas, ni colmillos para desgarrar a nadie, únicamente un sentido un tanto ridículo de su propio destino, un destino y una noción de destino que en cierta manera era el eco del destino y la noción de destino de Byron, poeta al que Archimboldi, por esas casualidades que se dan en las bibliotecas públicas, había leído y que en modo alguno le parecía posible equiparar, ni siquiera disfrazado de eco, con el execrable general Entrescu, añadiendo de paso que la noción de destino no era algo que se pudiera separar del destino de un individuo (de un pobre individuo), sino que eran la misma cosa en sí: el destino, materia inasible hasta hacerse irremediable, era la noción de destino que cada uno tenía de sí mismo.

A lo que la baronesa respondió diciendo con una sonrisa que cómo se notaba que Archimboldi no había follado nunca con Entrescu. Lo que propició que Archimboldi le confesara a la baronesa que era cierto, que él nunca se metió en la cama con Entrescu, pero que en cambio fue testigo ocular de una de las famosas encamadas del general.

—La mía, supongo —dijo la baronesa.

—Supones bien —dijo Archimboldi, tuteándola por primera vez.

—¿Y tú dónde estabas? —dijo la baronesa.

—En una cámara secreta —dijo Archimboldi.

Entonces a la baronesa le entró una risa incontenible y entre hipidos dijo que no le extrañaba que se hubiera puesto como seudónimo el nombre de Benno von Archimboldi. Observación que Archimboldi no entendió pero que aceptó de buena gana, poniéndose acto seguido a reír con ella.

Así que Archimboldi, al cabo de tres días muy instructivos, regresó a Colonia en un tren nocturno en donde la gente dormía hasta en los pasillos, y pronto estuvo otra vez en su buhardilla comunicándole a Ingeborg las excelentes noticias que traía de Hamburgo, noticias que, al compartir, los embargaron de alegría, tanta que de repente se pusieron a cantar y luego a bailar, sin temer que el suelo cediera bajo sus saltos. Después hicieron el amor y Archimboldi le contó cómo era la editorial, el señor Bubis, la señora Bubis, la correctora que se llamaba Uta y que era capaz de enmendarle las faltas gramaticales a Lessing, a quien despreciaba con un fervor hanseático, pero no a Lichtenberg, a quien amaba, la administrativa o jefa de prensa que se llamaba Anita y que prácticamente conocía a todos los escritores de Alemania pero a quien sólo le gustaba la literatura francesa, la secretaria que se llamaba Martha y que era filóloga y que le había regalado algunos libros de la editorial que a él le interesaban, el almacenero que se llamaba Rainer Maria y que, pese a su juventud, había sido ya poeta expresionista, simbolista y decadente.

También le habló de los amigos del señor Bubis y del catálogo del señor Bubis. Y cada vez que Archimboldi concluía una oración Ingeborg y él se reían, como si se estuvieran contando una historia irresistiblemente cómica. Después Archimboldi se puso a trabajar en serio en su segundo libro y en menos de tres meses lo terminó.

Aún no había salido de la imprenta Lüdicke cuando el señor Bubis recibió el manuscrito de La rosa ilimitada, que leyó en dos noches, al cabo de las cuales, profundamente alterado, despertó a su mujer y le dijo que iban a tener que publicar el nuevo libro de ese Archimboldi.

—¿Es bueno? —le preguntó la baronesa, medio dormida y sin levantarse.

—Es mejor que bueno —dijo Bubis dando vueltas por la habitación.

Luego se puso a hablar, sin dejar de moverse, sobre Europa, sobre mitología griega y sobre algo que vagamente se asemejaba a una investigación policial, pero la baronesa se durmió otra vez y no lo escuchó.

Durante el resto de la noche Bubis, quien solía sufrir insomnios a los cuales sabía sacarles el máximo provecho, intentó leer otros manuscritos, intentó repasar las cuentas de su contable, intentó escribir cartas a sus distribuidores, todo en vano. Con las primeras luces del día volvió a despertar a su mujer y le hizo prometer que cuando él ya no estuviera al frente de la editorial, eufemismo con que designaba su muerte, ella no abandonaría a ese Archimboldi.

—¿Abandonarlo en qué sentido? —le preguntó la baronesa, aún medio dormida.

Bubis tardó en contestar.

—Protégelo —dijo.

Tras unos segundos, añadió:

—Protégelo en la medida de nuestras posibilidades como editores.

Estas últimas palabras la baronesa Von Zumpe no las oyó, pues había vuelto a quedarse dormida. Durante un rato Bubis estuvo contemplando su rostro, similar al de una pintura prerrafaelita. Después se levantó de los pies de la cama y se dirigió en bata hacia la cocina, en donde se preparó un sándwich de queso con picles, una receta que le había enseñado en Inglaterra un escritor austriaco exiliado.

—Qué sencillo es preparar una cosa así y qué reparador es —le había dicho el austriaco.

Sencillo, sin duda. Y apetitoso, de un sabor extraño. Pero reparador en modo alguno, pensó el señor Bubis, para soportar una dieta de esta naturaleza hay que tener un estómago de acero. Más tarde se dirigió a la sala y abrió las cortinas para que entrara la luz grisácea de la mañana. Reparador, reparador, reparador, pensaba el señor Bubis mientras mordisqueaba distraídamente su sándwich. Necesitamos algo más reparador que un bocadillo de queso con cebollitas en vinagre. ¿Pero dónde buscarlo, dónde encontrarlo y qué hacer con él cuando lo hayamos encontrado? En ese momento oyó que la puerta de servicio se abría y escuchó, con los ojos cerrados, los pasitos menudos de la criada que venía cada mañana. Se hubiera quedado así durante muchas horas. Una estatua. En lugar de eso dejó el sándwich en la mesa y se dirigió hacia su habitación, en donde procedió a vestirse para empezar otro día de trabajo.

Lüdicke se hizo acreedor de dos recensiones favorables y una desfavorable y en total se vendieron trescientos cincuenta ejemplares de la primera edición. La rosa ilimitada, que salió al cabo de cinco meses, obtuvo una reseña favorable y tres reseñas desfavorables y se vendieron doscientos cinco ejemplares. Ningún otro editor se hubiera atrevido a publicarle un tercer libro a Archimboldi, pero Bubis no sólo estaba dispuesto a publicarle el tercer libro sino también el cuarto, el quinto y todos los que hiciera falta publicar y Archimboldi tuviera a bien confiarle a él.

Durante ese tiempo, por lo que respecta a la cuestión económica, las entradas de dinero de Archimboldi se hicieron un poco, sólo un poco, mayores. La Casa de la Cultura de Colonia le pagó por dos lecturas públicas en sendas librerías de la ciudad, cuyos libreros, no está de más decirlo, conocían personalmente al señor Bubis, lecturas que por otra parte no suscitaron un interés demasiado notorio. A la primera de ellas, en donde el autor leyó páginas escogidas de su novela Lüdicke, asistieron quince personas, contando a Ingeborg, y sólo tres, al finalizar, se atrevieron a comprar el libro. A la segunda de las lecturas, páginas escogidas de La rosa ilimitada, asistieron nueve, contando otra vez a Ingeborg, y al finalizar ésta quedaban en la sala, cuyas pequeñas dimensiones mitigaron en parte la ofensa, sólo tres personas, entre las que se hallaba, por supuesto, Ingeborg, quien horas después le confesaría a Archimboldi que ella también, en determinado momento, había pensado en abandonar la sala.

También la Casa de Cultura de Colonia, en colaboración con las recién constituidas y algo despistadas autoridades culturales de Baja Sajonia, le organizó una serie de conferencias y lecturas que empezaron en Oldenburgo con algo de pompa y boato, para proseguir de inmediato en una serie de pueblos y aldeas, cada vez más pequeños, cada vez más dejados de la mano de Dios, adonde ningún escritor había aceptado acudir, gira que terminó en villorrios pesqueros de Frisia en los cuales Archimboldi, imprevisiblemente, encontró los auditorios más nutridos y en donde muy poca gente se fue antes de que terminara la función.

La escritura de Archimboldi, el proceso de creación o la cotidianidad en que se desarrollaba apaciblemente este proceso, adquirió robustez y algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos confianza. Esta «confianza» no significaba, ciertamente, la abolición de la duda, ni mucho menos que el escritor creyera que su obra tuviera algún valor, pues Archimboldi tenía una visión de la literatura (y la palabra visión también es demasiado rimbombante) en tres compartimientos que sólo de una manera muy sutil se comunicaban entre sí: en el primero estaban los libros que él leía y releía y que consideraba portentosos y a veces monstruosos, como las obras de Döblin, que seguía siendo uno de sus autores favoritos, o como la obra completa de Kafka. En el segundo compartimiento estaban los libros de los autores epigonales y de aquellos a quienes llamaba la Horda, a quienes veía básicamente como sus enemigos. En el tercer compartimiento estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía como un juego y que también veía como un negocio, un juego en la medida del placer que experimentaba al escribir, un placer semejante al del detective antes de descubrir al asesino, y un negocio en la medida en que la publicación de sus obras contribuía a engordar, aunque fuese modestamente, su salario como portero de bar.

Un trabajo, el de portero de bar, que, por supuesto, no abandonó, en parte porque se había acostumbrado a él y en parte porque la mecánica del trabajo se había acoplado perfectamente a la mecánica de la escritura. Cuando terminó su tercera novela, La máscara de cuero, el viejo que le alquilaba la máquina de escribir y a quien Archimboldi le había regalado un ejemplar de La rosa ilimitada le ofreció venderle la máquina a un precio razonable. El precio, sin duda, era razonable para el antiguo escritor, sobre todo si uno tenía en cuenta que ya casi nadie le alquilaba la máquina, pero para Archimboldi todavía constituía, además de una tentación, un lujo. Así que, tras pensárselo durante algunos días y hacer cuentas, le escribió a Bubis pidiéndole, por primera vez, un adelanto sobre un libro que aún no había empezado. Naturalmente, le explicaba en la carta para qué necesitaba el dinero y le prometía solemnemente que le entregaría su próximo libro en un lapso no menor de seis meses.

La respuesta de Bubis no se hizo esperar. Una mañana unos repartidores de la sucursal de Olivetti en Colonia le hicieron entrega de una espléndida maquina de escribir nueva y Archimboldi sólo tuvo que firmar unos papeles de conformidad. Dos días después le llegó una carta de la secretaria de la editorial en donde le comunicaba que, por orden del jefe, había sido cursada una orden de compra de una máquina de escribir a su nombre. La máquina, decía la secretaria, es un obsequio de la editorial. Durante algunos días Archimboldi anduvo como mareado de felicidad. En la editorial creen en mí, se repetía en voz alta, mientras la gente pasaba a su lado, en silencio o, como él, hablando sola, una imagen usual en Colonia durante aquel invierno.

De La máscara de cuero se vendieron noventa y seis ejemplares, lo que no era mucho, se dijo con resignación Bubis al revisar las cuentas, pero no por ello el apoyo que la editorial le brindaba a Archimboldi decayó. Al contrario, por aquellos días Bubis tuvo que viajar a Frankfurt y aprovechando su estancia se desplazó por el día a Maguncia a visitar al crítico literario Lothar Junge, que vivía en una casita en las afueras, junto a un bosque y una colina, una casita en la que se oía cantar a los pájaros, algo que a Bubis le pareció increíble, mira, si se oye hasta el canto de los pájaros, le dijo a la baronesa Von Zumpe, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, como si lo último que hubiera esperado encontrar en aquella parte de Maguncia fuera un bosque y una población de pájaros cantores y una casita de dos pisos, con los muros encalados y de dimensiones de cuento de hadas, es decir, una casita pequeña, una casita de chocolate blanco con travesaños de madera a la vista como trozos de chocolate negro, y rodeada por un jardincito en donde las flores parecían recortes de papel, y un césped cuidado con manía matemática, y un senderito de grava que hacía ruido, un ruido que ponía los nervios o los nerviecitos de punta cuando uno caminaba por él, todo trazado con tiralíneas, con escuadra y compás, como le hizo notar a media voz Bubis a la baronesa poco antes de golpear con la aldaba (que tenía la forma de la cabeza de un cerdo) en la puerta de madera maciza.

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