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La parte de Archimboldi

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Una mañana, sin embargo, recibió un telegrama de Bubis en el que le comunicaba que la mujer de Archimboldi había muerto en un pueblo perdido del Adriático. Sin saber a ciencia cierta por qué, la baronesa se echó a llorar como si se le hubiera muerto una hermana y ese mismo día comunicó a sus anfitriones que se iba de Milán rumbo a este pueblo perdido, sin saber muy bien si tenía que tomar un tren o un autobús o un taxi, puesto que el pueblo en cuestión no aparecía en su guía del viajero en Italia. El joven editor turinés de izquierdas se ofreció a llevarla en su coche y la baronesa, que había tenido algunos escarceos con él, se lo agradeció con palabras tan sentidas que el turinés, de golpe, no supo a qué atenerse.

El viaje fue un treno o un epicedio, dependiendo del paisaje que cruzaran, recitado en un italiano cada vez más macarrónico y contagioso. Al final, llegaron al pueblo misterioso agotados después de haber repasado una lista interminable de familiares muertos (tanto de la baronesa como del turinés) y amigos desaparecidos, algunos de los cuales estaban muertos sin que ellos lo supieran. Pero aún tuvieron fuerzas para preguntar por un alemán al que se le había muerto la mujer. Los aldeanos, hoscos y atareados en la reparación de redes y en el calafateado de los botes, les dijeron que en efecto, hacía unos días, había llegado una pareja de alemanes y que hacía unos pocos días el hombre se había marchado solo, puesto que la mujer había muerto ahogada.

¿Adónde había ido el hombre? No lo sabían. La baronesa y el editor le preguntaron al cura, pero éste tampoco sabía nada. También le preguntaron al sepulturero y éste les repitió lo que ya habían oído como una letanía: que el alemán se había marchado hacía poco tiempo y que la alemana no estaba enterrada en aquel cementerio, puesto que había muerto ahogada y su cadáver no se encontró jamás.

Por la tarde, antes de abandonar el pueblo, la baronesa insistió en subir a una montaña desde la que se dominaba toda la región. Vio senderos zigzagueantes, de tonalidades amarillo oscuro, que se perdían en medio de pequeños bosques de color plomizo, como si los bosques fueran globos hinchados de lluvia, vio colinas cubiertas de olivos y manchas que se desplazaban con una lentitud y extrañeza que aunque le parecieron de este mundo no le parecieron soportables.

Durante mucho tiempo de Archimboldi no se supo nada. Ríos de Europa, sin que nadie lo esperara, siguió vendiéndose y se hizo una segunda edición. Poco después ocurrió lo mismo con La máscara de cuero. Su nombre apareció en dos ensayos sobre nueva narrativa alemana, si bien siempre en una posición discreta, como si el autor del ensayo nunca estuviera del todo seguro de que no era víctima de una broma. Algunos jóvenes lo leían. Una lectura marginal, un capricho de universitarios.

Cuando habían transcurrido cuatro años de su desaparición, Bubis recibió en Hamburgo el voluminoso manuscrito de Herencia, una novela de más de quinientas páginas, llena de tachaduras y añadidos y prolijas y a menudo ilegibles anotaciones a pie de página.

El envío procedía de Venecia, en donde Archimboldi, según decía en una breve carta adjunta al manuscrito, había estado trabajando de jardinero, algo que a Bubis le pareció una broma, porque de jardinero, según pensaba, uno puede, con cierta dificultad, encontrar trabajo en cualquier ciudad italiana menos en Venecia. La respuesta del editor, de todas formas, fue rapidísima. Ese mismo día le escribió preguntándole qué anticipo quería y solicitándole una dirección más o menos segura para hacerle el envío del dinero, de su dinero, que durante aquellos cuatro años se había ido, muy poquito a poco, acumulando.

La respuesta de Archimboldi fue aún más escueta. Daba una dirección en el Cannaregio y se despedía con las palabras de rigor deseándole un buen año, pues se acercaba el final de diciembre, a Bubis y a su señora esposa.

Durante aquellos días, días muy fríos en toda Europa, Bubis leyó el manuscrito de Herencia y pese a que el texto era caótico su impresión final fue de una gran satisfacción, pues Archimboldi respondía a todas las expectativas que en él tenía depositadas. ¿Qué expectativas eran éstas? Bubis no lo sabía, ni le importaba saberlo. Ciertamente no eran expectativas sobre su buen quehacer literario, algo que puede aprender a hacer cualquier escritorzuelo, ni sobre su capacidad de fabulación, de la que no tenía dudas desde que apareciera La rosa ilimitada, ni sobre su capacidad de inyectar sangre nueva en la aterida lengua alemana, algo que, a juicio de Bubis, estaban haciendo dos poetas y tres o cuatro narradores, entre los que él contaba a Archimboldi. Pero no era eso. ¿Qué era, entonces? Bubis no lo sabía aunque lo presentía, y el no saberlo no le producía el más mínimo problema, entre otras cosas porque tal vez los problemas empezaban al saberlo, y él era editor y los caminos de Dios de cierto sólo eran inextricables.

Puesto que la baronesa se encontraba por aquellos días en Italia, donde tenía un amante, Bubis le telefoneó y le pidió que fuera a visitar a Archimboldi.

De buena gana hubiera ido él personalmente, pero los años no pasaban en balde y Bubis ya no era capaz de viajar como lo había hecho durante tanto tiempo. Así pues, fue la baronesa la que apareció una mañana por Venecia acompañada por un ingeniero romano algo menor que ella, un tipo guapo y delgado y de piel bronceada al que en ocasiones la gente llamaba arquitecto y en ocasiones doctor, aunque sólo era ingeniero, ingeniero de caminos y lector apasionado de Moravia, cuya casa había visitado en compañía de la baronesa, para que ésta tuviera la oportunidad de conocer al novelista durante una velada que Moravia daba en su amplio departamento desde donde se contemplaba, al caer la noche llena de reflectores, las ruinas de un circo, o tal vez fuera un templo, túmulos funerarios y piedras iluminadas que la misma luz contribuía a confundir y a velar y que los invitados de Moravia contemplaban riéndose o al borde de las lágrimas desde la amplia terraza del novelista. Un novelista que no impresionó a la baronesa o que al menos no la impresionó tanto como esperaba su amante, para quien Moravia escribía con letras de oro, pero en quien la baronesa no dejaría de pensar durante los días siguientes, sobre todo después de haber recibido la carta de su marido y de viajar, acompañada por el ingeniero moraviano, a la invernal Venecia, en donde tomaron habitación en el Danieli, de donde poco después, tras ducharse y cambiarse de ropa, pero sin desayunar, la baronesa saldría sola, con su hermosa cabellera despeinada y una premura inexplicable.

La dirección de Archimboldi estaba en la calle Turlona, en el Cannaregio, y la baronesa supuso, con buen sentido, que esa calle no podía quedar demasiado lejos de la estación de ferrocarriles o, si no fuera así, demasiado lejos de la iglesia de la Madonna del Orto, en la que había trabajado toda su vida el Tintoretto. Así que tomó un vaporetto en San Zaccaria y se dejó llevar, ensimismada, por el Gran Canal y luego se bajó enfrente de la estación y empezó a caminar y a preguntar, y mientras tanto iba pensando en los ojos de Moravia, que eran atractivos, y en los ojos de Archimboldi, que de golpe descubrió que ya no recordaba, y también pensó en lo disímiles que eran ambas vidas, la de Moravia y la de Archimboldi, uno burgués y sensato y que marchaba con su tiempo y que no se privaba, sin embargo, de propiciar (pero no para él sino para sus espectadores) ciertas bromas delicadas e intemporales, el otro, sobre todo comparado con el primero, esencialmente un lumpen, un bárbaro germánico, un artista en permanente incandescencia, como decía Bubis, alguien que no vería jamás las ruinas envueltas en estolas de luz que se apreciaban desde la terraza de Moravia ni oiría los discos de Moravia ni saldría de noche a pasear por Roma con sus amigos, poetas y cineastas, traductores y estudiantes, aristócratas y marxistas, como hacía Moravia con sus amigos, siempre una palabra amable, una observación inteligente, un comentario oportuno, mientras Archimboldi mantenía largos soliloquios con él mismo, pensó la baronesa al tiempo que recorría Lista de Spagna hasta el Campo San Geremia y luego atravesaba el puente Guglie y bajaba unos escalones hasta la Fondamenta Pescaria, ininteligibles soliloquios de niño de servicio o de soldado descalzo vagabundo en tierras rusas, un infierno poblado de súcubos, pensó la baronesa, y recordó entonces, sin que viniera a cuento, que a los pederastas, en el Berlín de su adolescencia, algunas personas, sobre todo las criadas que venían del campo, los llamaban súcubos, las criadas, las doncellas que abrían los ojos muy grandes y con falsa expresión de susto, las doncellitas que dejaban a la familia para ir a las enormes casas de los barrios de los ricos y que mantenían largos soliloquios que les permitían asegurar un día más su supervivencia.

¿Pero Archimboldi mantenía en realidad soliloquios con él mismo?, pensó la baronesa mientras se internaba por la calle del Ghetto Vecchio, ¿o monologaba en presencia de otra persona? ¿Y si era así, quién era esa otra persona? ¿Un muerto? ¿Un demonio alemán? ¿Un monstruo que él había descubierto cuando trabajaba en su casa solariega de Prusia? ¿Un monstruo que se encontraba en los sótanos de su casa cuando el niño Archimboldi iba a trabajar acompañado de su madre? ¿Un monstruo que se escondía en el bosque propiedad de los barones Von Zumpe? ¿El fantasma de los campos de turba? ¿El espíritu de los roqueríos a un lado de la accidentada carretera que unía las aldeas de pescadores?

Pura palabrería, pensó la baronesa, que nunca había creído en los fantasmas ni en ideologías, sólo en su cuerpo y en los cuerpos de otros, mientras atravesaba la plaza del Ghetto Nuovo y luego cruzaba el puente hasta la Fondamenta degli Ormesini, y giraba a la izquierda y llegaba a la calle Turlona, sólo casas viejas, edificios que se sostenían unos a otros como viejitos enfermos de Alzheimer, un batiburrillo de casas y pasillos laberínticos en donde se oían voces lejanas, voces preocupadas que preguntaban y respondían con gran dignidad, hasta llegar a la puerta de Archimboldi, en una casa que ni desde la calle ni desde el interior se sabía muy bien en qué piso estaba, si en el tercero o en el cuarto, tal vez en el tercero y medio.

Abrió la puerta Archimboldi. Tenía el pelo largo y enmarañado y la barba le cubría todo el cuello. Iba vestido con un suéter de lana y unos pantalones anchos y con manchas de tierra, algo nada usual en Venecia, donde sólo hay agua y piedras. La reconoció de inmediato y al pasar la baronesa notó que las fosas nasales de su antiguo criado se dilataban, como si intentara olerla. La casa se componía de dos habitaciones pequeñas, separadas por un tabique de yeso, y un baño, también minúsculo, de construcción reciente. En la habitación que servía de comedor y cocina estaba la única ventana de la casa, que daba a un canal que desembocaba en el Rio della Sensa. El color de la casa era de un malva oscuro que, ya en la segunda habitación, en donde estaba la cama y la ropa de Archimboldi, se transmutaba en negro, un negro de provincias, pensó la baronesa.

¿Qué hicieron durante aquel día y el día siguiente? Probablemente hablaron y follaron, más de lo último que de lo primero, lo cierto es que por la noche la baronesa no volvió al Danieli, ante la angustia de su ingeniero, que había leído novelas que hablaban de misteriosas desapariciones en Venecia, sobre todo de turistas del sexo débil, mujeres sojuzgadas carnalmente, mujeres sedadas por la libido de macrós venecianos, mujeres esclavas que convivían, pared con pared, con las esposas legítimas de sus esclavizadores, gordas bigotudas que hablaban en dialecto y que sólo salían de sus cuevas a comprar verduras y pescado, mujeres de Cromagnon casadas con hombres de Neanderthal y siervas educadas en Oxford o en internados de Suiza atadas a una pata de la cama en espera de la Sombra.

Pero lo cierto es que la baronesa no volvió aquella noche y el ingeniero se emborrachó discretamente en el bar del Danieli y no acudió a la policía, en parte por miedo a hacer el ridículo y en parte porque intuía que su amante alemana era de esos espíritus que siempre se salen con la suya, sin pedir ni preguntar nada. Y aquella noche no hubo Sombra alguna, aunque la baronesa hizo preguntas, no muchas, y se mostró dispuesta a contestar las que Archimboldi tuviera a bien hacerle.

Hablaron del trabajo de jardinero, que era cierto, y que se hacía o bien a cuenta del municipio de Venecia en los pocos pero bien conservados jardines públicos o bien a cuenta de particulares (o abogados) que poseían jardines interiores, algunos espléndidos, tras los muros de sus palacios. Luego volvieron a hacer el amor. Luego hablaron del frío que hacía y que Archimboldi conjuraba envolviéndose en mantas. Luego se besaron largamente y la baronesa no quiso preguntarle cuánto tiempo llevaba sin acostarse con una mujer. Luego hablaron de algunos escritores norteamericanos que Bubis publicaba y que visitaban Venecia con asiduidad, aunque Archimboldi no conocía ni había leído a ninguno. Y luego hablaron del desaparecido primo de la baronesa, el malaventurado Hugo Halder, y de la familia de Archimboldi, a quien éste, por fin, había encontrado.

Y cuando la baronesa se disponía a preguntarle dónde había encontrado a su familia y bajo qué circunstancias y cómo, Archimboldi se levantó de la cama y le dijo: escucha. Y la baronesa trató de escuchar, pero no oyó nada, sólo silencio, un silencio completo. Y entonces Archimboldi le dijo: de eso se trata, del silencio, ¿lo oyes? Y la baronesa estuvo a punto de decirle que el silencio no se podía oír, que sólo se oía el sonido, pero le pareció una pedantería y no dijo nada. Y Archimboldi, desnudo, se acercó a la ventana y la abrió y sacó medio cuerpo afuera, como si pretendiera arrojarse al canal, pero no era ésa su intención. Y cuando volvió a meter el torso le dijo a la baronesa que se acercara y mirara. Y la baronesa se levantó, desnuda como él, y se acercó a la ventana y vio cómo nevaba sobre Venecia.

La última visita que realizó Archimboldi a su editorial fue para revisar junto con la correctora las pruebas de imprenta de Herencia y añadir alrededor de cien páginas al manuscrito original. Aquélla fue la última vez que vio a Bubis, el cual moriría unos años más tarde, no sin haber publicado antes otras cuatro novelas de Archimboldi, y también fue la última vez que vio a la baronesa, al menos en Hamburgo.

Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad, lo que provocaba la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila, y luego se ponían a hablar de los lapsus cálami, muchos de ellos recogidos en un libro publicado en París, de esto hacía ya mucho tiempo, titulado acertadamente Museo de errores, y otros seleccionados por Max Sengen, buscador de erratas. Y, del dicho al hecho, no tardaron mucho las correctoras en coger el libro (que no era el Museo de errores francés ni el de Sengen), cuyo título Archimboldi no pudo ver, y se pusieron a leer en voz alta una selección de perlas cultivadas:

—«¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo». El duque de Monbazon, Chateaubriand.

—«La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria». Dramas marítimos, Gaston Leroux.

—«Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia». El diluvio, Sinkiewicz.

—«¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas». Lourdes, Zola.

—«El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante». Cartas desde mi molino, Alfonso Daudet.

—«Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo». El día fatal, Rosny.

—«Con un ojo leía, con el otro escribía». A orillas del Rhin, Auback.

—«El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia». El favorito de la suerte, Octavio Feuillet.

—«Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración». La muerte, Argibachev.

—«Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida». El honor, Octavio Feuillet.

—«Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega». Beatriz, Balzac.

—«Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo». La muerte de Mongomer, Henri Zvedan.

—«Tenía la mano fría como la de una serpiente». Ponson du Terrail—. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.

De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:

—«El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban».

—«¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?».

—«En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos».

—«Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos».

—«Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria».

Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo inesperada la frase de Chateaubriand, sobre todo porque en ella se percibía un trasfondo de carácter sexual.

—Altamente sexual —dijo la baronesa.

—Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand —acotó la correctora.

—Bueno, la alusión a los caballos es clara —dictaminó el suizo.

—¡Pobre María! —terminó diciendo la jefa de prensa.

Después hablaron de Enrique, de El día fatal, de Rosny, un texto cubista, según Bubis. O la expresión más ajustada del nerviosismo y del acto de leer, según la diseñadora gráfica, pues Enrique no sólo leía con las manos cruzadas sobre la espalda sino que también lo hacía paseándose por el jardín. Lo cual a veces era muy grato, según el suizo, que resultó ser el único de los presentes que en ocasiones leía caminando.

—También cabía la posibilidad —dijo la correctora— de que este Enrique hubiera inventado un artefacto que le permitiera leer sin sostener el libro con las manos.

—¿Pero de qué manera —preguntó la baronesa— pasaba las páginas?

—Muy simple —dijo el suizo—, con una pajita o varilla metálica que se maneja con la boca y que, por supuesto, forma parte del artefacto de lectura, el cual seguramente tiene la forma de una bandeja-mochila. También hay que tener en cuenta que Enrique, que es inventor, es decir, que pertenece a la categoría de los hombres objetivos, está leyendo la novela de un amigo, lo cual entraña una enorme responsabilidad, pues ese amigo querrá saber si la novela le gustó o no, y si le gustó querrá saber si le gustó mucho o no, y si le gustó mucho querrá saber si Enrique considera su novela una obra maestra o no, y si Enrique admite que le parece una obra maestra querrá saber si ha escrito una obra cumbre de las letras francesas o no, y así hasta agotar la paciencia del pobre Enrique, quien seguramente tiene otras cosas mejores que hacer, además de colgarse ese aparatito ridículo sobre el pecho y pasear arriba y abajo por el jardín.

—La frase, de todas maneras —dijo la jefa de prensa—, nos indica que a Enrique no le gusta lo que está leyendo. Está preocupado, teme que el libro de su amigo no remonte el vuelo, se resiste a admitir lo obvio: que su amigo ha escrito una porquería.

—¿Y eso cómo lo deduces? —quiso saber la correctora.

—Por la forma en que nos lo presenta Rosny. Las manos cruzadas a la espalda: preocupación, concentración. Lee de pie y sin dejar de caminar: resistencia ante un hecho consumado, nerviosismo.

—Pero el acto de haber usado la máquina de lectura —dijo la diseñadora gráfica— lo salva.

Después hablaron del texto de Daudet, el cual, según Bubis, no era un ejemplo de lapsus cálami sino del humor del escritor, y de El favorito de la suerte, de Octavio Feuillet (Saint-Lô 1821-París 1890), autor de gran éxito en su época, enemigo de la novela realista y naturalista, cuyas obras han caído en el más espantoso olvido, en el más horroroso olvido, en el más merecido olvido, y cuyo lapsus, «el cadáver esperaba, silencioso, la autopsia», de alguna manera prefigura el destino de sus propio libros, dijo el suizo.

—¿No tiene nada que ver ese Feuillet con la palabra francesa feuilleton? —preguntó la anciana Marianne Gottlieb—. Creo recordar que ese término indicaba tanto el suplemento literario del periódico en cuestión como la novela por entregas publicada en el mismo.

—Probablemente son la misma cosa —dijo enigmáticamente el suizo.

—La palabra folletín, ciertamente, viene del nombre de Feuillet, el delfín de las novelas por entregas —lanzó un farol Bubis, que no estaba del todo seguro.

—Aunque a mí la frase que me gusta más es la de Auback —opinó la correctora.

—Ése seguro que es alemán —dijo la secretaria.

—Sí, la frase es buena: «con un ojo leía, con el otro escribía» no desentonaría en una biografía de Goethe —dijo el suizo.

—Con Goethe no te metas —dijo la jefa de prensa.

—Ese Auback también podría ser francés —dijo la correctora, que había vivido una larga temporada en Francia.

—O suizo —dijo la baronesa.

—¿Y qué os parece «Tenía la mano fría como la de una serpiente»? —preguntó la administrativa.

—Prefiero el de Henri Zvedan: «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo» —dijo el suizo.

—Tiene cierta lógica —dijo la correctora—. Primero le cortan la cabeza. Quienes así actúan piensan que la víctima ha muerto, pero es urgente deshacerse del cadáver. Cavan una tumba, tiran el cuerpo dentro de ella, lo cubren de tierra. Pero la víctima no ha muerto. La víctima no ha sido guillotinada. Le han cortado la cabeza, en este caso puede significar que lo han o la han degollado. Supongamos que es un hombre. Lo intentan degollar. Sale mucha sangre. La víctima pierde el sentido. Sus agresores lo dan por muerto. Al cabo de un rato, la víctima despierta. La tierra ha parado la hemorragia. Está enterrado vivo. Ya está. Eso es todo —dijo la correctora—. ¿Tiene sentido?

—No, no tiene sentido —dijo la jefa de prensa.

—Es verdad, no tiene sentido —admitió la correctora.

—Algo de sentido sí que tiene, querida —dijo Marianne Gottlieb—, hay casos extraordinarios en la historia.

—Pero éste no tiene sentido —dijo la correctora—. No trate de darme ánimos, señora Marianne.

—Yo creo que algo de sentido sí que tiene —dijo Archimboldi, que no había parado de reírse—, aunque mi favorito no es ése.

—¿Cuál es tu favorito? —dijo Bubis.

—El de Balzac —dijo Archimboldi.

—Ah, ése es fantástico —dijo la correctora.

Y el suizo recitó:

—«Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega».

Después de Herencia, el siguiente manuscrito que entregó a Bubis fue el de Santo Tomás, la biografía apócrifa de un biógrafo cuyo biografiado es un gran escritor del régimen nazi, en donde algunos críticos quisieron ver retratado a Ernst Jünger, aunque evidentemente no se trataba de Jünger sino de un personaje de ficción, por llamarlo de alguna manera. En aquel tiempo aún vivía en Venecia, según le constaba a Bubis, y probablemente seguía trabajando de jardinero, aunque los anticipos y los cheques que cada cierto tiempo le enviaba su editor le hubieran permitido dedicarse exclusivamente a la literatura.

El siguiente manuscrito, sin embargo, llegó desde una isla griega, la isla de Icaria, en donde Archimboldi había alquilado una casita en medio de unas colinas rocosas, detrás de las cuales estaba el mar. Como el paisaje final de Sísifo, pensó Bubis, y así se lo hizo saber en una carta en la que le notificaba, como era usual, la llegada del texto, su consiguiente lectura, y en donde le sugería tres formas de pago, para que Archimboldi escogiera la que más le conviniera.

La respuesta de Archimboldi sorprendió a Bubis. En ella le decía que Sísifo, una vez muerto, se había escapado del Infierno mediante una estratagema de orden legal. Antes de que Zeus liberara a Tánato, y sabiendo Sísifo que lo primero que haría la muerte sería ir a por él, le pidió a su mujer que no cumpliera con los requisitos fúnebres establecidos. Así pues, al llegar a los Infiernos Hades se lo reprochó y todas las potestades infernales pusieron, como es normal, el grito en el cielo o en la bóveda del Infierno y se tiraron de los pelos y se sintieron ofendidos. Sísifo, no obstante, dijo que la culpa no era suya sino de su mujer y pidió, digamos, un permiso penal para subir a la tierra y castigarla.

Hades se lo pensó: la propuesta de Sísifo era razonable y le fue concedida la libertad bajo fianza, valedera únicamente para tres jornadas o cuatro, las suficientes para que se tomara justa venganza y pusiera en marcha, aunque fuera un poco tarde, los requisitos fúnebres de rigor.

Por descontado, Sísifo no esperó a que se lo repitieran y volvió a la tierra, en donde vivió felizmente hasta que fue muy viejo, no por nada era el hombre más astuto del orbe, y sólo regresó a los Infiernos cuando su cuerpo ya no dio más de sí.

Según algunos, el castigo de la roca sólo tenía una finalidad: la de mantener a Sísifo ocupado y no permitir que su mente inventara nuevas argucias. Pero el día menos pensado a Sísifo se le va a ocurrir algo y va a volver a subir a la tierra, concluía su carta Archimboldi.

La novela que le envió a Bubis desde Icaria se llamaba La ciega. Tal como cabía esperar, esta novela trataba sobre una ciega que no sabía que era ciega y sobre unos detectives videntes que no sabían que eran videntes. Desde las islas no tardaron en llegar a Hamburgo otros libros. El Mar Negro, una pieza teatral o una novela escrita en parlamentos dramáticos, en la que el Mar Negro dialoga, una hora antes del amanecer, con el océano Atlántico. Letea, su novela más explícitamente sexual, en la que traslada a la Alemania del Tercer Reich la historia de Letea, que se creía más bella que las diosas, y que finalmente fue transformada, junto con Óleno, su marido, en una estatua de piedra (esta novela fue tachada de pornográfica y tras ganar un juicio se convirtió en el primer libro de Archimboldi que agotó cinco ediciones). El vendedor de lotería, la vida de un lisiado alemán que vende lotería en Nueva York. Y El padre, en la que un hijo rememora las actividades de su padre como psicópata asesino, que empiezan en 1938, cuando el hijo tiene veinte años, y terminan, de forma por demás enigmática, en 1948.

En Icaria vivió algún tiempo. Luego vivió en Amargos. Luego en Santorín. Luego en Sifnos, en Siros y en Miconos. Luego vivió en un islote pequeñísimo, al que llamaba Hecatombe o Superego, cerca de la isla de Naxos, pero en Naxos no vivió nunca. Luego se marchó de las islas y volvió al continente. En aquella época comía uvas y olivas, grandes olivas secas cuyo sabor y consistencia eran similares a los terrones. Comía queso blanco y queso curado de cabra que vendían envuelto en hojas de parra y cuyo olor podía esparcirse en un radio de trescientos metros. Comía pan negro muy duro que había que reblandecer con vino. Comía pescados y tomates. Higos. Agua. El agua la sacaba de un pozo. Tenía un balde y un bidón como los que usan en el ejército, que llenaba de agua. Nadaba, pero el niño alga había muerto. Nadaba bien, no obstante. A veces buceaba. Otras veces se quedaba solo, sentado en las laderas de las colinas de matojos bajos, hasta que anochecía o hasta que amanecía, él decía que pensando pero en realidad sin pensar en nada.

Cuando ya vivía en el continente se enteró, leyendo un periódico alemán en una terraza de Missolonghi, de la muerte de Bubis.

Tánato había llegado a Hamburgo, ciudad que conocía al dedillo, mientras Bubis estaba en su oficina leyendo un libro de un joven escritor de Dresde, un libro ferozmente humorístico que lo hacía sacudirse de risa. Sus carcajadas, según la jefa de prensa de la editorial, se escuchaban en la sala de espera y en la oficina de los administrativos y también en la oficina de los correctores y en la sala de juntas y en el cuarto de los lectores y en el baño y en la habitación que hacía las veces de cocina y repostero y hasta llegaban a la oficina de la mujer del jefe, que era la más alejada de todas.

De pronto, las carcajadas cesaron. Todo el mundo en la editorial, por una causa o por otra, recordaba la hora, las once veinticinco de la mañana. Al cabo de un rato, la secretaria golpeó la puerta de la oficina de Bubis. Nadie le respondió. Temerosa de molestarlo decidió no insistir. Poco después intentó pasarle una llamada telefónica. Nadie levantó el teléfono en la oficina de Bubis. Esta vez la llamada era urgente y la secretaria, tras golpear varias veces, abrió la puerta. Bubis estaba agachado, entre sus libros artísticamente esparcidos por el suelo, y estaba muerto aunque su cara daba impresión de contento.

Su cuerpo fue quemado y esparcido en las aguas del Alster. Su viuda, la baronesa, se puso al frente de la editorial y declaró su nula intención de poner ésta en venta. Nada se decía sobre el manuscrito del joven autor de Dresde, el cual, por otra parte, ya había tenido problemas con la censura en la República Democrática.

Cuando terminó de leer, Archimboldi volvió a leer toda la noticia un vez más y luego la volvió a leer por tercera vez y luego se levantó temblando y se fue a caminar por Missolonghi, que estaba lleno de recuerdos de Byron, como si Byron no hubiera hecho otra cosa en Missolonghi que caminar de un lado a otro, de una posada a una taberna, de callejón en plazuela, cuando era bien sabido que la fiebre no le permitía moverse y que el que caminó y vio y reconoció fue Tánato, que además de venir a buscar a Byron hizo turismo, pues Tánato es el más grande turista que hay sobre la tierra.

Y luego Archimboldi pensó si convendría enviar una tarjeta a la editorial con el pésame. E incluso imaginó las palabras que en esa tarjeta escribiría. Pero luego le pareció que nada de aquello tenía sentido, y no escribió nada ni mandó nada.

Más de un año después de la muerte de Bubis, cuando Archimboldi había vuelto a vivir en Italia, llegó a la editorial el manuscrito de su última novela, titulada El regreso. La baronesa Von Zumpe no la quiso leer. Se la dio a la correctora y le dijo que la preparara para publicarla al cabo de tres meses.

Luego envió un telegrama al remitente que venía en el sobre que contenía el manuscrito y al día siguiente tomó un avión con destino a Milán. Del aeropuerto se fue a la estación con el tiempo justo para coger un tren a Venecia. Por la tarde, en una trattoria del Cannaregio, vio a Archimboldi y le entregó un cheque que sumaba el anticipo por su última novela y los derechos de autor generados por sus antiguos libros.

La cantidad era respetable, pero Archimboldi se guardó el cheque en un bolsillo y no dijo nada. Luego se pusieron a hablar. Comieron sardinas a la veneciana con rodajas de sémola dura y bebieron una botella de vino blanco. Se levantaron y caminaron por una Venecia muy diferente de la Venecia invernal y nevada que habían disfrutado en su último encuentro. La baronesa le confesó que desde entonces no había vuelto.

—Yo llegué no hace mucho —dijo Archimboldi.

Parecían dos viejos amigos a los cuales no les hace falta hablar demasiado. El otoño, benigno, recién empezaba y para conjurar el frío sólo era necesario un suéter ligero. La baronesa quiso saber si Archimboldi aún vivía en el Cannaregio. Así era, respondió Archimboldi, pero ya no en la calle Turlona.

Entre sus planes estaba el marcharse al sur.

Durante muchos años la casa de Archimboldi, sus únicas posesiones, fueron su maleta, que contenía ropa y quinientas hojas en blanco y los dos o tres libros que estuviera leyendo en ese momento, y la máquina de escribir que le regalara Bubis. La maleta la cargaba con la mano derecha. La máquina la cargaba con la mano izquierda. Cuando la ropa se hacía un poco vieja, la tiraba. Cuando terminaba de leer un libro, lo regalaba o lo abandonaba en una mesa cualquiera. Durante mucho tiempo se negó a comprar un ordenador. A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban. Pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros. Hasta que aparecieron los ordenadores portátiles. Entonces sí que compró uno y al cabo de poco tiempo lo manejaba con destreza. Cuando a los ordenadores portátiles se les incorporó un módem, Archimboldi cambió su ordenador viejo por uno nuevo y a veces se pasaba horas conectado a Internet, buscando noticias raras, nombres que ya nadie recordaba, sucesos olvidados. ¿Qué hizo con la máquina de escribir que le regaló Bubis? ¡Se acercó a un desfiladero y la arrojó entre las rocas!

Un día, mientras viajaba por Internet, encontró una noticia referida a un tal Hermes Popescu, a quien no tardó en identificar como el secretario del general Entrescu cuyo cadáver crucificado había tenido ocasión de contemplar en 1944, cuando el ejército alemán se batía en retirada de la frontera rumana. En un buscador norteamericano encontró su biografía. Popescu había emigrado a Francia tras la guerra. En París frecuentó los círculos de exiliados rumanos, en especial a los intelectuales que por una u otra causa vivían en la orilla izquierda del Sena. Poco a poco, sin embargo, Popescu se dio cuenta de que todo aquello, según sus propias palabras, era un absurdo. Los rumanos eran visceralmente anticomunistas y escribían en rumano y sus vidas estaban destinadas a un fracaso apenas mitigado por unos débiles rayos de luz de orden religioso o de orden sexual.

No tardó Popescu en encontrar una solución práctica. Mediante movimientos hábiles (movimientos dominados por el absurdo) se introdujo en negocios turbulentos en los que se mezclaba el hampa, el espionaje, la Iglesia y las licencias de obra. Llegó el dinero. Dinero a manos llenas. Pero siguió trabajando. Manejaba cuadrillas de rumanos en situación irregular. Luego húngaros y checos. Después magrebíes. A veces, vestido con un abrigo de pieles, como un fantasma, iba a verlos a sus cuchitriles. El olor de los negros lo mareaba, pero le gustaba. Estos cabrones son hombres de verdad, solía decir. En su fuero interno esperaba que ese olor impregnara su abrigo, su bufanda de satén. Sonreía como un padre. A veces hasta lloraba. En sus tratos con los gángsters era distinto. La sobriedad lo caracterizaba. Ni un anillo, ni un colgante, nada que refulgiera, ni la más mínima señal de oro.

Hizo dinero y luego hizo más dinero. Los intelectuales rumanos iban a verlo para que les prestara dinero, tenían gastos, la leche de los niños, el alquiler, una operación de cataratas de la señora. Popescu los escuchaba como si estuviera dormido y soñando. Todo lo concedía, pero con una condición, que dejaran de escribir sus odiosidades en rumano y lo hicieran en francés. Una vez fue a verlo un capitán mutilado del 4.º cuerpo de ejército rumano, que había estado bajo las órdenes de Entrescu.

Al verlo llegar Popescu saltó como un niño de sillón en sillón. Se subió encima de la mesa y bailó una danza folclórica de la región de los Cárpatos. Hizo como que orinaba en una esquina y se le escaparon unas cuantas gotas. ¡Sólo le faltó retozar en la alfombra! El capitán mutilado trató de imitarlo, pero su minusvalía física (le faltaba una pierna y un brazo) y su debilidad (estaba anémico) se lo impidieron.

—Ay, las noches de Bucarest —decía Popescu—. Ay, las mañanas de Piteshti. Ay, los cielos de Cluj recuperada. Ay, las oficinas vacías de Turnu-Severin. Ay, las ordeñadoras de Bacau. Ay, las viudas de Constantza.

Después se fueron tomados del brazo al apartamento de Popescu, en la rue de Verneuil, muy cerca de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en donde siguieron hablando y bebiendo y el capitán mutilado tuvo ocasión de hacerle un resumen pormenorizado de su vida, heroica, sí, pero repleta de adversidades. Hasta que Popescu, secándose una lágrima, lo interrumpió y le preguntó si él, también, había sido testigo de la crucifixión de Entrescu.

—Estaba allí —dijo el capitán mutilado—, huíamos de los tanques rusos, habíamos perdido toda la artillería, faltaba munición.

—Así que faltaba munición —dijo Popescu—, ¿y estaba allí?

—Allí estaba yo —dijo el capitán mutilado—, luchando en el sagrado suelo de la patria, al mando de unos pocos desharrapados, cuando el cuarto cuerpo de ejército se había reducido al tamaño de una división, y no había intendencia ni exploradores ni médicos ni enfermeras ni nada que evocara una guerra civilizada, sólo hombres cansados y un contingente de locos que cada día iba creciendo más y más.

—Así que un contingente de locos —dijo Popescu—, ¿y estaba allí?

—Allí mismo —dijo el capitán mutilado—, y todos seguíamos a nuestro general Entrescu, todos esperábamos una idea, un sermón, una montaña, una gruta resplandeciente, un relámpago en el cielo azul y sin nubes, un relámpago improvisado, una palabra caritativa.

—Así que una palabra caritativa —dijo Popescu—, ¿y estaba allí esperando esa palabra caritativa?

—Como agua de mayo —dijo el capitán mutilado—, yo esperaba y los coroneles esperaban y los generales que aún seguían con nosotros esperaban y los tenientes imberbes la esperaban y también los locos, los sargentos y los locos, los que iban a desertar al cabo de media hora y los que ya se marchaban arrastrando sus fusiles por la tierra seca, los que se iban sin saber muy bien si se iban rumbo al oeste o al este, rumbo al norte o al sur, y los que se quedaban escribiendo poemas póstumos en buen rumano, cartas a la madrecita, esquelas mojadas en lágrimas para las novias que ya no iban a ver más.

—Así que cartas y esquelas, esquelas y cartas —dijo Popescu—, ¿y también le dio la vena lírica?

—No, yo no tenía papel ni pluma —dijo el capitán mutilado—, yo tenía obligaciones, yo tenía hombres bajo mi mando y tenía que hacer algo aunque no sabía muy bien qué hacer. El cuarto cuerpo de ejército se había detenido alrededor de una propiedad rural. Más que una propiedad, un palacio. Yo tenía que acomodar a los soldados sanos en los establos y a los soldados enfermos en las caballerizas. En el granero acomodé a los locos y tomé las medidas oportunas para prenderle fuego si la locura de los locos sobrepasaba la locura misma. Yo tenía que hablar con mi coronel e informarle de que en aquella gran propiedad rural no había alimento alguno. Y mi coronel tenía que hablar con mi general y mi general, que estaba enfermo, tenía que subir las escaleras hasta el segundo piso del palacio para informar a mi general Entrescu de que la situación no daba para más, que ya se olía a podredumbre, que lo mejor era levantar el campo y dirigirnos hacia el oeste a marchas forzadas. Pero mi general Entrescu a veces abría la puerta y otras veces no contestaba.

—Así que a veces contestaba y a veces no contestaba —dijo Popescu—, ¿y él fue testigo presencial de todo esto?

—Más que presencial, fui testigo auditivo —dijo el capitán mutilado—, yo y el resto de los oficiales de lo que quedaba de las tres divisiones del cuarto cuerpo de ejército, estupefactos, asombrados, perplejos, algunos llorando y otros comiéndose los mocos, algunos lamentándose del cruel destino de Rumanía que por sacrificios y méritos debería ser el faro del mundo y otros comiéndose las uñas, todos desanimados, desanimados, desanimados, hasta que finalmente ocurrió lo que se presagiaba. Yo no lo vi. Los locos superaron en número a los cuerdos. Salieron del granero. Algunos suboficiales se pusieron a construir una cruz. Mi general Danilescu ya se había ido, apoyado en su bastón, y acompañado de ocho hombres había emprendido al alba la marcha hacia el norte, sin decir una palabra a nadie. Yo no estaba en el palacio cuando sucedió todo. Me hallaba en los alrededores junto con algunos soldados preparando unas defensas que nunca se usaron. Recuerdo que cavamos trincheras y encontramos huesos. Son vacas infectadas, dijo uno de los soldados. Son cuerpos humanos, dijo otro. Son terneros sacrificados, dijo el primero. No, son cuerpos humanos. Sigan cavando, dije yo, olvídenlo, sigan cavando. Pero allá donde cavábamos aparecían huesos. Qué mierdas pasa, bramé. Qué tierra más extraña es ésta, comenté a gritos. Los soldados dejaron de cavar trincheras en el perímetro del palacio. Oímos una algarabía, pero estábamos sin fuerzas para ir a ver qué pasaba. Uno de los soldados dijo que tal vez nuestros compañeros habían encontrado comida y lo estaban celebrando. O vino. Era vino. La bodega había sido vaciada y había suficiente vino para todos. Luego, sentado junto a una de las trincheras, mientras examinaba una calavera, vi la cruz. Una cruz inmensa que un grupo de locos paseaba por el patio del palacio. Cuando volvimos, con la novedad de que no se podían cavar trincheras porque aquello parecía y tal vez era un camposanto, ya estaba todo consumado.

—Así que todo estaba consumado —dijo Popescu—, ¿y vio el cuerpo del general en la cruz?

—Lo vi —dijo el capitán mutilado—, todos lo vimos, y luego todos empezaron a marcharse de allí, como si el general Entrescu fuera a resucitar de un momento a otro y a afearles su actitud. Antes de que me marchara llegó una patrulla de alemanes que también huían. Nos dijeron que los rusos estaban a sólo dos aldeas de distancia y que no hacían prisioneros. Luego los alemanes se marcharon y poco después nosotros también seguimos nuestro camino.

Popescu esta vez no dijo nada.

Ambos permanecieron en silencio durante un rato y luego Popescu se fue a la cocina y preparó un entrecot para el capitán mutilado, preguntándole, desde la cocina, cómo prefería la carne, ¿poco hecha o muy hecha?

—Término medio —dijo el capitán mutilado que seguía inmerso en sus recuerdos de aquel infausto día.

Después Popescu le sirvió un gran entrecot, con algo de salsa picante, y se ofreció a cortarle la carne en pedacitos, cosa que el capitán mutilado agradeció con un aire ausente. Mientras duró la comida nadie dijo nada. Popescu se retiró unos segundos, pues dijo que tenía que hacer una llamada telefónica, y al volver el capitán masticaba su último trozo de entrecot. Popescu sonrió satisfecho. El capitán se llevó una mano a la frente, como si quisiera recordar o algo le doliera.

—Eructe, eructe si se lo pide el cuerpo, mi buen amigo —dijo Popescu.

El capitán mutilado eructó.

—¿Cuánto hace que no se comía un entrecot como éste, eh? —dijo Popescu.

—Años —dijo el capitán mutilado.

—¿Y le ha sabido a gloria?

—Seguramente —dijo el capitán mutilado—, aunque hablar de mi general Entrescu ha sido como si abriera una puerta que llevaba mucho tiempo atrancada.

—Desahóguese —dijo Popescu—, está entre compatriotas.

El uso del plural hizo que el capitán mutilado se sobresaltara y mirara hacia la puerta, pero era evidente que en la habitación sólo estaban ellos dos.

—Voy a poner un disco —dijo Popescu—, ¿le parece bien algo de Gluck?

—No conozco a ese músico —dijo el capitán mutilado.

—¿Algo de Bach?

—Sí, Bach me gusta —dijo el capitán mutilado entrecerrando los ojos.

Cuando volvió a su lado Popescu le sirvió una copa de coñac Napoleón.

—¿Hay algo que lo inquiete, capitán, hay algo que lo moleste, tiene ganas de contarme una historia, lo puedo ayudar en algo?

El capitán entreabrió los labios pero luego los cerró y negó con la cabeza.

—No necesito nada.

—Nada, nada, nada —repitió Popescu arrellanado en su sillón.

—Los huesos, los huesos —murmuró el capitán mutilado—, ¿por qué el general Entrescu nos hizo detenernos en un palacio cuyos alrededores estaban plagados de huesos?

Silencio.

—Tal vez porque sabía que iba a morir y quería hacerlo en su casa —dijo Popescu.

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