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La parte de los críticos

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A la mañana siguiente volaron a Hermosillo y desde el aeropuerto telefonearon al rector de la Universidad de Santa Teresa y después alquilaron un coche y partieron hacia la frontera. Al salir del aeropuerto los tres percibieron la luminosidad del estado de Sonora. Era como si la luz se sumergiera en el océano Pacífico produciendo una enorme curvatura en el espacio. Daba hambre desplazarse bajo aquella luz, aunque también, pensó Norton, y tal vez de forma más perentoria, daba ganas de aguantar el hambre hasta el final.

Entraron por el sur de Santa Teresa y la ciudad les pareció un enorme campamento de gitanos o de refugiados dispuestos a ponerse en marcha a la más mínima señal. Alquilaron tres habitaciones en el cuarto piso del Hotel México. Las tres habitaciones eran iguales, pero en realidad estaban llenas de pequeñas señales que las hacían diferentes. En la habitación de Espinoza había un cuadro de grandes proporciones en donde se veía el desierto y a un grupo de hombres a caballo, en el lado izquierdo, vestidos con camisas de color beige, como si fueran del ejército o de un club de equitación. En la habitación de Norton había dos espejos en vez de uno. El primer espejo estaba junto a la puerta, como en las otras habitaciones, el segundo estaba en la pared del fondo, junto a la ventana que daba a la calle, de tal manera que si uno adoptaba determinada postura, ambos espejos se reflejaban. En la habitación de Pelletier faltaba un pedazo de la taza del baño. A simple vista no se veía, pero al levantar la tapa del wáter el pedazo que faltaba se hacía presente de forma repentina, casi como un ladrido. ¿Cómo demonios nadie ha reparado esto?, pensó Pelletier. Norton nunca había visto una taza en esas condiciones. Faltaban unos veinte centímetros. Debajo del enlosado blanco había un material rojo, como arcilla de ladrillos, con forma de galletas untadas de yeso. El trozo que faltaba tenía forma de medialuna. Parecía como si lo hubieran arrancado con un martillo. O como si alguien hubiera levantado a otra persona que ya estaba en el suelo y hubiera estampado su cabeza contra la taza del baño, pensó Norton.

El rector de la Universidad de Santa Teresa les pareció un tipo amable y tímido. Era muy alto y tenía la piel ligeramente bronceada, como si a diario realizara largos paseos meditabundos por el campo. Los invitó a una taza de café y escuchó sus explicaciones con paciencia y un interés más fingido que real. Después los llevó a dar una vuelta por la universidad, señalando los edificios e indicándoles a qué facultades pertenecían. Cuando Pelletier, por cambiar de tema, habló de la luz de Sonora, el rector se explayó hablando de las puestas de sol en el desierto y mencionó a algunos pintores, cuyos nombres ellos desconocían, que se habían instalado a vivir en Sonora o en la vecina Arizona.

Al regresar a la rectoría volvió a ofrecerles café y les preguntó en qué hotel estaban alojados. Cuando se lo dijeron anotó el nombre del hotel en una hoja que se guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y luego los invitó a cenar a su casa. Poco después ellos se marcharon. Mientras recorrían el trecho que había desde la rectoría hasta el aparcadero de coches vieron a un grupo de estudiantes de ambos sexos que caminaban por un prado justo en el momento en que se ponían en funcionamiento los aspersores de riego. Los estudiantes pegaron un grito y echaron a correr, alejándose de allí.

Antes de volver al hotel dieron una vuelta por la ciudad. Les pareció tan caótica que se pusieron a reír. Hasta entonces no estaban de buen humor. Observaban las cosas y escuchaban a las personas que los podían ayudar, pero únicamente como parte de una estrategia mayor. Durante el regreso al hotel desapareció la sensación de estar en un medio hostil, aunque hostil no era la palabra, un medio cuyo lenguaje se negaban a reconocer, un medio que transcurría paralelo a ellos y en el cual sólo podían imponerse, ser sujetos únicamente levantando la voz, discutiendo, algo que no tenían intención de hacer.

En el hotel encontraron una nota de Augusto Guerra, el decano de la facultad de Filosofía y Letras. La nota estaba dirigida a sus «colegas» Espinoza, Pelletier y Norton. Queridos colegas, había escrito sin un ápice de ironía. Esto los hizo reír aún más, aunque acto seguido los entristeció, pues el ridículo de un «colega», a su manera, tendía puentes de hormigón armado entre Europa y aquel rincón trashumante. Es como oír llorar a un niño, dijo Norton. En su nota Augusto Guerra, además de desearles una buena y feliz estancia en su ciudad, les hablaba de un tal profesor Amalfitano, «experto en Benno von Archimboldi», el cual diligentemente se presentaría en el hotel aquella misma tarde para ayudarlos en todo lo posible. La despedida estaba adornada con una frase poética que comparaba el desierto con un jardín petrificado.

A la espera del experto en Benno von Archimboldi decidieron no salir del hotel, una decisión que por lo que vieron a través de las ventanas del bar compartían con un grupo de turistas norteamericanos que se estaban emborrachando a conciencia en la terraza engalanada con algunas variedades de cactus sorprendentes, algunos de casi tres metros de altura. De vez en cuando uno de los turistas se levantaba de la mesa y se acercaba a los balaustres cubiertos de plantas semisecas y echaba una mirada a la avenida. Luego, trastabillando, regresaba junto a sus compañeros y compañeras y al cabo de un rato todos se reían, como si el que se había levantado les contara un chiste picante pero muy gracioso. No había ningún joven entre ellos, aunque tampoco había ningún viejo, era un grupo de turistas cuarentones y cincuentones que probablemente aquel mismo día iba a volver a los Estados Unidos. Poco a poco la terraza del hotel se fue llenando de más gente, hasta que no quedó ni una mesa libre. Cuando por el este empezó a avanzar la noche por los altavoces de la terraza se oyeron las primeras notas de una canción de Willy Nelson.

Uno de los borrachos, al reconocerla, pegó un grito y se levantó. Espinoza, Pelletier y Norton creyeron que se iba a poner a bailar, pero en lugar de eso se acercó a la barandilla de la terraza, asomó el pescuezo, miró arriba y abajo y luego volvió muy tranquilo a sentarse junto a su mujer y sus amigos. Estos tipos están medio locos, dijeron Espinoza y Pelletier. Norton, por el contrario, pensó que algo raro estaba pasando, en la avenida, en la terraza, en las habitaciones del hotel, incluso en el DF con esos taxistas y porteros irreales, o al menos sin un asidero lógico por donde agarrarlos, e incluso algo raro, que escapaba a su comprensión, estaba pasando en Europa, en el aeropuerto de París en donde se habían reunido los tres, y tal vez antes, con Morini y su negativa a acompañarlos, con ese joven un tanto repulsivo que conocieron en Toulouse, con Dieter Hellfeld y sus repentinas noticias sobre Archimboldi. E incluso algo raro pasaba con Archimboldi y con todo lo que contaba Archimboldi y con ella misma, irreconocible, si bien sólo a ráfagas, que leía y anotaba e interpretaba los libros de Archimboldi.

—¿Has pedido que arreglen el wáter de tu habitación? —dijo Espinoza.

—Sí, les he dicho que hagan algo —dijo Pelletier—. Pero en la recepción me sugirieron un cambio de habitación. Querían ponerme en el tercero. Así que les dije que ya estaba bien así, que me pensaba quedar en mi habitación y que ellos podían arreglar la taza cuando yo me marchara. Prefiero seguir juntos —dijo Pelletier con una sonrisa.

—Has hecho bien —dijo Espinoza.

—El recepcionista me dijo que pensaban cambiar la taza del baño pero que no encontraban el modelo apropiado. Que no me fuera a marchar con una mala impresión del hotel. Un tipo amable, después de todo —dijo Pelletier.

La primera impresión que los críticos tuvieron de Amalfitano fue más bien mala, perfectamente acorde con la mediocridad del lugar, sólo que el lugar, la extensa ciudad en el desierto, podía ser vista como algo típico, algo lleno de color local, una prueba más de la riqueza a menudo atroz del paisaje humano, mientras que Amalfitano sólo podía ser visto como un náufrago, un tipo descuidadamente vestido, un profesor inexistente de una universidad inexistente, el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie, o, en términos menos melodramáticos, como lo que finalmente era, un melancólico profesor de filosofía pasturando en su propio campo, el lomo de una bestia caprichosa e infantiloide que se habría tragado de un solo bocado a Heidegger en el supuesto de que Heidegger hubiera tenido la mala pata de nacer en la frontera mexicano-norteamericana. Espinoza y Pelletier vieron en él a un tipo fracasado, fracasado sobre todo porque había vivido y enseñado en Europa, que intentaba protegerse con una capa de dureza, pero cuya delicadeza intrínseca lo delataba en el acto. La impresión de Norton, por el contrario, fue la de un tipo muy triste, que se apagaba a pasos de gigante, y que lo último que deseaba era servirles de guía por aquella ciudad.

Aquella noche los tres críticos se fueron a acostar relativamente temprano. Pelletier soñó con su taza de baño. Un ruido apagado lo despertaba y él se levantaba desnudo y veía por debajo de la puerta que alguien había encendido la luz del baño. Al principio pensaba que era Norton, incluso Espinoza, pero al acercarse ya sabía que no podía ser ninguno de los dos. Al abrir la puerta el baño estaba vacío. En el suelo veía grandes manchas de sangre. La bañera y la cortina de la bañera exhibían costras no del todo endurecidas de una materia que al principio Pelletier creía que era barro o vómito, pero que no tardaba en descubrir que era mierda. El asco que le producía la mierda era mucho mayor que el miedo que le producía la sangre. A la primera arcada se despertó.

Espinoza soñó con el cuadro del desierto. En el sueño Espinoza se erguía hasta quedar sentado en la cama y desde allí, como si viera la tele en una pantalla de más de un metro y medio por un metro y medio, podía contemplar el desierto estático y luminoso, de un amarillo solar que hacía daño en los ojos, y a las figuras montadas a caballo, cuyos movimientos, los de los jinetes y los de los caballos, eran apenas perceptibles, como si habitaran en un mundo diferente del nuestro, en donde la velocidad era distinta, una velocidad que para Espinoza era lentitud, aunque él sabía que gracias a esa lentitud, quienquiera que fuera el observador del cuadro no se volvía loco. Y luego estaban las voces. Espinoza las escuchó. Voces apenas audibles, al principio sólo fonemas, cortos gemidos lanzados como meteoritos sobre el desierto y sobre el espacio armado de la habitación del hotel y del sueño. Algunas palabras sueltas sí que fue capaz de reconocerlas. Rapidez, premura, velocidad, ligereza. Las palabras se abrían paso a través del aire enrarecido del cuadro como raíces víricas en medio de carne muerta. Nuestra cultura, decía una voz. Nuestra libertad. La palabra libertad le sonaba a Espinoza como un latigazo en un aula vacía. Cuando despertó estaba sudando.

En el sueño de Norton ésta se veía reflejada en ambos espejos. En uno de frente y en el otro de espaldas. Su cuerpo estaba ligeramente sesgado. Con certeza resultaba imposible decir si pensaba avanzar o retroceder. La luz de la habitación era escasa y matizada, como la de un atardecer inglés. No había ninguna lámpara encendida. Su imagen en los espejos aparecía vestida como para salir, con un traje sastre gris y, cosa curiosa, pues Norton rara vez usaba esta prenda, con un sombrerito gris que evocaba páginas de moda de los años cincuenta. Probablemente llevaba zapatos de tacón, de color negro, aunque no se los podía ver. La inmovilidad de su cuerpo, algo en él que inducía a pensar en lo inerte y también en lo inerme, la llevaba a preguntarse, sin embargo, qué era lo que estaba esperando para partir, qué aviso aguardaba para salir del campo en que ambos espejos se miraban y abrir la puerta y desaparecer. ¿Tal vez había oído un ruido en el pasillo? ¿Tal vez alguien había intentado al pasar abrir su puerta? ¿Un huésped despistado del hotel? ¿Un empleado, alguien enviado por la recepción, una mujer de la limpieza? El silencio, no obstante, era total y tenía, además, algo de calmo, de los largos silencios que preceden a la noche. De pronto Norton se dio cuenta de que la mujer reflejada en el espejo no era ella. Sintió miedo y curiosidad y permaneció quieta, observando si cabe con mayor detenimiento a la figura en el espejo. Objetivamente, se dijo, es igual a mí y no tengo ninguna razón para pensar lo contrario. Soy yo. Pero luego se fijó en su cuello: una vena hinchada, como si estuviera a punto de reventar, lo recorría desde la oreja hasta perderse en el omóplato. Una vena que más que real parecía dibujada. Entonces Norton pensó: tengo que marcharme de aquí. Y recorrió la habitación con los ojos intentando descubrir el lugar exacto en que se encontraba la mujer, pero le fue imposible verla. Para que se reflejase en ambos espejos, se dijo, tenía que estar justo entre el pequeño pasillo de entrada y la habitación. Pero no la vio. Al mirarla en los espejos notó un cambio. El cuello de la mujer se movía de forma casi imperceptible. Yo también estoy siendo reflejada en los espejos, se dijo Norton. Y si ella sigue moviéndose finalmente ambas nos miraremos. Veremos nuestras caras. Norton apretó los puños y esperó. La mujer del espejo también apretó los puños, como si el esfuerzo que hacía fuera sobrehumano. La tonalidad de la luz que entraba en la habitación se hizo cenicienta. Norton tuvo la impresión de que afuera, en las calles, se había desatado un incendio. Empezó a sudar. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Cuando volvió a mirar los espejos, la vena hinchada de la mujer había crecido de volumen y su perfil comenzaba a insinuarse. Tengo que huir, pensó. También pensó: ¿dónde están Jean-Claude y Manuel? También pensó en Morini. Sólo vio una silla de ruedas vacía y atrás un bosque enorme, impenetrable, de un verde casi negro, que tardó en reconocer como Hyde Park. Cuando abrió los ojos la mirada de la mujer del espejo y la de ella se intersecaron en algún punto indeterminado de la habitación. Los ojos de ella eran iguales a los suyos. Los pómulos, los labios, la frente, la nariz. Norton se puso a llorar o creyó que lloraba de pena o de miedo. Es igual a mí, se dijo, pero ella está muerta. La mujer ensayó una sonrisa y luego, casi sin transición, una mueca de miedo le desfiguró el rostro. Sobresaltada, Norton miró hacia atrás, pero atrás no había nadie, sólo la pared de la habitación. La mujer volvió a sonreírle. Esta vez la sonrisa no fue precedida por una mueca sino por un gesto de profundo abatimiento. Y luego la mujer volvió a sonreírle y su rostro se hizo ansioso y luego inexpresivo y luego nervioso y luego resignado y luego pasó por todas las expresiones de la locura y siempre volvía a sonreírle, mientras Norton, recuperada la sangre fría, había sacado una libretita y tomaba notas muy rápidas de todo lo que sucedía, como si en ello estuviera cifrado su destino o su cuota de felicidad en la tierra, y así estuvo hasta despertar.

Cuando Amalfitano les dijo que él había traducido para una editorial argentina, en el año 1974, La rosa ilimitada, la opinión de los críticos cambió. Quisieron saber en dónde había aprendido alemán, cómo había conocido la obra de Archimboldi, qué libros había leído de él, qué opinión le merecía. Amalfitano dijo que el alemán lo había aprendido en Chile, en el Colegio Alemán, al que había ido desde pequeño, aunque al cumplir los quince años se había ido a estudiar, por motivos que no venían al caso, a un liceo público. Entró en contacto con la obra de Archimboldi, según creía recordar, a la edad de veinte años, entonces había leído, en alemán y cogiendo los libros en préstamo de una biblioteca de Santiago, La rosa ilimitada, La máscara de cuero y Ríos de Europa. En aquella biblioteca sólo tenían aquellos tres libros y Bifurcaria bifurcata, pero este último lo empezó y no lo pudo terminar. Era una biblioteca pública enriquecida con los fondos de un señor alemán que había acumulado muchísimos libros en dicha lengua y que antes de morir los donó a su comuna, en el barrio de Ñuñoa, en Santiago.

Por supuesto, la opinión que Amalfitano tenía de Archimboldi era buena, aunque distaba mucho de la adoración que por el autor alemán sentían los críticos. A Amalfitano, por ejemplo, le parecía igual de bueno Günter Grass o Arno Schmidt. Cuando los críticos quisieron saber si la traducción de La rosa ilimitada había sido idea suya o un encargo de los editores, Amalfitano dijo que, según creía recordar, fueron los editores de aquella editorial argentina los que tuvieron la idea. Por aquella época, dijo, yo traducía todo lo que podía, y además trabajaba como corrector de galeradas. La edición, hasta donde sabía, había sido una edición pirata, aunque esto lo pensó mucho después y no podía confirmarlo.

Cuando los críticos, ya mucho más benevolentes con su aparición, le preguntaron qué hacía él en Argentina en el año 1974, Amalfitano los miró a ellos y luego miró su cóctel Margarita y dijo, como si lo hubiera repetido muchas veces, que en 1974 él estaba en Argentina por el golpe de Estado en Chile, el cual lo obligó a emprender el camino del exilio. Y luego pidió disculpas por esa forma un tanto grandilocuente de expresarse. Todo se pega, dijo, pero ninguno de los críticos le dio mayor importancia a esta última frase.

—El exilio debe de ser algo terrible —dijo Norton, comprensiva.

—En realidad —dijo Amalfitano— ahora lo veo como un movimiento natural, algo que, a su manera, contribuye a abolir el destino o lo que comúnmente se considera el destino.

—Pero el exilio —dijo Pelletier— está lleno de inconvenientes, de saltos y rupturas que más o menos se repiten y que dificultan cualquier cosa importante que uno se proponga hacer.

—Ahí precisamente radica —dijo Amalfitano— la abolición del destino. Y perdonen otra vez.

A la mañana siguiente encontraron a Amalfitano esperándolos en el lobby del hotel. Si el profesor chileno no hubiera estado allí seguramente se habrían contado mutuamente las pesadillas de aquella noche y quién sabe lo que hubiera salido a la luz. Pero allí estaba Amalfitano y se fueron los cuatro juntos a desayunar y a planificar las actividades del día. Examinaron las posibilidades. En primer lugar estaba claro que Archimboldi no se había presentado a la universidad. Al menos no a la facultad de Filosofía y Letras. No existía un consulado alemán en Santa Teresa, por lo que cualquier movimiento en esa dirección quedaba descartado de antemano. Le preguntaron a Amalfitano cuántos hoteles había en la ciudad. Éste contestó que no lo sabía pero que podía averiguarlo en el acto, apenas acabaran de desayunar.

—¿De qué manera? —quiso saber Espinoza.

—Preguntándolo en la recepción —dijo Amalfitano—. Ahí deben tener una lista completa de todos los hoteles y moteles de los alrededores.

—Claro —dijeron Pelletier y Norton.

Mientras acababan de desayunar especularon una vez más sobre cuáles podían ser los motivos que habían impulsado a Archimboldi a viajar hasta ese lugar. Amalfitano supo entonces que nunca nadie había visto en persona a Archimboldi. La historia le pareció, sin que pudiera decir a ciencia cierta por qué, divertida, y les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera. Porque nosotros estudiamos su obra, dijeron los críticos. Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron.

—Yo creía —dijo Amalfitano— que el mejor escritor alemán del siglo veinte era Kafka.

Bueno, pues entonces el mejor escritor alemán de la posguerra o el mejor escritor alemán de la segunda mitad del siglo XX, dijeron los críticos.

—¿Han leído a Peter Handke? —les preguntó Amalfitano—. ¿Y Thomas Bernhard?

Uf, dijeron los críticos y a partir de este momento hasta que dieron por concluido el desayuno Amalfitano fue atacado hasta quedar reducido a una especie de Periquillo Sarniento abierto en canal y sin una sola pluma.

En la recepción les dieron la lista de los hoteles de la ciudad.

Amalfitano sugirió que podían llamar desde la universidad, ya que al parecer la relación entre Guerra y los críticos era óptima, o el respeto que sentía Guerra por los críticos era reverencial y no exento de temblores, temblores a su vez no exentos de vanidad o coquetería, aunque también hay que añadir que tras la coquetería o los temblores se agazapaba la astucia, pues si bien la disposición favorable de Guerra estaba dictada por el deseo del rector Negrete, no se le ocultaba a Amalfitano que Guerra pensaba sacar tajada de la visita de los ilustres profesores europeos, sobre todo si se tiene en cuenta que el futuro es un misterio y que uno nunca sabe a ciencia cierta en qué momento se tuerce el camino y hacia qué extraños lugares lo encaminan sus pasos. Pero los críticos se negaron a utilizar el teléfono de la universidad e hicieron las llamadas con cargo a sus propias habitaciones.

Para ganar tiempo, Espinoza y Norton llamaron desde la habitación de Espinoza, y Amalfitano y Pelletier desde la habitación del francés. Al cabo de una hora el resultado no podía ser más descorazonador. En ningún hotel se había registrado ningún Hans Reiter. Al cabo de dos horas decidieron suspender las llamadas y bajar al bar a beber una copa. Sólo quedaban unos pocos hoteles y algunos moteles de las afueras de la ciudad. Al observar la lista con mayor detenimiento, Amalfitano les dijo que la mayoría de los moteles que aparecían en la lista eran lugares de paso, prostíbulos encubiertos, sitios en donde resultaba difícil imaginarse a un turista alemán.

—No estamos buscando a un turista alemán sino a Archimboldi —le respondió Espinoza.

—Eso es cierto —dijo Amalfitano, y se imaginó, efectivamente, a Archimboldi en un motel.

La pregunta es qué vino a hacer Archimboldi a esta ciudad, dijo Norton. Después de discutir un rato los tres críticos llegaron a la conclusión, y Amalfitano estuvo de acuerdo con ellos, de que sólo podía haber venido a Santa Teresa a ver a un amigo o a recabar información para una próxima novela o por ambas razones. Pelletier se inclinó por la posibilidad del amigo.

—Un viejo amigo —conjeturó—, es decir un alemán como él.

—Un alemán al que no ha visto desde hace muchos años, podríamos decir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial —dijo Espinoza.

—Un compañero del ejército, alguien que significó mucho para Archimboldi y que desapareció apenas terminó la guerra o incluso puede que antes de que terminara la guerra —dijo Norton.

—Alguien que sabe, sin embargo, que Archimboldi es Hans Reiter —dijo Espinoza.

—No necesariamente, tal vez el amigo de Archimboldi no tiene ni idea de que Hans Reiter y Archimboldi son la misma persona, él sólo conoce a Reiter y sabe cómo ponerse en contacto con Reiter y poco más —dijo Norton.

—Pero eso no es tan fácil —dijo Pelletier.

—No, no es tan fácil, pues presupone que Reiter, desde la última vez que vio a su amigo, digamos que en 1945, no ha cambiado de dirección —dijo Amalfitano.

—Estadísticamente no hay ningún alemán nacido en 1920 que no haya cambiado de dirección al menos una vez en su vida —dijo Pelletier.

—Así que puede que el amigo no se haya puesto en contacto con él sino que sea el propio Archimboldi quien se puso en contacto con su amigo —dijo Espinoza.

—Amigo o amiga —dijo Norton.

—Yo me inclino a creer más en un amigo que en una amiga —dijo Pelletier.

—A menos que no se trate ni de un amigo ni de una amiga y todos nosotros estemos aquí dando palos de ciego —dijo Espinoza.

—Pero, entonces, qué vino a hacer Archimboldi a este lugar —dijo Norton.

—Tiene que ser un amigo, un amigo muy querido, lo suficientemente querido como para forzar a Archimboldi a hacer este viaje —dijo Pelletier.

—¿Y si estamos equivocados? ¿Y si Almendro nos mintió o se confundió o le mintieron a él? —dijo Norton.

—¿Qué Almendro? ¿Héctor Enrique Almendro? —dijo Amalfitano.

—Ése mismo, ¿lo conoces? —dijo Espinoza.

—No personalmente, pero yo no le daría excesivo crédito a una pista de Almendro —dijo Amalfitano.

—¿Por qué? —dijo Norton.

—Bueno, es el típico intelectual mexicano preocupado básicamente en sobrevivir —dijo Amalfitano.

—Todos los intelectuales latinoamericanos están preocupados básicamente en sobrevivir, ¿no? —dijo Pelletier.

—Yo no lo expresaría con esas palabras, hay algunos que están más interesados en escribir, por ejemplo —dijo Amalfitano.

—A ver, explícanos eso —dijo Espinoza.

—En realidad no sé cómo explicarlo —dijo Amalfitano—. La relación con el poder de los intelectuales mexicanos viene de lejos. No digo que todos sean así. Hay excepciones notables. Tampoco digo que los que se entregan lo hagan de mala fe. Ni siquiera que esa entrega sea una entrega en toda regla. Digamos que sólo es un empleo. Pero es un empleo con el Estado. En Europa los intelectuales trabajan en editoriales o en la prensa o los mantienen sus mujeres o sus padres tienen buena posición y les dan una mensualidad o son obreros y delincuentes y viven honestamente de sus trabajos. En México, y puede que el ejemplo sea extensible a toda Latinoamérica, salvo Argentina, los intelectuales trabajan para el Estado. Esto era así con el PRI y sigue siendo así con el PAN. El intelectual, por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en silencio. Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el Estado hace algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo mexicano. Añade capas de cal a un hoyo que nadie sabe si existe o no existe. Por supuesto, esto no siempre es así. Un intelectual puede trabajar en la universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, cuyos departamentos de literatura son tan malos como los de las universidades mexicanas, pero esto no lo pone a salvo de recibir una llamada telefónica a altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca un trabajo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más. Esta mecánica, de alguna manera, desoreja a los escritores mexicanos. Los vuelve locos. Algunos, por ejemplo, se ponen a traducir poesía japonesa sin saber japonés y otros, ya de plano, se dedican a la bebida. Almendro, sin ir más lejos, creo que hace ambas cosas. La literatura en México es como un jardín de infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario, no sé si lo podéis entender. El clima es bueno, hace sol, uno puede salir de casa y sentarse en un parque y abrir un libro de Valéry, tal vez el escritor más leído por los escritores mexicanos, y luego acercarse a casa de los amigos y hablar. Tu sombra, sin embargo, ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta, pero sí que te has dado cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo, pero, bueno, eso puede explicarse de muchas formas, la posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol provoca en las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo a cosas más contingentes, una enfermedad que se insinúa, la vanidad herida, el deseo de ser puntual al menos una vez en la vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente, la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad. El escenario propiamente dicho es un proscenio y al fondo del proscenio hay un tubo enorme, algo así como una mina o la entrada a una mina de proporciones gigantescas. Digamos que es una caverna. Pero también podemos decir que es una mina. De la boca de la mina salen ruidos ininteligibles. Onomatopeyas, fonemas furibundos o seductores o seductoramente furibundos o bien puede que sólo murmullos y susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada de la mina. Una máquina, un juego de luces y de sombras, una manipulación en el tiempo, hurta el verdadero contorno de la boca a la mirada de los espectadores. En realidad, sólo los espectadores que están más cercanos al proscenio, pegados al foso de la orquesta, pueden ver, tras la tupida red de camuflaje, el contorno de algo, no el verdadero contorno, pero sí, al menos, el contorno de algo. Los otros espectadores no ven nada más allá del proscenio y se podría decir que tampoco les interesa ver nada. Por su parte, los intelectuales sin sombra están siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran ojos en la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un huracán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada, procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo queda un silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal de proporciones colosales o la ausencia de ese animal. El escenario en el que trabajan, por otra parte, es muy bonito, muy bien pensado, muy coqueto, pero sus dimensiones con el paso del tiempo son cada vez menores. Este achicamiento del escenario no lo desvirtúa en modo alguno. Simplemente cada vez es más chico y también las plateas son más chicas y los espectadores, naturalmente, son cada vez menos. Junto a este escenario, por supuesto, hay otros escenarios. Escenarios nuevos que han crecido con el paso del tiempo. Está el escenario de la pintura, que es enorme, y cuyos espectadores son pocos pero todos, por decirlo de algún modo, son elegantes. Está el escenario del cine y de la televisión. Aquí el aforo es enorme y siempre está lleno y el proscenio crece a buen ritmo año tras año. En ocasiones, los intérpretes del escenario de los intelectuales se pasan, como actores invitados, al escenario de la televisión. En este escenario la boca de la mina es la misma, con un ligerísimo cambio de perspectiva, aunque tal vez el camuflaje sea más denso y, paradójicamente, esté preñado de un humor misterioso y que sin embargo apesta. Este camuflaje humorístico, naturalmente, se presta a muchas interpretaciones, que finalmente siempre se reducen, para mayor facilidad del público o del ojo colectivo del público, a dos. En ocasiones los intelectuales se instalan para siempre en el proscenio televisivo. De la boca de la mina siguen saliendo rugidos y los intelectuales los siguen malinterpretando. En realidad, ellos, que en teoría son los amos del lenguaje, ni siquiera son capaces de enriquecerlo. Sus mejores palabras son palabras prestadas que oyen decir a los espectadores de primera fila. A estos espectadores se les suele llamar flagelantes. Están enfermos y cada cierto tiempo inventan palabras atroces y su índice de mortalidad es elevado. Cuando acaba la jornada laboral se cierran los teatros y se tapan las bocas de las minas con grandes planchas de acero. Los intelectuales se retiran. La luna es gorda y el aire nocturno es de una pureza tal que parece alimenticio. En algunos locales se oyen canciones cuyas notas llegan a las calles. A veces un intelectual se desvía y penetra en uno de estos locales y bebe mezcal. Piensa entonces qué sucedería si un día él. Pero no. No piensa nada. Sólo bebe y canta. A veces alguno cree ver a un escritor alemán legendario. En realidad sólo ha visto una sombra, en ocasiones sólo ha visto a su propia sombra que regresa a casa cada noche para evitar que el intelectual reviente o se cuelgue del portal. Pero él jura que ha visto a un escritor alemán y en esa convicción cifra su propia felicidad, su orden, su vértigo, su sentido de la parranda. A la mañana siguiente hace un buen día. El sol chisporrotea, pero no quema. Uno puede salir de casa razonablemente tranquilo, arrastrando su sombra, y detenerse en un parque y leer unas páginas de Valéry. Y así hasta el fin.

—No entiendo nada de lo que has dicho —dijo Norton.

—En realidad sólo he dicho tonterías —dijo Amalfitano.

Más tarde llamaron a los hoteles y moteles que faltaban y en ninguno de ellos estaba alojado Archimboldi. Durante unas horas pensaron que Amalfitano tenía razón, que la pista de Almendro probablemente era fruto de su imaginación calenturienta, que el viaje de Archimboldi a México sólo existía en los recovecos mentales del Cerdo. El resto del día lo pasaron leyendo y bebiendo y ninguno de los tres se animó a salir del hotel.

Esa noche Norton, mientras revisaba su correspondencia electrónica en el ordenador del hotel, recibió un e-mail de Morini. En su carta Morini hablaba del tiempo, como si no tuviera nada mejor que decir, de la lluvia que empezó a caer oblicuamente sobre Turín a las ocho de la noche y no paró de hacerlo hasta la una de la mañana, y le deseaba a Norton, de corazón, un tiempo mejor en el norte de México, en donde según creía no llovía nunca y sólo hacía frío por las noches y eso únicamente en el desierto. Esa noche, también, después de contestar algunas cartas (no la de Morini), Norton subió a su habitación, se peinó, se lavó los dientes, se puso crema hidratante en la cara, se quedó un rato sentada en la cama, con los pies en el suelo, pensando, y luego salió al pasillo y llamó a la puerta de Pelletier y luego a la puerta de Espinoza y sin decir palabra los guió hasta su habitación, en donde hizo el amor con ambos hasta las cinco de la mañana, hora en que los críticos, por indicación de Norton, volvieron a sus respectivas habitaciones, en donde pronto cayeron en un sueño profundo, sueño que no alcanzó a Norton, quien arregló un poco las sábanas de su cama y apagó las luces del cuarto, pero no pudo pegar ojo.

Pensó en Morini, mejor dicho vio a Morini sentado en la silla de ruedas delante de una ventana de su apartamento en Turín, un apartamento que ella no conocía, mirando la calle y las fachadas de los edificios vecinos y observando cómo caía incesante la lluvia. Los edificios de enfrente eran grises. La calle era oscura y amplia, una avenida, aunque no pasaba ni un solo coche, con algunos árboles raquíticos plantados cada veinte metros, diríase una broma pesada del alcalde o del urbanista del ayuntamiento. El cielo era una manta tapada por una manta que a su vez tapaba otra manta aún más gruesa y húmeda. La ventana por la que Morini observaba el exterior era grande, casi una ventana balcón, más estrecha que ancha y, eso sí, muy alargada, y limpia hasta el punto de que se podría decir que el vidrio, por el que se deslizaban las gotas de lluvia, más que vidrio era puro cristal. Los marcos de la ventana eran de madera pintada de blanco. La habitación tenía las luces encendidas. El parquet relucía, los estantes con libros aparecían ordenados con pulcritud, de las paredes colgaban pocas pinturas de un buen gusto envidiable. No había alfombras y los muebles, un sofá de cuero negro y dos sillones de cuero blanco, no entorpecían en modo alguno el libre tránsito de la silla de ruedas. Tras la puerta, de doble hoja, que permanecía entornada, se abría un pasillo a oscuras.

¿Y qué decir con respecto a Morini? Su posición en la silla de ruedas expresaba un cierto grado de abandono, como si la contemplación de la lluvia nocturna y del vecindario dormido colmara todas sus expectativas. A veces apoyaba los dos brazos en la silla, otras veces apoyaba la cabeza en una mano y el codo lo apoyaba en el reposabrazos de la silla. Sus piernas inermes, como las piernas de un adolescente agónico, estaban enfundadas en unos pantalones vaqueros tal vez demasiado anchos. Llevaba puesta una camisa blanca, con los botones del cuello desabrochados, y en su muñeca izquierda tenía un reloj cuya correa le iba grande, aunque no tan grande como para caérsele. No llevaba zapatos sino zapatillas, muy viejas, de tela negra y reluciente como la noche. Toda la ropa era cómoda, de andar por casa, y por la actitud de Morini casi se podía afirmar que al día siguiente no tenía intenciones de ir a trabajar o que pensaba llegar tarde al trabajo.

La lluvia, al otro lado de la ventana, tal como decía en su e-mail, caía oblicuamente y la lasitud de Morini, su quietud y abandono tenían algo de mortalmente campesino, sometido en cuerpo y alma al insomnio sin una queja.

Al día siguiente salieron a dar una vuelta por el mercado de artesanías, inicialmente concebido como lugar de comercio y de trueque para la gente de los alrededores de Santa Teresa y adonde llegaban artesanos y campesinos de toda la zona, llevando sus productos en carretas o a lomos de burro, incluso vendedores de ganado de Nogales y de Vicente Guerrero, y tratantes de caballos de Agua Prieta y Cananea, y que ahora se mantenía únicamente para turistas norteamericanos de Phoenix, que llegaban en autobús o en caravanas de tres o cuatro coches y que se marchaban de la ciudad antes de que anocheciera. A los críticos, sin embargo, les gustó el mercado y aunque no pensaban comprar nada al final Pelletier adquirió por un precio irrisorio una figurilla de barro de un hombre sentado en una piedra leyendo el periódico. El hombre era rubio y en la frente le despuntaban dos pequeños cuernos de diablo. Espinoza, por su parte, le compró una alfombra india a una muchacha que tenía un puesto de alfombras y sarapes. La alfombra, en realidad, no le gustaba mucho, pero la chica era simpática y se pasó un buen rato hablando con ella. Le preguntó de dónde era, pues tenía la impresión de que había viajado con sus alfombras desde un lugar muy lejano, pero la chica le respondió que de la mera Santa Teresa, de un barrio al oeste de donde estaba el mercado. También le dijo que estaba estudiando la preparatoria y que si las cosas le iban bien pensaba estudiar después para enfermera. A Espinoza le pareció una chica no sólo guapa, tal vez demasiado menuda para su gusto, sino también inteligente.

En el hotel los esperaba Amalfitano. Lo invitaron a comer y después salieron los cuatro a visitar los periódicos que había en Santa Teresa. Allí repasaron todos los ejemplares de un mes antes de que Almendro viera a Archimboldi en el DF, hasta los ejemplares del día anterior. No encontraron ni una sola señal que les indicara que Archimboldi había pasado por la ciudad. Buscaron primero en las notas necrológicas. Luego se internaron en Sociedad y Política e incluso leyeron las notas de Agricultura y Ganadería. Uno de los periódicos no tenía suplemento cultural. Otro dedicaba una página a la semana a reseñar un libro y a informar de las actividades artísticas de Santa Teresa, aunque más le hubiera valido dedicar la página a Deportes. A las seis de la tarde se separaron del profesor chileno en las puertas de uno de los periódicos y volvieron al hotel. Se ducharon y luego cada uno se dedicó a revisar su correspondencia. Pelletier y Espinoza le escribieron a Morini contándole los magros resultados obtenidos. En ambas cartas anunciaban que, si nada cambiaba, pronto, a lo sumo en un par de días, regresarían a Europa. Norton no le escribió a Morini. No había contestado a su carta anterior y no tenía ganas de enfrentarse a ese Morini inmóvil que contemplaba la lluvia, como si quisiera decirle algo y en el último segundo prefiriera no hacerlo. En lugar de eso, y sin decirles nada a sus dos amigos, llamó por teléfono a Almendro, al DF, y tras algunos intentos infructuosos (la secretaria del Cerdo y luego su empleada doméstica no sabían inglés, aunque las dos se esforzaban) pudo comunicarse con él.

Con una paciencia envidiable el Cerdo volvió a referirle, en un inglés pulido en Stanford, todo lo que había pasado desde que lo llamaron de aquel hotel en donde Archimboldi estaba siendo interrogado por tres policías. Volvió a narrar, sin caer en contradicciones, su primer encuentro con él, el rato que pasaron en la plaza Garibaldi, la vuelta al hotel en donde Archimboldi cogió su maleta y el viaje hasta el aeropuerto, un viaje más bien silencioso, en donde Archimboldi tomó el avión rumbo a Hermosillo y ya nunca más lo volvió a ver. A partir de este momento, Norton se limitó a preguntarle por el físico de Archimboldi. Alto, más de un metro noventa, pelo canoso, abundante aunque calvo en la parte de la nuca, delgado, seguramente fuerte.

—Un superviejo —dijo Norton.

—No, yo no diría eso —dijo el Cerdo—. Cuando abrió la maleta vi muchas medicinas. Tiene la piel llena de manchas. A veces parece cansarse mucho aunque se recobra o simula recobrarse con facilidad.

—¿Cómo son sus ojos? —preguntó Norton.

—Azules —dijo el Cerdo.

—No, yo ya sé que son azules, he leído todos sus libros más de una vez, es imposible que no sean azules, quiero decir cómo eran, qué impresión le causaron a usted sus ojos.

Al otro lado del teléfono se hizo un silencio prolongado, como si esa pregunta el Cerdo no se la esperara en modo alguno o como si esa pregunta ya se la hubiera formulado él mismo muchas veces, sin encontrar todavía una respuesta.

—Es difícil contestar a eso —dijo el Cerdo.

—Es usted la única persona que puede contestarla, nadie lo ha visto en mucho tiempo, su situación, permítame que se lo diga, es privilegiada —dijo Norton.

—Híjole —dijo el Cerdo.

—¿Cómo? —dijo Norton.

—Nada, nada, estoy pensando —dijo el Cerdo.

Y al cabo de un rato dijo:

—Tiene los ojos de un ciego, no digo que esté ciego pero son igualitos que los de un ciego, es posible que me equivoque.

Esa noche fueron a la fiesta que daba en su honor el rector Negrete, aunque ellos sólo se enteraron más tarde de que la fiesta era en su honor. Norton paseó por los jardines de la casa y admiró las plantas que la mujer del rector iba nombrando una a una, aunque luego olvidó todos los nombres. Pelletier platicó largamente con el decano Guerra y con otro profesor de la universidad que había hecho su tesis en París sobre un mexicano que escribía en francés (¿un mexicano que escribía en francés?), sí, sí, un tipo muy singular y curioso y buen escritor al que el profesor universitario nombró varias veces (¿un tal Fernández?, ¿un tal García?), un hombre con un destino un tanto turbulento pues había sido colaboracionista, sí, sí, amigo íntimo de Céline y de Drieu La Rochelle y discípulo de Maurras, al que la Resistencia fusiló, no a Maurras, al mexicano, que supo, sí, sí, comportarse como un hombre hasta el final, no como muchos de sus colegas franceses que huyeron a Alemania con la cola entre las piernas, pero este Fernández o García (¿o López o Pérez?) no se movió de su casa, esperó como un mexicano a que fueran a buscarlo y las piernas no le flaquearon cuando lo bajaron a la calle (¿a rastras?) y lo arrojaron contra una pared, en donde lo fusilaron.

Espinoza, por su parte, estuvo sentado todo el rato al lado del rector Negrete y de varios prohombres de la misma edad que el anfitrión y que sólo sabían hablar español y algo, muy poco, de inglés, y tuvo que aguantar una conversación dedicada a elogiar los últimos signos del progreso imparable de Santa Teresa.

A ninguno de los tres críticos le pasó desapercibido el acompañante que tuvo Amalfitano toda la noche. Un joven apuesto y atlético, de piel muy blanca, que se le pegó al profesor chileno como una lapa y que de tanto en tanto gesticulaba de manera teatral y hacía visajes como si se estuviera volviendo loco, y otras veces sólo se dedicaba a escuchar lo que Amalfitano le decía, negando siempre con la cabeza, pequeños movimientos de negación casi espasmódicos, como si acatara las reglas universales del diálogo a regañadientes o como si las palabras de Amalfitano (admoniciones, a juzgar por su cara) no dieran nunca en el blanco.

De la cena salieron con varias propuestas y una sospecha. Las propuestas eran: dar una lección en la universidad sobre literatura española contemporánea (Espinoza), dar una lección sobre literatura francesa contemporánea (Pelletier), dar una lección sobre literatura inglesa contemporánea (Norton), dar una clase magistral sobre Benno von Archimboldi y la literatura alemana de posguerra (Espinoza, Pelletier y Norton), participar en un coloquio sobre las relaciones económicas y culturales entre Europa y México (Espinoza, Pelletier y Norton, más el decano Guerra y dos profesores de economía de la universidad), visitar las estribaciones de la Sierra Madre, y finalmente asistir a una barbacoa de borrego en un rancho cercano a Santa Teresa, barbacoa que se preveía multitudinaria, con asistencia de muchos profesores, en un paisaje, según Guerra, de singular belleza, aunque el rector Negrete puntualizó que el paisaje más bien era bravío y que, en ocasiones, resultaba chocante.

La sospecha era: cabía la posibilidad de que Amalfitano fuera homosexual y que aquel joven vehemente fuera su amante, horrenda sospecha pues antes de que acabara la noche se enteraron de que el joven en cuestión era el hijo unigénito del decano Guerra, el jefe directo de Amalfitano, la mano derecha del rector, y que o mucho se equivocaban o Guerra no tenía ni idea de los líos en los que andaba metido su hijo.

—Esto puede terminar a balazos —dijo Espinoza.

Luego hablaron de otras cosas y más tarde se fueron a dormir, agotados.

Al día siguiente dieron una vuelta en coche por toda la ciudad, dejándose llevar por el azar, sin ninguna prisa, como si de verdad esperaran encontrar caminando por una acera a un viejo alemán de gran estatura. Hacia el oeste la ciudad era muy pobre, con la mayoría de las calles sin asfaltar y un mar de casas construidas con rapidez y materiales de desecho. En el centro la ciudad era antigua, con viejos edificios de tres o cuatro plantas y plazas porticadas que se hundían en el abandono y calles empedradas que recorrían a toda prisa jóvenes oficinistas en mangas de camisa e indias con bultos a la espalda, y vieron putas y jóvenes macarras holgazaneando en las esquinas, estampas mexicanas extraídas de una película en blanco y negro. Hacia el este estaban los barrios de clase media y clase alta. Allí vieron avenidas con árboles cuidados y parques infantiles públicos y centros comerciales. Allí también estaba la universidad. En el norte encontraron fábricas y tinglados abandonados, y una calle llena de bares y tiendas de souvenirs y pequeños hoteles, donde se decía que nunca se dormía, y en la periferia más barrios pobres, aunque menos abigarrados, y lotes baldíos en donde se alzaba de vez en cuando una escuela. En el sur descubrieron vías férreas y campos de fútbol para indigentes rodeados por chabolas, e incluso vieron un partido, sin bajar del coche, entre un equipo de agónicos y otro de hambrientos terminales, y dos carreteras que salían de la ciudad, y un barranco que se había transformado en un basurero, y barrios que crecían cojos o mancos o ciegos y de vez en cuando, a lo lejos, las estructuras de un depósito industrial, el horizonte de las maquiladoras.

La ciudad, como toda ciudad, era inagotable. Si uno seguía avanzando, digamos, hacia el este, llegaba un momento en que los barrios de clase media se acababan y aparecían, como un reflejo de lo que sucedía en el oeste, los barrios miserables, que aquí se confundían con una orografía más accidentada: cerros, hondonadas, restos de antiguos ranchos, cauces de ríos secos que contribuían a evitar el agolpamiento. En la parte norte vieron una cerca que separaba a Estados Unidos de México y más allá de la cerca contemplaron, bajándose esta vez del coche, el desierto de Arizona. En la parte oeste rodearon un par de parques industriales que a su vez estaban siendo rodeados por barrios de chabolas.

Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo. Vieron, en los extremos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por potreros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos, y también zopilotes, y que no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al atardecer, parecía una flor carnívora.

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