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La parte de los críticos

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Por las mañanas Espinoza iba a buscar a Rebeca a su casa. Dejaba el coche frente a la puerta, se tomaba un café y luego, sin decir nada, metía las alfombras en el asiento trasero y se dedicaba a limpiar el polvo de la carrocería con un trapo. Si hubiera sabido algo de mecánica hubiera levantado el capó y habría mirado el motor, pero no sabía nada de mecánica y el motor del coche, por lo demás, funcionaba como una seda. Después salían de la casa la muchacha y su hermano y Espinoza les abría la puerta del copiloto, sin pronunciar una palabra, como si aquella rutina durara años, y luego él entraba por la puerta del conductor, guardaba el trapo del polvo en la guantera y partían hacia el mercado de artesanías. Ya allí los ayudaba a montar el puesto y cuando habían terminado iba a un restaurante cercano y compraba dos cafés para llevar y una Coca-Cola, que se tomaban de pie, contemplando los otros puestos o el horizonte achaparrado, pero dignísimo, de edificios coloniales que los cercaban. En ocasiones Espinoza reñía al hermano de la muchacha, le decía que beber Coca-Cola por las mañanas era una mala costumbre, pero el niño, que se llamaba Eulogio, se reía y no le hacía caso, pues sabía que el enfado de Espinoza era en un noventa por ciento fingido. El resto de la mañana Espinoza se lo pasaba en una terraza, sin salir de aquel barrio, el único de Santa Teresa, además del barrio de Rebeca, que le gustaba, leyendo los periódicos locales y tomando café y fumando. Cuando iba al baño y se miraba en un espejo, pensaba que sus facciones estaban cambiando. Parezco un señor, se decía a veces. Parezco más joven. Parezco otro.

En el hotel, al volver, siempre encontraba a Pelletier en la terraza o en la piscina o tumbado en uno de los sillones de alguna de las salas, releyendo Santo Tomás o La ciega o Letea, que al parecer eran los únicos libros de Archimboldi que había traído consigo a México. Le preguntó si preparaba algún artículo o ensayo sobre esos tres libros en concreto y la respuesta de Pelletier fue vaga. Al principio, sí. Pero ahora no. Simplemente los leía porque eran los únicos que tenía. Espinoza pensó en dejarle alguno de los suyos, y de inmediato se dio cuenta, con alarma, de que había olvidado los libros de Archimboldi que ocultaba en su maleta.

Esa noche no pude dormir, decía Norton en su carta, y se me ocurrió llamar a Morini. Era muy tarde, era de mala educación molestarlo a esa hora, era una imprudencia de mi parte, era una intromisión grosera, pero lo llamé. Recuerdo que marqué su número y acto seguido apagué la luz de la habitación, como si al estar a oscuras Morini no pudiera verme la cara. Mi llamada, sorprendentemente, fue contestada en el acto.

—Soy yo, Piero —le dije—, Liz, ¿te has enterado de que murió Edwin Johns?

—Sí —dijo la voz de Morini desde Turín—. Murió hace un par de meses.

—Pero yo sólo lo he sabido ahora, esta noche —dije.

—Pensé que ya lo sabías —dijo Morini.

—¿Cómo murió? —dije.

—En un accidente —dijo Morini—, salió a dar un paseo, quería dibujar una pequeña cascada que hay cerca del sanatorio, se subió a una roca y resbaló. Encontraron el cadáver al fondo de un barranco de cincuenta metros.

—No puede ser —dije.

—Sí que puede ser —dijo Morini.

—¿Salió a dar un paseo solo? ¿Sin nadie que lo vigilara?

—No iba solo —dijo Morini—, lo acompañaba una enfermera y uno de los muchachos fuertes del sanatorio, de esos que pueden reducir en un segundo a un loco furioso.

Me reí, era la primera vez que me reía, ante la expresión loco furioso, y Morini, al otro lado de la línea, se rió, aunque sólo fue un instante, conmigo.

—Esos chicos fuertes y atléticos se llaman en realidad auxiliares —le dije.

—Pues lo acompañaban una enfermera y un auxiliar —dijo—. Johns se subió a una roca y el muchacho fuerte subió detrás de él. La enfermera, por indicación de Johns, se sentó en un tocón y fingió leer un libro. Entonces Johns comenzó a dibujar con su mano izquierda, con la cual había adquirido cierta habilidad. El paisaje comprendía la cascada, las montañas, los salientes de roca, el bosque y la enfermera que ajena a todo leía el libro. Entonces ocurrió el accidente. Johns se levantó de la roca, resbaló y, aunque el muchacho fuerte y atlético trató de agarrarlo, cayó al abismo.

Eso era todo.

Durante un rato permanecimos sin decir nada, decía Norton en su carta, hasta que Morini rompió el silencio y me preguntó cómo me había ido en México.

—Mal —le dije.

No hizo más preguntas. Oía su respiración, pausada, y él oía mi respiración, que se iba serenando rápidamente.

—Te llamaré mañana —le dije.

—De acuerdo —dijo él, pero durante unos segundos ninguno de los dos se atrevió a colgar el teléfono.

Esa noche pensé en Edwin Johns, pensé en su mano que ahora probablemente se exhibía en su retrospectiva, esa mano que el auxiliar del sanatorio no pudo coger y así impedir su caída, aunque esto último resultaba demasiado obvio, como una fábula tramposa que ni siquiera se acercaba a lo que Johns había sido. Mucho más real resultaba el paisaje suizo, ese paisaje que vosotros visteis y que yo desconozco, con las montañas y los bosques, con las piedras irisadas y las cascadas de agua, con los barrancos mortales y las enfermeras lectoras.

Una noche Espinoza llevó a Rebeca a bailar. Estuvieron en una discoteca del centro de Santa Teresa a la que la muchacha no había ido nunca, pero de la cual hablaban sus amigas en los mejores términos. Mientras bebían cubalibres Rebeca le contó que al salir de aquella discoteca habían secuestrado a dos de las muchachas que tiempo después aparecieron muertas. Sus cadáveres fueron abandonados en el desierto.

A Espinoza le pareció de mal augurio el que ella dijera que el asesino tenía por costumbre visitar esa discoteca. Cuando la fue a dejar a su casa la besó en los labios. Rebeca olía a alcohol y tenía la piel muy fría. Le preguntó si quería hacer el amor y ella asintió con la cabeza, varias veces, sin decir nada. Luego ambos pasaron de los asientos de delante al asiento de atrás y lo hicieron. Un polvo rápido. Pero después ella recostó la cabeza sobre su pecho, sin decir palabra, y él estuvo mucho rato acariciándole el pelo. El aire nocturno olía a productos químicos que llegaban en oleadas. Espinoza pensó que cerca de allí había una fábrica de papel. Se lo preguntó a Rebeca y ella dijo que cerca de allí sólo había casas construidas por sus propios moradores y descampados.

Volviera al hotel a la hora que volviera siempre encontraba a Pelletier despierto, leyendo un libro y esperándolo. Con ese gesto, pensó, Pelletier le reafirmaba su amistad. También cabía la posibilidad de que el francés no pudiera dormir y que su insomnio lo condenara a leer por las salas vacías del hotel hasta la llegada del alba.

A veces Pelletier estaba en la piscina, abrigado con un suéter o con una toalla, bebiendo whisky a sorbitos. Otras veces lo encontraba en una sala presidida por un paisaje enorme de la frontera, pintado, eso se adivinaba en el acto, por un artista que no había estado nunca allí: la industriosidad del paisaje y su armonía revelaban más un deseo que una realidad. Los camareros, incluso los del turno de noche, satisfechos con sus propinas, procuraban que nada le faltara. Cuando llegaba, durante un rato, se dedicaban a intercambiar frases cortas y amables.

A veces Espinoza, antes de buscarlo por las salas vacías del hotel, se iba a revisar sus e-mails, con la esperanza de encontrar cartas de Europa, de Hellfeld o de Borchmeyer, que arrojaran algo de luz sobre el paradero de Archimboldi. Después buscaba a Pelletier y más tarde ambos subían silenciosos a sus respectivas habitaciones.

Al día siguiente, decía Norton en su carta, me dediqué a limpiar mi apartamento y a poner en orden mis papeles. Terminé mucho antes de lo que esperaba. Por la tarde me encerré en un cine y al salir, aunque estaba tranquila, ya no me acordaba del argumento de la película ni de los actores que la interpretaban. Esa noche cené con una amiga y me acosté temprano, aunque hasta las doce no fui capaz de conciliar el sueño. Nada más despertarme, de buena mañana y sin hacer una reserva previa, me fui al aeropuerto y compré el primer billete para Italia. Volé de Londres a Milán y desde allí cogí un tren para Turín. Cuando Morini me abrió la puerta le dije que había venido a quedarme, que decidiera él si me iba a un hotel o me quedaba en su casa. No contestó a mi pregunta, apartó la silla de ruedas y me pidió que pasara. Fui al baño a lavarme la cara. Cuando volví Morini había preparado té y puesto sobre un plato azul tres pastelillos que me ofreció con encomio. Probé uno y era delicioso. Parecía un dulce griego, con pistacho e higo confitado en su interior. Pronto di cuenta de los tres pastelillos y me tomé dos tazas de té. Morini, mientras tanto, hizo una llamada telefónica, y luego se dedicó a escucharme y a intercalar de vez en cuando preguntas que yo contestaba de buen grado.

Durante horas estuvimos hablando. Hablamos de la derecha en Italia, del rebrote del fascismo en Europa, de los inmigrantes, de los terroristas musulmanes, de la política británica y norteamericana y a medida que hablábamos yo me iba sintiendo cada vez mejor, lo que es curioso pues los temas de conversación eran más bien deprimentes, hasta que ya no pude más y le pedí otro pastelillo mágico, al menos uno más, y entonces Morini miró la hora y dijo que era normal que tuviera hambre, y que haría algo mejor que darme un pastelillo de pistacho, había reservado mesa en un restaurante turinés y me iba a llevar a cenar allí.

El restaurante estaba en medio de un jardín en donde había bancos y estatuas de piedra. Recuerdo que yo empujaba la silla de Morini y él me enseñaba las estatuas. Algunas eran figuras mitológicas, pero otras representaban simples campesinos perdidos en la noche. En el parque había otras parejas que paseaban y a veces nos cruzábamos con ellas y otras veces sólo veíamos sus sombras. Mientras comíamos Morini me preguntó por vosotros. Le dije que la pista que situaba a Archimboldi en el norte de México era una pista falsa y que probablemente ni siquiera había pisado aquel país. Le conté lo de vuestro amigo mexicano, el gran intelectual llamado el Cerdo, y nos reímos un buen rato. La verdad es que yo cada vez me sentía mejor.

Una noche, después de hacer el amor por segunda vez con Rebeca en el asiento trasero del coche, Espinoza le preguntó qué pensaba su familia de él. La muchacha le dijo que sus hermanas creían que era guapo y que su madre había dicho que tenía cara de hombre responsable. El olor a productos químicos pareció levantar el coche del suelo. Al día siguiente Espinoza compró cinco alfombras. Ella le preguntó para qué quería tantas alfombras y Espinoza contestó que pensaba regalarlas. Al volver al hotel dejó las alfombras en la cama que no ocupaba, luego se sentó en la suya y durante una fracción de segundo las sombras se retiraron y tuvo una fugaz visión de la realidad. Se sintió mareado y cerró los ojos. Sin darse cuenta se quedó dormido.

Cuando despertó le dolía el estómago y tenía deseos de morirse. Por la tarde salió a hacer compras. Entró en una lencería y en una tienda de ropa de mujer y en una zapatería. Esa noche se llevó a Rebeca al hotel y después de ducharse juntos la vistió con un tanga y ligueros y medias negras y un body negro y zapatos de tacón de aguja de color negro y la folló hasta que ella no fue más que un temblor entre sus brazos. Después pidió que le subieran a la habitación una cena para dos y tras comer le entregó los otros regalos que le había comprado y después volvieron a follar hasta que empezó a amanecer. Entonces ambos se vistieron, ella guardó sus regalos en las bolsas y él la acompañó primero a su casa y luego hasta el mercado de artesanías, en donde la ayudó a montar el puesto. Antes de que se despidiera ella le preguntó si lo iba a volver a ver. Espinoza, sin saber por qué, tal vez únicamente porque estaba cansado, se encogió de hombros y dijo que eso nunca se sabía.

—Sí que se sabe —dijo Rebeca con una voz triste que no le conocía—. ¿Te marchas de México? —le preguntó.

—Algún día tengo que irme —contestó él.

Al volver al hotel no encontró a Pelletier ni en la terraza ni junto a la piscina ni en ninguna de las salas en donde éste solía recluirse para leer. Preguntó en la recepción si hacía mucho que había salido su amigo y le dijeron que Pelletier no había abandonado el hotel en ningún momento. Subió a la habitación y llamó a la puerta, pero nadie le contestó. Volvió a llamar, golpeando varias veces, con el mismo resultado. Le dijo al recepcionista que temía que a su amigo le hubiera pasado algo, tal vez un ataque al corazón, y el recepcionista, que los conocía a ambos, subió con Espinoza.

—No creo que haya ocurrido nada malo —le dijo mientras iban en el ascensor.

Al abrir la habitación con la llave maestra el recepcionista no traspuso el umbral. La habitación estaba a oscuras y Espinoza encendió la luz. Sobre una de las camas vio a Pelletier tapado con el cobertor hasta el cuello. Estaba boca arriba, con el rostro sólo ligeramente ladeado, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. En su expresión Espinoza vio una paz que nunca antes había notado en el rostro de Pelletier. Lo llamó:

—Pelletier, Pelletier.

El recepcionista, ganado por la curiosidad, avanzó un par de pasos y le aconsejó que no lo tocara.

—Pelletier —gritó Espinoza, y se sentó a su lado y lo zarandeó de los hombros.

Entonces Pelletier abrió los ojos y le preguntó qué ocurría.

—Creíamos que estabas muerto —dijo Espinoza.

—No —dijo Pelletier—, estaba soñando que me iba de vacaciones a las islas griegas y que allí alquilaba un bote y conocía a un niño que todo el día se lo pasaba buceando.

—Es un sueño muy bonito —dijo.

—Efectiviwonder —dijo el recepcionista—, parece un sueño muy relajante.

—Lo más curioso del sueño —dijo Pelletier— es que el agua estaba viva.

Las primeras horas de mi primera noche en Turín, decía Norton en su carta, las pasé en la habitación de huéspedes de Morini. No me costó nada quedarme dormida, pero de repente un trueno, que no sé si era real o soñado, me despertó, y creí ver, al fondo del pasillo, la silueta de Morini y de la silla de ruedas. Al principio no le hice caso y procuré volver a dormirme, hasta que de pronto recapitulé lo que había visto: por un lado la silueta de la silla de ruedas en el pasillo y por otro lado, ya no en el pasillo sino en la sala, de espaldas a mí, la silueta de Morini. Me desperté de un salto, empuñé un cenicero y encendí la luz. El pasillo estaba desierto. Fui hasta la sala y no había nadie. Meses antes lo normal hubiera sido tomar un vaso de agua y volver a la cama, pero ya nada era ni volvería a ser como entonces. Así que lo que hice fue ir a la habitación de Morini. Al abrir la puerta vi primero la silla de ruedas, a un lado de la cama, y luego el bulto de Morini, que respiraba pausadamente. Murmuré su nombre. No se movió. Alcé la voz y la voz de Morini me preguntó qué pasaba.

—Te he visto en el pasillo —le dije.

—¿Cuándo? —dijo Morini.

—Hace un momento, cuando oí el trueno.

—¿Llueve? —dijo Morini.

—Seguramente —dije yo.

—No he salido al pasillo, Liz —dijo Morini.

—Yo te vi allí. Te habías levantado. La silla de ruedas estaba en el pasillo, de cara a mí, pero tú estabas al final del pasillo, en la sala, de espaldas a mí —dije.

—Debió ser un sueño —dijo Morini.

—La silla de ruedas estaba de cara a mí y tú estabas de espaldas a mí —dije.

—Tranquilízate, Liz —dijo Morini.

—No me pidas que me tranquilice, no me trates como a una estúpida. La silla de ruedas me miraba, y tú, que estabas de pie, tan tranquilo, no me mirabas. ¿Lo entiendes?

Morini se concedió unos segundos para reflexionar, apoyado en los codos.

—Creo que sí —dijo—, mi silla te vigilaba mientras yo te ignoraba, ¿no? Como si la silla y yo fuéramos una sola persona o un solo ente. Y la silla era mala, precisamente porque te miraba, y yo también era malo, porque te había mentido y no te miraba.

Entonces me eché a reír y le dije que para mí, bien pensado, él jamás iba a ser malo, y tampoco la silla de ruedas, puesto que le prestaba un servicio tan necesario.

El resto de la noche lo pasamos juntos. Le dije que se hiciera a un lado y me dejara sitio y Morini me obedeció sin decir nada.

—¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que me querías? —le dije más tarde—. ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que yo te quería?

—La culpa es mía —dijo Morini en la oscuridad—, soy muy torpe.

Por la mañana Espinoza regaló a los recepcionistas y vigilantes y camareros del hotel algunas de las alfombras y sarapes que atesoraba. También regaló alfombras a las dos mujeres que iban a hacerle la limpieza del cuarto. El último sarape, uno muy bonito, en donde predominaban las figuras geométricas en rojo, verde y lila, lo metió en una bolsa y le dijo al recepcionista que se lo subiera a Pelletier.

—Un regalo anónimo —dijo.

El recepcionista le guiñó el ojo y dijo que así se haría.

Cuando Espinoza llegó al mercado de las artesanías ella estaba sentada en una banqueta de madera leyendo una revista de música popular, llena de fotos en color, en donde había noticias sobre cantantes mexicanos, sus bodas, divorcios, giras, discos de oro y platino, sus temporadas en la cárcel, sus muertes en la miseria. Se sentó a su lado, en el bordillo de la acera, y dudó si saludarla con un beso o no. Enfrente había un puesto nuevo que vendía figuritas de barro. Desde donde estaba Espinoza distinguió unas horcas diminutas y se sonrió tristemente. Le preguntó a la muchacha dónde estaba su hermano y ella le respondió que se había ido a la escuela, como todas las mañanas.

Una mujer muy arrugada, vestida de blanco como si se fuera a casar, se detuvo a hablar con Rebeca y entonces él cogió la revista, que la muchacha había dejado bajo la mesa, encima de una lonchera, y la estuvo hojeando hasta que la amiga de Rebeca se marchó. Intentó decir algo en un par de ocasiones, pero no pudo. El silencio de ella, sin embargo, no era desagradable ni implicaba rencor o tristeza. No era denso sino transparente. Casi no ocupaba espacio. Incluso, pensó Espinoza, uno podría acostumbrarse a este silencio y ser feliz. Pero él no se iba a acostumbrar jamás, eso también lo sabía.

Cuando se cansó de estar sentado se fue a un bar y pidió una cerveza en la barra. A su alrededor sólo había hombres y nadie estaba solo. Espinoza abarcó el bar con una mirada terrible y de inmediato se percató de que los hombres bebían pero también comían. Masculló la palabra joder y escupió en el suelo, a pocos centímetros de sus propios zapatos. Luego se tomó otra y volvió al puesto con la botella a medias. Rebeca lo miró y sonrió. Espinoza se sentó en la acera, junto a ella, y le dijo que iba a volver. La muchacha no dijo nada.

—Voy a volver a Santa Teresa —dijo—, en menos de un año, te lo juro.

—No jures —dijo la muchacha mientras sonreía complacida.

—Volveré contigo —dijo Espinoza bebiendo hasta la última gota de su cerveza—. Y puede que entonces nos casemos y tú te vengas a Madrid conmigo.

Pareció que la muchacha decía: sería bonito, pero Espinoza no la entendió.

—¿Qué?, ¿qué? —dijo.

Rebeca permaneció callada.

Cuando volvió, de noche, encontró a Pelletier leyendo y bebiendo whisky junto a la piscina. Se sentó en la tumbona de al lado y le preguntó cuáles eran los planes. Pelletier sonrió y puso el libro sobre la mesa.

—He encontrado en mi habitación tu regalo —dijo—, es muy apropiado y no carece de encanto.

—Ah, el sarape —dijo Espinoza, y se dejó caer de espaldas sobre la tumbona.

En el cielo se veían muchas estrellas. El agua verdeazulada de la piscina danzaba sobre las mesas y los macizos de flores y cactus, en una cadena de reflejos que llegaba hasta un muro de ladrillo de color crema, detrás del cual había una pista de tenis y unos baños sauna que había evitado con éxito. De vez en cuando oían raquetazos y voces en sordina que comentaban el juego.

Pelletier se levantó y dijo caminemos. Se dirigió hacia la pista de tenis, seguido por Espinoza. Las luces de la pista estaban encendidas y dos tipos con panzas prominentes se esforzaban en un juego torpe, provocando la risa de dos mujeres que los observaban sentadas en un banco de madera, debajo de un parasol similar a los que rodeaban la piscina. Al fondo, detrás de una reja de alambre, estaba el baño sauna, una caja de cemento con dos ventanas diminutas, como los ojos de buey de un buque hundido. Sentado sobre el muro de ladrillos, Pelletier dijo:

—No vamos a encontrar a Archimboldi.

—Hace días que lo sé —dijo Espinoza.

Luego dio un salto y luego otro, hasta que pudo sentarse en el borde del muro, las piernas colgando hacia la pista de tenis.

—Sin embargo —dijo Pelletier—, estoy seguro de que Archimboldi está aquí, en Santa Teresa.

Espinoza se miró las manos, como si temiera haberse hecho daño. Una de las mujeres se levantó de su asiento e invadió la pista. Al llegar junto a uno de los hombres, le dijo algo al oído y después volvió a salir.

El hombre que había hablado con la mujer levantó los brazos hacia arriba, abrió la boca y echó la cabeza atrás, aunque sin proferir el más mínimo sonido. El otro hombre, vestido, al igual que el primero, de blanco impoluto, esperó a que la algarabía silenciosa de su contrincante cesara y cuando acabaron los visajes de éste le lanzó la pelota. El partido se reanudó y las mujeres se volvieron a reír.

—Créeme —dijo Pelletier con una voz muy suave, como la brisa que soplaba en ese instante y que impregnaba todo con un aroma de flores—, sé que Archimboldi está aquí.

—¿En dónde? —dijo Espinoza.

—En alguna parte, en Santa Teresa o en los alrededores.

—¿Y por qué no lo hemos hallado? —dijo Espinoza.

Uno de los tenistas se cayó al suelo y Pelletier sonrió:

—Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse. Es lo de menos. Lo importante es otra cosa.

—¿Qué? —dijo Espinoza.

—Que está aquí —dijo Pelletier, y señaló la sauna, el hotel, la pista, las rejas metálicas, la hojarasca que se adivinaba más allá, en los terrenos del hotel no iluminados. A Espinoza se le erizaron los pelos del espinazo. La caja de cemento en donde estaba la sauna le pareció un búnker con un muerto en su interior.

—Te creo —dijo, y en verdad creía lo que decía su amigo.

—Archimboldi está aquí —dijo Pelletier—, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.

No sé cuánto tiempo vamos a durar juntos, decía Norton en su carta. Ni a Morini (creo) ni a mí nos importa. Nos queremos y somos felices. Sé que vosotros lo comprenderéis.

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