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La parte de los críticos

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—¿Se marchó a las doce de la noche? ¿Adónde?

El recepcionista, naturalmente, no lo sabía.

Esa mañana, tras asegurarse de que Morini no estaba en ningún hospital de Montreaux y sus alrededores, Pelletier y Espinoza se fueron en tren hasta Ginebra. Desde el aeropuerto de Ginebra telefonearon a casa de Morini en Turín. Sólo oyeron el contestador automático, al que ambos insultaron efusivamente. Después cada uno tomó un avión hacia sus respectivas ciudades.

Nada más llegar a Madrid Espinoza telefoneó a Pelletier. Éste, que ya hacía una hora que estaba instalado en su casa, le dijo que no había ninguna novedad respecto a Morini. Durante todo el día, tanto Espinoza como Pelletier estuvieron dejando breves mensajes cada vez más resignados en el contestador del italiano. Al segundo día se pusieron nerviosos de verdad e incluso jugaron con la idea de volar de inmediato a Turín y, caso de no encontrar a Morini, poner el asunto en manos de la justicia. Pero no quisieron precipitarse ni hacer el ridículo y se quedaron quietos.

El tercer día fue idéntico al segundo: llamaron a Morini, se llamaron entre ellos, sopesaron diversas formas de actuación, sopesaron la salud mental de Morini, su grado innegable de madurez y sentido común, y no hicieron nada. Al cuarto día Pelletier llamó directamente a la Universidad de Turín. Habló con un joven austriaco que trabajaba temporalmente en el departamento de alemán. El austriaco no tenía idea de dónde podía hallarse Morini. Le pidió que se pusiera al aparato la secretaria del departamento. El austriaco le informó de que la secretaria había salido a desayunar y todavía no había vuelto. Pelletier llamó de inmediato a Espinoza y le contó la llamada telefónica con lujo de detalles. Espinoza le dijo que lo dejara probar suerte a él.

Esta vez no contestó al teléfono el austriaco sino un estudiante de filología alemana. El alemán del estudiante, sin embargo, no era óptimo, por lo que Espinoza se puso a hablar con él en italiano. Preguntó si la secretaria del departamento había vuelto. El estudiante le contestó que estaba solo, que todos, por lo visto, se habían marchado a desayunar y que no había nadie en el departamento. Espinoza quiso saber a qué hora desayunaban en la Universidad de Turín y cuánto solía durar un desayuno. El estudiante no entendió el deficiente italiano de Espinoza y éste tuvo que repetir la pregunta dos veces más, hasta ponerse un poco ofensivo.

El estudiante le dijo que él, por ejemplo, no desayunaba casi nunca, pero que eso no significaba nada, que cada persona tenía gustos diferentes. ¿Lo entendía o no lo entendía?

—Lo entiendo —dijo Espinoza haciendo rechinar los dientes—, pero es necesario que hable con alguna persona responsable del departamento.

—Hable conmigo —dijo el estudiante.

Espinoza entonces le preguntó si el doctor Morini había faltado a alguna de sus clases.

—A ver, déjeme pensar —dijo el estudiante.

Y luego Espinoza oyó que alguien, el mismo estudiante, susurraba Morini… Morini… Morini, con una voz que no parecía la suya sino más bien la voz de un mago, o más concretamente, la voz de una maga, una adivina de la época del Imperio Romano, una voz que llegaba como el goteo de una fuente de basalto pero que no tardaba en crecer y desbordarse con un ruido ensordecedor, el ruido de miles de voces, el estruendo de un gran río salido de cauce que contiene, cifrado, el destino de todas las voces.

—Ayer tenía que dar una clase y no vino —dijo el estudiante después de reflexionar.

Espinoza le dio las gracias y colgó. A media tarde llamó una vez más al domicilio de Morini y luego a Pelletier. No había nadie en ninguna de las dos casas y se tuvo que resignar a dejar sendos mensajes en el contestador automático. Luego se puso a meditar. Pero sus pensamientos sólo llegaron a lo que acababa de ocurrir, el pasado estricto, el pasado que ilusoriamente es casi presente. Recordó la voz del contestador de Morini, es decir la voz grabada del propio Morini que avisaba escueta pero educadamente que aquél era el número de Piero Morini y que procediera a dejar un mensaje, y la voz de Pelletier que en lugar de decir que aquél era el teléfono de Pelletier repetía su propio número, para que no cupiera duda, y luego instaba a quien llamaba a decir su nombre y dejar su número telefónico con la vaga promesa de llamarlo después.

Esa noche Pelletier llamó a Espinoza y decidieron de común acuerdo, tras despejarse mutuamente los presagios que pendían sobre ambos, dejar pasar unos días, no caer en un histerismo barato y recordar constantemente que, hiciera lo que hiciera, Morini era muy libre de hacerlo y en ese punto ellos nada podían (ni debían) hacer para evitarlo. Aquella noche, por primera vez desde que habían vuelto de Suiza, pudieron dormir tranquilos.

A la mañana siguiente ambos partieron hacia sus respectivas ocupaciones con el cuerpo descansado y el espíritu sereno, aunque a las once de la mañana, poco antes de salir a almorzar con unos colegas, Espinoza no se resistió y volvió a llamar al departamento de alemán de la Universidad de Turín, con el resultado estéril ya conocido. Más tarde Pelletier lo llamó desde París y le consultó sobre la conveniencia o no de poner a Norton al corriente.

Sopesaron los pros y los contras y decidieron resguardar la intimidad de Morini tras un velo de silencio al menos hasta que supieran algo más concreto acerca de él. Dos días después, casi como un acto reflejo, Pelletier llamó al piso de Morini y esta vez alguien descolgó el teléfono. Las primeras palabras de Pelletier expresaron el asombro que experimentó al oír la voz de su amigo al otro lado de la línea.

—No es posible —gritó Pelletier—, cómo es posible, es imposible.

La voz de Morini sonaba igual que siempre. Luego vinieron las felicitaciones, el alivio, el despertar de un sueño no sólo malo sino también incomprensible. En medio de la conversación Pelletier le dijo que tenía que avisar a Espinoza inmediatamente.

—¿No te vas a mover de allí? —preguntó antes de colgar.

—¿Adónde quieres que vaya? —dijo Morini.

Pero Pelletier no llamó a Espinoza sino que se sirvió un vaso de whisky y se dirigió a la cocina y luego al baño y luego a su estudio, dejando encendidas todas las luces de la casa. Sólo después llamó a Espinoza y le contó que había encontrado a Morini sano y salvo y que acababa de hablar con él por teléfono, pero que ya no podía seguir hablando. Tras colgar se bebió otro whisky. Media hora más tarde lo llamó Espinoza desde Madrid. En efecto, Morini estaba bien. No quiso decirle dónde se había metido durante aquellos días. Dijo que necesitaba descansar. Aclararse las ideas. Según Espinoza, que no había querido abrumarlo con preguntas, Morini daba la impresión de querer ocultar algo. ¿Pero qué?, Espinoza no tenía ni la más remota idea.

—En realidad sabemos muy poco de él —dijo Pelletier, que empezaba a hartarse de Morini, de Espinoza, del teléfono.

—¿Le preguntaste por el estado de su salud? —dijo Pelletier.

Espinoza dijo que sí y que Morini le había asegurado que estaba perfectamente.

—Ya nada podemos hacer —concluyó Pelletier con un tono de tristeza que no le pasó desapercibido a Espinoza.

Poco después colgaron y Espinoza cogió un libro y trató de leer, pero no pudo.

Norton entonces les dijo, mientras el empleado o el propietario de la galería seguía descolgando y colgando vestidos, que durante aquellos días en que desapareció, Morini había estado en Londres.

—Los dos primeros días los pasó solo, sin telefonearme ni una sola vez.

Cuando lo vi me dijo que se había dedicado a visitar museos y a pasear sin rumbo determinado por barrios desconocidos de la ciudad, barrios que vagamente recordaba de los cuentos de Chesterton pero que ya nada tenían que ver con Chesterton aunque la sombra del padre Brown aún perdurara en ellos, de una forma no confesional, dijo Morini, como si pretendiera desdramatizar hasta el hueso su errancia solitaria por la ciudad, pero la verdad es que ella más bien se lo imaginaba encerrado en el hotel, con las cortinas descorridas, observando hora tras hora un paisaje mezquino de traseras de edificios y leyendo. Después la llamó por teléfono y la invitó a comer.

Naturalmente, Norton se alegró de oírlo y de saberlo en la ciudad y a la hora oportuna apareció por la recepción, en donde Morini, sentado en su silla de ruedas, con un paquete sobre el regazo, capeaba con paciencia y desinterés el tráfico de clientes y visitas que convulsionaba el lobby con un muestrario móvil de maletas, rostros cansados, perfumes que seguían a los cuerpos como meteoritos, la actitud hierática y ansiosa de los botones, las ojeras filosóficas del jefe titular o suplente de la recepción acompañado siempre por un par de auxiliares que emanaban frescura, la misma frescura pronta al sacrificio que despedían (en forma de carcajadas fantasmas) algunas jóvenes y que Morini, por delicadeza, prefería no ver. Al llegar Norton se marcharon a un restaurante en Notting Hill, un restaurante brasileño y vegetariano que ella acababa de conocer.

Cuando Norton supo que Morini llevaba ya dos días en Londres le preguntó qué demonios había estado haciendo y por qué diablos no la había llamado. Morini le dijo entonces lo de Chesterton, dijo que se había dedicado a pasear, alabó las disposiciones urbanas para el buen tránsito de los minusválidos, todo lo contrario que Turín, una ciudad llena de obstáculos para las sillas de ruedas, dijo que había estado en algunas librerías de viejo, que había comprado algunos ejemplares que no nombró, mencionó dos visitas a la casa de Sherlock Holmes, Baker Street era una de sus calles preferidas, una calle que para él, un italiano de mediana edad, culto y baldado y lector de novelas policiacas, estaba fuera del tiempo o más allá del tiempo, amorosamente (aunque la palabra no era amorosa sino primorosa) preservada en las páginas del doctor Watson. Después fueron a casa de Norton y entonces Morini le entregó el regalo que le había comprado, un libro sobre Brunelleschi, con excelentes fotografías de fotógrafos de cuatro nacionalidades diferentes sobre los mismos edificios del gran arquitecto del Renacimiento.

—Son interpretaciones —dijo Morini—. El mejor es el francés —dijo—. El que menos me gusta es el americano. Demasiado aparatoso. Con demasiadas ganas de descubrir a Brunelleschi. De ser Brunelleschi. El alemán no está mal, pero el mejor, creo, es el francés, ya me dirás tú qué opinas.

Aunque nunca había visto el libro, que en el papel y la encuadernación ya era una joya por sí mismo, a Norton le pareció que había algo familiar en él. Al día siguiente se encontraron delante de un teatro. Morini tenía dos entradas, que había comprado en el hotel, y vieron una comedia mala, vulgar, que los hizo reír, a Norton más que a Morini, quien perdía el sentido de algunas frases dichas en argot londinense. Esa noche cenaron juntos y cuando Norton quiso saber qué había hecho Morini durante el día éste le confesó que visitar Kensington Gardens y los Jardines Italianos de Hyde Park y pasear sin rumbo fijo, aunque Norton, sin saber por qué, más bien se lo imaginó quieto en el parque, a veces estirando el cuello para divisar algo que se le escapaba, las más de las veces con los ojos cerrados, fingiendo dormir. Mientras cenaban Norton le explicó las cosas que no había entendido de la comedia. Sólo entonces Morini se dio cuenta de que la comedia era más mala de lo que creía. Su aprecio por el trabajo de los actores, sin embargo, subió mucho y de vuelta en su hotel, mientras se desnudaba parcialmente, sin bajar aún de la silla de ruedas, delante del televisor apagado que lo reflejaba a él y la habitación como figuras espectrales de una obra de teatro que la prudencia y el miedo aconsejaban no montar jamás, concluyó que tampoco la comedia era tan mala, que había estado bien, él también se había reído, los actores eran buenos, las butacas cómodas, el precio de las entradas no excesivamente caro.

Al día siguiente le dijo a Norton que tenía que marcharse. Norton lo fue a dejar al aeropuerto. Mientras esperaban Morini, adoptando un tono de voz casual, le dijo que creía saber por qué Johns se había cercenado la mano derecha.

—¿Qué Johns? —dijo Norton.

—Edwin Johns, el pintor que tú me descubriste —dijo Morini.

—Ah, Edwin Johns —dijo Norton—. ¿Por qué?

—Por dinero —dijo Morini.

—¿Por dinero?

—Porque creía en las inversiones, en el flujo de capital, quien no invierte no gana, esa clase de cosas.

Norton puso cara de pensárselo dos veces y luego dijo: puede ser.

—Lo hizo por dinero —dijo Morini.

Después Norton le preguntó (y fue la primera vez) por Pelletier y Espinoza.

—Preferiría que no supieran que he estado aquí —dijo Morini.

Norton lo miró interrogante y dijo que no se preocupara, que le guardaría el secreto. Luego le preguntó si la llamaría por teléfono cuando llegara a Turín.

—Por supuesto —dijo Morini.

Una azafata vino a hablar con ellos y al cabo de pocos minutos se alejó sonriendo. La cola de los pasajeros empezó a moverse. Norton le dio a Morini un beso en la mejilla y se marchó.

Antes de abandonar la galería, más que cabizbajos, pensativos, el propietario y único empleado de ésta les contó que pronto el establecimiento cerraría sus puertas. Con un vestido de lamé colgando del brazo, les dijo que la casa, de la que la galería formaba parte, había sido de su abuela, una señora muy digna y avanzada. Al morir la abuela la casa fue heredada por sus tres nietos, en teoría a partes iguales. Pero por entonces él, que era uno de los nietos, vivía en el Caribe, en donde además de aprender a hacer cócteles Margarita se dedicaba a labores de información y espionaje. A todos los efectos era una especie de desaparecido. Un espía hippie de costumbres más bien viciosas, fueron sus palabras. Cuando volvió a Inglaterra se encontró con que sus primos habían ocupado toda la casa. A partir de ese momento empezó a pleitear con ellos. Pero los abogados costaban caro y finalmente se tuvo que conformar con tres habitaciones, en donde puso su galería de arte. Pero el negocio no funcionaba: ni vendía cuadros, ni vendía ropa usada, y pocas personas iban a degustar sus cócteles. Este barrio es demasiado chic para mis clientes, dijo, ahora las galerías están en viejos barrios obreros remodelados, los bares en el tradicional circuito de bares y la gente de por aquí no compra ropa usada. Cuando Norton, Pelletier y Espinoza ya se habían levantado y se disponían a bajar la escalerilla de metal que conducía a la calle, el propietario de la galería les comunicó que, para colmo, en los últimos tiempos había empezado a aparecérsele el fantasma de su abuela. Esta confesión suscitó el interés de Norton y sus acompañantes.

¿La ha visto?, preguntaron. La he visto, dijo el propietario de la galería, al principio sólo oía ruidos desconocidos, como de agua y de burbujas de agua. Unos ruidos que nunca antes había escuchado en esta casa, si bien, al subdividirla para vender los pisos y, por lo tanto, al instalar nuevos servicios sanitarios, alguna razón lógica tal vez explicara los ruidos, aunque él nunca antes los hubiera oído. Pero después de los ruidos vinieron los gemidos, unos ayes que no eran precisamente de dolor sino más bien de extrañeza y frustración, como si el fantasma de su abuela recorriera su antigua casa y no la reconociera, reconvertida como estaba en varias casas más pequeñas, con paredes que ella no recordaba y muebles modernos que a ella le debían de parecer vulgares y espejos donde nunca antes hubo ningún espejo.

A veces el propietario, de tan deprimido que estaba, se quedaba a dormir en la tienda. No estaba deprimido, por supuesto, por los ruidos o gemidos del fantasma, sino por cómo le iba el negocio, al borde de la ruina. En esas noches podía oír los pasos con total claridad, los gemidos de su abuela, que se paseaba por el piso de arriba como si no entendiera nada del mundo de los muertos y del mundo de los vivos. Una noche, antes de cerrar la galería, la vio reflejada en el único espejo que había, en un rincón, un viejo espejo victoriano de cuerpo entero que estaba allí para que las clientas se probaran los vestidos. Su abuela miraba uno de los cuadros colgados en la pared y luego trasladaba la vista a la ropa que colgaba de los percheros y también miraba, como si aquello ya fuera el colmo, las dos únicas mesas del establecimiento.

Su gesto era de horror, dijo el propietario. Aquélla había sido la primera y la última vez que la había visto, aunque de tanto en tanto volvía a escucharla pasear por los pisos superiores, en donde seguramente se movía a través de las paredes que antes no existían. Cuando Espinoza le preguntó por la naturaleza de su antiguo trabajo en el Caribe, el propietario sonrió tristemente y les aseguró que no estaba loco, como cualquiera hubiera podido creer. Había sido espía, les dijo, de la misma forma en que otros trabajan en el censo o en algún departamento de estadística. Las palabras del propietario de la galería, sin que ellos pudieran precisar el porqué, los entristecieron muchísimo.

Durante un seminario en Toulouse conocieron a Rodolfo Alatorre, joven mexicano entre cuyas variopintas lecturas se encontraba la obra de Archimboldi. El mexicano, que disfrutaba de una beca para la creación y que pasaba sus días empeñado, al parecer vanamente, en escribir una novela moderna, asistió a algunas conferencias y luego se presentó a sí mismo a Norton y a Espinoza, quienes se lo sacaron de encima sin miramientos, y luego a Pelletier, quien lo ignoró soberanamente, pues Alatorre en nada se diferenciaba de la horda de jóvenes universitarios europeos más bien pesados que pululaban alrededor de los apóstoles archimboldianos. Para mayor vergüenza, Alatorre ni siquiera sabía hablar alemán, lo que lo descalificaba de antemano.

El seminario de Toulouse, por otra parte, fue un éxito de público y entre aquella fauna de críticos y especialistas que se conocían de anteriores congresos y que, al menos exteriormente, parecían felices de volver a verse y deseosos de proseguir antiguas discusiones, el mexicano no tenía nada que hacer salvo marcharse a casa, algo que no quería hacer pues su casa era un cuarto desangelado de becario en donde sólo lo esperaban sus libros y manuscritos, o quedarse en un rincón y sonreír a diestra y siniestra fingiendo estar concentrado en problemas de índole filosófica, que es lo que finalmente hizo. Esta posición o esta toma de posición, no obstante, le permitió fijarse en Morini, que, recluido en su silla de ruedas y contestando distraídamente los saludos de los demás, ofrecía o eso le pareció a Alatorre un desamparo similar al suyo. Al cabo de poco rato, tras presentarse a Morini, el mexicano y el italiano deambulaban por las calles de Toulouse.

Primero hablaron de Alfonso Reyes, a quien Morini conocía pasablemente, y luego de Sor Juana, de quien Morini no podía olvidar aquel libro escrito por Morino, ese Morino que parecía ser él mismo, en donde se reseñaban las recetas de cocina de la monja mexicana. Luego hablaron de la novela de Alatorre, la novela que pensaba escribir y la única novela que ya había escrito, de la vida de un joven mexicano en Toulouse, de los días invernales que pese a ser cortos se hacían interminablemente largos, de los pocos amigos franceses que tenía (la bibliotecaria, otro becario de nacionalidad ecuatoriana a quien sólo veía de vez en cuando, el mozo de un bar cuya idea de México a Alatorre le parecía mitad estrambótica, mitad ofensiva), de los amigos que había dejado en el DF y a quienes, diariamente, escribía largos e-mails monotemáticos sobre su novela en curso y sobre la melancolía.

Uno de estos amigos del DF, según Alatorre, y esto lo dijo inocentemente, con esa pizca de fanfarronería poco astuta de los escritores menores, había conocido hacía poco tiempo a Archimboldi.

Al principio Morini, que no le prestaba demasiada atención y que se dejaba arrastrar por los sitios que Alatorre consideraba dignos de interés, y que efectivamente, sin ser paradas turísticas obligatorias, poseían un interés cierto, como si la vocación secreta y auténtica de Alatorre, más que la de novelista, fuera la de guía turístico, creyó que el mexicano, el cual, por lo demás, sólo había leído dos novelas de Archimboldi, fanfarroneaba o él lo había entendido mal o no sabía que Archimboldi estaba desaparecido desde siempre.

La historia que contó Alatorre, sucintamente, era ésta: su amigo, un ensayista y novelista y poeta llamado Almendro, un tipo de unos cuarenta y tantos años más conocido entre los amigos por el mote del Cerdo, había recibido una llamada telefónica a medianoche. El Cerdo, tras hablar un momento en alemán, se vistió y salió en su coche rumbo a un hotel cercano al aeropuerto de Ciudad de México. Pese a que no había mucho tráfico a esa hora, llegó al hotel pasada la una de la mañana. En el lobby del hotel encontró a un recepcionista y a un policía. El Cerdo sacó su identificación como alto funcionario del gobierno y luego subió con el policía a una habitación del tercer piso. Allí había dos policías más y un viejo alemán que estaba sentado en la cama, despeinado, vestido con una camiseta gris y pantalones vaqueros, descalzo, como si la llegada de la policía lo hubiera sorprendido durmiendo. Evidentemente el alemán, pensó el Cerdo, dormía vestido. Uno de los policías estaba mirando la tele. El otro fumaba reclinado en la pared. El policía que llegó con el Cerdo apagó la tele y les dijo que lo siguieran. El policía que estaba reclinado sobre la pared pidió explicaciones, pero el policía que había subido con el Cerdo le dijo que mantuviera la boca cerrada. Antes de que los policías abandonaran la habitación el Cerdo preguntó, en alemán, si le habían robado algo. El viejo dijo que no. Querían dinero, pero no habían robado nada.

—Eso está bien —dijo el Cerdo en alemán—, parece que estamos mejorando.

Luego preguntó a los policías a qué comisaría estaban adscritos y los dejó marchar. Cuando los policías se hubieron ido el Cerdo se sentó junto a la tele y le dijo que lo sentía. El viejo alemán se levantó de la cama sin decir nada y se metió en el lavabo. Era enorme, le escribió el Cerdo a Alatorre. Casi dos metros. O un metro noventaicinco. En cualquier caso: enorme e imponente. Cuando el viejo salió del baño el Cerdo se dio cuenta de que ahora estaba calzado y le preguntó si le apetecía salir a dar una vuelta por el DF o ir a tomar algo.

—Si tiene sueño —añadió—, dígamelo y me marcharé de inmediato.

—Mi avión sale a las siete de la mañana —dijo el viejo.

El Cerdo miró el reloj, eran las dos de la mañana pasadas, y no supo qué decir. Él, como Alatorre, conocía apenas la obra literaria del viejo, sus libros traducidos al español se publicaban en España y llegaban tarde a México. Hacía tres años, cuando dirigía una editorial, antes de convertirse en uno de los dirigentes culturales del nuevo gobierno, intentó publicar Los bajos fondos de Berlín, pero los derechos ya los tenía una editorial de Barcelona. Se preguntó cómo, quién le había dado al viejo su número de teléfono. Plantearse la pregunta, una pregunta que no pensaba responder de ninguna manera, ya lo hizo feliz, lo llenó de una felicidad que en cierta forma lo justificaba como persona y como escritor.

—Podemos salir —dijo—, yo estoy dispuesto.

El viejo se puso una chaqueta de cuero sobre la camiseta gris y lo siguió. Lo llevó a la plaza Garibaldi. Cuando llegaron no había mucha gente, la mayoría de los turistas había regresado a sus hoteles y sólo quedaban borrachos y noctámbulos, gente que iba a cenar y corros de mariachis que hablaban del último partido de fútbol. Por las bocacalles de la plaza se deslizaban sombras que en ocasiones se detenían y los escrutaban. El Cerdo se tanteó la pistola que desde que trabajaba en el gobierno solía llevar. Entraron en un bar y el Cerdo pidió tacos de carnita. El viejo bebió tequila y él se conformó con una cerveza. Mientras el viejo comía el Cerdo se puso a pensar en los cambios que da la vida. Menos de diez años atrás, si él hubiera entrado en ese mismo bar y se hubiera puesto a hablar en alemán con un viejo larguirucho como aquél, no habría faltado alguien que lo insultara o se sintiera, por los motivos más peregrinos, ofendido. La pelea inminente, entonces, hubiera acabado con el Cerdo pidiendo disculpas o dando explicaciones e invitando a una ronda de tequilas. Ahora nadie se metía con él, como si el hecho de llevar una pistola debajo de la camisa o trabajar en un alto puesto en el gobierno fuera un aura de santidad que los matones y los borrachos eran capaces de percibir desde lejos. Pinches mamones cobardes, pensó el Cerdo. Me huelen, me huelen y se cagan en los pantalones. Luego se puso a pensar en Voltaire (¿por qué Voltaire, chingados?) y luego se puso a pensar en una vieja idea que le rondaba desde hacía un tiempo por la cabeza, la de pedir una embajada en Europa, o al menos una agregaduría cultural, aunque con las conexiones que él tenía lo menos que podían darle era una embajada. Lo malo es que en una embajada sólo iba a tener un salario, el salario de embajador. Mientras el alemán comía el Cerdo puso sobre la balanza los pros y los contras de ausentarse de México. Entre los pros se hallaba, sin duda, el poder retomar su trabajo como escritor. Le seducía la idea de vivir en Italia o cerca de Italia y pasar largas temporadas en la Toscana y en Roma escribiendo un ensayo sobre Piranesi y sus cárceles imaginarias, que él veía extrapoladas, más que en las cárceles mexicanas, en el imaginario y en la iconografía de algunas cárceles mexicanas. Entre los contras estaba, sin duda, la lejanía física del poder. Alejarse del poder nunca es bueno, eso lo había descubierto muy temprano, antes de acceder al poder real, cuando dirigía la editorial que intentó publicar a Archimboldi.

—Oiga —le dijo de pronto—, ¿no se decía que a usted no lo había visto nadie?

El viejo lo miró y le sonrió educadamente.

Esa misma noche, después de que Pelletier, Espinoza y Norton volvieran a escuchar de labios de Alatorre la historia del alemán, llamaron por teléfono a Almendro, alias el Cerdo, quien no opuso ningún reparo en relatarle a Espinoza lo que en líneas generales Alatorre ya les había contado. La relación entre éste y el Cerdo era, en cierta manera, una relación maestro-alumno o una relación hermano mayor-hermano menor, de hecho había sido el Cerdo quien le consiguió la beca en Toulouse a Alatorre, lo que de alguna manera clarificaba el grado de aprecio que el Cerdo sentía por su hermanito, pues en su poder estaba el conseguir becas más vistosas y en parajes más prestigiosos, para no hablar de una agregaduría cultural en Atenas o en Caracas, que sin ser mucho son algo y que Alatorre hubiera agradecido de corazón, aunque tampoco, en honor a la verdad, le hizo ascos a la bequita en Toulouse. Para la próxima, estaba seguro, el Cerdo sería más munificiente con él. Almendro, por su parte, no había cumplido aún los cincuenta años y su obra, fuera de las fronteras del DF, era inconmensurablemente desconocida. Pero en el DF, y en algunas universidades norteamericanas, todo hay que decirlo, su nombre era familiar, incluso excesivamente familiar. ¿De qué manera, pues, Archimboldi, suponiendo que aquel viejo alemán fuera en verdad Archimboldi y no un bromista, se hizo con su teléfono? Según creía el Cerdo, el teléfono se lo había proporcionado su editora alemana, la señora Bubis. Espinoza le preguntó, no sin cierta perplejidad, si conocía él a la insigne dama.

—Por supuesto —dijo el Cerdo—, estuve en una fiesta en Berlín, en una charreada cultural con algunos editores alemanes y allí nos presentaron.

«¿Qué demonios es una charreada cultural?», escribió Espinoza en un papel que vieron todos y que sólo Alatorre, a quien iba dirigido, atinó a descifrar.

—Le debí de dar mi tarjeta —dijo el Cerdo desde el DF.

—Y en su tarjeta iba su número de teléfono particular.

—Así es —dijo el Cerdo—. Le debí de dar mi tarjeta A, en la tarjeta B sólo está el número del teléfono de la oficina. Y en la tarjeta C sólo está el número del teléfono de mi secretaria.

—Entiendo —dijo Espinoza armándose de paciencia.

—En la tarjeta D no hay nada, está en blanco, sólo mi nombre y nada más —dijo el Cerdo riéndose.

—Ya, ya —dijo Espinoza—, en la tarjeta D sólo su nombre.

—Eso —dijo el Cerdo—, sólo mi nombre y punto. Ni número de teléfono ni oficio ni calle donde vivo ni nada, ¿entiende?

—Lo entiendo —dijo Espinoza.

—A la señora Bubis le di, obviamente, la tarjeta A.

—Y ella se la debió de dar a Archimboldi —dijo Espinoza.

—Correcto —dijo el Cerdo.

Hasta las cinco de la mañana estuvo el Cerdo con el viejo alemán. Después de comer (el viejo tenía hambre y pidió más tacos y más tequila, mientras el Cerdo hundía la cabeza como una avestruz en reflexiones sobre la melancolía y el poder) se fueron a dar una vuelta por los alrededores del Zócalo, en donde visitaron la plaza y los yacimientos aztecas que surgían como lilas en una tierra baldía, según expresión del Cerdo, flores de piedra en medio de otras flores de piedra, un desorden que seguro no iba a llevar a ninguna parte, sólo a más desorden, dijo el Cerdo, mientras él y el alemán caminaban por las calles aledañas al Zócalo, hasta la plaza de Santo Domingo, en donde por el día, bajo las arcadas, se aposentaban los escribanos con sus máquinas de escribir, para redactar cartas o petitorios de índole legal o judicial. Después fueron a ver el Ángel en Reforma, pero aquella noche el Ángel estaba apagado y el Cerdo, mientras giraban alrededor de la glorieta, sólo pudo explicárselo al alemán, que miraba hacia arriba desde la ventanilla abierta del coche.

A las cinco de la mañana volvieron al hotel. El Cerdo esperó en el lobby, fumándose un cigarrillo. Cuando el viejo salió del ascensor sólo llevaba una maleta e iba vestido con la misma camiseta gris y los pantalones vaqueros. Las avenidas que llevaban hacia el aeropuerto estaban vacías y el Cerdo se saltó varios semáforos en rojo. Intentó buscar un tema de conversación pero fue imposible. Ya le había preguntado, mientras comían, si había estado antes en México y el viejo le respondió que no, lo que resultaba extraño, pues casi todos los escritores europeos en algún momento habían estado allí. Pero el viejo dijo que aquélla era la primera vez. Cerca del aeropuerto había más coches y el tráfico dejó de ser fluido. Cuando entraron en el párking el viejo quiso despedirse pero el Cerdo insistió en acompañarlo.

—Deme su maleta —dijo.

La maleta tenía ruedas y apenas pesaba. El viejo volaba desde el DF hasta Hermosillo.

—¿Hermosillo? —dijo Espinoza—, ¿dónde queda eso?

—En el estado de Sonora —dijo el Cerdo—. Es la capital de Sonora, en el noroeste de México, en la frontera con los Estados Unidos.

—¿Qué va a hacer usted a Sonora? —dijo el Cerdo.

El viejo dudó un momento antes de responder, como si se le hubiera olvidado hablar.

—Voy a conocer —dijo.

Aunque el Cerdo no estaba seguro. Tal vez dijo aprender y no conocer.

—¿Hermosillo? —dijo el Cerdo.

—No, Santa Teresa —dijo el viejo—. ¿La conoce usted?

—No —dijo el Cerdo—, he estado un par de veces en Hermosillo, dando conferencias sobre literatura, hace tiempo, pero nunca en Santa Teresa.

—Creo que es una ciudad grande —dijo el viejo.

—Es grande, sí —dijo el Cerdo—, hay fábricas, y también problemas. No creo que sea un lugar bonito.

El Cerdo sacó su identificación y pudo acompañar al viejo hasta la puerta de embarque. Antes de separarse le dio una tarjeta. Una tarjeta A.

—Si tiene algún problema, ya sabe —dijo.

—Muchas gracias —dijo el viejo.

Después se dieron la mano y ya no lo volvió a ver.

Optaron por no decirle a nadie más lo que sabían. Callar, juzgaron, no era traicionar a nadie sino actuar con la debida prudencia y discreción que el caso ameritaba. Se convencieron rápidamente de que era mejor no levantar aún falsas expectativas. Según Borchmeyer aquel año el nombre de Archimboldi volvía a sonar entre los candidatos al Premio Nobel. El año anterior también su nombre había estado en las quinielas del premio. Falsas expectativas. Según Dieter Hellfeld un miembro de la academia sueca, o el secretario de un miembro de la academia, se había puesto en contacto con su editora para sondearla acerca de la actitud del escritor caso de resultar premiado. ¿Qué podía decir un hombre de más de ochenta años? ¿Qué importancia podía tener el Nobel para un hombre de más de ochenta años, sin familia, sin descendientes, sin un rostro conocido? La señora Bubis dijo que él estaría encantado. Probablemente sin consultarlo con nadie, pensando en los libros que se venderían. ¿Pero la baronesa se preocupaba por los libros vendidos, por los libros que se acumulaban en los almacenes de la editorial Bubis en Hamburgo? No, seguramente no, dijo Dieter Hellfeld. La baronesa rondaba los noventa años y el estado del almacén la traía sin cuidado. Viajaba mucho, Milán, París, Frankfurt. A veces se la podía ver hablando con la señora Sellerio en el stand de Bubis en Frankfurt. O en la embajada alemana en Moscú, con trajes de Chanel y dos poetas rusos por banda, disertando sobre Bulgákov y sobre la belleza (¡incomparable!) de los ríos rusos en otoño, antes de las heladas invernales. A veces, dijo Pelletier, da la impresión de que la señora Bubis ha olvidado la existencia de Archimboldi. Eso, en México, es lo más normal, dijo el joven Alatorre. De todas maneras, según Schwarz, cabía la posibilidad, puesto que estaba en la lista de los favoritos. Y tal vez los académicos suecos tenían ganas de un cierto cambio. Un veterano, un desertor de la Segunda Guerra Mundial que sigue huyendo, un recordatorio para Europa en tiempos convulsos. Un escritor de izquierdas al que respetaban hasta los situacionistas. Un tipo que no pretendía conciliar lo irreconciliable, que es lo que está de moda. Imagínate, dijo Pelletier, Archimboldi gana el Nobel y justo en ese momento aparecemos nosotros, con Archimboldi de la mano.

No se plantearon qué estaba haciendo Archimboldi en México. ¿Por qué alguien con más de ochenta años viaja a un país que nunca antes ha visitado? ¿Interés repentino? ¿Necesidad de observar sobre el terreno los escenarios de un libro en curso? Era improbable, adujeron, entre otras razones porque los cuatro creían que ya no habría más libros de Archimboldi.

De forma tácita se inclinaron por la respuesta más fácil, pero también la más descabellada: Archimboldi había ido a México a hacer turismo, como tantos alemanes y europeos de la tercera edad. La explicación no se mantenía en pie. Imaginaron a un viejo prusiano misántropo que una mañana despierta y ya está loco. Sopesaron las posibilidades de la demencia senil. Desecharon las hipótesis y se atuvieron a las palabras del Cerdo. ¿Y si Archimboldi estuviera huyendo? ¿Y si Archimboldi, de pronto, hubiera encontrado otra vez un motivo para huir?

Al principio Norton fue la más renuente a salir en su busca. La imagen de ellos regresando a Europa con Archimboldi de la mano le parecía la imagen de un grupo de secuestradores. Por supuesto, nadie pensaba secuestrar a Archimboldi. Ni siquiera someterlo a una batería de preguntas. Espinoza se conformaba con verlo. Pelletier se conformaba con preguntarle quién era la persona con cuya piel se había fabricado la máscara de cuero de su novela homónima. Morini se conformaba con ver las fotos que ellos le tomarían en Sonora.

Alatorre, a quien nadie le había pedido su opinión, se conformaba con iniciar una amistad epistolar con Pelletier, Espinoza, Morini y Norton y tal vez, si no era molestia, visitarlos de vez en cuando en sus respectivas ciudades. Sólo Norton tenía reservas. Pero al final decidió viajar. Creo que Archimboldi vive en Grecia, dijo Dieter Hellfeld. O eso o está muerto. También hay una tercera opción, dijo Dieter Hellfeld: que el autor que conocemos por el nombre de Archimboldi sea en realidad la señora Bubis.

—Sí, sí —dijeron nuestros cuatro amigos—, la señora Bubis.

A última hora Morini decidió no viajar. Su salud quebrantada, dijo, se lo impedía. Marcel Schwob, que tenía una salud igual de frágil, en 1901 había emprendido un viaje en peores condiciones para visitar la tumba de Stevenson en una isla del Pacífico. El viaje de Schwob fue de muchos días de duración, primero en el Ville de La Ciotat, después en el Polynésienne y después en el Manapouri. En enero de 1902 enfermó de pulmonía y estuvo a punto de morir. Schwob viajó con su criado, un chino llamado Ting, el cual se mareaba a la primera ocasión. O tal vez sólo se mareaba si hacía mala mar. En cualquier caso el viaje estuvo plagado de mala mar y de mareos. En una ocasión Schwob, acostado en su camarote, sintiéndose morir, notó que alguien se acostaba a su lado. Al volverse para ver quién era el intruso descubrió a su sirviente oriental, cuya piel estaba verde como una lechuga. Tal vez sólo en ese momento se dio cuenta de la empresa en la que se había metido. Cuando llegó, al cabo de muchas penalidades, a Samoa, no visitó la tumba de Stevenson. Por un lado se encontraba demasiado enfermo y, por otro lado, ¿para qué visitar la tumba de alguien que no ha muerto? Stevenson, y esta revelación simple se la debía al viaje, vivía en él.

Morini, que admiraba (aunque más que admiración era cariño) a Schwob, pensó al principio que su viaje a Sonora podía ser, a escala reducida, una suerte de homenaje al escritor francés y también al escritor inglés cuya tumba fue a visitar el escritor francés, pero cuando volvió a Turín se dio cuenta de que no podía viajar. Así que telefoneó a sus amigos y les mintió que el médico le había prohibido terminantemente un esfuerzo de esa naturaleza. Pelletier y Espinoza aceptaron sus explicaciones y prometieron que lo llamarían regularmente para tenerlo informado de la búsqueda, esta vez definitiva, que iban a emprender.

Con Norton fue distinto. Morini repitió que no iba a viajar. Que el médico se lo prohibía. Que pensaba escribirles todos los días. Incluso se rió y se permitió una broma tonta que Norton no entendió. Un chiste de italianos. Un italiano, un francés y un inglés en un avión en donde sólo hay dos paracaídas. Norton creyó que se trataba de un chiste político. En realidad era un chiste de niños, aunque el italiano del avión (que perdía primero un motor y luego el otro y luego empezaba a capotar) se parecía, tal como contaba el chiste Morini, a Berlusconi. En realidad Norton apenas abrió la boca. Dijo ahá, ahá, ahá. Y luego dijo buenas noches, Piero, en un inglés muy dulce o que a Morini le pareció insoportablemente dulce y luego colgó.

Norton, de alguna manera, se sintió insultada por la negativa de Morini a acompañarlos. No volvieron a llamarse por teléfono. Morini hubiera podido hacerlo, pero a su modo y antes de que sus amigos emprendieran la búsqueda de Archimboldi, él, como Schwob en Samoa, ya había iniciado un viaje, un viaje que no era alrededor del sepulcro de un valiente sino alrededor de una resignación, una experiencia en cierto sentido nueva, pues esta resignación no era lo que comúnmente se llama resignación, ni siquiera paciencia o conformidad, sino más bien un estado de mansedumbre, una humildad exquisita e incomprensible que lo hacía llorar sin que viniera a cuento y en donde su propia imagen, lo que Morini percibía de Morini, se iba diluyendo de forma gradual e incontenible, como un río que deja de ser río o como un árbol que se quema en el horizonte sin saber que se está quemando.

Pelletier, Espinoza y Norton viajaron desde París al DF, en donde los esperaba el Cerdo. Allí pasaron la noche en un hotel y a la mañana siguiente volaron a Hermosillo. El Cerdo, que no entendía gran parte de la historia, estaba encantado de atender a tan ilustres académicos europeos aunque éstos, para su disgusto, no aceptaran pronunciar ninguna conferencia en Bellas Artes o en la UNAM o en el Colegio de México.

La noche que pasaron en el DF Espinoza y Pelletier fueron con el Cerdo al hotel en donde había pernoctado Archimboldi. El recepcionista no puso ningún inconveniente en dejarles ver el ordenador. Con el ratón el Cerdo repasó los nombres que aparecieron en la pantalla iluminada y que correspondían al día en que había conocido a Archimboldi. Pelletier se dio cuenta de que tenía las uñas sucias y comprendió la razón de su mote.

—Aquí está —dijo el Cerdo—, es éste.

Pelletier y Espinoza buscaron el nombre que indicaba el mexicano. Hans Reiter. Una noche. Pago al contado. No había utilizado tarjeta ni había abierto el minibar. Después se marcharon al hotel aunque el Cerdo les preguntó si les interesaba conocer algún lugar típico. No, dijeron Espinoza y Pelletier, no nos interesa.

Norton, mientras tanto, estaba en el hotel y aunque no tenía sueño había apagado las luces y dejado sólo el televisor encendido y con el volumen muy bajo. Por las ventanas abiertas de su cuarto llegaba un zumbido lejano, como si a muchos kilómetros de allí, en un zona del extrarradio de la ciudad, estuvieran evacuando a la gente. Pensó que era el televisor y lo apagó, pero el ruido persistía. Se apoyó en la ventana y contempló la ciudad. Un mar de luces vacilantes se extendía hacia el sur. El zumbido, con la mitad del cuerpo fuera de la ventana, no se oía. El aire era frío y le resultó confortable.

En la entrada del hotel un par de porteros discutían con un cliente y un taxista. El cliente estaba borracho. Uno de los porteros lo sostenía del hombro y el otro escuchaba lo que tenía que decir el taxista, que parecía, a juzgar por los aspavientos que realizaba, cada vez más excitado. Al poco rato un coche se detuvo delante del hotel y vio bajar de él a Espinoza y a Pelletier, seguidos por el mexicano. Desde allí arriba no estaba muy segura de que fueran sus amigos. En cualquier caso, si lo eran parecían distintos, caminaban de otra manera, mucho más viriles, si esto era posible, aunque la palabra virilidad, sobre todo aplicada a la forma de caminar, a Norton le sonaba monstruosa, un sinsentido sin pies ni cabeza. El mexicano le dio las llaves del coche a uno de los porteros y luego los tres se introdujeron en el hotel. El portero que tenía las llaves del coche del Cerdo se subió a éste y entonces el taxista dirigió sus aspavientos en dirección al portero que sostenía al borracho.

Norton tuvo la impresión de que el taxista exigía más dinero y que el cliente borracho del hotel no quería pagarle. Desde su posición Norton creyó que el borracho tal vez fuera norteamericano. Llevaba una camisa blanca, por fuera del pantalón de lona, de color claro, como un capuchino o como un batido de café. Su edad era indiscernible. Cuando el otro portero volvió, el taxista retrocedió dos pasos y les dijo algo.

Su actitud, pensó Norton, resultaba amenazante. Entonces uno de los porteros, el que sostenía al cliente borracho, dio un salto y lo cogió por el cuello. El taxista no esperaba esa reacción y sólo atinó a retroceder, pero ya resultaba imposible sacudirse de encima al portero. Por el cielo, presumiblemente lleno de nubes negras cargadas de contaminación, aparecieron las luces de un avión. Norton levantó la vista, sorprendida, pues entonces todo el aire empezó a zumbar, como si millones de abejas rodearan el hotel. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de un terrorista suicida o de un accidente aéreo. En la entrada del hotel los dos porteros le pegaban al taxista, que estaba en el suelo. No se trataba de patadas continuadas. Digamos que lo pateaban cuatro o seis veces y paraban y le daban oportunidad de hablar o de irse, pero el taxista, que estaba doblado sobre su estómago, movía la boca y los insultaba y entonces los porteros le daban otra tanda de patadas.

El avión descendió un poco más en la oscuridad y Norton creyó ver a través de las ventanillas los rostros expectantes de los pasajeros. Luego el aparato dio un giro y volvió a subir y pocos segundos después penetró una vez más en el vientre de las nubes. Las luces de cola, centellas rojas y azules, fue lo último que vio antes de que desapareciera. Cuando miró hacia abajo uno de los recepcionistas del hotel había salido y se llevaba, como a un herido, al cliente borracho que apenas podía caminar, mientras los dos porteros arrastraban al taxista no en dirección al taxi sino en dirección al párking subterráneo.

Su primer impulso fue bajar al bar, en donde encontraría a Pelletier y Espinoza charlando con el mexicano, pero al final decidió cerrar la ventana y meterse en la cama. El zumbido seguía y Norton pensó que lo debía de producir el aire acondicionado.

—Hay una especie de guerra entre taxistas y porteros —dijo el Cerdo—. Una guerra no declarada, con sus altibajos, momentos de gran tensión y momentos de alto el fuego.

—¿Y ahora qué va a pasar? —dijo Espinoza.

Estaban sentados en el bar del hotel, junto a uno de los ventanales que daba a la calle. Afuera el aire tenía una textura líquida. Agua negra, azabache, que daba ganas de pasarle la mano por el lomo y acariciarla.

—Los porteros le darán una lección al taxista y éste va a tardar mucho tiempo en volver al hotel —dijo el Cerdo—. Es por las propinas.

Después el Cerdo sacó su agenda electrónica de direcciones y ellos copiaron en sus respectivas libretas el teléfono del rector de la Universidad de Santa Teresa.

—Yo platiqué con él hoy —dijo el Cerdo— y le pedí que los ayudara en todo lo posible.

—¿Quién va a sacar de aquí al taxista? —dijo Pelletier.

—Saldrá por su propio pie —dijo el Cerdo—. Le darán una madriza en toda regla en el interior del párking y luego lo despertarán con baldazos de agua fría para que se meta en su coche y se largue.

—¿Y si los porteros y los taxistas están en guerra, cómo lo hacen los clientes cuando necesitan un taxi? —dijo Espinoza.

—Ah, entonces el hotel llama a una compañía de radiotaxis. Los radiotaxis están en paz con todo el mundo —dijo el Cerdo.

Cuando salieron a despedirlo a la entrada del hotel vieron al taxista que emergía renqueando del párking. Tenía el rostro intacto y la ropa no parecía mojada.

—Seguro que hizo un trato —dijo el Cerdo.

—¿Un trato?

—Un trato con los porteros. Dinero —dijo el Cerdo—, les debió de dar dinero.

Pelletier y Espinoza, por un segundo, imaginaron que el Cerdo se iba a marchar en el taxi, que estaba estacionado a pocos metros de allí, en la otra acera, y que tenía un aspecto de abandono absoluto, pero con un gesto de la cabeza el Cerdo le ordenó a uno de los porteros que fuera a buscar su coche.

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