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La parte de Archimboldi

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El crítico literario Lothar Junge en persona les franqueó el paso. Por supuesto, la visita era aguardada y sobre la mesa el señor Bubis y la baronesa encontraron galletitas con carne ahumada, típicas de la zona, y dos botellas de licor. El crítico medía por lo menos un metro noventa y caminaba por su casa como si temiera darse un golpe en la cabeza. No era gordo, pero tampoco era delgado, y vestía a la usanza de los profesores de Heidelberg, que no se quitaban la corbata salvo en situaciones de verdadera intimidad. Durante un rato, mientras daban cuenta de los aperitivos, hablaron del panorama actual de la literatura alemana, territorio en el que Lothar Junge se movía con la cautela de un desactivador de bombas o de minas no explotadas. Después llegó un joven escritor de Maguncia acompañado por su mujer y otro crítico literario del mismo periódico de Frankfurt en donde publicaba sus reseñas Junge. Comieron estofado de conejo. La mujer del escritor de Maguncia sólo abrió la boca una vez durante la comida y fue para preguntarle a la baronesa dónde había comprado el vestido que llevaba. En París, contestó la baronesa, y la mujer del escritor ya no dijo nada más. Su rostro, sin embargo, se convirtió a partir de entonces en un discurso o memorándum de agravios sufridos por la ciudad de Maguncia desde su fundación hasta aquel día. La suma de sus visajes o morisquetas, que recorrían a la velocidad de la luz la distancia que media entre el resentimiento puro y el odio larvado hacia su marido, en el que veía representadas a todas las personas, a su juicio innobles, que estaban sentadas a la mesa, no pasó desapercibida a nadie, exceptuando al otro crítico literario, de nombre Willy, cuya especialidad era la filosofía y por ende escribía sobre libros de filosofía y cuya esperanza era publicar algún día un libro de filosofía, tres ocupaciones, por llamarlo así, que lo hacían particularmente insensible a la hora de darse cuenta de lo que pasaba en el rostro (o en el alma) de una comensal.

Terminada la comida volvieron a la sala a tomar café o té, y Bubis, con la plena aquiescencia de Junge, aprovechó ese momento, pues tampoco estaba en sus planes quedarse más tiempo en aquella casita de juguete que lo enervaba, para arrastrar al crítico al jardín trasero, tan cuidado como la parte delantera, pero con la ventaja de ser más amplio y desde el cual se tenía una visión más ajustada, si cabe, del bosque que abrazaba aquella barriada de extramuros. Hablaron, antes que nada, de los escritos del crítico, el cual se moría de ganas de publicar con Bubis. Éste mencionó, de forma vaga, la posibilidad, que le rondaba desde hacía meses por la cabeza, de crear una colección nueva, guardándose, eso sí, de mencionar de qué naturaleza iba a ser esta colección. Luego pasaron a hablar, una vez más, de la nueva literatura, la que publicaba Bubis y la que publicaban los colegas de Bubis en Munich y en Colonia y en Frankfurt y en Berlín, sin olvidar a las editoriales firmemente establecidas en Zurich o Berna y a las que resurgían en Viena. Acto seguido, Bubis le preguntó, procurando ser casual, qué le parecía, por ejemplo, Archimboldi.

Lothar Junge, que en el jardín caminaba con la misma precaución que mostraba bajo su propio techo, al principio sólo se encogió de hombros.

—¿Lo ha leído? —preguntó Bubis.

Junge no contestó. Rumiaba su respuesta con la cabeza baja, absorto en la contemplación o en la admiración del césped que, a medida que se acercaban al linde del bosque, se hacía más descuidado, menos despojado de hojas caídas y palitos e incluso, diríase, de insectos.

—Si no lo ha leído, dígamelo, que haré que le envíen ejemplares de todos sus libros —dijo Bubis.

—Lo he leído —admitió Junge.

—¿Y qué le parece? —preguntó el viejo editor deteniéndose junto a una encina cuya sola presencia parecía anunciar con voz amenazante: aquí se acaba el reino de Junge y empieza la república hiperbórea. Junge también se detuvo, aunque unos pasos más allá, con la cabeza semiinclinada, como si temiera que una rama le fuera a alborotar el escaso pelo.

—No sé, no sé —murmuró.

Luego, incomprensiblemente, se puso a hacer visajes que de alguna manera lo hermanaban con la mujer del escritor de Maguncia, a tal grado que Bubis pensó que en efecto debían de ser hermanos y que sólo así se comprendía cabalmente la presencia del escritor y su mujer durante la comida. También cabía la posibilidad, pensó Bubis, de que fueran amantes, pues es bien sabido que a menudo los amantes adoptaban los gestos del otro, generalmente las sonrisas, las opiniones, los puntos de vista, en fin, la parafernalia superficial que todo ser humano está obligado a cargar hasta su muerte, como la piedra de Sísifo, considerado el más listo de los hombres, Sísifo, sí, Sísifo, el hijo de Éolo y Enáreta, el fundador de la ciudad de Éfira, que es el nombre antiguo de Corinto, una ciudad que el buen Sísifo convirtió en guarida de sus alegres fechorías, pues con esa soltura de cuerpo que lo caracterizaba y con esa disposición intelectual que en todo giro del destino ve un problema de ajedrez o una trama policiaca a clarificar y con esa querencia por la risa y la broma y la chanza y la chacota y la chunga y el ludibrio y el pitorreo y la chuscada y la chirigota y el choteo y la pulla y el remedo y la ingeniosidad y la burla y la cuchufleta, se dedicó a robar, es decir a despojar de sus bienes a cuantos viajeros pasaban por allí, llegando incluso a robar a su vecino Autólico, que también robaba, tal vez con la improbable esperanza de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y de cuya hija, Anticlea, se sintió prendado, pues Anticlea era muy hermosa, un bombón, pero la tal Anticlea tenía novio formal, es decir estaba comprometida con un tal Laertes, posteriormente famoso, lo que no hizo retroceder a Sísifo, el cual contaba además con la complicidad del padre de la muchacha, el ladrón Autólico, cuya admiración por Sísifo había crecido como crece la estima que un artista objetivo y honrado siente por otro artista de dotes superiores, así que digamos que Autólico se mantuvo fiel, pues era hombre de honor, a la palabra dada a Laertes, pero tampoco veía con malos ojos o como burla y escarnio hacia su futuro yerno los escarceos amorosos que Sísifo prodigaba a su hija, la cual finalmente, según se dice, se casó con Laertes pero después de entregarse a Sísifo una o dos veces, cinco o siete veces, es posible que diez o quince veces, siempre con la connivencia de Autólico que deseaba que su vecino fecundara a su hija para así tener un nieto tan astuto como aquél, y en una de ésas Anticlea quedó preñada y nueve meses después, ya siendo la mujer de Laertes, nacería su hijo, el hijo de Sísifo, que fue llamado Odiseo o Ulises y que en efecto demostró ser tan astuto como su padre, el cual jamás se preocupó por él y siguió haciendo su vida, una vida de excesos y de fiestas y de placer, durante la cual se casó con Mérope, la estrella que menos brilla en la constelación de las Pléyades, precisamente por haberse casado con un mortal, un jodido mortal, un jodido ladrón, un jodido gángster dedicado a los excesos, cegado por los excesos, entre los cuales, y aunque no era el menor, se contaba la seducción de Tiro, la hija de su hermano Salmoneo, no porque Tiro le gustara, no porque Tiro fuera particularmente sexy, sino porque Sísifo odiaba a su propio hermano y deseaba causarle daño, y por este hecho, tras su muerte, fue condenado a empujar en los Infiernos una roca hasta lo alto de una colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, desde donde Sísifo volvía a empujarla nuevamente hasta lo alto de la colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, y así eternamente, un castigo feroz que no se correspondía con los crímenes o pecados de Sísifo y que más bien era una venganza de Zeus, pues en cierta ocasión, según se cuenta, pasó Zeus por Corinto con una ninfa a la que había raptado y Sísifo, que era más inteligente que el hambre, se quedó con la jugada, y luego pasó por allí Asopo, el padre de la muchacha, buscando a su hija como un desesperado, y viéndolo Sísifo se ofreció a darle el nombre del raptor de su hija, eso sí, a cambio de que Asopo hiciera brotar una fuente en la ciudad de Corinto, lo que demuestra que Sísifo no era un mal ciudadano o bien que tenía sed, a lo cual Asopo accedió y brotó la fuente de aguas cristalinas y Sísifo delató a Zeus, el cual, enfadadísimo, le envió ipso facto a Tánato, la muerte, que sin embargo no pudo con Sísifo, pues éste, con una jugada de maestro que no se contradecía con su humor ni con su inteligencia especulativa, capturó y encadenó a Tánato, hazaña al alcance de muy pocos, verdaderamente al alcance de muy pocos, y durante mucho tiempo tuvo a Tánato encadenado y durante todo ese tiempo no murió ser humano sobre la faz de la tierra, una época dorada en la que los hombres, sin dejar de ser hombres, vivían sin el agobio de la muerte, es decir, sin el agobio del tiempo, pues tiempo era lo que sobraba, que es acaso lo que distingue a una democracia, el tiempo sobrante, la plusvalía de tiempo, tiempo para leer y tiempo para pensar, hasta que Zeus tuvo que intervenir personalmente y Tánato fue liberado, y entonces Sísifo murió.

Pero los visajes que hacía Junge no tenían nada que ver con Sísifo, pensó Bubis, sino más bien con un tic facial desagradable, bueno, no muy desagradable, pero tampoco, evidentemente, agradable, y que él, Bubis, ya había visto en otros intelectuales alemanes, como si tras la guerra algunos de estos intelectuales hubieran sufrido un shock nervioso que se manifestaba de esta manera, o como si durante la guerra hubieran estado sometidos a una tensión insoportable que, una vez acabada la contienda, dejaba esta curiosa e inofensiva secuela.

—¿Qué le parece Archimboldi? —repitió Bubis.

El rostro de Junge se puso rojo como el atardecer que crecía detrás de la colina y luego verde como las hojas perennes de los árboles del bosque.

—Hum —dijo—, hum. —Y luego sus ojos se dirigieron hacia la casita, como si de allí esperara la llegada de la inspiración o de la elocuencia o alguna ayuda de cualquier tipo—. Para serle franco —dijo. Y luego—. Sinceramente, mi opinión no es… —Y finalmente—. ¿Qué le puedo decir?

—Cualquier cosa —dijo Bubis—, su opinión como lector, su opinión como crítico.

—Bien —dijo Junge—. Lo he leído, eso es un hecho.

Ambos sonrieron.

—Pero no me parece —añadió— un autor… Es decir, es alemán, eso es innegable, su prosodia es alemana, vulgar, pero alemana, lo que quiero decir es que no me parece un autor europeo.

—¿Americano, tal vez? —dijo Bubis, que por aquellos días acariciaba la idea de comprar los derechos de tres novelas de Faulkner.

—No, tampoco americano, más bien africano —dijo Junge, y volvió a hacer visajes bajo las ramas de los árboles—. Más propiamente: asiático —murmuró el crítico.

—¿De qué parte de Asia? —quiso saber Bubis.

—Yo qué sé —dijo Junge—, indochino, malayo, en sus mejores momentos parece persa.

—Ah, la literatura persa —dijo Bubis, que en realidad no conocía ni sabía nada de la literatura persa.

—Malayo, malayo —dijo Junge.

Después pasaron a hablar de otros autores de la editorial, por quienes el crítico mostraba más aprecio o interés, y regresaron al jardín desde donde se contemplaba el cielo arrebolado. Poco más tarde Bubis y la baronesa se despidieron con risas y palabras amables de los allí presentes, que no sólo los acompañaron hasta el coche sino que se quedaron en la calle haciendo adiós con la mano hasta que el vehículo de Bubis desapareció en la primera curva.

Esa noche, después de comentar con fingida sorpresa la desproporción que había entre Junge y su casita, poco antes de meterse en la cama de su hotel de Frankfurt, Bubis le comunicó a la baronesa que al crítico no le gustaban los libros de Archimboldi.

—¿Eso tiene importancia? —preguntó la baronesa que, a su manera y conservando toda su independencia, quería al editor y tenía en alta estima sus opiniones.

—Depende —dijo Bubis en calzoncillos, junto a la ventana, mientras miraba la oscuridad exterior por un espacio mínimo de la cortina—. Para nosotros, en realidad, no tiene ninguna importancia. Para Archimboldi, en cambio, tiene mucha.

Algo respondió la baronesa. Algo que el señor Bubis ya no escuchó. Afuera todo era oscuro, pensó, y descorrió ligeramente, sólo un poco más, la cortina. No vio nada. Sólo su rostro, el rostro del señor Bubis cada vez más arrugado y pronunciado y más y más oscuridad.

El cuarto libro de Archimboldi no tardó en llegar a la editorial. Se llamaba Ríos de Europa, aunque en él básicamente se hablaba de un solo río, el Dniéper. Digamos que el Dniéper era el protagonista del libro y los demás ríos nombrados formaban parte del coro. El señor Bubis lo leyó de un tirón, en su oficina, y las risas que le provocó la lectura se oyeron por toda la editorial. Esta vez el anticipo que le envió a Archimboldi fue mayor que todos los anticipos anteriores, a tal grado que Martha, la secretaria, antes de cursar el cheque a Colonia, entró en la oficina del señor Bubis y mostrándole el cheque le preguntó (no una sino dos veces) si era la cifra correcta, a lo que el señor Bubis respondió que sí, que era la cifra correcta, o incorrecta, qué más daba, una cifra, pensó cuando volvió a quedarse solo, siempre es aproximativa, no existe la cifra correcta, sólo los nazis creían en la cifra correcta y los profesores de matemática elemental, sólo los sectarios, los locos de las pirámides, los recaudadores de impuestos (Dios acabe con ellos), los numerólogos que leían el destino por cuatro perras creían en la cifra correcta. Los científicos, por el contrario, sabían que toda cifra es sólo aproximativa. Los grandes físicos, los grandes matemáticos, los grandes químicos y los editores sabían que uno siempre transita por la oscuridad.

Por aquellas mismas fechas y durante un examen médico rutinario a Ingeborg se le detectó una afección pulmonar. Al principio Ingeborg no le dijo nada a Archimboldi limitándose a tomar de forma irregular las pastillas que le recetó un médico no demasiado avispado. Cuando empezó a toser sangre Archimboldi la arrastró a la consulta del médico inglés, el cual la envió de inmediato a un especialista alemán en pulmones. Éste le dijo que tenía tuberculosis, una enfermedad bastante común en la Alemania de posguerra.

Con el dinero obtenido por Ríos de Europa Archimboldi, por indicación del especialista, se trasladó a Kempten, una localidad de los Alpes Bávaros, cuyo clima frío y seco contribuiría a mejorar la salud de su mujer. Ingeborg obtuvo una baja laboral a causa de su salud y Archimboldi dejó su trabajo de portero en el bar. La salud de Ingeborg, sin embargo, no experimentó cambios sustanciales, aunque los días que pasaron juntos en Kempten fueron felices.

Ingeborg no le temía a la tuberculosis pues tenía la seguridad de que no iba a morir a causa de esta enfermedad. Archimboldi se llevó su máquina de escribir y en un mes, escribiendo ocho páginas diarias, terminó su quinto libro, que tituló Bifurcaria bifurcata, cuyo argumento, como su nombre claramente indicaba, iba de algas. De este libro, al que Archimboldi dedicaba no más de tres horas diarias, a veces cuatro, lo que más sorprendió a Ingeborg fue la velocidad con que fue escrito, o mejor dicho la destreza que Archimboldi mostraba en el manejo de la máquina de escribir, una familiaridad de mecanógrafa veterana, como si Archimboldi fuera la reencarnación de la señora Dorothea, una secretaria que Ingeborg había conocido siendo aún una niña, una vez que acompañó a su padre, por razones que ya no recordaba, a las oficinas berlinesas donde éste trabajaba.

En dichas oficinas, le dijo Ingeborg a Archimboldi, había hileras interminables de secretarias que no paraban de escribir a máquina en una galería algo estrecha pero muy larga, recorrida permanentemente por una brigada de chicos auxiliares, vestidos con camisas verdes y pantalones cortos de color marrón, que constantemente iban de aquí para allá llevando papeles o retirando documentos ya previamente pasados en limpio de las bandejas de metal plateado que cada secretaria tenía junto a sí. Y aunque cada secretaria escribía un documento distinto, le dijo Ingeborg a Archimboldi, el sonido que producían todas esas máquinas de escribir era más bien uniforme, como si todas estuvieran escribiendo lo mismo, o todas fueran igual de rápidas. Salvo una.

Entonces Ingeborg le explicó que había cuatro filas de mesas con sus respectivas secretarias. Y que presidiendo las cuatro filas, enfrente de éstas, había una mesa solitaria, como si dijéramos la mesa de la directora, aunque la secretaria que se sentaba en esa mesa no era directora de nada, simplemente era la más vieja, la que llevaba más tiempo en aquellas oficinas o en aquel ministerio público adonde la había llevado su padre y donde éste probablemente prestaba sus servicios.

Y cuando ella y su padre llegaron a la galería, atraída ella por el ruido y su padre por el deseo de complacer su curiosidad o tal vez por el deseo de sorprenderla, la mesa principal, la mesa soberana (aunque no era una mesa soberana, que eso quede claro, puntualizó Ingeborg) estaba vacía y en la galería sólo estaban las secretarias tecleando a buena velocidad y esos adolescentes de pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla trotando por los pasillos entre fila y fila, y también un gran cuadro que colgaba del alto techo, en el otro extremo, a espaldas de las secretarias, y que representaba a Hitler contemplando un paisaje bucólico, un Hitler que tenía algo de futurista, el mentón, la oreja, el mechón de pelo, pero que por encima de todo era un Hitler prerrafaelita, y las luces que colgaban del techo y que, según su padre, permanecían las veinticuatro horas encendidas, y los cristales sucios de los tragaluces que recorrían la galería de una punta a la otra y cuya luz no sólo no servía para escribir a máquina sino que tampoco servía para otras cosas, en realidad no servía para nada, sólo para estar allí y para indicar que fuera de esa galería y de ese edificio había un cielo y probablemente gente y casas, y precisamente en ese momento, tras recorrer Ingeborg y su padre una fila hasta el fondo y cuando ya habían dado la vuelta y se volvían, por la puerta principal, entró la señora Dorothea, una viejita minúscula, vestida de negro y con zapatos planos de rendija no muy adecuados para el frío que hacía afuera, una viejita de pelo blanco recogido en un moño, una viejita que se sentó a su mesa e inclinó la cabeza, como si nada existiera salvo ella y las mecanógrafas, las cuales, justo en ese momento y todas a una, dijeron buenos días, señora Dorothea, todas al mismo tiempo, pero sin mirarla a la señora Dorothea y sin dejar de teclear en ningún momento, algo que a Ingeborg le pareció increíble, no sabía si increíblemente bello o increíblemente atroz, lo cierto es que tras el saludo coral ella, la niña Ingeborg, se quedó quieta, como fulminada por un rayo o como si estuviera, por fin, en una iglesia de verdad en donde la liturgia y los sacramentos y la pompa eran reales, y dolían y latían como el corazón arrancado de una víctima de los aztecas, a tal grado que ella, la niña Ingeborg, no sólo se quedó quieta sino que también se llevó una mano al corazón, como si se lo hubieran arrancado, y entonces, precisamente entonces, la señora Dorothea se despojó de sus guantes de tela, tensó, sin mirárselas, sus manos translúcidas, y con la vista clavada en un documento o en un manuscrito que tenía a un lado se puso a escribir.

En ese instante, le dijo Ingeborg a Archimboldi, comprendí que la música podía estar en cualquier cosa. El teclear de la señora Dorothea era tan rápido, tan particular, había tanto de la señora Dorothea en su mecanografía, que pese al ruido o al sonido o a las notas acompasadas de más de sesenta mecanógrafas trabajando a la vez, la música que salía de la máquina de la secretaria más vieja se elevaba muy por encima de la composición colectiva de sus colegas, sin imponerse a éstas, sino acoplándose, ordenándolas, jugando con ellas. A veces parecía llegar hasta los tragaluces, otras veces zigzagueaba a ras del suelo, acariciando los tobillos de los muchachos de pantalón corto y de los visitantes. En ocasiones incluso se daba el lujo de aminorar la marcha y entonces la máquina de escribir de la señora Dorothea parecía un corazón, un enorme corazón latiendo en medio de la niebla y del caos. Pero estos momentos no abundaban. A la señora Dorothea le gustaba la velocidad y su tecleo usualmente iba por delante de todos los demás tecleos, como si abriera camino en medio de una selva muy oscura, dijo Ingeborg, muy oscura, muy oscura…

Bifurcaria bifurcata no le gustó al señor Bubis, tanto que de hecho ni siquiera la terminó de leer, aunque por supuesto decidió publicar la novela pensando que tal vez a ese imbécil de Lothar Junge sí le gustaría.

Antes de llevarla a imprenta, sin embargo, se la pasó a la baronesa y le pidió que le diera su más sincera opinión. Dos días después la baronesa le dijo que se había quedado dormida y que no había podido pasar de la página cuatro, lo que no arredró al señor Bubis, que por lo demás no confiaba demasiado en los juicios literarios de su bella mujer. Poco después de enviarle el contrato por Bifurcaria bifurcata recibió una carta de Archimboldi en la que éste no se mostraba en absoluto de acuerdo con el anticipo que el señor Bubis pretendía pagarle. Durante una hora, mientras comía solo en un restaurante con vistas al estuario, estuvo pensando en cómo contestar a la carta de Archimboldi. Su primera reacción al leerla fue de indignación. Después la carta le produjo risa. Finalmente se entristeció, a lo que contribuyó el río, que a esa hora adquiría una tonalidad de dorado viejo, de pan de oro, y todo parecía desmigajarse, el río, los botes, las colinas, los bosquecillos, y partir cada cosa por su lado, hacia diferentes tiempos y diferentes espacios.

Nada permanece, murmuró Bubis. Nada está mucho tiempo con uno. En la carta Archimboldi le decía que esperaba recibir un anticipo al menos de la misma cuantía que el que había recibido por Ríos de Europa. Bien mirado, tiene razón, pensó el señor Bubis: el que yo me aburra con una novela no significa que esa novela sea mala, sólo significa que no la voy a poder vender y que por tanto ocupará un sitio precioso en mi almacén. Al día siguiente le envió a Archimboldi una cantidad un poco mayor que la que éste había recibido por Ríos de Europa.

Ocho meses después de haber estado en Kempten Ingeborg y Archimboldi volvieron, pero esta vez el pueblo no les pareció tan hermoso como la primera vez, por lo que al cabo de dos días, y encontrándose ambos muy nerviosos, lo abandonaron a bordo de una carreta que se dirigía a una aldea en el interior de la montaña.

La aldea tenía menos de veinte habitantes y estaba muy cerca de la frontera austriaca. Allí alquilaron una habitación a un campesino que tenía una lechería y que vivía solo, pues durante la guerra había perdido a sus dos hijos, uno en Rusia y el otro en Hungría, y su mujer había muerto, según decía, de pena, aunque los aldeanos afirmaban que el campesino en cuestión la había arrojado desde un barranco.

El campesino se llamaba Fritz Leube y parecía contento de tener huéspedes aunque cuando se dio cuenta de que Ingeborg tosía sangre se preocupó mucho, pues pensaba que la tuberculosis era una enfermedad de fácil contagio. De todas maneras, no se veían demasiado. Por la noche, cuando volvía con las vacas, Leube preparaba una enorme olla con sopa, que duraba un par de días y de la que comían él y sus dos huéspedes. Si tenían hambre, tanto en la bodega de la casa como en la cocina había una gran variedad de quesos y encurtidos de los que se podía disponer a discreción. El pan, grandes hogazas redondas de dos y tres kilos, se lo compraba a una de las aldeanas o lo traía él personalmente si pasaba por alguna otra aldea o bajaba a Kempten.

A veces el campesino destapaba una botella de aguardiente y se quedaba hasta tarde hablando con Ingeborg y Archimboldi, haciendo preguntas sobre la gran ciudad (para él cualquier ciudad que tuviera más de treinta mil habitantes) y frunciendo el ceño ante las respuestas, a menudo malintencionadas, que solía darle Ingeborg. Al final de estas veladas Leube introducía el corcho en la botella, recogía la mesa y antes de marcharse a dormir decía que nada era comparable a la vida en el campo. Por aquellos días Ingeborg y Archimboldi, como si presintieran algo, no paraban de hacer el amor. Lo hacían en la habitación oscura que le alquilaban a Leube y lo hacían en la sala, delante de la chimenea, cuando Leube se había ido a trabajar. Los pocos días que estuvieron en Kempten los emplearon básicamente en follar. En la aldea, una noche, lo hicieron en el establo, entre las vacas, mientras Leube y los aldeanos dormían. Por las mañanas, al levantarse, parecían recién llegados de un combate. Ambos tenían moretones en diferentes partes del cuerpo y ambos exhibían unas ojeras enormes que Leube decía que eran las ojeras de la gente que malvivía en las ciudades.

Para reponerse comían pan negro con mantequilla y bebían grandes tazones de leche caliente. Una noche Ingeborg, tras toser durante mucho rato, le preguntó al campesino de qué había muerto su mujer. De pena, contestó Leube, tal como lo hacía siempre.

—Es extraño —dijo Ingeborg—, en el pueblo he oído decir que usted la mató.

Leube no pareció sorprendido, puesto que estaba al tanto de las habladurías.

—Si yo la hubiera matado ahora estaría preso —dijo—. Todos los asesinos, incluso los que matan por un buen motivo, van tarde o temprano a la cárcel.

—No lo creo —dijo Ingeborg—, hay mucha gente que mata, sobre todo que mata a sus mujeres, y que nunca va a parar a la cárcel.

Leube se rió.

—Eso sólo se ve en las novelas —dijo.

—No sabía que usted leyera novelas —contestó Ingeborg.

—Cuando era joven las leí —dijo Leube—, entonces podía perder el tiempo sin ningún problema, mis padres estaban vivos. ¿Y cómo se supone que maté a mi mujer? —preguntó Leube tras un largo silencio en el que sólo se oía el crepitar del fuego.

—Dicen que la arrojó a un barranco —dijo Ingeborg.

—¿A qué barranco? —preguntó Leube, a quien la conversación divertía cada vez más.

—No lo sé —dijo Ingeborg.

—Aquí hay muchos barrancos, señora —dijo Leube—, está el barranco de la Oveja Perdida y el barranco de las Flores, el barranco de la Sombra (que se llama así porque siempre está envuelto en sombras) y el barranco de los Niños de Kreuze, está el barranco del Diablo y el barranco de la Virgen, el barranco de San Bernardo y el barranco de las Lajas, desde aquí hasta el puesto fronterizo hay más de cien barrancos.

—No lo sé —dijo Ingeborg—, en cualquiera de ellos.

—No, en cualquiera no, tiene que ser en uno, uno en concreto, porque si yo maté a mi mujer arrojándola a cualquier barranco es lo mismo que si no la hubiera matado. Tiene que ser uno, no cualquiera —repitió Leube—. Sobre todo —dijo después de otro largo silencio—, porque hay barrancos que se convierten en cauces de río durante el deshielo de primavera y arrastran hacia el valle todo cuanto uno ha tirado allí o se ha caído o todo cuanto uno ha intentado ocultar. Perros despeñados, terneros perdidos, trozos de madera —dijo Leube con la voz casi apagada—. ¿Y qué más dicen mis vecinos? —preguntó Leube al cabo de un rato.

—Nada más —dijo Ingeborg mirándole a los ojos.

—Mienten —dijo Leube—, callan y mienten, podrían decir muchas cosas más, pero callan y mienten. Son como los animales, ¿no le parece?

—No, a mí no me ha dado esa impresión —dijo Ingeborg, que en realidad apenas había conversado con unos pocos aldeanos, todos demasiado ocupados en sus trabajos como para perder el tiempo con una extraña.

—Pero, sin embargo —dijo Leube—, sí que han tenido tiempo para informarle acerca de mi vida.

—Muy superficialmente —dijo Ingeborg, y luego soltó una sonora y amarga carcajada que la hizo toser una vez más.

Mientras la oía toser Leube cerró los ojos.

Cuando retiró el pañuelo de su boca la mancha de sangre era como una enorme rosa con los pétalos totalmente abiertos.

Esa noche, después de hacer el amor, Ingeborg salió de la aldea y tomó el camino de la montaña. La nieve parecía refractar la luz de la luna llena. No había viento y el frío era soportable, aunque Ingeborg llevaba su jersey más grueso y una chaqueta y botas y un gorro de lana. A la primera curva la aldea desapareció de la vista y sólo quedó una hilera de pinos y las montañas que se duplicaban en la noche, todas blancas, como monjas que nada esperan del mundo.

Diez minutos después Archimboldi se despertó con un sobresalto y se dio cuenta de que Ingeborg no estaba en la cama. Se vistió, la buscó en el baño, en la cocina y en la sala y luego fue a despertar a Leube. Éste dormía como un tronco y Archimboldi lo tuvo que remecer varias veces, hasta que el campesino abrió un ojo y lo miró muerto de miedo.

—Soy yo —dijo Archimboldi—, mi mujer ha desaparecido.

—Salga a buscarla —dijo Leube.

El tirón que le dio casi rompió el camisón del campesino.

—No sé por dónde empezar —dijo Archimboldi.

Después volvió a subir a su habitación, se puso las botas y la chaqueta y cuando bajó encontró a Leube despeinado pero vestido para salir. Al llegar al centro de la aldea Leube le dio una linterna y le dijo que era mejor que se separaran. Archimboldi tomó el camino de la montaña y Leube empezó a descender hacia el valle.

Al llegar al recodo del camino Archimboldi creyó oír un grito. Se detuvo. El grito volvió a repetirse, parecía proceder del fondo de las quebradas, pero Archimboldi comprendió que era Leube, que mientras caminaba hacia el valle se había puesto a gritar el nombre de Ingeborg. No la volveré a ver nunca más, pensó Archimboldi temblando de frío. Con las prisas se había olvidado de ponerse guantes y bufanda y a medida que ascendía rumbo al puesto fronterizo las manos y la cara se le helaron tanto que ya no las sentía, por lo que de vez cuando se detenía y se echaba el aliento en las manos o se las frotaba, y se pellizcaba la cara sin ningún resultado.

Los gritos de Leube se fueron espaciando cada vez más hasta desaparecer del todo. Por momentos se confundía y creía ver a Ingeborg sentada a la orilla del camino, mirando los precipicios que se abrían a los lados, pero cuando se acercaba descubría que sólo se trataba de una roca o de un pequeño pino derribado por la ventisca. A medio camino la linterna se le estropeó y la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta, aunque de buena gana la hubiera arrojado sobre las laderas nevadas. Por otra parte la luna iluminaba el camino de forma tal que hacía innecesario el uso de la linterna. Por su cabeza pasó la idea del suicidio y del accidente. Se salió del camino y comprobó la solidez de la nieve. En algunas partes se hundió hasta las rodillas. En otras, las más cercanas a los desfiladeros, se hundió hasta la cintura. Imaginó a Ingeborg caminando sin fijarse en nada. La vio acercarse a uno de los barrancos. Dar un traspié. Caer. Hizo lo mismo. La luz lunar, sin embargo, sólo iluminaba el camino: el fondo de las quebradas seguía siendo negro, de un negro informe, en donde se podían adivinar volúmenes y siluetas indiscernibles.

Volvió al camino y siguió ascendiendo. En determinado momento se dio cuenta de que estaba sudando. Una transpiración que salía caliente de sus poros y que de golpe se convertía en una película fría que a su vez era eliminada por más transpiración caliente… En cualquier caso dejó de tener frío. Cuando ya faltaba poco para llegar al puesto fronterizo vio a Ingeborg, de pie junto a un árbol, con la mirada fija en el cielo. El cuello de Ingeborg, su barbilla, los pómulos, relucían como tocados por una locura blanca. Se acercó corriendo y la abrazó.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Ingeborg.

—Tenía miedo —dijo Archimboldi.

El rostro de Ingeborg estaba frío como un pedazo de hielo. La besó en las mejillas hasta que ella se deshizo del abrazo.

—Mira las estrellas, Hans —le dijo.

Archimboldi obedeció. El cielo estaba lleno de estrellas, muchas más de las que se veían en las noches de Kempten y muchísimas más de las que era posible ver en la noche más despejada de Colonia. Es un cielo muy bonito, querida, dijo Archimboldi y luego trató de tomarla de una mano y arrastrarla hacia la aldea, pero Ingeborg se agarró de una rama del árbol, como si estuvieran jugando, y no quiso irse.

—¿Te das cuenta de dónde estamos, Hans? —dijo riéndose con una risa que a Archimboldi le pareció una cascada de hielo.

—En la montaña, querida —dijo sin soltarle la mano e intentando vanamente abrazarla otra vez.

—Estamos en la montaña —dijo Ingeborg—, pero también estamos en un lugar rodeado de pasado. Todas esas estrellas —dijo—, ¿es posible que no lo comprendas, tú que eres tan listo?

—¿Qué hay que comprender? —dijo Archimboldi.

—Mira las estrellas —dijo Ingeborg.

Levantó la vista: en efecto, había muchas estrellas, luego volvió a mirar a Ingeborg y se encogió de hombros.

—No soy tan listo —dijo—, tú lo sabes.

—Toda esa luz está muerta —dijo Ingeborg—. Toda esa luz fue emitida hace miles y millones de años. Es el pasado, ¿lo entiendes? Cuando la luz de esas estrellas fue emitida nosotros no existíamos, ni existía vida en la tierra, ni siquiera la tierra existía. Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo.

—Un libro viejo también es el pasado —dijo Archimboldi—, un libro escrito y publicado en 1789 es el pasado, su autor ya no existe, tampoco existe su impresor ni sus primeros lectores ni la época en la que el libro fue escrito, pero el libro, la primera edición de ese libro, aún está aquí. Como las pirámides de los aztecas —dijo Archimboldi.

—Odio las primeras ediciones y las pirámides y también odio a esos aztecas sanguinarios —dijo Ingeborg—. Pero la luz de las estrellas me marea. Me dan ganas de llorar —dijo Ingeborg con los ojos húmedos de locura.

Después, haciendo un gesto para que Archimboldi no le pusiera una mano encima, echó a caminar hacia el puesto fronterizo, que consistía en una pequeña cabaña de madera de dos pisos, de cuya chimenea surgía una delgada voluta de humo negro que se deshacía en el cielo nocturno, con un cartel que colgaba de un asta en donde se anunciaba que aquélla era la frontera.

Junto a la cabaña había un galpón sin paredes en donde estaba estacionado un pequeño vehículo de carga. No había ninguna luz, salvo el débil resplandor de una vela que se filtraba por la mampara mal cerrada de una ventana en el segundo piso.

—Vamos a ver si tienen algo caliente para darnos —dijo Archimboldi, y golpeó la puerta.

Nadie les contestó. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza. El puesto fronterizo parecía vacío. Ingeborg, que lo esperaba fuera del porche, había cruzado las manos sobre el pecho y su rostro había empalidecido hasta adquirir la misma tonalidad de la nieve. Archimboldi dio la vuelta a la cabaña. En la parte de atrás, junto a la leñera, encontró una caseta de perro de dimensiones considerables pero no vio a ningún perro. Cuando regresó al porche delantero Ingeborg seguía de pie, mirando las estrellas.

—Creo que los guardas fronterizos se han marchado —dijo Archimboldi.

—Hay luz —contestó Ingeborg sin mirarlo, y Archimboldi no supo si se refería a la luz de las estrellas o a la que se veía en el segundo piso.

—Voy a romper una ventana —dijo.

Buscó en el suelo algo sólido y no halló nada, por lo que, tras apartar la contraventana de madera, rompió uno de los cristales dándole un golpe con el codo. Luego, utilizando las manos con cuidado, terminó de apartar los trozos de vidrio y abrió la ventana.

Un olor denso, pesado, le golpeó la cara mientras se deslizaba hacia dentro. En el interior de la cabaña todo estaba a oscuras, salvo un resplandor apagado que salía de la chimenea. Junto a ésta, en un sillón, vio a un guardafrontera con la chaqueta desabrochada y los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, aunque no estaba durmiendo sino muerto. En una habitación del primer piso, acostado en una litera, encontró a otro, un tipo con el pelo blanco y vestido con una camiseta blanca y calzoncillos largos del mismo color.

En el segundo piso, en la habitación donde se consumía la vela cuya luz vieron desde el camino, no había nadie. Sólo era una habitación, con una cama, una mesa, una silla y con una pequeña estantería en la que se alineaban varios libros, la mayoría de aventuras del oeste. Con algo de prisa pero midiendo sus pasos, Archimboldi buscó una escoba y un periódico y luego barrió los cristales que previamente había roto, los puso sobre el periódico y acto seguido los dejó caer por el hueco de la ventana hacia afuera, como si alguno de los dos muertos —desde el interior de la cabaña y no desde afuera— hubiera sido el causante del estropicio. Después salió sin tocar nada y abrazó a Ingeborg y así, abrazados, volvieron a la aldea mientras todo el pasado del universo caía sobre sus cabezas.

Al día siguiente Ingeborg no pudo levantarse de la cama. Tenía cuarenta grados de fiebre y por la tarde se puso a delirar. A mediodía, mientras ella dormía, Archimboldi vio desde la ventana de su cuarto pasar una ambulancia en dirección al puesto fronterizo. Poco después pasó un coche de la policía y unas tres horas después la ambulancia bajó en dirección a Kempten con su cargamento de cadáveres, pero el coche no volvió hasta las seis, cuando ya era de noche, y al entrar en la aldea se detuvo y los policías hablaron con algunos de los habitantes.

A ellos, posiblemente gracias a la intercesión de Leube, no los molestaron. Por la tarde Ingeborg empezó a delirar y esa misma noche se la llevaron al hospital de Kempten. Leube no los acompañó pero a la mañana siguiente, mientras fumaba en el pasillo junto a la puerta de entrada del hospital, Archimboldi lo vio aparecer, vestido con una chaqueta de paño muy vieja y usada aunque no carente de cierto empaque, con corbata y unos botines rústicos que parecían hechos a mano.

Hablaron durante algunos minutos. Leube le dijo que nadie en la aldea sabía lo de la fuga nocturna de Ingeborg y que era mejor que Archimboldi, si alguien se lo preguntaba, no dijera nada. Luego preguntó si el trato que recibía la paciente (lo dijo así: la paciente) era bueno, aunque por el tono con que hizo la pregunta daba por sentado que no podía ser de otra manera, por la comida del hospital, por las medicinas que le administraban, y luego abruptamente se marchó. Antes de irse, sin decir una palabra, dejó entre las manos de Archimboldi un paquete envuelto en papel barato, que contenía un buen trozo de queso, pan, y dos clases de embutido, del mismo tipo que comían cada noche en su casa.

Archimboldi no tenía hambre y cuando vio el queso y los embutidos sintió un irresistible deseo de vomitar. Pero no quiso tirar la comida y terminó guardándola en el cajón del velador de Ingeborg. Por la noche ésta volvió a delirar y no reconoció a Archimboldi. Al amanecer vomitó sangre y cuando se la llevaron a hacerle unas radiografías le gritó que no la dejara sola, que no permitiera que muriera en un hospital miserable como aquél. No lo haré, le prometió Archimboldi en el pasillo, mientras las enfermeras se alejaban con la camilla donde se debatía Ingeborg. Tres días después la fiebre empezó a remitir, aunque los cambios de humor de Ingeborg se hicieron más pronunciados.

Casi no le hablaba a Archimboldi y cuando lo hacía era para exigirle que la sacara de allí. En la misma habitación había otras dos enfermas del pulmón que pronto se hicieron enemigas irreconciliables de Ingeborg. Según ésta, la envidiaban por ser berlinesa. Al cabo de cuatro días las enfermeras estaban hartas de Ingeborg y algún médico la miraba como si, sentada muy quieta en su cama, con el pelo lacio cayéndole por debajo de los hombros, se hubiera convertido en una encarnación de la Némesis. Un día antes de que le dieran el alta, Leube apareció otra vez por el hospital.

Entró en la habitación, le hizo un par de preguntas a Ingeborg y luego le entregó un paquetito idéntico al que días antes le había dado a Archimboldi. El resto del tiempo permaneció callado, sentado muy tieso en una silla y echando de tanto en tanto miradas curiosas a las otras enfermas y a las visitas que éstas recibían. Al marcharse le dijo a Archimboldi que quería hablar con él a solas, pero Archimboldi no tenía ganas de hablar con Leube, así que en lugar de dirigirse al restaurante del hospital se quedó con él en el pasillo, ante el azoro de Leube, que esperaba poder charlar en un sitio más privado.

—Sólo quería decirle —dijo el campesino— que la señora tenía razón. Yo maté a mi mujer. La arrojé a un barranco. Al barranco de la Virgen. En realidad ya no lo recuerdo. Tal vez fuera el barranco de las Flores. Pero yo la arrojé al barranco y vi caer su cuerpo, destrozado por los salientes y por las piedras. Luego abrí los ojos y la busqué. Allá abajo estaba. Una mancha de color entre las lajas. Durante mucho rato estuve mirándola. Luego bajé y me la eché a los hombros y subí con ella encima, pero ya no pesaba nada, era como subir con un hato de ramas. Entré en mi casa por la parte de atrás. Nadie me vio. La lavé con cuidado, le puse ropa nueva, la acosté. ¿Cómo no se dieron cuenta de que tenía todos los huesos rotos? Dije que había muerto. ¿De qué murió?, me preguntaron. De pena, dije yo. Cuando uno muere de pena es como si tuviera los huesos rotos y magulladuras en todas partes y el cráneo reventado. Eso es la pena. Yo mismo hice el ataúd durante una noche de trabajo y al día siguiente la enterré. Luego arreglé los papeles en Kempten. No le voy a decir que a los funcionarios les pareció normal. Algo se extrañaron. Yo vi sus caras de extrañeza. Pero no dijeron nada y me inscribieron a la muerta. Luego volví a la aldea y seguí viviendo. Solo para siempre —murmuró tras una larga pausa—. Tal como debe ser.

—¿Por qué me cuenta esto? —dijo Archimboldi.

—Para que se lo cuente a la señora Ingeborg. Quiero que la señora lo sepa. Es por ella que yo se lo cuento a usted, para que ella lo sepa. ¿Estamos?

—De acuerdo —dijo Archimboldi—, se lo contaré.

Cuando salieron del hospital volvieron en tren a Colonia, pero apenas pudieron estar allí tres días. Archimboldi le preguntó a Ingeborg si quería ir a visitar a su madre. Ingeborg contestó que entre sus planes ya no estaba volver a ver nunca más a su madre ni a sus hermanas. Deseo viajar, dijo. Al día siguiente Ingeborg tramitó su pasaporte y Archimboldi consiguió dinero entre sus amigos. Primero estuvieron en Austria y luego en Suiza y de Suiza pasaron a Italia. Visitaron, como dos vagabundos, Venecia y Milán, y entre ambas ciudades se detuvieron en Verona y durmieron en la pensión donde durmió Shakespeare y comieron en la trattoria donde comió Shakespeare, y que ahora se llamaba Trattoria Shakespeare, y también fueron a la iglesia adonde solía ir Shakespeare a meditar o a jugar al ajedrez con el cura párroco, puesto que Shakespeare, al igual que ellos, no hablaba italiano, aunque para jugar al ajedrez no era necesario hablar italiano ni inglés ni alemán ni siquiera ruso.

Y como en Verona poco más es lo que había que ver recorrieron Brescia y Padua y Vicenza y otras ciudades a lo largo de la línea ferroviaria que une Milán con Venecia, y luego estuvieron en Mantua y en Bolonia y vivieron tres días en Pisa haciendo el amor como desesperados, y se bañaron en Cecina y en Piombino, enfrente de la isla de Elba, y luego visitaron Florencia y entraron en Roma.

¿De qué vivieron? Probablemente Archimboldi, que había aprendido mucho de su trabajo de portero en el bar de la Spenglerstrasse, se dedicó a los pequeños hurtos. Robar a los turistas americanos era fácil. Robar a los italianos sólo era un poco más difícil. Tal vez Archimboldi pidió otro anticipo a la editorial y se lo enviaron o quizás fue la propia baronesa Von Zumpe a entregárselo en mano, picada por la curiosidad de conocer a la mujer de su antiguo empleado.

El encuentro, en cualquier caso, fue en un sitio público y sólo apareció Archimboldi, que se tomó una cerveza, cogió el dinero, dio las gracias y se marchó. O así se lo explicó la baronesa a su marido en una larga carta escrita desde un castillo de Senigallia en donde pasó quince días tostando su piel al sol y tomando largos baños de mar. Baños de mar que Ingeborg y Archimboldi no tomaron o que pospusieron para otra reencarnación, pues la salud de Ingeborg, con el paso del verano, se hizo cada vez más débil y la posibilidad de volver a la montaña o de internarse en un hospital quedaba descartada sin discusión posible. El comienzo de septiembre los encontró en Roma, vestidos ambos con pantalones cortos de color amarillo arena del desierto o amarillo duna, como si fueran fantasmas del Afrika Korps perdidos en las catacumbas de los primeros cristianos, catacumbas desoladas en donde sólo se oía el goteo impreciso de alguna cloaca vecina y la tos de Ingeborg.

Pronto, sin embargo, emigraron hacia Florencia y desde allí, caminando o haciendo autoestop, se dirigieron al Adriático. Para entonces la baronesa Von Zumpe se hallaba en Milán, como huésped de unos editores milaneses, y desde una cafetería semejante en todo a una catedral románica le escribió una carta a Bubis en la que le informaba sobre la salud de sus anfitriones, que hubieran deseado que Bubis estuviera allí, y sobre unos editores de Turín que acababa de conocer, uno viejo y muy alegre que siempre que se refería a Bubis lo llamaba mi hermano, y el otro joven, izquierdista, muy guapo, que decía que los editores también, por qué no, debían contribuir a cambiar el mundo. También, por aquellos días, entre fiesta y fiesta la baronesa conoció a algunos escritores italianos, algunos de los cuales tenían libros que tal vez resultaran interesantes de traducir. Por supuesto, la baronesa podía leer en italiano aunque sus actividades diarias le vedaban, de alguna manera, la lectura.

Todas las noches había una fiesta a la que asistir. Y cuando no había fiesta sus anfitriones se la inventaban. A veces abandonaban Milán en una caravana de cuatro o cinco coches y se iban a un pueblo a orillas del lago de Garda llamado Bardolino, en donde alguno tenía una villa, y a menudo el amanecer los encontraba a todos, exhaustos y alegres, bailando en una trattoria cualquiera de Desenzano, ante la mirada curiosa de los lugareños que habían trasnochado (o que se acababan de levantar) atraídos por la algarabía.

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