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La parte de los críticos

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Cuando regresaron Amalfitano los esperaba en compañía del hijo de Guerra, el cual los invitó a cenar a un restaurante especializado en comida norteña. El sitio tenía cierto encanto, pero la comida les sentó fatal. Descubrieron, o creyeron descubrir, que la relación entre el profesor chileno y el hijo del decano era más socrática que homosexual y eso de alguna manera los tranquilizó, pues de forma inexplicable los tres se habían encariñado con Amalfitano.

Durante tres días vivieron como sumergidos en un mundo submarino. Buscaban en la tele las noticias más bizarras y peregrinas, releían novelas de Archimboldi que de pronto ya no entendían, se echaban largas siestas, por las noches eran los últimos en abandonar la terraza, hablaban de sus infancias como nunca antes lo habían hecho. Por primera vez se sintieron, los tres, como hermanos o como soldados veteranos de una compañía de choque a quienes ya no les interesa la mayoría de las cosas. Se emborrachaban y se levantaban muy tarde y sólo de vez en cuando condescendían a salir con Amalfitano a pasear por la ciudad, a visitar los lugares de interés de la ciudad que acaso podían atraer a un hipotético turista alemán entrado en años.

Y sí, en efecto, asistieron a la barbacoa de borrego, y sus movimientos fueron medidos y discretos, como los de tres astronautas recién llegados a un planeta donde todo era incierto. En el patio donde se celebraba la barbacoa contemplaron múltiples agujeros humeantes. Los profesores de la Universidad de Santa Teresa demostraron inusitadas dotes para las labores del campo. Dos de ellos hicieron una carrera a caballo. Otro cantó un corrido de 1915. En un tentadero de reses bravas algunos ensayaron la suerte del lazo, con desigual fortuna. Cuando apareció el rector Negrete, que había permanecido encerrado en la casa mayor con un tipo que parecía ser el capataz del rancho, procedieron a desenterrar la barbacoa, y un olor a carne y a tierra caliente se extendió por el patio bajo la forma de una delgada cortina de humo que los envolvió a todos como la niebla que precede a los asesinatos y que se esfumó de manera misteriosa, mientras las mujeres llevaban los platos a la mesa, dejando impregnadas las vestimentas y las pieles con su aroma.

Aquella noche, tal vez por efecto de la barbacoa y de la bebida ingerida, los tres tuvieron pesadillas, que al despertar, aunque se esforzaron, no pudieron recordar. Pelletier soñó con una página, una página que miraba al derecho y al revés, de todas las formas posibles, moviendo la página y a veces moviendo la cabeza, cada vez más rápido, aunque sin encontrarle ningún sentido. Norton soñó con un árbol, un roble inglés que ella levantaba y movía de un lugar a otro de la campiña, sin que ningún sitio la satisficiera plenamente. El roble a veces carecía de raíces y otras veces arrastraba unas raíces largas como serpientes o como la cabellera de la Gorgona. Espinoza soñó con una chica que vendía alfombras. Él quería comprar una alfombra, cualquier alfombra, y la chica le enseñaba muchas alfombras, una detrás de otra, sin parar. Sus brazos delgados y morenos nunca estaban quietos y eso a él le impedía hablar, le impedía decirle algo importante, cogerla de la mano y sacarla de allí.

A la mañana siguiente Norton no bajó a desayunar. La llamaron por teléfono, pensando que se sentía mal, pero Norton les aseguró que sólo tenía ganas de dormir, que se las arreglaran sin ella. Desanimados, esperaron a Amalfitano y luego salieron en coche hacia el noreste de la ciudad, en donde se estaba instalando un circo. Según Amalfitano, en el circo había un ilusionista alemán llamado Doktor Koenig. Lo supo la noche anterior, al volver de la barbacoa y encontrar un anuncio publicitario no más grande que un folio que alguien se había tomado la molestia de dejar en todos los jardines del barrio. Al día siguiente, en la esquina donde esperaba el autobús para la universidad, vio un cartel en color pegado sobre una pared azul celeste que anunciaba a las estrellas del circo. Entre ellas estaba el ilusionista alemán y Amalfitano pensó que ese tal Doktor Koenig podía ser el disfraz de Archimboldi. Examinada con frialdad, la idea era estúpida, pensó, pero tal como estaba de decaído el ánimo de los críticos, le pareció pertinente sugerir una visita al circo. Cuando se lo dijo a los críticos éstos lo miraron como se mira al más tonto de la clase.

—¿Qué podría hacer Archimboldi en un circo? —dijo Pelletier ya en el coche.

—No lo sé —dijo Amalfitano—, ustedes son los expertos, yo sólo sé que es el primer alemán que encontramos.

El circo se llamaba Circo Internacional y unos hombres que montaban la carpa mediante un complicado sistema de cordeles y poleas (o eso les pareció a los críticos) les indicaron la caravana donde vivía el dueño. Éste era un chicano de unos cincuenta años que había trabajado durante mucho tiempo en circos europeos que recorrían el continente desde Copenhague hasta Málaga, actuando en pueblos pequeños y con desigual suerte, hasta que decidió volver a Earlimart, California, de donde era originario, y fundó su propio circo. Lo llamó Circo Internacional porque una de sus ideas originales era tener artistas de todo el mundo, aunque a la hora de la verdad la mayoría de éstos eran mexicanos y norteamericanos, si bien de vez en cuando iba a buscar trabajo algún centroamericano y una vez tuvo a un domador canadiense de setenta años al que no querían en ningún otro circo de los Estados Unidos. Su circo era modesto, dijo, pero era el primer circo cuyo dueño era un chicano.

Cuando no estaban de viaje se los podía encontrar en Bakersfield, que no está lejos de Earlimart, en donde tenía sus cuarteles de invierno, aunque en ocasiones se establecía en Sinaloa, México, no por mucho tiempo, sólo el suficiente para hacer un viaje al DF y cerrar contratos en localidades del sur, hasta la frontera con Guatemala, desde donde volvían a subir hasta Bakersfield. Cuando los extranjeros le preguntaron por el Doktor Koenig, el empresario quiso saber si había algún contencioso o deuda entre éstos y su ilusionista, a lo que Amalfitano se apresuró a declarar que no, que cómo, que aquí los señores eran respetadísimos profesores de universidad de España y Francia respectivamente y que él mismo, sin ir más lejos y guardando las distancias, era profesor de la Universidad de Santa Teresa.

—Ah, bueno —dijo el chicano—, siendo así yo los llevo a ver al Doktor Koenig, que también, según creo, fue profesor universitario.

El corazón de los críticos les dio un vuelco al oír semejante declaración. Después siguieron al empresario por entre las caravanas y jaulas rodantes del circo hasta llegar a lo que, a todos los efectos, era la linde del campamento. Más allá sólo había tierra amarilla y una que otra casucha negra y la reja de la frontera mexicano-norteamericana.

—Le gusta la tranquilidad —dijo el empresario sin que se lo preguntaran.

Con los nudillos golpeó la puerta de la pequeña caravana del ilusionista. Alguien abrió la puerta y una voz desde la oscuridad preguntó qué querían. El empresario dijo que era él y que traía a unos amigos europeos que querían saludarlo. Pasen, pues, dijo la voz, y ellos subieron el único escalón y accedieron al interior de la caravana cuyas dos únicas ventanas, sólo un poco mayores que un ojo de buey, tenían las cortinas corridas.

—Vamos a ver dónde nos acomodamos —dijo el empresario, y acto seguido procedió a descorrer las cortinas.

Tirado en la única cama vieron a un tipo calvo, de piel olivácea, vestido únicamente con unos enormes shorts negros, que los miró parpadeando con dificultad. El tipo no podía tener más de sesenta años, si llegaba, lo que lo descartaba de inmediato, pero decidieron quedarse un rato y, al menos, agradecerle el que los hubiera recibido. Amalfitano, que era el que de mejor humor estaba, le explicó que estaban buscando a un amigo alemán, un escritor, y que no lo podían encontrar.

—¿Y creyeron que lo iban a encontrar en mi circo? —dijo el empresario.

—No a él sino a alguien que lo conociera —dijo Amalfitano.

—Nunca he empleado a un escritor —dijo el empresario.

—Yo no soy alemán —dijo el Doktor Koenig—, soy norteamericano, me llamo Andy López.

Acompañó estas palabras extrayendo de un saco que colgaba en una percha su billetera y tendiéndoles su carnet de conducir.

—¿En qué consiste su número de ilusionismo? —le preguntó Pelletier en inglés.

—Empiezo haciendo desaparecer pulgas —dijo el Doktor Koenig, y los cinco se rieron.

—Es la mera verdad —dijo el empresario.

—Luego hago desaparecer palomas, luego hago desaparecer un gato, luego un perro, y finalizo mi acto haciendo desaparecer a un niño.

Después de dejar el Circo Internacional Amalfitano los invitó a comer a su casa.

Espinoza salió al patio trasero y vio un libro que colgaba de una cuerda para tender ropa. No se quiso acercar a ver de qué libro se trataba, pero cuando volvió a entrar en la casa le preguntó a Amalfitano por él.

—Es el Testamento geométrico, de Rafael Dieste —dijo Amalfitano.

—Rafael Dieste, un poeta gallego —dijo Espinoza.

—Ése mismo —dijo Amalfitano—, pero éste no es un libro de poesía sino de geometría, las cosas que se le ocurrieron a Dieste mientras ejerció como profesor de instituto.

Espinoza le tradujo a Pelletier lo que Amalfitano le había dicho.

—¿Y está colgado en el patio? —dijo Pelletier con una sonrisa.

—Sí —dijo Espinoza mientras Amalfitano buscaba en el refrigerador algo que pudieran comer—, como si fuera una camisa puesta a secar.

—¿Les gustan los frijoles? —dijo Amalfitano.

—Cualquier cosa, cualquier cosa, ya nos hemos acostumbrado a todo —dijo Espinoza.

Pelletier se acercó a la ventana y contempló el libro, cuyas hojas se movían imperceptiblemente con la suave brisa de la tarde. Luego salió y se acercó a él y lo estuvo examinando.

—No lo descuelgues —oyó que decía a sus espaldas Espinoza.

—Este libro no está puesto aquí para que se seque, lleva aquí mucho tiempo —dijo Pelletier.

—Algo así me imaginé yo —dijo Espinoza—, pero mejor no lo toques y volvamos a la casa.

Desde la ventana Amalfitano los observaba mordiéndose los labios, aunque ese gesto en él, y en ese preciso instante, no era un gesto de desesperación o de impotencia sino de profunda, inabarcable tristeza.

Cuando los críticos hicieron el primer ademán de darse la vuelta, Amalfitano retrocedió y rápidamente volvió a la cocina, en donde fingió estar muy concentrado preparando la comida.

Cuando volvieron al hotel Norton les comunicó que se marchaba al día siguiente y ellos recibieron la noticia sin sorpresa, como si desde hacía tiempo la esperaran. El vuelo que Norton había conseguido salía desde Tucson y pese a las protestas de ella, que pensaba tomar un taxi, decidieron acompañarla al aeropuerto. Esa noche hablaron hasta tarde, le contaron a Norton la visita que habían hecho al circo y le aseguraron que si todo seguía igual ellos no tardarían más de tres días en marcharse. Luego Norton se fue a dormir y Espinoza propuso que pasaran juntos aquella última noche en Santa Teresa. Norton no lo entendió y dijo que sólo se iba ella, que para ellos aún quedaban más noches en aquella ciudad.

—Quiero decir los tres juntos —dijo Espinoza.

—¿En la cama? —dijo Norton.

—Sí, en la cama —dijo Espinoza.

—No me parece una buena idea —dijo Norton—, prefiero dormir sola.

Así que la acompañaron hasta el ascensor y luego volvieron al bar y pidieron dos Bloody Mary y mientras esperaban permanecieron en silencio.

—He metido la pata hasta el fondo —dijo Espinoza cuando el barman les llevó sus bebidas.

—Me parece que sí —dijo Pelletier.

—¿Te has dado cuenta —dijo Espinoza después de otro silencio— de que durante todo el viaje sólo hemos estado una vez en la cama con ella?

—Claro que me he dado cuenta —dijo Pelletier.

—¿Y de quién es la culpa —dijo Espinoza—, de ella o de nosotros?

—No lo sé —dijo Pelletier—, la verdad es que estos días no he tenido muchas ganas de hacer el amor. ¿Y tú?

—Yo tampoco —dijo Espinoza.

Volvieron a callarse durante un rato.

—Supongo que a ella le pasará algo parecido —dijo Pelletier.

Salieron de Santa Teresa muy temprano. Antes telefonearon a Amalfitano y le dijeron que iban a los Estados Unidos y que probablemente estarían fuera todo el día. En la frontera la policía de aduanas norteamericana quiso ver los papeles del coche y luego los dejó pasar. Se metieron, siguiendo las instrucciones del recepcionista del hotel, por una carretera no pavimentada y durante un tiempo atravesaron un paraje lleno de quebradas y de bosques, como si se hubieran internado por despiste en un domo con un ecosistema propio. Durante un rato pensaron que no iban a llegar a tiempo al aeropuerto e incluso que no iban a llegar nunca a ninguna parte. La carretera no pavimentada, sin embargo, acababa en Sonoita y desde allí cogieron la carretera 83 hasta la autopista 10 que los llevó directo a Tucson. En el aeropuerto tuvieron aún tiempo de tomarse un café y hablar de lo que harían cuando se volvieran a reencontrar en Europa. Después Norton tuvo que cruzar las puertas de embarque y al cabo de media hora su avión emprendió vuelo rumbo a Nueva York en donde enlazaría con otro que la dejaría en Londres.

Para volver tomaron la autopista 19 que iba hasta Nogales, aunque ellos se desviaron poco después de Río Rico y comenzaron a bordear la frontera por el lado de Arizona, hasta Lochiel, en donde volvieron a entrar en México. Tenían hambre y sed pero no se detuvieron en ningún pueblo. A las cinco de la tarde llegaron al hotel y después de darse una ducha bajaron a comer un sándwich y a telefonear a Amalfitano. Éste les dijo que no se movieran del hotel, que tomaría un taxi y estaría allí en menos de diez minutos. No tenemos ninguna prisa, le dijeron.

A partir de ese momento la realidad, para Pelletier y Espinoza, pareció rajarse como una escenografía de papel, y al caer dejó ver lo que había detrás: un paisaje humeante, como si alguien, tal vez un ángel, estuviera haciendo cientos de barbacoas para una multitud de seres invisibles. Dejaron de levantarse temprano, dejaron de comer en el hotel, entre los turistas norteamericanos, y se trasladaron al centro de la ciudad, optando por los locales oscuros para el desayuno (cerveza y chilaquiles picantes) y por los locales con grandes ventanales en donde los camareros, sobre el vidrio, escribían con tinta blanca los platos del menú, para las comidas. Las cenas las hacían en cualquier parte.

Aceptaron la propuesta del rector y dictaron dos conferencias sobre la literatura francesa y española actuales, que más que conferencias semejaron carnicerías y que al menos tuvieron la virtud de dejar temblorosos a los espectadores, chicos jóvenes en su mayoría, lectores de Michon y Rolin o lectores de Marías y Vila-Matas. Después, y esta vez juntos, dieron la clase magistral sobre Benno von Archimboldi con una disposición, más que de carniceros, de triperos o de achuradores, pero algo, al principio indiscernible, algo que evocaba, aunque en silencio, un encuentro no casual, sofrenó sus impulsos: entre el público, y, sin contar a Amalfitano, había tres jóvenes lectores de Archimboldi que casi los hicieron llorar. Uno de ellos, que sabía francés, incluso había llevado uno de los libros traducido por Pelletier. Así pues, eran posibles los milagros. Las librerías de Internet funcionaban. La cultura, pese a las desapariciones y a la culpa, seguía viva, en permanente transformación, como no tardaron en comprobar cuando los jóvenes lectores de Archimboldi, finalizada la conferencia, fueron, por petición expresa de Pelletier y Espinoza, a la sala de honor de la universidad donde se celebró un ágape o mejor dicho un cóctel o tal vez un coctelito o puede que tan sólo una fineza en homenaje a los ilustres conferenciantes y en donde, a falta de un tema mejor, se habló de lo bien que escribían los alemanes, todos, y del peso histórico de universidades como la Sorbona o la de Salamanca, en las cuales, para pasmo de los críticos, dos de los profesores (uno que enseñaba derecho romano y otro que enseñaba derecho penal en el siglo XX, habían estudiado). Más tarde, en un aparte, el decano Guerra y una secretaria de la rectoría les hicieron entrega de sus cheques y poco después, aprovechando una lipotimia que le dio a la mujer de uno de los profesores, se marcharon subrepticiamente.

Los acompañaron Amalfitano, que detestaba aunque tenía que sufrir de vez en cuando estas fiestas, y los tres estudiantes lectores de Archimboldi. Primero fueron a cenar al centro y luego dieron vueltas por la calle que nunca dormía. El coche de alquiler, aunque era grande, los obligaba a ir muy pegados y la gente que transitaba por las aceras los miraba con curiosidad, como miraban a todos en aquella calle, hasta que descubrían a Amalfitano y a los tres estudiantes apelotonados en el asiento trasero y entonces desviaban la mirada rápidamente.

Se metieron en un bar que uno de los muchachos conocía. El bar era grande y en la parte trasera tenía un patio con árboles y un pequeño palenque para peleas de gallo. El muchacho dijo que su padre en una ocasión lo había llevado allí. Hablaron de política, y Espinoza le traducía a Pelletier lo que los muchachos decían. Ninguno de éstos tenía más de veinte años y exhibían un aspecto sano, fresco, con ganas de aprender. Amalfitano, por el contrario, aquella noche les pareció más cansado y más derrotado que nunca. En voz baja Pelletier le preguntó si le pasaba algo. Amalfitano negó con la cabeza y dijo que no, aunque los críticos, cuando volvieron al hotel, comentaron que la actitud de su amigo, que fumaba un cigarrillo detrás de otro y bebía sin parar y además apenas abrió la boca en toda la noche, denotaba o bien una depresión en ciernes o un estado de extremo nerviosismo.

Al día siguiente, cuando se levantó, Espinoza encontró a Pelletier sentado en la terraza del hotel, vestido con unas bermudas y sandalias de cuero, leyendo las ediciones del día de los periódicos de Santa Teresa armado con un diccionario español-francés que probablemente aquella misma mañana había adquirido.

—¿Nos vamos a desayunar al centro? —le preguntó Espinoza.

—No —dijo Pelletier—, ya basta de alcohol y comidas que me están destrozando el estómago. Quiero enterarme de qué está pasando en esta ciudad.

Espinoza recordó entonces que durante la noche pasada uno de los muchachos les había contado la historia de las mujeres asesinadas. Sólo recordaba que el muchacho había dicho que eran más de doscientas y que tuvo que repetirlo dos o tres veces, pues ni él ni Pelletier daban crédito a lo que oían. No dar crédito, sin embargo, pensó Espinoza, es una forma de exagerar. Uno ve algo hermoso y no da crédito a sus ojos. Te cuentan algo sobre… la belleza natural de Islandia…, gente bañándose en aguas termales, entre géiseres, en realidad tú ya lo has visto en fotos, pero igual dices que no te lo puedes creer… Aunque evidentemente lo crees… Exagerar es una forma de admirar cortésmente… Das el pie para que tu interlocutor diga: es verdad… Y entonces dices: es increíble. Primero no te lo puedes creer y luego te parece increíble.

La noche anterior eso fue probablemente lo que dijeron él y Pelletier después de que el muchacho, sano y fuerte y puro, les asegurara que habían muerto más de doscientas mujeres. Pero no en un período corto, pensó Espinoza. Desde 1993 o 1994 hasta la fecha… Y puede que el número de asesinadas fuera mayor. Tal vez doscientas cincuenta o trescientas. El muchacho había dicho, en francés, nunca se sabrá. El muchacho que había leído un libro de Archimboldi traducido por Pelletier y conseguido gracias a los buenos oficios de una librería de Internet. No hablaba un francés correcto, pensó Espinoza. Pero uno puede hablar mal una lengua o no hablarla en absoluto y sin embargo ser capaz de leerla. En cualquier caso muchas mujeres muertas.

—¿Y culpables? —preguntó Pelletier.

—Hay gente detenida desde hace mucho, pero siguen muriendo mujeres —dijo uno de los muchachos.

Amalfitano, recordó Espinoza, estaba callado, como ausente, probablemente borracho como una cuba. En una mesa cercana había un grupo de tres tipos que de vez en cuando los miraban como si estuvieran muy interesados en lo que hablaban. ¿Qué más recuerdo?, pensó Espinoza. Alguien, uno de los muchachos, habló del virus de los asesinos. Alguien dijo copycat. Alguien pronunció el nombre de Albert Kessler. En determinado momento se levantó y fue al baño a vomitar. Mientras lo hacía oyó que alguien, fuera, alguien que probablemente se estaba lavando las manos y la cara o acicalándose delante del espejo, le decía:

—Guacaree tranquilo, compadre.

Esa voz me tranquilizó, pensó Espinoza, pero eso implica que en aquel momento me sentía intranquilo, y ¿por qué había de estarlo? Cuando salió del baño no había nadie, sólo el ruido de la música del bar que llegaba ligeramente atenuada y un ruido, más bajo, espasmódico, de cañerías.

¿Quién nos trajo de vuelta al hotel?, pensó.

—¿Quién condujo de vuelta? —le preguntó a Pelletier.

—Tú —dijo Pelletier.

Aquel día Espinoza dejó a Pelletier leyendo periódicos en el hotel y salió solo. Aunque era tarde para desayunar entró en un bar de la calle Arizpe en donde nunca había estado y pidió algo para reponer el cuerpo.

—Esto es lo mejor para la cruda, señor —le dijo el barman, y le puso un vaso de cerveza fría.

Desde el interior le llegó un ruido de fritanga. Pidió algo de comer.

—¿Unas quesadillas, señor?

—Una sola —dijo Espinoza.

El camarero se encogió de hombros. El bar estaba vacío y no era tan oscuro como los bares donde él solía meterse por las mañanas. La puerta del lavabo se abrió y salió un hombre muy alto. A Espinoza le dolían los ojos y empezaba a sentirse otra vez mareado, pero la aparición del tipo alto lo sobresaltó. En la oscuridad no podía verle la cara ni calcular su edad. El tipo alto, sin embargo, se sentó junto a la ventana y una luz amarilla y verde iluminó sus facciones.

Espinoza se dio cuenta de que no podía ser Archimboldi. Parecía un agricultor o un ganadero de visita en la ciudad. El camarero le puso una quesadilla delante. Al tomarla con las manos se quemó y pidió una servilleta. Después le dijo al camarero que le pusiera tres más. Cuando salió del bar se dirigió al mercado de artesanías. Algunos comerciantes estaban recogiendo sus mercaderías y levantando las mesas plegables. Era la hora de comer y había poca gente. Al principio le costó dar con el puesto de la muchacha que vendía alfombras. Las calles del mercado estaban sucias, como si en lugar de artesanías allí vendieran comida hecha o frutas y verduras. Cuando la vio la muchacha estaba ocupada enrollando alfombras y atándolas por los extremos. Las más pequeñas, los choapinos, las metía dentro de una caja de cartón de forma oblonga. Tenía una expresión ausente, como si en realidad estuviera muy lejos de allí. Espinoza se acercó y acarició una de las alfombras. Le preguntó si se acordaba de él. La muchacha no dio muestra alguna de sorpresa. Levantó los ojos, lo miró y dijo que sí con una naturalidad que lo hizo sonreír.

—¿Quién soy? —dijo Espinoza.

—Un español que me compró una alfombra —dijo la muchacha—, estuvimos platicando.

Después de descifrar los periódicos Pelletier tuvo ganas de ducharse y sacarse de encima toda la mugre que se le había adherido a la piel. Vio llegar a Amalfitano desde lejos. Lo vio entrar en el hotel y luego hablar con el recepcionista. Antes de entrar en la terraza Amalfitano levantó débilmente una mano en señal de reconocimiento. Pelletier se levantó y le dijo que pidiera lo que quisiera, que él se iba a duchar. Al marcharse observó que Amalfitano tenía los ojos enrojecidos y ojerosos, como si aún no hubiera dormido. Mientras cruzaba el lobby cambió de idea y encendió uno de los dos ordenadores que el hotel ponía al servicio de sus clientes y que estaban en una salita adyacente al bar. Al revisar su correspondencia encontró una larga carta de Norton en donde le comunicaba cuáles eran, a su juicio, los verdaderos motivos por los que se había marchado tan abruptamente. La leyó como si estuviera todavía borracho. Pensó en los jóvenes lectores de Archimboldi de la noche anterior y quiso, vagamente, ser como ellos, cambiar su vida por la de uno de ellos. Se dijo a sí mismo que ese deseo era una forma de lasitud. Después llamó al ascensor y subió junto con una norteamericana de unos setenta años que leía un periódico mexicano, un ejemplar idéntico a uno de los que él había leído esa mañana. Mientras se desnudaba pensó en cómo se lo diría a Espinoza. Probablemente en su correo había también una carta de Norton esperándolo. ¿Qué puedo hacer?, se dijo.

La tarascada en la taza del baño seguía allí y durante unos segundos la contempló fijamente y dejó que el agua tibia le corriera por el cuerpo. ¿Qué es lo razonable?, pensó. Lo más razonable es volver y diferir en lo posible cualquier conclusión. Sólo cuando le entró jabón en los ojos pudo apartar éstos de la taza del baño. Puso la cara bajo el chorro de la ducha y cerró los ojos. No estoy tan triste como hubiera imaginado, se dijo. Todo esto es irreal, se dijo. Luego cerró la ducha, se vistió y bajó a reunirse con Amalfitano.

Acompañó a Espinoza a mirar sus e-mails. Se situó a sus espaldas hasta asegurarse de que había uno de Norton y cuando lo comprobó, con la certeza de que en él diría lo mismo que en el suyo, se sentó en un sillón, a pocos pasos de los ordenadores, y se puso a hojear una revista de turismo. De vez en cuando levantaba la mirada y veía a Espinoza, que no parecía dispuesto a abandonar el asiento. Con ganas, le hubiera palmeado la espalda y la nuca, pero optó por no hacer ningún movimiento. Cuando Espinoza se volvió a mirarlo, le dijo que él había recibido uno igual.

—No lo puedo creer —dijo Espinoza con un hilo de voz.

Pelletier dejó la revista sobre la mesa de vidrio y se acercó al ordenador, en donde leyó someramente la carta de Norton. Después, sin sentarse, tecleando con un solo dedo, buscó su propio correo y le mostró a Espinoza la carta que él había recibido. Le pidió, con extrema suavidad, que leyera. Espinoza se puso otra vez de cara a la pantalla y leyó varias veces la carta de Pelletier.

—Casi no hay variantes —dijo.

—Qué más da —dijo el francés.

—Al menos hubiera podido tener esa delicadeza —dijo Espinoza.

—En estos casos la delicadeza es informar —dijo Pelletier.

Cuando salieron a la terraza del hotel ya casi no había nadie. Un camarero, vestido con chaqueta blanca y pantalones negros, recogía las copas y botellas de las mesas desocupadas. En un extremo, junto a la baranda, una pareja que no pasaba de los treinta años miraba la avenida silenciosa, de un verde oscuro profundo, con las manos entrelazadas. Espinoza le preguntó a Pelletier qué pensaba.

—En ella —dijo Pelletier—, naturalmente.

También le dijo que era extraño, o que al menos no dejaba de tener sus gotas de extrañeza, el que ellos estuvieran allí, en ese hotel, en esa ciudad, cuando Norton, por fin, se había decidido. Espinoza lo miró largamente y luego con un gesto de desprecio dijo que le daban ganas de vomitar.

Al día siguiente Espinoza volvió al mercado de artesanías y le preguntó a la chica cómo se llamaba. Ella dijo que su nombre era Rebeca y Espinoza sonrió porque el nombre, pensó entonces, le venía que ni pintado. Durante tres horas estuvo allí, de pie, conversando con Rebeca mientras los turistas y los curiosos vagaban de una punta a otra observando las mercancías con desgana, como si alguien los obligara a ello. Sólo en dos ocasiones se acercaron clientes al puesto de Rebeca, pero en ambas se fueron sin haber comprado nada, dejando a Espinoza avergonzado pues de alguna manera la mala suerte comercial de la muchacha se la achacaba a sí mismo, a su terca presencia delante del puesto. Decidió subsanar el mal comprando él lo que supuso que hubieran comprado los otros. Se llevó una alfombra grande, dos alfombras pequeñas, un sarape en donde predominaba el verde, otro en donde predominaba el rojo, y una especie de morral hecho con la misma tela y los mismos motivos de los sarapes. Rebeca le preguntó si se marchaba pronto a su país y Espinoza sonrió y le dijo que no sabía. Luego la muchacha llamó a un niño, que cargó sobre su espalda todas las compras de Espinoza y que lo acompañó hasta donde había dejado aparcado el coche.

La voz de Rebeca al llamar al niño (que surgió de la nada o de la muchedumbre, que venía a ser lo mismo), su tono, la tranquila autoridad que emanaba de su voz, hizo estremecer a Espinoza. Mientras caminaba detrás del niño notó que la mayoría de los comerciantes empezaban a recoger sus mercaderías. Al llegar al coche metieron las alfombras en el portaequipajes y Espinoza le preguntó al niño desde cuándo trabajaba con Rebeca. Es mi hermana, dijo éste. Pues no se parecen en nada, pensó Espinoza. Luego contempló al niño, que era bajito pero que también parecía ser fuerte, y le dio un billete de diez dólares.

Cuando llegó al hotel encontró a Pelletier en la terraza leyendo a Archimboldi. Le preguntó qué libro era y Pelletier, sonriendo, le contestó que era Santo Tomás.

—¿Cuántas veces lo has leído? —dijo Espinoza.

—He perdido la cuenta, aunque éste es uno de los que menos he leído —dijo Pelletier.

Igual que yo, igual que yo, pensó Espinoza.

Más que de dos cartas, se trataba de una sola, aunque con variantes, con bruscos giros personalizados que se abrían ante un mismo abismo. Santa Teresa, esa horrible ciudad, decía Norton, la había hecho pensar. Pensar en un sentido estricto, por primera vez desde hacía años. Es decir: se había puesto a pensar en cosas prácticas, reales, tangibles, y también se había puesto a recordar. Pensaba en su familia, en los amigos y en el trabajo, y casi al mismo tiempo recordaba escenas familiares o laborales, escenas en donde los amigos levantaban las copas y brindaban por algo, tal vez por ella, tal vez por alguien que ella había olvidado. Este país es increíble (aquí hacía una digresión, pero sólo en la carta a Espinoza, como si Pelletier no pudiera entenderlo o como si supiera de antemano que ambos iban a cotejar sus respectivas cartas), uno de los mandamases de la cultura, alguien a quien se supone refinado, un escritor que ha llegado a las más altas esferas del gobierno, es apodado, con toda naturalidad, además, el Cerdo, decía, y relacionaba esto, el apodo o la crueldad del apodo o la resignación del apodo, con los hechos delictivos que estaban ocurriendo desde hacía tiempo en Santa Teresa.

Cuando yo era pequeña había un niño que me gustaba. No sé por qué, pero me gustaba. Yo tenía ocho años y él tenía la misma edad. Se llamaba James Crawford. Creo que era un niño muy tímido. Hablaba sólo con los otros niños y evitaba mezclarse con las niñas. Tenía el pelo muy oscuro y los ojos marrones. Siempre iba con pantalones cortos, incluso cuando los otros niños empezaron a llevar pantalones largos. La primera vez que hablé con él, lo he recordado hace muy poco, yo no lo llamé James sino Jimmy. Nadie le decía así. Fui yo. Los dos teníamos ocho años. Su rostro era muy serio. ¿Por qué razón hablé con él? Creo que olvidó algo en el pupitre, tal vez una goma o un lápiz, eso ya no lo recuerdo, y yo le dije: Jimmy, se te ha olvidado la goma. Sí recuerdo que yo sonreía. Sí recuerdo por qué razón lo llamé Jimmy y no James o Jim. Por cariño. Por placer. Porque Jimmy me gustaba y me parecía muy hermoso.

Al día siguiente Espinoza pasó a primera hora por el mercado de artesanías, con el corazón latiendo más aprisa de lo normal, mientras los comerciantes y artesanos recién empezaban a montar sus puestos y la calle adoquinada aún estaba limpia. Rebeca disponía sus alfombras encima de una mesa portátil y le sonrió al verlo. Algunos comerciantes bebían café o tomaban refrescos de cola, de pie, y conversaban de un puesto a otro. Detrás de los puestos, en la acera, bajo los viejos arcos y los toldos de algunas tiendas con mayor solera, se arremolinaban grupos de hombres que discutían sobre partidas de alfarería al por mayor cuya venta estaba garantizada en Tucson o en Phoenix. Espinoza saludó a Rebeca y la ayudó a ordenar las últimas alfombras. Después le preguntó si quería ir a desayunar con él y la muchacha le dijo que no podía y que ya había desayunado en su casa. Sin darse por rendido, Espinoza le preguntó dónde estaba su hermano.

—En la escuela —dijo Rebeca.

—¿Y quién te ayuda a traer toda la mercancía?

—Mi mamá —dijo Rebeca.

Durante un rato Espinoza se quedó quieto, mirando el suelo, sin saber si comprarle otra alfombra o marcharse sin decir palabra.

—Te invito a comer —dijo finalmente.

—Bueno —dijo la muchacha.

Cuando Espinoza volvió al hotel encontró a Pelletier leyendo a Archimboldi. Visto desde lejos, el rostro de Pelletier, y en realidad no sólo su rostro, todo su cuerpo, traslucía una especie de sosiego que le pareció envidiable. Al acercarse un poco más vio que el libro no era Santo Tomás, sino La ciega, y le preguntó si había tenido paciencia para releer el otro de principio a final. Pelletier alzó la mirada y no le contestó. Dijo, en cambio, que era sorprendente, o que a él no dejaba de sorprenderle, la manera en que Archimboldi se aproximaba al dolor y a la vergüenza.

—De forma delicada —dijo Espinoza.

—Así es —dijo Pelletier—. De forma delicada.

En Santa Teresa, en esa ciudad horrible, decía la carta de Norton, pensé en Jimmy, pero sobre todo pensé en mí, en la que yo era a la edad de ocho años, y al principio las ideas saltaban, las imágenes saltaban, parecía que tenía un terremoto dentro de la cabeza, era incapaz de fijar con precisión o con claridad ningún recuerdo, pero cuando finalmente lo logré fue peor, me vi a mí misma diciendo Jimmy, vi mi sonrisa, el rostro serio de Jimmy Crawford, el tropel de niños, sus espaldas, el oleaje repentino cuyo remanso era el patio, vi mis labios que advertían a aquel niño de su olvido, vi la goma, o tal vez fuera un lápiz, vi con los ojos que ahora tengo los ojos que en ese instante tenía, y oí una vez más mi llamada, el timbre de mi voz, la extrema cortesía de una niña de ocho años que llama a un niño de ocho años para advertirle que no olvide su goma de borrar, y que sin embargo no puede hacerlo llamándolo por su nombre, James, o Crawford, tal como es usual en la escuela, y prefiere, consciente o inconscientemente, emplear el diminutivo Jimmy, que denota cariño, un cariño verbal, un cariño personal, pues sólo ella, en ese instante que es un mundo, lo llama así, y que de alguna manera reviste con otros ropajes el cariño o la atención implícita en el gesto de advertirle un olvido, no olvides tu goma, o tu lápiz, y que, en el fondo, no era más que la expresión, verbalmente pobre o verbalmente rica, de la felicidad.

Comieron en un restaurante barato cerca del mercado, mientras el hermano pequeño de Rebeca vigilaba el carrito en el cual cada mañana trasladaban las alfombras y la mesa plegable. Espinoza le preguntó a Rebeca si no era posible dejar el carrito sin vigilancia e invitar a comer al niño, pero Rebeca le dijo que no se preocupara. Si el carrito quedaba sin vigilancia lo más probable era que cualquiera se lo llevara. Desde la ventana del restaurante Espinoza podía ver al niño subido encima del montón de alfombras como un pájaro, oteando el horizonte.

—Le voy a llevar algo —dijo—, ¿qué le gusta a tu hermano?

—Los helados —dijo Rebeca—, pero aquí no tienen helados.

Durante unos segundos Espinoza contempló la idea de salir a buscar helados en otro local, pero la desechó por miedo a no encontrar a la muchacha cuando volviera. Ella le preguntó cómo era España.

—Distinta —dijo Espinoza mientras pensaba en los helados.

—¿Distinta de México? —dijo ella.

—No —dijo Espinoza—, distinta entre sí, variada.

De pronto a Espinoza se le ocurrió la idea de llevarle un sándwich al niño.

—Aquí se llaman tortas —dijo Rebeca—, a mi hermano le gustan las de jamón.

Parece una princesa o una embajadora, pensó Espinoza. Le preguntó a la mesera si le podía preparar una torta de jamón y un refresco. La mesera le preguntó cómo quería la torta.

—Di que la quieres completa —dijo Rebeca.

—Completa —dijo Espinoza.

Más tarde salió a la calle con la torta y el refresco y se las tendió al niño, que seguía retrepado en lo más alto del carrito. Al principio el niño negó con la cabeza y dijo que no tenía hambre. Espinoza vio que en la esquina tres niños, un poco mayores, los observaban conteniendo la risa.

—Si no tienes hambre tómate sólo el refresco y guarda la torta —dijo—, o dásela a los perros.

Cuando volvió a sentarse junto a Rebeca se sentía bien. De hecho, se sentía pletórico.

—Esto no puede ser —dijo—, no está bien, la próxima vez comeremos los tres juntos.

Rebeca lo miró a los ojos, con el tenedor detenido en el aire, y luego dibujó una semisonrisa y se llevó la comida a la boca.

En el hotel, tendido en una tumbona junto a la piscina vacía, Pelletier estaba leyendo un libro y Espinoza supo, aun antes de ver el título, que no era ni Santo Tomás ni La ciega, sino otro libro de Archimboldi. Cuando se sentó junto a él pudo observar que se trataba de Letea, una novela que no lo entusiasmaba tanto como otros libros del alemán, aunque, a juzgar por el rostro de Pelletier, la relectura era fructífera y muy placentera. Al tomar asiento en la tumbona de al lado le preguntó qué había hecho durante el día.

—Leer —le contestó Pelletier, quien a su vez le hizo la misma pregunta.

—Dar vueltas por ahí —dijo Espinoza.

Esa noche, mientras cenaban juntos en el restaurante del hotel, Espinoza le contó que había comprado algunos souvenirs y que incluso le había comprado uno para él. La noticia alegró a Pelletier, que le preguntó qué clase de souvenir le había comprado.

—Una alfombra india —dijo Espinoza.

Al llegar a Londres después de un viaje agotador, decía Norton en su carta, me puse a pensar en Jimmy Crawford o tal vez me puse a pensar en él mientras esperaba el vuelo Nueva York-Londres, en cualquier caso Jimmy Crawford y mi voz de ocho años que lo llamaba ya estaba conmigo en el momento en que saqué las llaves de mi piso y encendí la luz y dejé las maletas tiradas en el recibidor. Fui a la cocina y me preparé un té. Luego me duché y me fui a la cama. En previsión de que no pudiera dormirme, me tomé un somnífero. Recuerdo que me puse a hojear una revista, recuerdo que pensé en vosotros, dando vueltas por esa ciudad horrible, recuerdo que pensé en el hotel. En mi cuarto había dos espejos rarísimos, que en los últimos días me daban miedo. Cuando supe que iba a quedarme dormida, sólo tuve fuerzas suficientes para alargar el brazo y apagar la luz.

No tuve sueños de ninguna especie. Al despertar no sabía dónde estaba, pero esta sensación sólo duró unos segundos, pues de inmediato identifiqué los ruidos característicos de mi calle. Todo ha pasado, pensé. Me siento descansada, estoy en mi casa, tengo muchas cosas que hacer. Cuando me senté en la cama, sin embargo, lo único que hice fue ponerme a llorar como una loca, sin motivo ni causa aparente. Todo el día estuve así. Por momentos deseaba no haber salido de Santa Teresa, haber permanecido junto a vosotros hasta el final. En más de una ocasión sentí el impulso de largarme al aeropuerto y coger el primer avión con destino a México. Esos impulsos eran seguidos de otros más destructivos: prenderle fuego a mi apartamento, cortarme las venas, no volver nunca más a la universidad y llevar en adelante una vida de vagabunda.

Pero las vagabundas, al menos en Inglaterra, a menudo son sometidas a vejaciones, según leí en un reportaje de una revista cuyo nombre he olvidado. En Inglaterra las vagabundas son sometidas a violaciones en grupo, son golpeadas, y no es raro que algunas aparezcan muertas en las puertas de los hospitales. Quienes hacen estas cosas a las vagabundas no son, como yo hubiera pensado a los dieciocho años, los policías ni las bandas de gamberros neonazis, sino los vagabundos, lo que confiere a la situación un regusto si cabe aún más amargo. Confundida, salí a dar una vuelta por la ciudad, con la esperanza de animarme y tal vez llamar por teléfono a alguna amiga con la cual irme a cenar. No sé cómo, de pronto me vi enfrente de una galería de arte en donde hacían una retrospectiva de Edwin Johns, el artista aquel que se cortó la mano derecha para exhibirla en un retrato autobiográfico.

En su siguiente visita Espinoza consiguió que la muchacha le permitiera acompañarla hasta su casa. Dejaron el carrito guardado, tras pagar Espinoza un exiguo alquiler a una mujer gorda cubierta por un viejo delantal de operaria fabril, en el cuarto de atrás del restaurante en donde antes habían comido, entre cajas de botellas vacías y pilas de latas de chile y carne. Luego metieron las alfombras y los sarapes en el asiento trasero del coche y se acomodaron los tres delante. El niño estaba feliz y Espinoza le dijo que decidiera él adónde iban a comer aquel día. Terminaron en un McDonald’s del centro.

La casa de la muchacha estaba en los barrios del poniente de la ciudad, en las zonas en donde, por lo que había leído en la prensa, se cometían los crímenes, pero el barrio y la calle donde vivía Rebeca sólo le pareció un barrio pobre y una calle pobre, en donde lo siniestro estaba ausente. Dejó el coche estacionado enfrente de la casa. En la entrada había un jardín minúsculo, con tres jardineras hechas de caña y alambre, cubiertas de macetas con flores y plantas verdes. Rebeca le dijo a su hermano que se quedara vigilando el coche. La casa era de madera y al caminar los tablones del suelo emitían un sonido a cosa hueca, como si debajo corriera un desagüe o hubiera un cuarto secreto.

La madre, contra lo que esperaba Espinoza, lo saludó amablemente y le ofreció un refresco. Luego ella misma le presentó al resto de sus hijos. Rebeca tenía dos hermanos y tres hermanas, aunque la mayor ya no vivía allí pues se había casado. Una de las hermanas era igualita a Rebeca, sólo que más joven. Se llamaba Cristina y todos en la casa decían que era la más inteligente de la familia. Después de un tiempo prudencial Espinoza le pidió a Rebeca que salieran a dar una vuelta por el barrio. Al salir vieron al niño encaramado sobre el techo del coche. Leía un cómic y tenía algo en la boca, probablemente un caramelo. Cuando volvieron del paseo el niño aún seguía allí, aunque ya no leía nada y el caramelo se había terminado.

Cuando volvió al hotel Pelletier estaba otra vez con Santo Tomás. Al sentarse a su lado Pelletier levantó la mirada del libro y le dijo que había cosas que aún no entendía y que probablemente no iba a entender jamás. Espinoza soltó una risotada y no hizo ningún comentario.

—Hoy he estado con Amalfitano —dijo Pelletier.

Según creía, el profesor chileno tenía los nervios destrozados. Pelletier lo había invitado a darse con él un chapuzón en la piscina. Como no tenía traje de baño le había conseguido uno en la recepción. Todo parecía ir bien. Pero cuando se metió en la piscina Amalfitano se quedó quieto, como si de pronto hubiera visto al demonio, y se hundió. Antes de que se hundiera, Pelletier recordaba que se había tapado la boca con las dos manos. En cualquier caso no hizo el más mínimo esfuerzo por nadar. Afortunadamente, Pelletier estaba allí y no le costó nada sumergirse y volverlo a traer a la superficie. Luego se tomaron un whisky cada uno y Amalfitano le explicó que hacía mucho que no nadaba.

—Estuvimos hablando de Archimboldi —dijo Pelletier.

Después se vistió, devolvió el traje de baño y se marchó.

—¿Y tú qué hiciste? —dijo Espinoza.

—Me duché, me vestí, bajé a comer y seguí con mis lecturas.

Por un instante, decía Norton en su carta, me sentí como una vagabunda deslumbrada por las luces de un teatro repentino. No estaba en la mejor disposición para entrar en una galería de arte, pero el nombre de Edwin Johns me atrajo como un imán.

Me acerqué a la puerta de la galería, que era de vidrio, y en el interior vi a mucha gente y vi a camareros vestidos de blanco que apenas podían moverse manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de copas de champán o de vino rojo. Decidí esperar y volví a la acera de enfrente. Poco a poco la galería se fue vaciando y llegó el momento en que pensé que ya podía entrar y ver al menos una parte de la retrospectiva.

Cuando traspuse la puerta de vidrio sentí algo extraño, como si todo lo que a partir de ese instante viera o sintiera fuera a ser decisivo para el curso posterior de mi vida. Me detuve delante de una especie de paisaje, un paisaje de Surrey, de la primera etapa de Johns, que me pareció melancólico y a la vez dulce, profundo y en modo alguno grandilocuente, como sólo pueden serlo los paisajes ingleses pintados por pintores ingleses. De golpe me dije que con ver ese cuadro ya tenía suficiente y me disponía a marcharme cuando un camarero, tal vez el último de los camareros de la empresa de catering que quedaba en la galería, se me acercó con una sola copa de vino en la bandeja, una copa servida especialmente para mí. No me dijo nada. Sólo me la ofreció y yo le sonreí y tomé la copa. Entonces vi el póster de la exposición, al otro lado de donde yo me encontraba, el póster que exhibía el cuadro con la mano cortada, la pieza maestra de Johns, y en donde con números blancos se señalaba su fecha de nacimiento y su fecha de muerte.

Yo no sabía que había muerto, decía Norton en su carta, yo creía que aún vivía en Suiza, en un confortable manicomio, en donde se reía de sí mismo y sobre todo se reía de nosotros. Recuerdo que la copa de vino se me cayó de las manos. Recuerdo que una pareja, ambos muy altos y delgados, que miraban un cuadro, me miraron con extrema curiosidad, como si yo fuera una examante de Johns o un cuadro viviente (e inacabado) que de pronto se entera de la muerte de su pintor. Sé que salí sin mirar atrás y que anduve durante mucho rato hasta que me di cuenta de que no lloraba, sino que llovía y que estaba empapada. Esa noche no pude dormir.

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