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La parte de Fate

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COMIDA. Como ustedes saben, dijo Seaman, yo resucité gracias a las chuletas de cerdo. Primero fui un Pantera Negra y me enfrenté a la policía de California y luego viajé por todo el mundo y luego viví varios años con los gastos pagados por el gobierno de los Estados Unidos de América. Cuando me soltaron yo no era nadie. Los Panteras Negras ya no existían. Algunos nos consideraban un antiguo grupo terrorista. Otros, un recuerdo vago del pintoresquismo negro de los años sesenta. Marius Newell había muerto en Santa Cruz. Otros compañeros habían muerto en las cárceles y otros habían pedido disculpas públicas y cambiado de vida. Ahora había negros no sólo en la policía. Había negros ocupando cargos públicos, alcaldes negros, empresarios negros, abogados de renombre negros, estrellas de la tele y del cine, y los Panteras Negras eran un estorbo. Así que cuando yo salí a la calle ya no quedaba nada o quedaba muy poco, los restos humeantes de una pesadilla en la que habíamos entrado siendo adolescentes y de la que ahora salíamos siendo adultos, casi viejos, yo diría, sin futuro posible, porque lo que sabíamos hacer lo habíamos olvidado durante los largos años de cárcel y dentro de la cárcel nada habíamos aprendido, a no ser la crueldad de los carceleros y el sadismo de algunos reclusos. Ésa era mi situación. Así que mis primeros meses con la condicional fueron tristes y grises. A veces me quedaba durante horas viendo parpadear las luces de una calle cualquiera, asomado a la ventana y fumando sin parar. No voy a negar que en más de una ocasión por mi cabeza cruzaron pensamientos funestos. Sólo una persona me ayudó desinteresadamente, mi hermana mayor, que en gloria esté. Ella me ofreció su casa en Detroit, que era bastante pequeña, pero que para mí fue como si una princesa europea me ofreciera su castillo para pasar una temporada de reposo. Mis días eran monótonos pero tenían algo de lo que hoy, con la experiencia acumulada, no dudaría en llamar felicidad. Por aquel entonces sólo veía regularmente a dos personas: mi hermana, que era el ser humano más bondadoso del mundo, y mi agente de libertad vigilada, un tipo gordo que a veces me invitaba a beber un whisky en su oficina y solía decirme: ¿cómo es que fuiste un tipo tan malo, Barry? Alguna vez pensé que lo decía para provocarme. Alguna vez pensé: este tipo está a sueldo de los policías de California y quiere provocarme y luego meterme un balazo en la barriga. Háblame de tus h…, Barry, decía, refiriéndose a mis atributos viriles, o: háblame de los tipos que te cargaste. Habla, Barry. Habla. Y abría el cajón de su escritorio, donde yo sabía que tenía su arma, y esperaba. Y yo no tenía más remedio que hablar. Le decía: bueno, Lou, yo no conocí al presidente Mao, pero sí que conocí a Lin Piao, nos fue a recibir al aeropuerto, Lin Piao, que luego quiso cargarse al presidente Mao y que murió en un accidente de avión mientras huía hacia Rusia. Un tipo pequeño y más hábil que una serpiente. ¿Tú recuerdas a Lin Piao? Y Lou decía que no había oído hablar de Lin Piao en su vida. Bueno, Lou, decía yo, era algo así como un ministro chino o como el secretario de Estado de la China. Y en esa época no había muchos norteamericanos allí, te lo puedo asegurar. Se podría decir que fuimos nosotros los que les allanamos el camino a Kissinger y Nixon. Y así podía estar con Lou durante tres horas, él pidiéndome que le hablara de los tipos a los que yo había matado por la espalda, y yo hablándole de los políticos y de los países que había conocido. Hasta que por fin me lo pude sacar de encima, a base de paciencia cristiana, y desde entonces no lo he vuelto a ver más. Probablemente Lou murió de cirrosis. Y mi vida siguió hacia adelante, con los mismos sobresaltos y la misma sensación de provisionalidad. Entonces, un día cualquiera, recordé que había algo que no había olvidado. No me había olvidado de cocinar. No me había olvidado de mis chuletas de cerdo. Con la ayuda de mi hermana, que era una santa y a la que le encantaba hablar de estas cosas, fui anotando todas las recetas que recordaba, las de mi madre, las que había hecho en la cárcel, las que los sábados hacía en casa, en la azotea de casa, para mi hermana, aunque ella, he de decirlo, no era muy aficionada a la carne. Y cuando tuve el libro completo fui a Nueva York a ver a algunos editores y uno de ellos se interesó y el resto vosotros ya lo conocéis. El libro me puso en circulación otra vez. Aprendí a combinar la gastronomía con la memoria. Aprendí a combinar la gastronomía con la historia. Aprendí a combinar la gastronomía con mi agradecimiento y mi perplejidad por la bondad de tanta gente, empezando por mi difunta hermana y siguiendo por tantas personas. Y aquí permítanme que haga una precisión. Cuando digo perplejidad, quiero decir, también, maravilla. Es decir, una cosa extraordinaria que causa admiración. Como la flor de la maravilla, o como las azaleas, o como las siemprevivas. Pero también me di cuenta de que esto no bastaba. No podía vivir siempre con mis famosas y riquísimas recetas de costillas. No dan para tanto las costillas. Hay que cambiar. Hay que revolverse y cambiar. Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca. Así que ya pueden ir sacando, los que estén interesados, lápiz y papel, pues les voy a dictar otra receta. Es la del pato a la naranja. No es recomendable para comer cada día, porque no es barato y además su elaboración no debe ser inferior a una hora y media, pero una vez cada dos meses o cuando se celebra un cumpleaños, no está mal. Éstos son los ingredientes para cuatro personas. Un pato de un kilo y medio, veinticinco gramos de mantequilla, cuatro dientes de ajo, dos vasos de caldo, un ramillete de hierbas, una cucharada de tomate concentrado, cuatro naranjas, cincuenta gramos de azúcar, tres cucharadas de brandy, tres cucharadas de vinagre, tres cucharadas de jerez, pimienta negra, aceite y sal. Luego Seaman explicó las diferentes fases de la preparación y cuando hubo terminado de explicarlas sólo dijo que aquel pato era una excelente comida.

ESTRELLAS. Dijo que uno conocía muchas clases de estrellas o que uno creía conocer muchas clases de estrellas. Habló de las estrellas que se ven por la noche, digamos, cuando uno va de Des Moines a Lincoln por la 80 y el coche se estropea, nada grave, el aceite o el radiador, tal vez una rueda pinchada, y uno se baja y saca el gato y la rueda de repuesto del maletero y cambia la rueda, en el peor de los casos media hora, y cuando ha terminado mira hacia arriba y ve el cielo cubierto de estrellas. La Vía Láctea. Habló de las estrellas del deporte. Ésas son otra clase de estrellas, dijo, y las comparó con las estrellas de cine, aunque precisó que la vida de una estrella del deporte solía ser bastante más corta que la vida de una estrella de cine. La de una estrella del deporte, en el mejor de los casos, solía durar quince años, mientras la vida de una estrella de cine, también en el mejor de los casos, podía durar cuarenta o cincuenta años si había empezado joven la carrera. Por el contrario, la vida de cualquiera de las estrellas que uno podía contemplar a un lado de la 80, mientras viajaba de Des Moines a Lincoln, solía durar millones de años o bien, en el momento de contemplarla, podía haber muerto hacía ya millones de años y el viajero que la contemplaba ni siquiera lo sospechaba. Podía tratarse de una estrella viva o podía tratarse de una estrella muerta. En ocasiones, según se lo mirara, dijo, ese asunto carecía de importancia, pues las estrellas que uno ve de noche viven en el reino de la apariencia. Son apariencia, de la misma manera en que son apariencia los sueños. De tal manera que el viajero de la 80 al que se le acaba de reventar un neumático no sabe si lo que contempla en la inmensa noche son estrellas o si, por el contrario, son sueños. De alguna forma, dijo, ese viajero detenido también es parte de un sueño, un sueño que se desgaja de otro sueño así como una gota de agua se desgaja de una gota de agua mayor a la que llamamos ola. Llegado a este punto Seaman advirtió que una cosa es una estrella y otra cosa es un meteorito. Un meteorito no tiene nada que ver con una estrella, dijo. Un meteorito, sobre todo si su trayectoria lo lleva directo a impactar con la Tierra, no tiene nada que ver con una estrella ni con un sueño, aunque sí, tal vez, con la noción de desgajamiento, una especie de desgajamiento al revés. Luego habló de las estrellas de mar, dijo que Marius Newell cada vez que recorría alguna playa de California encontraba, vaya uno a saber cómo, una estrella de mar. Pero también dijo que las estrellas de mar que uno se encontraba en las playas generalmente estaban muertas, eran cadáveres que las olas expulsaban, aunque había, ciertamente, excepciones. Newell, dijo, siempre distinguía entre las estrellas de mar muertas de aquellas que estaban vivas. No sé cómo, pero las distinguía. Y las muertas las dejaba en la playa y a las vivas las devolvía al mar, las arrojaba cerca de las rocas para que así tuvieran al menos una oportunidad. Salvo en una ocasión en que se llevó a casa una estrella de mar y la metió en una pecera, con agua salada del Pacífico. Eso fue cuando los Panteras Negras acababan de nacer y ellos se dedicaban a vigilar el tránsito en su barrio para que los coches no circularan a toda velocidad y mataran niños. Hubiera bastado con un semáforo o tal vez dos, pero el ayuntamiento no quiso poner ninguno. Así que ésa fue una de las primeras apariciones de los Panteras, como guardias de tráfico. Y mientras tanto Marius Newell cuidaba su estrella de mar. Por supuesto, no tardó en darse cuenta de que su acuario necesitaba un motor. Una noche salió con Seaman y el pequeño Nelson Sánchez a robarlo. Ninguno iba armado. Fueron a una tienda especializada en la venta de peces raros en Colchester Sun, un barrio de blancos, y entraron por la parte de atrás. Cuando ya tenían el motor en sus manos apareció un tipo con una escopeta. Pensé que allí íbamos a morir, dijo Seaman, pero entonces Marius dijo: no dispare, no dispare, es para mi estrella de mar. El tipo de la escopeta se quedó inmóvil. Retrocedimos. El tipo avanzó. Nos detuvimos. El tipo se detuvo. Volvimos a retroceder. El tipo fue tras nosotros. Por fin llegamos al coche que conducía el pequeño Nelson y el tipo se detuvo a menos de tres metros. Cuando puso el coche en marcha, el tipo se echó la escopeta al hombro y nos apuntó. Acelera, le dije. No, dijo Marius, despacio, despacio. El coche salió hacia la calle principal a vuelta de rueda y el tipo detrás, caminando y con la escopeta apuntándonos. Ahora sí, acelera, dijo Marius, y cuando el pequeño Nelson pisó el acelerador el tipo se quedó inmóvil y se fue haciendo cada vez más pequeño, hasta que lo vi desaparecer por el espejo retrovisor. Por supuesto, el motor no le sirvió de nada a Marius y al cabo de una semana o dos, pese a los cuidados recibidos, la estrella de mar murió y terminó en la bolsa de basura. En realidad, cuando uno habla de estrellas, lo hace en sentido figurado. Eso se llama metáfora. Uno dice: es una estrella de cine. Uno está hablando con una metáfora. Uno dice: el cielo estaba cubierto de estrellas. Más metáforas. Si a uno le pegan un derechazo en la mandíbula y lo dejan knock out, se dice que ha visto las estrellas. Otra metáfora. Las metáforas son nuestra manera de perdernos en las apariencias o de quedarnos inmóviles en el mar de las apariencias. En este sentido una metáfora es como un salvavidas. Y no hay que olvidar que hay salvavidas que flotan y salvavidas que caen a plomo hacia el fondo. Eso conviene no olvidarlo jamás. La verdad es que sólo hay una estrella y esa estrella no es ninguna apariencia ni es una metáfora ni surge de ningún sueño o pesadilla. La tenemos ahí afuera. Es el sol. Ésa es, para nuestra desgracia, la única estrella. Cuando yo era joven vi una película de ciencia ficción. Una nave pierde el rumbo y se aproxima al sol. Los astronautas empiezan a sentir dolores de cabeza, eso lo primero. Después todos sudan copiosamente y se sacan sus trajes espaciales y aun así no pueden dejar de sudar como locos y de deshidratarse. La gravedad del sol los atrae implacablemente. El sol empieza a derretir el revestimiento de la nave. El espectador no puede evitar sentir, sentado en su butaca, un calor insufrible. Ya no recuerdo el final. Creo que se salvan en el último minuto y corrigen el rumbo de la nave, otra vez con destino a la Tierra, y atrás queda el sol, enorme, una estrella enloquecida en la inmensidad del espacio.

UTILIDAD. Pero el sol tiene su utilidad, eso a nadie con dos dedos de frente se le escapa, dijo Seaman. De cerca es el infierno, pero de lejos es útil y hermoso, sólo un vampiro sería incapaz de reconocerlo. Después empezó a hablar de las cosas que antes eran útiles, sobre las cuales había consenso, y que ahora más bien inspiraban desconfianza, como las sonrisas, en la década de los cincuenta, por ejemplo, dijo, una sonrisa te abría puertas. Yo no sé si podía abrirte caminos, pero indudablemente puertas sí que te abría. Ahora una sonrisa inspira desconfianza. Antes, si eras vendedor y entrabas en algún sitio, lo mejor era hacerlo con una gran sonrisa. Lo mismo si eras camarero que ejecutivo, secretaria, médico, guionista o jardinero. Los únicos que no sonreían nunca eran los policías y los funcionarios de prisiones. Ésos siguen igual. Pero los demás, todos procuraban sonreír. Fue la edad de oro de los dentistas de los Estados Unidos de América. Los negros, por supuesto, siempre sonreían. Los blancos sonreían. Los asiáticos. Los hispanos. Ahora sabemos que detrás de una sonrisa puede ocultarse tu peor enemigo. O, dicho de otro modo, ya no confiamos en nadie, empezando por los que sonríen, pues sabemos que éstos intentan conseguir algo de ti. Sin embargo la televisión americana está llena de sonrisas y de dentaduras cada vez más perfectas. ¿Quieren que depositemos nuestra confianza en ellos? No. ¿Quieren hacernos creer que son buenas personas, incapaces de hacer daño a nadie? Tampoco. En realidad no quieren nada de nosotros. Sólo quieren enseñarnos sus dentaduras, sus sonrisas, sin pedirnos nada a cambio salvo nuestra admiración. Admiración. Quieren que los miremos, eso es todo. Sus dentaduras perfectas, sus cuerpos perfectos, sus modales perfectos, como si ellos se estuvieran permanentemente desgajando del sol y fueran trozos de fuego, pedazos de infierno ardiente, cuya presencia en este planeta únicamente obedece a la necesidad de pleitesía. Cuando yo era pequeño, dijo Seaman, no recuerdo que los niños llevaran alambres en la boca. Hoy casi no conozco pequeños que no los luzcan. Lo inútil se impone no como calidad de vida sino como moda o distintivo de clase, y tanto la moda como los distintivos de clase necesitan admiración, pleitesía. Por supuesto, las modas tienen una esperanza de vida corta, un año, cuatro a lo sumo, y después pasan por todas las etapas de la degradación. El distintivo de clase, por el contrario, sólo se pudre cuando se pudre el cadáver que lo llevaba encima. Luego se puso a hablar de las cosas útiles que necesitaba el cuerpo. En primer lugar, una comida equilibrada. Veo muchos gordos en esta iglesia, dijo. Sospecho que pocos de vosotros coméis ensalada. Tal vez sea el momento adecuado de daros una receta. Esta receta se llama: Coles de Bruselas al limón. Anoten, por favor. Ingredientes para cuatro personas: 800 gramos de coles de Bruselas, el zumo y la ralladura de un limón, una cebolla, una rama de perejil, 40 gramos de mantequilla, pimienta negra y sal. Se prepara de la siguiente manera. Uno: Limpiar bien las coles y retirar las hojas exteriores. Picar finamente la cebolla y el perejil. Dos: En una olla con agua hirviendo y sal cocer las coles durante veinte minutos o hasta que estén tiernas. Después escurrir bien y guardar. Tres: En una sartén untada con mantequilla sofreír ligeramente la cebolla, añadir la ralladura y el zumo de limón y salpimentar al gusto. Cuatro: Incorporar las coles, mezclar con la salsa, rehogar unos minutos, espolvorear con el perejil y servir adornadas con rodajitas de limón. Para chuparse los dedos, dijo Seaman. Sin colesterol, buena para el hígado, buena para la circulación sanguínea, sanísima. Después dio la receta de la Ensalada de endibias y gambas y de la Ensalada de brécol y después dijo que no sólo de comida sana vivía el hombre. Hay que leer libros, dijo. No ver tanta televisión. Los expertos dicen que la tele no es mala para los ojos. Yo me permito dudarlo. La tele no es buena para la vista y los teléfonos móviles aún son un misterio. Tal vez, como dicen algunos científicos, produzcan cáncer. Ni lo niego ni lo afirmo, pero ahí está. Yo lo que digo es que hay que leer libros. El pastor sabe que lo que digo es la verdad. Lean libros de autores negros. Y de autoras negras. Pero no se queden ahí. Ésa es mi verdadera aportación de esta noche. Cuando uno lee jamás pierde el tiempo. Yo en la cárcel leía. Allí me puse a leer. Mucho. Devoraba los libros como si fueran costillitas de cerdo picantes. En las cárceles la luz se apaga muy pronto. Uno se mete en su cama y escucha ruidos. Pasos. Gritos. Como si la cárcel en lugar de estar en California estuviera en el interior del planeta Mercurio, que es el planeta más cercano al sol. Sientes frío y calor al mismo tiempo y ésa es la señal más clara de que te sientes solo o de que estás enfermo. Uno intenta, por descontado, pensar en otras cosas, en cosas bonitas, pero no siempre puede. A veces, algún vigilante instalado en la garita interior enciende una lámpara y un rayo de luz de esa lámpara roza los barrotes de tu celda. A mí me ocurrió infinidad de veces. La luz de una lámpara mal colocada o los fluorescentes de la galería superior o de la galería vecina. Entonces cogía mi libro y lo aproximaba a la luz y me ponía a leer. Con dificultad, pues las letras y los párrafos parecían enloquecidos o atemorizados por esa atmósfera mercurial y subterránea. Pero igual leía y leía, a veces con una rapidez desconcertante hasta para mí mismo y a veces con gran lentitud, como si cada frase o palabra fuera un manjar para todo mi cuerpo, no solamente para mi cerebro. Y así me podía estar horas, sin importarme el sueño o el hecho incontestable de que estaba preso por haberme preocupado por mis hermanos, a la mayoría de los cuales les importaba un pimiento el que yo me pudriera o no. Yo sabía que estaba haciendo algo útil. Eso era lo importante. Hacía algo útil mientras los carceleros caminaban o se saludaban entre ellos durante el cambio de turno con palabras amables que a mí me sonaban a insultos y que, bien mirado (se me acaba de ocurrir), tal vez fueran insultos. Yo hacía algo útil. Algo útil se lo mire como se lo mire. Leer es como pensar, como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como escuchar las ideas de los otros, como escuchar música (sí, sí), como contemplar un paisaje, como salir a dar un paseo por la playa. Y vosotros, que sois tan amables, ahora os estaréis preguntando: ¿qué era lo que leías, Barry? Lo leía todo. Pero sobre todo recuerdo un libro que leí en uno de los momentos más desesperados de mi vida y que me devolvió la serenidad. ¿Qué libro es ése? ¿Qué libro es ése? Pues ése es un libro que se llama Compendio abreviado de la obra de Voltaire y les aseguro que es muy útil o al menos para mí fue de gran utilidad.

Aquella noche, después de dejar a Seaman en su casa, Fate durmió en el hotel que la revista le había reservado desde Nueva York. El recepcionista le dijo que lo esperaban el día anterior y le entregó un recado de su jefe de sección preguntando qué tal había ido todo. Desde su habitación lo llamó por teléfono a la revista, a sabiendas de que a esa hora allí no habría nadie, y le dejó un mensaje en el contestador explicándole vagamente su encuentro con el viejo.

Se duchó y se metió en la cama. Buscó un programa pornográfico en la tele. Halló una película en la que una alemana hacía el amor con un par de negros. La alemana hablaba en alemán y los negros también hablaban en alemán. Se preguntó si en Alemania también había negros. Luego se aburrió y cambió a una cadena gratuita. Vio un trozo de un programa basura en el que una mujer obesa de unos cuarenta años tenía que soportar los insultos de su marido, un obeso de unos treintaicinco, y de su nueva novia, una semiobesa de unos treinta años. El tipo, pensó, era claramente un marica. El programa se emitía desde Florida. Todos iban con manga corta, salvo el presentador, que llevaba una americana blanca, unos pantalones de color caqui, camisa gris verde y una corbata de color marfil. Por momentos, el presentador daba la impresión de sentirse incómodo. El obeso gesticulaba y se movía como un rapero, jaleado por su novia semiobesa. La esposa del obeso, por el contrario, permaneció en silencio mirando al público hasta que se puso a llorar sin hacer ningún comentario.

Esto tiene que acabarse aquí, pensó Fate. Pero el programa o aquel segmento del programa no acabó allí. Al ver las lágrimas de su esposa el obeso redobló su ataque verbal. Entre las cosas que le dijo Fate creyó distinguir la palabra gorda. También le dijo que ya no iba a permitir que le siguiera arruinando la vida. No te pertenezco, dijo. Su novia semiobesa dijo: no te pertenece, es hora de que te saques la venda de los ojos. Al cabo de un rato la mujer sentada reaccionó. Se levantó y dijo que ya no podía escuchar más. No se lo dijo a su marido ni a la novia de su marido sino directamente al presentador. Éste le dijo que asumiera la situación y que dijera a su vez lo que ella creyera conveniente. He venido a este programa engañada, dijo la mujer mientras seguía llorando. Nadie viene aquí mediante engaños, dijo el presentador del programa. No seas cobarde y escucha lo que él tiene que decirte, dijo la novia del obeso. Escucha lo que tengo que decirte, dijo el obeso moviéndose alrededor de ella. La mujer levantó una mano como si fuera un parachoques y salió del plató. La semiobesa tomó asiento. El obeso al cabo de un rato también se sentó. El presentador, que estaba sentado entre el público, le preguntó al obeso en qué trabajaba. Ahora estoy sin empleo, pero hasta hace poco era guardia de seguridad, dijo éste. Fate cambió de canal. Del minibar sacó un botellín de whisky de la marca Toro de Tennessee. Después del primer trago sintió deseos de vomitar. Tapó el botellín y volvió a dejarlo en el minibar. Al cabo de un rato se quedó dormido con la tele encendida.

Mientras Fate dormía dieron un reportaje sobre una norteamericana desaparecida en Santa Teresa, en el estado de Sonora, al norte de México. El reportero era un chicano llamado Dick Medina y hablaba sobre la larga lista de mujeres asesinadas en Santa Teresa, muchas de las cuales iban a parar a la fosa común del cementerio pues nadie reclamaba sus cadáveres. Medina hablaba en el desierto. Detrás se veía una carretera y mucho más lejos un promontorio que Medina señalaba en algún momento de la emisión diciendo que aquello era Arizona. El viento despeinaba el pelo negro y liso del reportero, que iba vestido con una camisa de manga corta. Después aparecían algunas fábricas de montaje y la voz en off de Medina decía que el desempleo era prácticamente inexistente en aquella franja de la frontera. Gente haciendo cola en una acera estrecha. Camionetas cubiertas de polvo muy fino, de color marrón caca de niño. Depresiones del terreno, como cráteres de la Primera Guerra Mundial, que poco a poco se convertían en vertederos. El rostro sonriente de un tipo de no más de veinte años, flaco y moreno, de mandíbulas prominentes, a quien Medina identificaba en off como pollero o coyote o guía de ilegales de un lado a otro de la frontera. Medina decía un nombre. El nombre de una joven. Después aparecían las calles de un pueblo de Arizona de donde la joven era originaria. Casas con jardines raquíticos y cercas de alambre trenzado de color plata sucia. El rostro compungido de la madre. Cansada de llorar. El rostro del padre, un tipo alto, de espaldas anchas, que miraba fijamente a la cámara y no decía nada. Detrás de estas dos figuras se perfilaban las sombras de tres adolescentes. Nuestras otras tres hijas, decía la madre en un inglés con acento. Las tres niñas, la mayor de no más de quince años, echaban a correr hacia la sombra de la casa.

Mientras por la tele pasaban este reportaje Fate soñó con un tipo sobre el que había escrito una crónica, la primera crónica que publicó en Amanecer Negro después de que la revista le rechazara tres trabajos. El tipo era un negro viejo, mucho más viejo que Seaman, que vivía en Brooklyn y era miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos de América. Cuando lo conoció ya no quedaba ni un solo comunista en Brooklyn, pero el tipo seguía manteniendo operativa su célula. ¿Cómo se llamaba? Antonio Ulises Jones, aunque los jóvenes de su barrio lo llamaban Scottsboro Boy. También lo llamaban Viejo Loco o Saco de Huesos o Pellejo, pero por regla general lo llamaban Scottsboro Boy, entre otras razones porque el viejo Antonio Jones hablaba a menudo de los sucesos de Scottsboro, de los juicios de Scottsboro, de los negros que estuvieron a punto de ser linchados en Scottsboro y de los que nadie, en su barrio de Brooklyn, se acordaba.

Cuando Fate, por pura casualidad, lo conoció, Antonio Jones debía de tener unos ochenta años y vivía en un apartamento de dos habitaciones en una de las zonas más depauperadas de Brooklyn. En la sala había una mesa y más de quince sillas, de esas viejas sillas de bar plegables, de madera y patas largas y respaldo corto. En la pared estaba colgada la foto de un tipo muy grande, de un par de metros, por lo menos, vestido como un obrero de la época, en el momento de recibir un diploma escolar de manos de un niño que miraba directamente a la cámara y sonreía mostrando una dentadura blanquísima y perfecta. El rostro del obrero gigantesco también, a su manera, parecía el de un niño.

—Ése soy yo —le dijo Antonio Jones a Fate la primera vez que éste fue a su casa—, y el grandullón es Robert Martillo Smith, obrero de mantenimiento del municipio de Brooklyn, experto en meterse dentro de las alcantarillas y luchar con cocodrilos de diez metros.

Durante las tres charlas que mantuvieron, Fate le hizo muchas preguntas, algunas destinadas a removerle la conciencia al viejo. Le preguntó por Stalin y Antonio Jones le respondió que Stalin era un hijo de puta. Le preguntó por Lenin y Antonio Jones le respondió que Lenin era un hijo de puta. Le preguntó por Marx y Antonio Jones le respondió que por ahí, precisamente, tenía que haber empezado: Marx era un tipo magnífico. A partir de ese momento Antonio Jones se puso a hablar de Marx en los mejores términos. Sólo había una cosa de Marx que no le gustaba: su irritabilidad. Esto lo achacaba a la pobreza, puesto que para Jones la pobreza generaba no sólo enfermedades y rencores sino también irritabilidad. La siguiente pregunta de Fate fue su opinión acerca de la caída del Muro de Berlín y el sucesivo desplome de los regímenes de socialismo real. Era predecible, yo lo vaticiné diez años antes de que ocurriera, fue la respuesta de Antonio Jones. Luego, sin que viniera a cuento, se puso a cantar la Internacional. Abrió la ventana y con una voz profunda que Fate no le hubiera supuesto jamás, entonó las primeras estrofas: Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan. Cuando hubo terminado de cantar le preguntó a Fate si no le parecía que era un himno hecho especialmente para los negros. No lo sé, dijo Fate, nunca lo había pensado de esa manera. Más tarde, Jones le hizo un croquis mental sobre los comunistas de Brooklyn. Durante la Segunda Guerra Mundial habían sido más de mil. Después de la guerra el número subió a mil trescientos. Cuando empezó el macarthysmo ya sólo eran setecientos, aproximadamente, y cuando terminó no quedaban más de doscientos comunistas en Brooklyn.

En los años sesenta sólo había la mitad y a principios de los setenta uno no podía contar con más de treinta comunistas desparramados en cinco células irreductibles. A finales de los setenta sólo quedaban diez. Y a principios de los ochenta ya sólo había cuatro. Durante esa década, de los cuatro que quedaban dos murieron de cáncer y uno se dio de baja sin avisarle nada a nadie. Tal vez sólo se fue de viaje y murió en el camino de ida o en el camino de vuelta, reflexionó Antonio Jones. Lo cierto es que nunca más apareció, ni por el local ni por su casa ni por los bares que solía frecuentar. Tal vez se fue a vivir con su hija en Florida. Era judío y tenía una hija que vivía allí. Lo cierto es que en 1987 ya sólo quedaba yo. Y aquí sigo, dijo. ¿Por qué?, preguntó Fate. Durante unos segundos Antonio Jones meditó la respuesta que iba a dar. Finalmente lo miró a los ojos y dijo:

—Porque alguien tiene que mantener operativa la célula.

Los ojos de Jones eran pequeños y negros como el carbón, y sus párpados estaban llenos de arrugas. Casi no tenía pestañas. El pelo de las cejas empezaba a desaparecer y a veces, cuando salía a dar paseos por el barrio, se ponía unas grandes gafas negras y se llevaba un bastón que luego dejaba junto a la puerta. Podía pasarse días enteros sin comer. A cierta edad, decía, la comida no es buena. No tenía ningún contacto con comunistas de ningún otro lugar de los Estados Unidos ni del extranjero, a excepción de un profesor jubilado de la Universidad de California-Los Ángeles, un tal doctor Minski, con el que se escribía de vez en cuando. Yo pertenecí hasta hace unos quince años a la Tercera Internacional. Minski me convenció para entrar en la Cuarta, dijo. Después dijo:

—Hijo, te voy a regalar un libro que te será de mucha utilidad.

Fate pensó que le iba a regalar el Manifiesto, de Marx, tal vez debido a que en la sala, apilados en los rincones y bajo las sillas, había visto varios ejemplares editados por el propio Antonio Jones, vaya uno a saber con qué dinero o haciendo qué clase de trampas a los impresores, pero cuando el viejo le puso el libro entre las manos vio con sorpresa que no se trataba del Manifiesto sino de un grueso volumen titulado La trata de esclavos, escrito por un tal Hugh Thomas, cuyo nombre no le sonaba de nada. Al principio rehusó aceptarlo.

—Es un libro caro y seguramente usted sólo tiene este ejemplar —dijo.

La respuesta de Jones fue que no se preocupara, que no le había costado dinero sino astucia, por lo que dedujo que había robado el libro, algo que también le pareció inverosímil, pues el viejo no estaba para esos trotes, aunque cabía dentro de lo posible que en la librería donde cometía sus hurtos tuviera un cómplice, un joven negro que hiciera la vista gorda cuando Jones se metía un libro en el interior de la chaqueta.

Sólo al hojear el libro, horas después, en su apartamento, se dio cuenta de que el autor era blanco. Un blanco inglés y que además había sido profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst, lo que para Fate equivalía casi a un instructor, un jodido sargento británico de pantalones cortos, por lo que dejó el libro de lado y no lo leyó. La entrevista con Antonio Ulises Jones, por lo demás, fue bien recibida. Fate notó que para la mayoría de sus colegas la crónica difícilmente excedía los límites del pintoresquismo afroamericano. Un predicador chiflado, un exmúsico de jazz chiflado, el único miembro del Partido Comunista de Brooklyn (Cuarta Internacional) chiflado. Pintoresquismo sociológico. Pero la crónica gustó y él se convirtió, al poco tiempo, en redactor de plantilla. Nunca más volvió a ver a Antonio Jones, de la misma manera que era muy posible que nunca más volviera a ver a Barry Seaman.

Cuando se despertó aún no había amanecido.

Antes de abandonar Detroit fue a la única librería decente de la ciudad y compró La trata de esclavos, de Hugh Thomas, el exprofesor de la Real Academia Militar de Sandhurst. Después tomó por Woodward Avenue y dio una vuelta por el centro de la ciudad. Desayunó una taza de café y tostadas en una cafetería de Greektown. Cuando rechazó una comida más fuerte, la camarera, una rubia de unos cuarenta años, le preguntó si estaba enfermo. Dijo que no estaba muy bien del estómago. Entonces la camarera cogió la taza de café que ya le había servido y dijo que tenía algo más adecuado para él. Al poco rato apareció con una infusión de anís y boldo que Fate jamás había probado y que en los primeros instantes se mostró renuente a probar.

—Esto es lo que te conviene, no un café —dijo la camarera.

Era una mujer alta y delgada, con pechos muy grandes y bonitas caderas. Llevaba una falda negra y una blusa blanca y zapatos sin tacón. Durante un rato ambos permanecieron sin decirse nada, en un silencio expectante, hasta que Fate se encogió de hombros y empezó a beber sorbo tras sorbo su infusión. Entonces la camarera sonrió y se marchó a atender a otros clientes.

En el hotel, mientras se disponía a cancelar su cuenta, encontró un mensaje de Nueva York. Una voz que no distinguió le pedía que se pusiera en contacto con su jefe de sección o bien con el jefe de sección de deportes lo antes posible. Desde el lobby hizo la llamada. Habló con su vecina de mesa y ésta le dijo que esperara, mientras intentaba localizar al jefe de sección. Al cabo de un rato una voz que no conocía y que se identificó como Jeff Roberts, jefe de la sección de deportes, se puso a hablarle de un combate de boxeo. Pelea Count Pickett, dijo, y no tenemos a nadie para cubrir el evento. El tipo lo llamaba Oscar como si se conocieran desde hacía años y no paraba de hablar de Count Pickett, una promesa de Harlem en los semipesados.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso? —dijo Fate.

—Bueno, Oscar —dijo el jefe de deportes—, ya sabes que murió Jimmy Lowell y no tenemos todavía a nadie que lo sustituya.

Fate pensó que la pelea probablemente era en Detroit o en Chicago y no le pareció mala idea estar unos días lejos de Nueva York.

—¿Quieres que yo haga la crónica de la pelea?

—Así es, muchacho —dijo Roberts—, unas cinco páginas, un perfil sucinto de Pickett, el combate y algo de color local.

—¿Dónde es el combate?

—En México, muchacho —dijo el jefe de deportes—, y ten en cuenta que nosotros damos más dietas que en tu sección.

Con la maleta hecha, Fate se dirigió por última vez a la casa de Seaman. Encontró al viejo leyendo y tomando apuntes. De la cocina llegaba un olor a especias y a sofrito de verduras.

—Me voy —dijo—, sólo venía a despedirme.

Seaman le preguntó si aún tenía tiempo para comer algo.

—No, no tengo tiempo —dijo Fate.

Se abrazaron y Fate bajó las escaleras de tres en tres, como si tuviera prisa por alcanzar la calle o como un niño que se dispone a pasar una tarde libre con los amigos. Mientras conducía hacia el aeropuerto de Detroit Wayne County se puso a pensar en los extraños libros de Seaman, La enciclopedia francesa abreviada y aquel que no había visto pero que Seaman aseguraba haber leído en la cárcel, Compendio abreviado de la obra de Voltaire, que lo hicieron lanzar una carcajada.

En el aeropuerto compró un billete a Tucson. Mientras esperaba, acodado en la barra de una cafetería, recordó el sueño que había tenido aquella noche con Antonio Jones, que llevaba varios años muerto. Se preguntó, como entonces, de qué habría muerto, y la única respuesta que se le ocurrió fue que de viejo. Un día Antonio Jones, mientras caminaba por una calle de Brooklyn, se había sentido cansado, se había sentado en la acera y un segundo después había dejado de existir. Tal vez a mi madre le ocurrió algo parecido, pensó Fate, pero en el fondo sabía que no era cierto. Cuando el avión despegó de Detroit había empezado a descargarse una tormenta sobre la ciudad.

Fate abrió el libro de aquel blanco que había sido profesor en Sandhurst y empezó a leerlo por la página 361. Decía: Más allá del delta del Níger, la costa de África vuelve a dirigirse, por fin, hacia el sur y allí, en los Camerunes, los mercaderes de Liverpool iniciaron una nueva rama de la trata. Mucho más al sur, el río Gabón, al norte del cabo López, entró también en actividad hacia 1780, como región de esclavos. Al reverendo John Newton le pareció que esta zona poseía «la gente más humana y más moral que he encontrado en África», tal vez «porque era la que menos relación tenía con los europeos, en aquel tiempo». Pero frente a su costa, los holandeses hacía mucho tiempo que empleaban la isla de Corisco (que en portugués significa «relámpago») como centro de comercio, aunque no concretamente de esclavos. Después vio una ilustración, en el libro había bastantes, que mostraba un fuerte portugués en la Costa de Oro, llamado Elmina, capturado por los daneses en 1637. Durante trescientos cincuenta años Elmina fue un centro de exportación de esclavos. Sobre el fuerte, y sobre un fortín de apoyo situado en lo alto de un cerro, ondeaba una bandera que Fate no pudo identificar. ¿A qué reino pertenecía esa bandera?, se preguntó antes de que se le cerraran los ojos y se quedara dormido con el libro sobre las piernas.

En el aeropuerto de Tucson alquiló un coche, compró un mapa de carreteras y salió de la ciudad rumbo al sur. El aire seco del desierto probablemente le despertó el apetito y decidió parar en el primer restaurante de carretera. Dos Camaro del mismo año y del mismo color lo adelantaron tocando el claxon. Pensó que estaban haciendo una carrera. Los coches probablemente tenían el motor trucado y las carrocerías relucían bajo el sol de Arizona. Pasó delante de un ranchito que vendía naranjas, pero no se detuvo. El ranchito estaba a unos cien metros de la carretera y el puesto de las naranjas, una vieja carretela con toldo, de grandes ruedas de madera, estaba junto al arcén, atendido por dos niños mexicanos. Un par de kilómetros más adelante vio un lugar llamado El Rincón de Cochise y aparcó en una amplia explanada, junto a una bomba de gasolina. Los dos Camaro estaban estacionados junto a una bandera con la franja superior de color rojo y la inferior negra. En el centro había un círculo blanco en donde se podía leer Club de Automóvil Chiricahua. Por un instante pensó que los conductores de los Camaro eran dos indios, pero luego esa idea le pareció absurda. Se sentó en un rincón del restaurante, junto a una ventana desde la que podía ver su coche. En la mesa de al lado había dos hombres. Uno era joven y alto, con pinta de profesor de informática. Tenía la sonrisa fácil y a veces se llevaba las manos a la cara en un gesto que lo mismo podía expresar asombro que horror o cualquier otra cosa. Al otro no podía verle la cara, pero evidentemente era bastante mayor que su compañero. El cuello era grueso, tenía el pelo totalmente blanco, usaba gafas. Cuando hablaba o cuando escuchaba permanecía impávido, sin gesticular ni moverse.

La camarera que se acercó a atenderlo era mexicana. Pidió un café y durante unos minutos estuvo repasando la lista de comidas. Preguntó si tenían Club sándwich. La camarera negó con la cabeza. Un bistec, dijo Fate. ¿Un bistec con salsa?, preguntó la camarera. ¿De qué es la salsa?, dijo Fate. De chile, tomate, cebolla y cilantro. Además le ponemos algunas especias. De acuerdo, dijo, probemos suerte. Cuando la camarera se alejó contempló el restaurante. En una mesa vio a dos indios, uno adulto y el otro un adolescente, tal vez padre e hijo. En otra vio a dos tipos blancos acompañados por una mexicana. Los tipos eran exactamente iguales, gemelos monocigóticos de unos cincuenta años, y la mexicana debía de andar por los cuarentaicinco y se notaba que los gemelos estaban locos por ella. Éstos son los propietarios de los Camaro, pensó Fate. También se dio cuenta de que nadie, en todo el restaurante, era negro, excepto él.

El tipo joven de la mesa vecina dijo algo sobre la inspiración. Fate sólo entendió: usted ha sido una inspiración para nosotros. El tipo canoso dijo que aquello no tenía importancia. El tipo joven se llevó las manos a la cara y dijo algo sobre la voluntad, la voluntad de sostener una mirada. Luego se quitó las manos de la cara y con los ojos brillantes dijo: no me refiero a una mirada natural, proveniente del reino natural, sino a una mirada abstracta. El tipo canoso dijo: claro. Cuando usted atrapó a Jurevich, dijo el tipo joven, y entonces su voz quedó anulada por el ruido atronador de un motor diésel. Un camión de transporte de gran tonelaje aparcó en la explanada. La camarera le puso sobre la mesa un café y el bistec con salsa. El tipo joven seguía hablando de ese tal Jurevich al que el tipo canoso había atrapado.

—No fue difícil —dijo el tipo canoso.

—Un asesino desorganizado —dijo el tipo joven, y se llevó la mano a la boca como si fuera a estornudar.

—No —dijo el tipo canoso—, un asesino organizado.

—Ah, yo pensaba que era desorganizado —dijo el tipo joven.

—No, no, no, un asesino organizado —dijo el tipo canoso.

—¿Cuáles son los peores? —dijo el tipo joven.

Fate cortó un trozo de carne. Era gruesa y blanda y sabía bien. La salsa era gustosa, sobre todo después de que uno se acostumbraba al picante.

—Los desorganizados —dijo el tipo canoso—. Cuesta más establecer su patrón de conducta.

—¿Pero se consigue establecer? —dijo el tipo joven.

—Con medios y tiempo, todo se consigue —dijo el tipo canoso.

Fate levantó una mano y llamó a la camarera. La mexicana recostó su cabeza sobre el hombro de uno de los gemelos y el otro sonrió como si esa situación fuera la habitual. Fate pensó que ella estaba casada con el gemelo que la abrazaba, pero que el matrimonio no había hecho desaparecer el amor ni las esperanzas del otro hermano. El padre indio pidió la cuenta mientras el joven indio había sacado de alguna parte un cómic y lo leía. Por la explanada vio caminar al camionero que acababa de aparcar su camión. Venía de los lavabos de la gasolinera y se peinaba con un peine diminuto el pelo rubio. La camarera le preguntó qué quería. Otro café y un vaso grande de agua.

—Nos hemos acostumbrado a la muerte —oyó que decía el tipo joven.

—Siempre —dijo el tipo canoso—, siempre ha sido así.

En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie. Por supuesto, la mayoría de los asesinos en serie no eran capturados jamás, fíjese si no en el caso más famoso de la época. Nadie supo quién era Jack el Destripador. Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo. ¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles. Lo mismo puede decirse de la locura. Fueron los griegos los que abrieron ese abanico y sin embargo ahora ese abanico ya no nos dice nada. Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia. Una explicación plausible es que la sociedad, en aquella época, era pequeña. Estoy hablando del siglo XIX, del siglo XVIII, del XVII. Claro, era pequeña. La mayoría de los seres humanos estaban en los extramuros de la sociedad. En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible. Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo. ¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro.

El joven se tapó la cara con las manos.

—Éste no ha sido su primer viaje a México —dijo destapándose la cara y con una sonrisa que tenía algo de gatuna.

—No —dijo el tipo canoso—, estuve allí hace un tiempo, hace algunos años, e intenté ayudar, pero me fue imposible.

—¿Y por qué ha vuelto ahora?

—A echar una mirada, supongo —dijo el tipo canoso—. Estuve en casa de un amigo, un amigo que hice durante mi anterior estancia. Los mexicanos son muy hospitalarios.

—¿No fue un viaje oficial?

—No, no, no —dijo el tipo canoso.

—¿Y cuál es su opinión no oficial sobre lo que está pasando allí?

—Tengo varias opiniones, Edward, y me gustaría que ninguna fuera publicada sin mi consentimiento.

El tipo joven se tapó la cara con las manos y dijo:

—Profesor Kessler, soy una tumba.

—Bien —dijo el tipo canoso—. Compartiré contigo tres certezas. A: esa sociedad está fuera de la sociedad, todos, absolutamente todos son como los antiguos cristianos en el circo. B: los crímenes tienen firmas diferentes. C: esa ciudad parece pujante, parece progresar de alguna manera, pero lo mejor que podrían hacer es salir una noche al desierto y cruzar la frontera, todos sin excepción, todos, todos.

Cuando empezó a caer un crepúsculo rojo y fulgurante y tanto los gemelos como los indios, así como sus vecinos de mesa, ya hacía rato que se habían marchado, Fate decidió levantar la mano y pedir la cuenta. Una chica morena y regordeta, que no era la camarera que le había servido, le trajo un papel y le preguntó si todo había sido de su agrado.

—Todo —dijo Fate mientras buscaba unos billetes en el interior del bolsillo.

Después volvió a contemplar la puesta de sol. Pensó en su madre, en la vecina de su madre, en la revista, en las calles de Nueva York con una tristeza y hastío indecibles. Abrió el libro del exprofesor de Sandhurst y leyó un párrafo al azar. Muchos capitanes de buques negreros solían considerar terminada su misión cuando entregaban los esclavos en las Indias occidentales, aunque resultaba a menudo imposible cobrar las ganancias de la venta lo bastante rápido para obtener un cargamento de azúcar para el viaje de vuelta; mercaderes y capitanes no estaban nunca seguros de los precios que les pagarían en su puerto base por las mercancías que llevaban por cuenta propia; los plantadores podían tardar años en pagar por los esclavos. A veces, a cambio de los esclavos, los mercaderes europeos preferían letras de cambio en lugar de azúcar, índigo, algodón o jengibre, porque en Londres los precios de estas mercancías resultaban impredecibles o bien bajos. Qué bonitos nombres, pensó. Índigo, azúcar, jengibre, algodón. Las flores rojizas del añil. La pasta azul oscura, con visos cobrizos. Una mujer pintada de índigo, lavándose en una ducha.

Cuando se levantó, la camarera regordeta se le acercó y le preguntó adónde iba. A México, dijo Fate.

—Ya lo suponía —dijo la camarera—, ¿pero a qué lugar?

Apoyado en la barra un cocinero fumaba un cigarrillo y lo miraba a la espera de su respuesta.

—A Santa Teresa —dijo Fate.

—No es un lugar muy agradable —dijo la camarera—, pero es grande y tiene muchas discotecas y sitios para divertirse.

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