2666

2666


La parte de Fate

Página 17 de 56

La parte de Fate

¿Cuándo empezó todo?, pensó. ¿En qué momento me sumergí? Un oscuro lago azteca vagamente familiar. La pesadilla. ¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo controlar la situación? Y luego otras preguntas: ¿realmente quería salir? ¿Realmente quería dejarlo todo atrás? Y también pensó: el dolor ya no importa. Y también: tal vez todo empezó con la muerte de mi madre. Y también: el dolor no importa, a menos que aumente y se haga insoportable. Y también: joder, duele, joder, duele. No importa, no importa. Rodeado de fantasmas.

Quincy Williams tenía treinta años cuando murió su madre. Una vecina lo llamó al teléfono de su trabajo.

—Querido —le dijo—, Edna ha muerto.

Preguntó cuándo. Oyó los sollozos de la mujer al otro lado del teléfono y otras voces, probablemente también mujeres. Preguntó cómo. Nadie le contestó y colgó el teléfono. Marcó el número de casa de su madre.

—¿Quién habla? —oyó que decía una mujer con voz colérica.

Pensó: mi madre está en el infierno. Volvió a colgar. Llamó otra vez. Una mujer joven le contestó.

—Soy Quincy, el hijo de Edna Miller —dijo.

La mujer exclamó algo que no entendió y al poco rato otra mujer cogió el aparato. Pidió hablar con la vecina. Está en la cama, le contestaron, le acaba de dar un ataque al corazón, Quincy, estamos esperando que llegue una ambulancia para llevarla al hospital. No se atrevió a preguntar por su madre. Oyó una voz de hombre que profería un insulto. El tipo debía de estar en el pasillo y la puerta de casa de su madre abierta. Se llevó una mano a la frente y esperó, sin colgar, a que alguien le explicara algo. Dos voces de mujer reprendieron al que había blasfemado. Dijeron un nombre de hombre pero él no pudo oírlo con nitidez.

La mujer que escribía en la mesa vecina le preguntó si le pasaba algo. Levantó la mano como si estuviera escuchando algo importante y negó con la cabeza. La mujer siguió escribiendo. Al cabo de un rato Quincy colgó, se puso la chaqueta que colgaba en el respaldo de la silla y dijo que tenía que marcharse.

Cuando llegó a casa de su madre sólo encontró a una adolescente de unos quince años, que veía la televisión sentada en el sofá. La adolescente se levantó al verlo entrar. Debía de medir un metro ochentaicinco y era muy delgada. Llevaba bluejeans y encima un vestido negro con flores amarillas, muy amplio, como si fuera un blusón.

—¿Dónde está? —preguntó.

—En la habitación —dijo la adolescente.

Su madre estaba en la cama, con los ojos cerrados y vestida como si fuera a salir a la calle. Incluso le habían pintado los labios. Sólo le faltaban los zapatos. Durante un rato Quincy permaneció junto a la puerta, mirando sus pies: los dos dedos gordos tenían callos y también vio callos en las plantas de los pies, unos callos grandes que seguramente la hicieron sufrir. Pero recordó que su madre iba a un podólogo de la calle Lewis, un tal señor Johnson, siempre el mismo, así que tampoco debió de sufrir demasiado por este motivo. Después miró su rostro: parecía de cera.

—Me voy a marchar —dijo la adolescente desde la sala.

Quincy salió de la habitación y quiso darle un billete de veinte dólares, pero la adolescente le dijo que no quería dinero. Insistió. Finalmente la adolescente cogió el billete y se lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Para hacerlo se tuvo que arremangar el vestido hasta la cadera. Parece una monja, pensó Quincy, o la adepta de una secta destructiva. La adolescente le dio un papel en donde alguien había escrito el número de teléfono de una funeraria del barrio.

—Ellos se encargan de todo —dijo con seriedad.

—De acuerdo —dijo él.

Preguntó por la vecina.

—Está en el hospital —dijo la adolescente—, creo que le están poniendo un marcapasos.

—¿Un marcapasos?

—Sí —dijo la adolescente—, en el corazón.

Al marcharse la adolescente Quincy pensó que su madre había sido una mujer muy querida por sus vecinos y por la gente del barrio, pero que la vecina de su madre, cuyo rostro no conseguía recordar con claridad, aún lo era más.

Llamó por teléfono a la funeraria y habló con un tal Tremayne. Le dijo que era el hijo de Edna Miller. Tremayne consultó sus notas y le dio el pésame varias veces, hasta que encontró el papel que buscaba. Entonces le dijo que esperara un momento y lo pasó con un tal Lawrence. Éste le preguntó qué clase de ceremonia deseaba.

—Algo sencillo e íntimo —dijo Quincy—. Muy sencillo y muy íntimo.

Al final acordaron que su madre sería incinerada y que la ceremonia, si todo marchaba por los cauces normales, tendría lugar al día siguiente, en la funeraria, a las 7 de la tarde. A las 7.45 todo habría acabado. Preguntó si era posible hacerlo antes. La respuesta fue negativa. Después el señor Lawrence abordó delicadamente el asunto económico. No hubo ningún problema. Quincy quiso saber si tenía que llamar a la policía o al hospital. No, dijo el señor Lawrence, de eso ya se ocupó la señorita Holly. Se preguntó quién era la señorita Holly y no pudo adivinarlo.

—La señorita Holly es la vecina de su difunta madre —dijo el señor Lawrence.

—Es cierto —dijo Quincy.

Durante un instante ambos permanecieron en silencio, como si intentaran recordar o recomponer los rostros de Edna Miller y de su vecina. El señor Lawrence se puso a carraspear. Preguntó si sabía a qué iglesia pertenecía su madre. Preguntó si él tenía alguna preferencia religiosa. Dijo que su madre era feligresa de la Iglesia Cristiana de los Ángeles Perdidos. O tal vez no se llamara así. No lo recordaba. En efecto, dijo el señor Lawrence, no se llama así, es la Iglesia Cristiana de los Ángeles Recobrados. Eso, dijo Quincy. Y también dijo que no tenía ninguna preferencia religiosa, con que fuera una ceremonia cristiana, bastaba y sobraba.

Esa noche durmió en el sofá de la casa de su madre y sólo una vez entró en la habitación de ésta y le echó una ojeada al cadáver. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llegaron los de la funeraria y se la llevaron. Él se levantó para atenderlos, entregarles un cheque, y observar cómo se marchaban con el ataúd de pino escaleras abajo. Luego volvió a quedarse dormido en el sofá.

Al despertar creyó que había soñado con una película que había visto no hacía mucho. Pero todo era distinto. Los personajes eran negros, así que la película del sueño era como un negativo de la película real. Y también ocurrían cosas distintas. El argumento era el mismo, las anécdotas, pero el desarrollo era diferente o en algún momento daba un giro inesperado y se convertía en algo totalmente distinto. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que él, mientras soñaba, sabía que no necesariamente tenía que ser así, percibía la similitud con la película, creía comprender que ambas partían de los mismos postulados, y que si la película que había visto era la película real, la otra, la soñada, podía ser un comentario razonado, una crítica razonada y no necesariamente una pesadilla. Toda crítica, al cabo, se convierte en una pesadilla, pensó mientras se lavaba la cara en la casa donde ya no estaba el cádaver de su madre.

También pensó en lo que ésta le habría dicho. Sé un hombre y carga con tu cruz.

En el trabajo todo el mundo lo conocía por el nombre de Oscar Fate. Cuando volvió nadie le dijo nada. No había motivos para decirle nada. Estuvo un rato contemplando las notas que había reunido sobre Barry Seaman. La chica de la mesa de al lado no estaba. Después guardó las notas en un cajón que cerró con llave y se marchó a comer. En el ascensor se cruzó con el editor de la revista, al que acompañaba una mujer joven y gorda que escribía sobre asesinos adolescentes. Se saludaron con un gesto y cada uno siguió su camino.

Comió una sopa de cebolla y una tortilla francesa en un restaurante barato y bueno que quedaba a dos manzanas. No había comido nada desde el día anterior y la comida le sentó bien. Cuando ya había pagado y se disponía a salir lo llamó un tipo que trabajaba en deportes y le invitó a una cerveza. Mientras esperaban sentados en la barra el tipo le dijo que aquella mañana había muerto en las afueras de Chicago el encargado de la subsección de boxeo. La subsección de boxeo, en realidad, era un eufemismo que designaba únicamente al tipo muerto.

—¿Cómo murió? —preguntó Fate.

—Lo mataron a cuchilladas unos negros de Chicago —dijo el otro.

El camarero puso sobre la barra una hamburguesa. Fate se bebió la cerveza, le dio una palmada en el hombro y dijo que se tenía que marchar. Cuando llegó a la puerta de cristal se dio la vuelta y contempló el restaurante a rebosar de clientes y la espalda del tipo que trabajaba en deportes y a la gente que estaba acompañada y que hablaba o comía mirándose a los ojos y a los tres camareros que jamás se estaban quietos. Después abrió la puerta, salió a la calle, volvió a mirar hacia el interior del restaurante, pero con los cristales de por medio todo era diferente. Echó a andar.

—¿Cuándo piensas ponerte en camino, Oscar? —le dijo el jefe de su sección.

—Mañana.

—¿Tienes todo lo que necesitas, tienes todo preparado?

—Ningún problema, hombre —dijo Fate—. Todo dispuesto.

—Así me gusta, muchacho —dijo el jefe—. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?

—Algo oí.

—Fue en Paradise City, cerca de Chicago —dijo el jefe—. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.

—¿Qué edad tenía Jimmy? —preguntó Fate sin ningún interés.

—Debía de andar por los cincuentaicinco —dijo el jefe—. La policía ha detenido al marido de la zorra, pero nuestro hombre en Chicago dice que probablemente ella también está implicada en el asesinato.

—¿Jimmy no era un tipo grande, de unos cien kilos de peso? —dijo Fate.

—No, Jimmy no era grande y tampoco pesaba cien kilos. Era un tipo de un metro setenta, aproximadamente, y de unos ochenta kilos de peso —dijo el jefe.

—Lo he confundido con otro —dijo Fate—, un tipo grande que a veces comía con Remy Burton y al que me encontraba de tanto en tanto en el ascensor.

—No —dijo el jefe—, Jimmy casi nunca venía a las oficinas, siempre estaba de viaje, sólo aparecía por aquí una vez al año, creo que vivía en Tampa, o puede que ni siquiera tuviera una casa y se pasara la vida en hoteles y aeropuertos.

Se duchó y no se afeitó. Escuchó los mensajes en el contestador. Dejó sobre la mesa el dossier de Barry Seaman que había traído de su oficina. Se puso ropa limpia y salió. Como aún tenía tiempo, primero fue a casa de su madre. Notó que algo allí olía a rancio. Fue a la cocina y al no encontrar nada podrido cerró la bolsa de basura y abrió la ventana. Después se sentó en el sofá y encendió la tele. Sobre un estante junto al televisor vio algunos videos. Durante unos segundos pensó en examinarlos, pero casi al instante desistió. Seguramente eran cintas donde su madre grababa programas que luego veía por la noche. Trató de pensar en algo agradable. Trató de organizar mentalmente su agenda. No pudo. Al cabo de un rato de inmovilidad absoluta, apagó el televisor, cogió las llaves y la bolsa de basura y abandonó la casa. Antes de bajar llamó a la puerta de la vecina. Nadie contestó. En la calle arrojó la bolsa de basura a un contenedor repleto.

La ceremonia fue sencilla y extremadamente práctica. Firmó un par de papeles. Extendió otro cheque. Recibió las condolencias del señor Tremayne, primero, y del señor Lawrence, que apareció al final, cuando ya se iba con el jarrón donde estaban las cenizas de su madre. ¿El oficio ha sido satisfactorio?, dijo el señor Lawrence. Durante la ceremonia, sentada en un extremo de la sala, volvió a ver a la adolescente alta. Iba vestida igual que antes, con bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. La miró y trató de hacerle un gesto amistoso, pero ella no lo miraba a él. El resto de los asistentes eran desconocidos, aunque predominaban las mujeres, por lo que supuso que debían de ser amigas de su madre. Al final, dos de éstas se le acercaron y le dijeron palabras que no entendió y que podían ser de ánimo o de reconvención. Volvió caminando a casa de su madre. Dejó el jarrón junto a los vídeos y volvió a encender la tele. Ya no olía a rancio. Todo el edificio estaba en silencio, como si no hubiera nadie o todos hubieran salido a hacer algo urgente. Desde la ventana vio a unos adolescentes que jugaban y hablaban (o conspiraban), pero cada cosa a su tiempo, es decir, jugaban durante un minuto, se detenían, se juntaban todos, hablaban durante un minuto y volvían a jugar, tras lo cual paraban y se repetía lo mismo una y otra vez.

Se preguntó qué clase de juego era ése y si las interrupciones para hablar eran parte del juego o un palmario desconocimiento de sus reglas. Decidió salir a caminar. Al cabo de un rato sintió hambre y entró en un pequeño local árabe (egipcio o jordano, no lo sabía) en donde le sirvieron un bocadillo de carne de cordero picada. Al salir se sintió mal. En un callejón en penumbra se puso a vomitar el cordero y en la boca le quedó un gusto a bilis y a especias. Vio a un tipo que arrastraba un carrito de hot-dogs. Le dio alcance y le pidió una cerveza. El tipo lo miró como si Fate estuviera drogado y le dijo que a él no le permitían vender bebidas alcohólicas.

—Dame lo que tengas —dijo.

El tipo le tendió una botella de Coca-Cola. Pagó y se bebió toda la Coca-Cola mientras el tipo del carrito se alejaba por la avenida mal iluminada. Al cabo de un rato vio la marquesina de un cine. Recordó que en su adolescencia solía pasar muchas tardes allí. Decidió entrar aunque la película, tal como le anunció la taquillera, ya hacía rato que había empezado.

Permaneció sentado en la butaca durante una sola escena. Un tipo blanco era detenido por tres policías negros. Los policías no lo llevan a una comisaría sino a un aeródromo. Allí el tipo detenido ve al jefe de los policías, que también es negro. El tipo es bastante listo y no tarda en comprender que son agentes de la DEA. Con sobrentendidos y silencios elocuentes, llegan a una especie de trato. Mientras hablan, el tipo se asoma a una ventana. Ve la pista de aterrizaje y una avioneta Cesna que carretea hacia un lado de la pista. De la avioneta sacan un cargamento de cocaína. El que abre las cajas y extrae los ladrillos es negro. Junto a él hay otro negro que va tirando la droga en el interior de un barril con fuego, como los que usan los sin casa para calentarse durante las noches de invierno. Pero estos policías negros no son mendigos sino agentes de la DEA, bien vestidos, funcionarios del gobierno. El tipo deja de mirar por la ventana y le hace notar al jefe que todos sus hombres son negros. Están más motivados, dice el jefe. Y después dice: ahora puedes largarte. Cuando el tipo se va el jefe sonríe pero la sonrisa no tarda en convertirse en una mueca. En ese momento Fate se levantó y se dirigió a los lavabos, en donde vomitó lo que quedaba de cordero en su estómago. Después salió a la calle y volvió a casa de su madre.

Antes de abrir la puerta, llamó con los nudillos en la puerta de la vecina. Le abrió una mujer más o menos de su misma edad, con gafas y el pelo envuelto en un turbante africano de color verde. Se identificó y preguntó por la vecina. La mujer lo miró a los ojos y lo hizo pasar. La sala era parecida a la de su madre, incluso los muebles eran similares. En el interior vio a seis mujeres y tres hombres. Algunos estaban de pie o apoyados en el quicio de la cocina, pero la mayoría permanecían sentados.

—Soy Rosalind —dijo la mujer del turbante—, su madre y mi madre eran muy amigas.

Fate asintió con la cabeza. Del fondo de la casa llegaron unos sollozos. Una de las mujeres se levantó y entró en la habitación. Al abrir la puerta los sollozos crecieron en intensidad, pero cuando la puerta se cerró dejaron de oírse.

—Es mi hermana —dijo Rosalind con un gesto de hastío—. ¿Quiere un café?

Fate dijo que sí. Al marcharse la mujer a la cocina uno de los hombres que estaba de pie se le acercó y le preguntó si quería ver a la señora Holly. Dijo que sí con la cabeza. El hombre lo guió hasta el dormitorio, pero se quedó detrás de él, al otro lado de la puerta. En la cama yacía el cadáver de la vecina y junto a ella vio a una mujer, de rodillas, rezando. Sentada en una mecedora, junto a la ventana, vio a la adolescente de los bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. Tenía los ojos rojos y lo miró como si nunca lo hubiera visto antes.

Al salir se sentó en la punta de un sofá ocupado por mujeres que hablaban con monosílabos. Cuando Rosalind le puso la taza de café en las manos le preguntó cuándo había muerto su madre. Esta tarde, dijo Rosalind con voz serena. ¿De qué murió? Cosas de la edad, dijo Rosalind con una sonrisa. Al volver a casa Fate se dio cuenta de que aún llevaba la taza de café en la mano. Por un instante pensó en volver a casa de la vecina y devolvérsela, pero luego pensó que era mejor dejarlo para el día siguiente. Fue incapaz de beberse el café. Lo dejó junto a los vídeos y el jarrón que contenía las cenizas de su madre, después encendió el televisor y apagó las luces de la casa y se tendió en el sofá. Quitó el sonido.

A la mañana siguiente, cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue una serie de dibujos animados. Un montón de ratas corriendo por la ciudad y dando gritos mudos. Cogió el mando con una mano y cambió de canal. Cuando encontró uno de noticias puso el sonido, aunque no muy fuerte, y se levantó. Se lavó la cara y el cuello y cuando se secó se dio cuenta de que aquella toalla que colgaba del toallero había sido con casi toda probabilidad la última toalla que su madre utilizara. La olió pero no descubrió ningún olor familiar. En el estante del baño había varias cajas de medicinas y algunos potes con cremas hidratantes o antiinflamatorias. Llamó por teléfono al trabajo y preguntó por su jefe de sección. Sólo estaba su vecina de mesa y con ella habló. Le dijo que no iría a la revista pues pensaba salir dentro de unas horas para Detroit. Ella dijo que ya lo sabía y le deseó buena suerte.

—Volveré dentro de tres días, tal vez cuatro —dijo.

Luego colgó, se alisó la camisa, se puso la chaqueta, se miró en el espejo que había junto a la entrada y trató vanamente de animarse. Es hora de volver al trabajo. Con la mano en el pomo de la puerta, se quedó quieto y pensó si no sería conveniente llevarse a su casa el jarrón con las cenizas. Lo haré cuando vuelva, pensó, y abrió la puerta.

En su casa sólo estuvo el tiempo justo para meter en un bolso el dossier de Barry Seaman, algunas camisas, calcetines y calzoncillos. Se sentó en una silla y se dio cuenta de que estaba muy nervioso. Trató de calmarse. Al salir a la calle advirtió que estaba lloviendo. ¿En qué momento se había puesto a llover? Todos los taxis que pasaban estaban ocupados. Se colgó el bolso de un hombro y se puso a caminar pegado al bordillo de la acera. Por fin un taxi se detuvo. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta oyó algo parecido a un disparo. Le preguntó al taxista si él también lo había oído. El taxista era un hispano que hablaba muy mal el inglés.

—Cada día se oyen cosas más fantásticas en Nueva York —dijo.

—¿Qué quiere decir con cosas fantásticas? —preguntó.

—Pues eso mismo, fantásticas —dijo el taxista.

Al cabo de un rato Fate se durmió. De tanto en tanto abría los ojos y veía pasar edificios en donde no parecía vivir nadie o avenidas grises mojadas por la lluvia. Luego cerraba los ojos y volvía a dormirse. Se despertó cuando el taxista le preguntó en qué terminal del aeropuerto quería que lo dejara.

—Voy para Detroit —dijo, y volvió a dormirse.

Las dos personas que ocupaban los asientos de delante hablaban de fantasmas. Fate no podía ver sus caras, pero imaginó que eran dos personas mayores, tal vez de sesenta o setenta años. Pidió un zumo de naranja. La azafata era rubia, de unos cuarenta años y tenía una mancha en el cuello que tapaba con un pañuelo blanco que el trajín con los viajeros había hecho deslizarse hacia abajo. El tipo que ocupaba el asiento de al lado era negro y bebía una botella de agua. Fate abrió su bolso y extrajo el dossier de Seaman. Los pasajeros de delante ya no hablaban de fantasmas sino de una persona a la que llamaban Bobby. Este Bobby vivía en Jackson Tree, en el estado de Michigan, y tenía una cabaña junto al lago Hurón. En cierta ocasión el tal Bobby había salido en barca y había naufragado. Como pudo, se cogió a un tronco que flotaba por allí, un tronco milagroso, y esperó a que se hiciera de día. Pero por la noche el agua cada vez era más fría y Bobby empezó a helarse y a perder fuerzas. Cada vez se sentía más débil y aunque trató de atarse con el cinturón al tronco, por más esfuerzos que hizo no pudo. Contado, parece fácil, pero en la vida real es difícil atar tu propio cuerpo a un tronco a la deriva. Así que se resignó, pensó en sus seres queridos (aquí mencionaron a un tal Jig, que podía ser el nombre de un amigo, de un perro o de una rana amaestrada) y se agarró con todas sus fuerzas al tronco. Entonces vio una luz en el cielo. Creyó, ingenuamente, que se trataba de un helicóptero que había salido a buscarlo y se puso a gritar. Sin embargo no tardó en reparar en que los helicópteros hacen un sonido de aspas y la luz que veía no hacía ese sonido. Pasados unos segundos se dio cuenta de que era un avión. Un enorme avión de pasajeros que iba a estrellarse directamente donde él estaba flotando agarrado al tronco. De golpe se le esfumó todo el cansancio. Vio pasar el avión justo encima de su cabeza. Iba en llamas. A unos trescientos metros de donde él estaba el avión se clavó contra el lago. Oyó dos o tal vez más explosiones. Sintió el impulso de acercarse hacia donde había ocurrido el desastre y eso hizo, muy lentamente, porque era difícil manejar el tronco como si fuera un flotador. El avión se había partido en dos y sólo una parte aún flotaba. Antes de llegar Bobby vio cómo se hundía lentamente en las aguas nuevamente oscuras del lago. Poco después llegaron los helicópteros de salvamento. Sólo encontraron a Bobby y se sintieron estafados cuando éste les dijo que no viajaba en el avión sino que había naufragado en su bote, mientras pescaba. De todas maneras se hizo famoso durante un tiempo, dijo el que contaba la historia.

—¿Y aún vive en Jackson Tree? —dijo el otro.

—No, creo que ahora vive en Colorado —fue la respuesta.

Después se pusieron a hablar de deportes. El vecino de Fate se bebió toda su agua y eructó discretamente llevándose una mano a la boca.

—Mentiras —dijo en voz baja.

—¿Cómo dice? —dijo Fate.

—Mentiras, mentiras —dijo el tipo.

Ya comprendo, dijo Fate, y le dio la espalda y se puso a mirar por la ventanilla las nubes que parecían catedrales o tal vez sólo pequeñas iglesias de juguete abandonadas en una cantera de mármol laberíntica y cien veces más grande que el Gran Cañón.

En Detroit Fate alquiló un coche y tras consultar un mapa que le proporcionó la misma agencia de coches se dirigió al barrio donde vivía Barry Seaman.

No lo encontró en su casa, pero un niño le dijo que solía estar casi siempre en el Pete’s Bar, no muy lejos de allí. El barrio parecía un barrio de jubilados de la Ford y de la General Motor. Mientras caminaba iba mirando los edificios, de cinco o seis pisos, y sólo veía a viejos sentados en las escaleras o fumando acodados en las ventanas. De tanto en tanto, en alguna esquina, aparecía algún grupo de niños hablando en corro o niñas que saltaban a la cuerda. Los coches aparcados no eran buenos ni de último modelo, pero se veían bien cuidados.

El bar estaba junto a un lote baldío lleno de malezas y de flores silvestres que ocultaban los cascotes del edificio que antes se levantaba allí. Sobre el muro lateral de un edificio vecino vio un mural que le pareció curioso. Era circular, como un reloj, y donde debían estar los números había escenas de gente trabajando en las fábricas de Detroit. Doce escenas que representaban doce etapas en la cadena de producción. En cada escena, sin embargo, se repetía un personaje: un adolescente negro, o un hombre negro largo y esmirriado que aún no había abandonado o que se resistía a abandonar su infancia, vestido con ropas que variaban con cada escena pero que indefectiblemente siempre le quedaban pequeñas, y que cumplía una función que aparentemente podía ser tomada como la del payaso, el tipo que está ahí para hacernos reír, aunque si uno lo miraba con más atención se daba cuenta de que no sólo estaba allí para hacernos reír. Parecía la obra de un loco. La última pintura de un loco. En el centro del reloj, hacia donde convergían todas las escenas, había una palabra pintada con letras que parecían de gelatina: miedo.

Fate entró en el bar. Se sentó en un taburete y le preguntó al tipo que atendía el establecimiento quién era el artista que había hecho el mural de la calle. El camarero, un negro corpulento de unos sesenta años, con la cara surcada de cicatrices, le dijo que no lo sabía.

—Algún muchacho del barrio habrá sido —masculló.

Pidió una cerveza y le echó una mirada al bar. No fue capaz de distinguir entre los clientes a Seaman. Con la cerveza en la mano preguntó en voz alta si alguien conocía a Barry Seaman.

—¿Quién lo busca? —dijo un tipo bajito, que llevaba una camiseta de los Pistons y una chaqueta de mezclilla celeste.

—Oscar Fate —dijo Fate—, de la revista Amanecer Negro, de Nueva York.

El camarero se le acercó y le preguntó si era verdad que era periodista. Soy periodista. Del Amanecer Negro.

—Hermano —dijo el tipo bajito sin levantarse de su mesa—, tu revista tiene un nombre de mierda. —Sus dos compañeros de cartas se rieron—. Personalmente ya estoy harto de tantos amaneceres —dijo el tipo bajito—, me gustaría que de vez en cuando los hermanos de Nueva York hicieran algo con el atardecer, que es la mejor hora, al menos en este jodido barrio.

—Cuando vuelva se lo diré. Yo sólo hago reportajes —dijo.

—Barry Seaman hoy no ha venido —dijo un viejo que estaba, al igual que él, sentado junto a la barra.

—Creo que está enfermo —dijo otro.

—Es verdad, algo de eso oí decir —dijo el viejo de la barra.

—Lo esperaré un rato —dijo Fate, y terminó de beberse su cerveza.

El camarero se acodó junto a él y le dijo que en sus tiempos había sido boxeador.

—Mi última pelea fue en Atenas, en Carolina del Sur. Peleé contra un chico blanco. ¿Quién crees que ganó? —dijo.

Fate lo miró a los ojos, hizo un gesto indescifrable con la boca y le pidió otra cerveza.

—Hacía cuatro meses que no veía a mi mánager. Sólo andaba yo con mi entrenador, el viejo Johnny Turkey, recorriendo las ciudades de Carolina del Sur y Carolina del Norte y durmiendo en los peores hoteles. Íbamos como mareados, yo por los golpes recibidos y el viejo Turkey porque ya tenía más de ochenta años. Sí, ochenta, o puede que ochentaitrés. A veces, antes de dormirnos, con la luz ya apagada, discutíamos sobre eso. Turkey decía que acababa de cumplir ochenta. Yo que tenía ochentaitrés. La pelea era una pelea amañada. El empresario me dijo que tenía que dejarme caer en el quinto round. Y dejarme castigar un poco en el cuarto. A cambio me darían el doble de lo prometido, que no era mucho. Se lo dije esa noche a Turkey mientras cenábamos. Por mí no hay problema, me dijo. Ningún problema. El problema es que esta gente suele no cumplir después sus compromisos. Así que tú verás. Eso me dijo.

Cuando volvió a casa de Seaman se sentía un poco mareado. Una luna enorme se desplazaba por las azoteas de los edificios. Junto a un zaguán un tipo lo abordó y le dijo algo que o bien no entendió o bien le parecieron palabras inadmisibles. Soy amigo de Barry Seaman, hijo de puta, le dijo mientras lo intentaba coger por las solapas de su chaqueta de cuero.

—Tranquilo —dijo el tipo—. Tómatelo con calma, hermano.

En el fondo del zaguán vio cuatro pares de ojos de color amarillo que brillaban en la oscuridad, y en la mano colgante del tipo al que sujetaba vio el reflejo fugaz de la luna.

—Lárgate si no quieres morir —dijo.

—Tranquilo, hermano, primero suéltame —dijo el tipo.

Fate lo soltó y buscó la luna en las azoteas de enfrente. La siguió. Mientras caminaba oyó ruidos en las calles laterales, pasos, carreras, como si una parte del barrio se acabara de despertar. Junto al edificio de Seaman distinguió su coche alquilado. Lo examinó. No le habían hecho nada. Después llamó por el portero automático y una voz le preguntó, de muy mal humor, qué quería. Fate se identificó y dijo que era el enviado del Amanecer Negro. En el interfono se oyó una risita de satisfacción. Adelante, dijo la voz. Subió las escaleras a cuatro patas. En algún momento se dio cuenta de que no estaba bien. Seaman lo esperaba en el rellano.

—Necesito ir al lavabo —dijo Fate.

—Jesús —dijo Seaman.

La sala era pequeña y modesta y vio muchos libros desparramados por todas partes y también carteles pegados en las paredes y fotos pequeñas esparcidas por las estanterías y la mesa y encima del televisor.

—La segunda puerta —dijo Seaman.

Fate entró y se puso a vomitar.

Al despertar vio a Seaman escribiendo con un bolígrafo. A su lado había cuatro libros muy gruesos y varias carpetas llenas de papeles. Seaman usaba gafas para escribir. Se fijó en que de los cuatro libros tres eran diccionarios y el cuarto era un mamotreto que se llamaba La enciclopedia francesa abreviada, del que él nunca había oído hablar ni en la universidad ni en toda su vida. El sol entraba por la ventana. Se sacó la manta de encima y se sentó en el sofá. Le preguntó a Seaman qué había pasado. El viejo lo miró por encima de sus gafas y le ofreció una taza de café. Seaman medía un metro ochenta, por lo menos, pero caminaba algo encorvado, lo que lo hacía parecer más pequeño. Se ganaba la vida dando conferencias que por regla general no estaban bien pagadas, pues solían contratarlo instituciones escolares que trabajaban en los guetos y de vez en cuando pequeñas universidades progresistas que no contaban con un presupuesto suficiente. Hacía unos años había publicado un libro titulado Comiendo costillas de cerdo con Barry Seaman, en el que recopilaba todas las recetas que conocía de costillas de cerdo, generalmente a la plancha o a la barbacoa, añadiendo datos curiosos o extravagantes sobre el sitio en donde había aprendido la receta y quién y en qué circunstancia se la había enseñado. La mejor parte del libro eran las costillas de cerdo con puré de patata o de manzana que había hecho en la cárcel, la forma de conseguir las materias primas, la forma de cocinar en un lugar donde no lo dejaban, entre tantas otras cosas, cocinar. El libro no fue un éxito pero puso otra vez en circulación a Seaman y apareció en algunos programas de televisión de la mañana, cocinando en directo algunas de sus famosas recetas. Ahora su nombre había vuelto a caer en el olvido, pero él seguía dictando sus conferencias y viajando por todo el país, a veces a cambio de un billete de ida y vuelta y trescientos dólares.

Junto a la mesa en donde escribía y donde ambos se sentaron a tomar el café, había un cartel en blanco y negro en el que aparecían dos jóvenes con chaquetas negras y boinas negras y gafas negras. Fate sintió un escalofrío, pero no por el cartel sino por lo mal que se sentía, y tras beber el primer sorbo le preguntó si uno de aquellos muchachos era él. Así es, dijo Seaman. Preguntó cuál de los dos. Seaman sonrió. No tenía ni un solo diente.

—Es difícil decirlo, ¿verdad?

—No lo sé, no me siento muy bien, si me sintiera mejor seguro que lo adivinaría —dijo Fate.

—El de la derecha, el más bajito —dijo Seaman.

—¿Quién es el otro? —dijo Fate.

—¿Seguro que no lo sabes?

Volvió a mirar el cartel durante un rato.

—Es Marius Newell —dijo Fate.

—Así es —dijo Seaman.

Seaman se puso una chaqueta. Después entró en la habitación y cuando volvió a salir llevaba un sombrero de ala corta de color verde oscuro. De un vaso que estaba en el baño en penumbra sacó su dentadura postiza y se la encajó con cuidado. Fate lo observó desde la sala. Se enjuagó los dientes con un líquido rojo, escupió sobre el lavamanos, volvió a enjuagarse la boca y dijo que ya estaba listo.

Partieron en el coche alquilado hasta el parque Rebeca Holmes, a unas veinte manzanas de allí. Como aún tenían tiempo detuvieron el coche a un lado del parque y se dedicaron a conversar mientras estiraban los pies. El parque Rebeca Holmes era grande y en la parte central, protegido por una valla semidestrozada, había un espacio dedicado a los juegos infantiles llamado Memorial Temple A. Hoffman, en donde no vieron a ningún niño jugando. De hecho, el espacio infantil, salvo por un par de ratas que al verlos echaron a correr, estaba totalmente vacío. Junto a una arboleda de robles se alzaba una pérgola de trazado vagamente oriental, como una iglesia ortodoxa rusa en miniatura. Del otro lado de la pérgola se oía música de rap.

—Detesto esta mierda —dijo Seaman—, eso que quede claro en tu artículo.

—¿Por qué? —dijo Fate.

Avanzaron hacia la pérgola y vieron junto a ésta el lecho de un estanque ahora completamente seco. Sobre el barro seco habían quedado las huellas congeladas de unas zapatillas Nike. Fate pensó en los dinosaurios y volvió a sentirse mareado. Rodearon la pérgola. En el otro lado, junto a unos matojos, vieron en el suelo el radiocasete de donde salía la música. No había nadie alrededor. Seaman dijo que no le gustaba el rap porque la única salida que ofrecía era el suicidio. Pero ni siquiera un suicidio con sentido. Ya sé, dijo, ya sé. Es difícil imaginar un suicidio con sentido. No suele haberlo. Aunque yo he visto o he estado cerca de dos suicidios con sentido. Eso creo. Tal vez me equivoque, dijo.

—¿De qué manera el rap aboga por el suicidio? —dijo Fate.

Seaman no le contestó y lo condujo por un atajo entre los árboles, desde donde salieron a un prado. En la acera tres niñas jugaban a saltar la cuerda. La canción que cantaban le pareció singular en grado extremo. Decía algo sobre una mujer a la que le habían amputado las piernas y los brazos y la lengua. Decía algo sobre el alcantarillado de Chicago y sobre el jefe del alcantarillado o un empleado público llamado Sebastian D’Onofrio y luego venía un estribillo que repetía Chi-Chi-Chi-Chicago. Decía algo sobre el influjo de la luna. Después a la mujer le crecían piernas de madera y brazos de alambre y una lengua hecha de hierbas y plantas trenzadas. Totalmente despistado, preguntó por su coche y el viejo le contestó que estaba al otro lado del parque Rebeca Holmes. Cruzaron la calle hablando de deportes. Anduvieron cien metros y entraron en una iglesia.

Allí, desde el púlpito, Seaman habló de su vida. Lo presentó el reverendo Ronald K. Foster, aunque por la manera de hacerlo se notaba que Seaman ya había estado allí antes. Voy a tratar cinco temas, dijo Seaman, ni uno más ni uno menos. El primer tema es PELIGRO. El segundo, DINERO. El tercero, COMIDA. El cuarto, ESTRELLAS. El quinto y último, UTILIDAD. La gente sonrió y algunos movieron la cabeza en señal de aprobación, como si le dijeran al conferenciante que estaban de acuerdo, que no tenían nada mejor que hacer que escucharlo. En una esquina vio a cinco chicos, ninguno mayor de veinte años, vestidos con chaquetas negras y boinas negras y lentes negros que miraban a Seaman con expresión estólida y que lo mismo estaban allí para aplaudirle que para insultarle. En el escenario el viejo se movía con la espalda encorvada de un lado a otro, como si de pronto hubiera olvidado su discurso. De improviso, a una orden del pastor, el coro cantó un gospel. La letra de la canción hablaba de Moisés y del cautiverio del pueblo de Israel en Egipto. El mismo pastor los acompañaba al piano. Entonces Seaman volvió al centro y levantó una mano (tenía los ojos cerrados) y a los pocos segundos cesaron las notas del coro y la iglesia quedó en silencio.

PELIGRO. Contra lo que todos (o buena parte de los feligreses) esperaban, Seaman empezó hablando de su infancia en California. Dijo que para los que no conocen California, ésta a lo que más se parecía era a una isla encantada. Tal cual. Es igual que en las películas, pero mejor. La gente vive en casas de una sola planta y no en edificios, dijo, y acto seguido se extendió en una comparación entre casas de una sola planta o a lo sumo de dos y edificios de cuatro o cinco plantas en donde el ascensor un día está estropeado y otro día fuera de servicio. En lo único en que los edificios no salían desfavorablemente parados era en las distancias. Un barrio de edificios acorta las distancias, dijo. Todo queda más cerca. Puedes ir caminando a comprar la comida o puedes caminar hasta el bar más próximo (aquí le guiñó un ojo al reverendo Foster), o hasta la iglesia de tu congregación más próxima, o hasta un museo. Es decir, no tienes necesidad de coger un coche. Ni siquiera tienes necesidad de tener un coche. Y aquí se extendió con una serie de estadísticas sobre accidentes automovilísticos mortales en un condado de Detroit y en un condado de Los Ángeles. Y eso que es en Detroit donde se fabrican, dijo, y no en Los Ángeles. Levantó un dedo, se buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y sacó un inhalador para enfermos broncopulmonares. Todo el mundo esperó en silencio. Los dos chisguetazos del inhalador se oyeron hasta en el último rincón de la iglesia. Perdón, dijo Seaman. Después contó que él a los trece años había aprendido a conducir. Ya no lo hago, dijo, pero a los trece aprendí y no es algo que me llene de orgullo. En ese momento miró a la sala, a un sitio impreciso en el centro de la nave, y dijo que él había sido uno de los fundadores del partido Panteras Negras. Concretamente, dijo, Marius Newell y yo. A partir de ese instante la conferencia dio un ligerísimo giro. Fue como si las puertas de la iglesia se hubieran abierto, escribió Fate en su cuaderno de notas, y hubiera entrado el fantasma de Newell. Pero acto seguido, como si quisiera salir del atolladero, Seaman se puso a hablar no de Newell sino de la madre de Newell, Anne Jordan Newell, y evocó su porte, agraciado, su trabajo, obrera en una fábrica de aspersores, su religiosidad, acudía cada domingo a la iglesia, su laboriosidad, tenía la casa limpia como una patena, su simpatía, siempre tuvo una sonrisa para los demás, su responsabilidad, daba, sin imponerlos, buenos y sabios consejos. No hay nada superior a una madre, concluyó Seaman. Yo fundé, junto a Marius, los Panteras Negras. Trabajábamos en lo que fuera y comprábamos escopetas y pistolas para la autodefensa del pueblo. Pero una madre vale más que la revolución negra. Os lo puedo asegurar. En mi larga y azarosa vida he visto muchas cosas. Estuve en Argelia y estuve en China y en varias cárceles de los Estados Unidos. No hay nada que valga tanto como una madre. Esto lo digo aquí y lo digo en cualquier otro lugar y a cualquier hora, dijo con voz bronca. Después pidió perdón otra vez y se dio la vuelta, hacia el altar, y luego volvió a ponerse de cara al público. Como ustedes saben, dijo, a Marius Newell lo mataron. Lo mató un negro como ustedes o como yo, una noche, en Santa Cruz, California. Yo se lo dije. Marius, no vuelvas a California, mira que allí hay mucho policía que nos tiene tomada la medida. Pero él no me hizo caso. Le gustaba California. Le gustaba ir a los roqueríos los domingos y respirar el olor del océano Pacífico. Cuando ambos estábamos en la cárcel, a veces, recibía postales de él en las que me decía que había soñado que respiraba ese aire. Y eso es raro, a pocos negros he conocido que les gustara tanto el mar. Más bien a ninguno, sobre todo en California. Pero yo sé lo que Marius quería decir, sé lo que esto significa. Bueno, sinceramente, yo tengo una teoría acerca de esto, acerca de por qué a los negros no nos gusta el mar. Sí nos gusta. Pero no nos gusta tanto como a otra gente. Pero mi teoría no viene a cuento ahora. Marius me dijo que las cosas habían cambiado en California. Hay ahora muchos más policías negros, por ejemplo. Es verdad. En eso ha cambiado. Pero hay otras cosas en que todo sigue igual. Aunque hay cosas que no y eso hay que reconocerlo. Y Marius lo reconocía y sabía que parte del mérito era nuestro. Los Panteras Negras habíamos contribuido al cambio. Con nuestro grano de arena o con nuestro camión volquete. Habíamos contribuido. También había contribuido la madre de Marius y todas las demás madres negras que por las noches, en vez de dormir, lloraron e imaginaron las puertas del infierno. Así que decidió volver a California y vivir allí lo que le quedaba de vida, tranquilo, sin hacer daño a nadie, y tal vez fundar una familia y tener hijos. Siempre dijo que a su primer hijo lo iba a llamar Frank, en memoria de un compañero que murió en la prisión de Soledad. En realidad, hubiera tenido que tener por lo menos treinta hijos para recordar a los amigos muertos. O diez y a cada uno ponerle tres nombres. O cinco y a cada uno ponerle seis nombres. Pero la verdad es que no tuvo ninguno porque una noche, mientras estaba caminando por una calle de Santa Cruz, lo mató un negro. Dicen que por dinero. Dicen que Marius le debía dinero y que por eso lo mataron, pero a mí me cuesta creerlo. Yo creo que alguien pagó para que lo mataran. Marius en aquella época estaba luchando contra el tráfico de drogas en los barrios y a alguien eso no le gustó. Puede ser. Yo aún estaba en la cárcel y no sé muy bien qué fue lo que pasó. Tengo mis versiones, demasiadas versiones. Sólo sé que Marius murió en Santa Cruz, en donde no vivía, adonde había ido a pasar unos días, y resulta difícil pensar que el asesino viviera allí. Es decir: el asesino siguió a Marius. Y el único motivo que se me ocurre pensar que justificara la presencia de Marius en Santa Cruz es el mar. Marius fue a ver y a oler el océano Pacífico. Y el asesino se desplazó a Santa Cruz siguiendo el olor de Marius. Y pasó lo que todos saben. A veces me imagino a Marius. Más frecuentemente de lo que en el fondo desearía. Y lo veo en una playa de California. En alguna de Big Sur, por ejemplo, o en la playa de Monterrey, al norte de Fisherman’s Wharf, subiendo por la Highway 1. Él está acodado en un mirador, de espaldas a nosotros. Es invierno y hay pocos turistas. Los Panteras Negras somos jóvenes, ninguno mayor de veinticinco años. Todos vamos armados, aunque hemos dejado las armas en el coche, y nuestros rostros expresan un profundo desagrado. El mar ruge. Entonces yo me acerco a Marius y le digo vámonos de aquí ahora mismo. Y en ese momento Marius se da la vuelta y me mira. Está sonriendo. Está más allá. Y me indica el mar con una mano, porque es incapaz de expresar con palabras lo que siente. Y entonces yo me asusto, aunque es mi hermano a quien tengo a mi lado, y pienso: el mar es el peligro.

DINERO. En pocas palabras, para Seaman el dinero era necesario, pero no tan necesario como la gente decía. Se puso a hablar de lo que llamó «relativismo económico». En la cárcel de Folsom, dijo, un cigarrillo equivalía a una vigésima parte de una lata pequeña de mermelada de fresa. En la cárcel de Soledad, por el contrario, un cigarrillo equivalía a una trigésima parte de esa misma lata de mermelada de fresa. En Walla-Walla, sin embargo, un cigarrillo estaba a la par de la lata de mermelada, entre otras razones porque los reclusos de Walla-Walla, vaya uno a saber por qué motivos, tal vez debido a una intoxicación alimentaria, tal vez a una adicción cada vez mayor a la nicotina, despreciaban profundamente las cosas dulces y procuraban pasarse todo el día inhalando humo en sus pulmones. El dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio y él no era, por sus nulos estudios, la persona más adecuada para hablar de ese tema. No obstante tenía dos cosas que decir. La primera era que no estaba de acuerdo en la forma en que gastaban su dinero los pobres, sobre todo los pobres afroamericanos. Me hierve la sangre, dijo, cuando veo a un chulo de putas paseándose por el barrio a bordo de una limousine o de un Lincoln Continental. No lo puedo soportar. Cuando los pobres ganan dinero deberían comportarse con mayor dignidad, dijo. Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres ganan mucho dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarle lo que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no sólo a los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino para fundar empresas humildes como lavanderías, bares, videoclubs, que generen ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. Becas de estudio. Aunque los becarios acaben mal. Aunque los becarios acaben suicidándose de tanto escuchar rap o en un arrebato de ira asesinen a su profesor blanco y a cinco compañeros de clase. El camino del dinero está sembrado de tentativas y fracasos que no deben desanimar a los pobres enriquecidos o a los nuevos ricos de nuestra comunidad. Hay que aplicarse en ese punto. Hay que sacar agua no sólo de las rocas sino también del desierto. Aunque sin olvidar que el dinero siempre será un problema pendiente, dijo Seaman.

Ir a la siguiente página

Report Page