2666

2666


La parte de Fate

Página 22 de 56

Cuando salían de la habitación sintió cómo Corona lo agarraba de un brazo y levantaba la mano libre, que empuñaba, le pareció, un objeto contundente. Se revolvió y golpeó, al estilo Count Pickett, la mandíbula del mexicano de abajo hacia arriba. Como antes Merolino Fernández, Corona cayó al suelo sin exhalar ni un solo gemido. Sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba una pistola. Se la quitó y le preguntó a Chucho Flores qué pensaba hacer.

—Yo no soy celoso, amigo —dijo Chucho Flores con las manos levantadas a la altura del pecho para que Fate viera que no llevaba ningún arma.

Rosa Amalfitano miró la pistola de Corona como si fuera un artilugio de sex-shop.

—Vámonos —oyó que le decía.

—¿Quién es el tipo de abajo? —dijo Fate.

—Charly, Charly Cruz, tu amigo —dijo Chucho Flores sonriendo.

—No, hijo de puta, el otro, el del bigote.

—Un amigo de Charly —dijo Chucho Flores.

—¿Esta puta casa tiene otra salida?

Chucho Flores se encogió de hombros.

—¿Oye, hombre, no estás llevando las cosas demasiado lejos? —dijo.

—Sí, hay una salida por la parte de atrás —dijo Rosa Amalfitano.

Fate miró el cuerpo caído de Corona y pareció meditar durante unos segundos.

—El coche está en el garaje —dijo—, no nos podemos ir sin él.

—Entonces hay que salir por la parte de delante —dijo Chucho Flores.

—¿Y éste? —dijo Rosa Amalfitano indicando a Corona—, ¿está muerto?

Fate volvió a mirar el cuerpo desmadejado que yacía en el suelo. Hubiera podido estar mirándolo durante horas.

—Vámonos —dijo con voz resuelta.

Bajaron las escaleras, pasaron por una enorme cocina que olía a abandono, como si hiciera mucho tiempo allí ya nadie guisara, atravesaron un corredor desde donde se veía un patio en donde había una camioneta ranchera tapada con una lona negra y luego anduvieron completamente a oscuras hasta llegar a la puerta que descendía hacia el garaje. Al encender la luz, dos grandes tubos fluorescentes colgados del techo, Fate volvió a observar el mural de la Virgen de Guadalupe. Al moverse para abrir la puerta metálica se dio cuenta de que el único ojo abierto de la Virgen parecía seguirlo estuviera donde estuviera. Metió a Chucho Flores en el asiento del copiloto y Rosa se sentó detrás. Al salir del garaje alcanzó a ver al tipo del bigote que aparecía en lo alto de la escalera y los buscaba con una mirada de adolescente azorado.

Dejaron atrás la casa de Charly Cruz y se metieron por calles sin pavimentar. Atravesaron, sin que lo advirtieran, un descampado que despedía un fuerte olor a maleza y a comida en descomposición. Fate detuvo el coche, limpió la pistola con un pañuelo y la arrojó al descampado.

—Qué noche más bonita —murmuró Chucho Flores.

Ni Rosa ni Fate dijeron nada.

Dejaron a Chucho Flores junto a una parada de autobuses en una avenida desierta y profusamente iluminada. Rosa se sentó en el asiento de delante y al despedirse le dio una bofetada. Después se internaron por un laberinto de calles que ni Rosa ni Fate conocían, hasta salir a otra avenida que llevaba directamente al centro de la ciudad.

—Creo que me he comportado como un idiota —dijo Fate.

—Yo me he comportado como una idiota —dijo Rosa.

—No, yo —dijo Fate.

Se pusieron a reír y tras dar un par de vueltas por el centro se dejaron llevar por el flujo de coches con matrículas mexicanas y norteamericanas que salían de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —dijo Fate—. ¿Dónde vives?

Ella le dijo que no quería volver a su casa todavía. Pasaron por delante del motel de Fate y durante unos segundos éste no supo si seguir hacia el paso fronterizo o quedarse allí. Cien metros más adelante dio la vuelta y enfiló una vez más en dirección sur, hacia el motel. El recepcionista lo reconoció. Le preguntó cómo había ido la pelea.

—Perdió Merolino —dijo Fate.

—Era lógico —dijo el recepcionista.

Fate le preguntó si aún estaba libre su habitación. El recepcionista le dijo que sí. Fate metió una mano en el bolsillo y sacó la llave de la habitación, que aún conservaba.

—Es cierto —dijo.

Le pagó un día más y luego se marchó. Rosa lo esperaba en el coche.

—Puedes quedarte aquí un rato —dijo Fate—, cuando me lo digas te llevaré a tu casa.

Rosa asintió con la cabeza y entraron. La cama estaba hecha y las sábanas eran limpias. Las dos ventanas estaban entornadas, tal vez porque la persona que había hecho la limpieza, pensó Fate, encontró un rastro de olor a vómito. Pero la habitación olía bien. Rosa encendió la televisión y se sentó en una silla.

—Te he estado observando —dijo.

—Me halaga —dijo Fate.

—¿Por qué limpiaste la pistola antes de deshacerte de ella? —dijo Rosa.

—Uno nunca sabe —dijo Fate—, pero prefiero no andar dejando mis huellas dactilares en armas de fuego.

Después Rosa se concentró en el programa de la tele, un talk-show mexicano en el que, básicamente, sólo hablaba una mujer ya anciana. Tenía el pelo largo y completamente blanco. A veces sonreía y uno podía darse cuenta de que se trataba de una viejita de buen corazón, incapaz de hacerle daño a nadie, pero la mayor parte del tiempo su expresión era de alerta, como si estuviera tratando un tema de mucha gravedad. Por supuesto, no entendió nada de lo que decían. Después Rosa se levantó de la silla, apagó la tele y le preguntó si se podía dar una ducha. Fate asintió en silencio. Cuando Rosa se encerró en el baño se puso a pensar en todo lo que había sucedido aquella noche y le dolió el estómago. Sintió una oleada de calor que le subía a la cara. Se sentó en la cama, se cubrió la cara con las manos y pensó que se había comportado como un estúpido.

Cuando salió del baño Rosa le contó que había sido novia o algo parecido de Chucho Flores. Se sentía sola en Santa Teresa y un día, mientras estaba en el videoclub de Charly Cruz adonde iba a alquilar películas, conoció a Rosa Méndez. Ignoraba el motivo, pero Rosa Méndez le cayó simpática desde el primer momento. Durante el día, según le dijo, trabajaba en un supermercado y por las tardes trabajaba de camarera en un restaurante. Le gustaba el cine y adoraba las películas de suspense. Tal vez lo que le gustó de Rosa Méndez fue su alegría inagotable y también su pelo teñido de rubio, que contrastaba fuertemente con su piel morena.

Un día Rosa Méndez le presentó a Charly Cruz, el dueño del videoclub, a quien sólo había visto un par de veces, y Charly Cruz le pareció un tipo tranquilo, que todo se lo tomaba bien y con calma, y que en ocasiones le prestaba películas o no le cobraba los vídeos que ella alquilaba. A menudo pasaba tardes enteras en el videoclub, hablando con ellos o ayudando a Charly Cruz a desempaquetar nuevos pedidos de películas. Una noche, cuando el videoclub estaba a punto de cerrar, conoció a Chucho Flores. Esa misma noche Chucho Flores los invitó a todos a cenar y más tarde la fue a dejar en coche hasta su casa, aunque cuando ella lo invitó a pasar él prefirió no hacerlo, para no molestar a su papá. Pero ella le dio su número de teléfono y Chucho Flores llamó al día siguiente y la invitó al cine. Cuando Rosa llegó al cine encontró a Chucho Flores y a Rosa Méndez acompañada de un tipo mayor, de unos cincuenta años, que dijo dedicarse a la compra y venta de bienes inmuebles y que trataba a Chucho como a un sobrino. Después de la película fueron a cenar a un restaurante de lujo y más tarde Chucho Flores la fue a dejar a su casa, aduciendo que al día siguiente tenía que levantarse muy temprano porque se iba a Hermosillo a hacer una entrevista para la radio.

Por aquellos días Rosa Amalfitano solía ver a Rosa Méndez no sólo en el videoclub de Charly Cruz sino también en la casa que ésta tenía en la colonia Madero, un departamento en el cuarto piso de un viejo edificio de cinco pisos, sin ascensor, por el cual Rosa Méndez pagaba mucho dinero. Al principio, Rosa Méndez compartía la casa con dos amigas, lo que hacía que el alquiler no resultara tan oneroso. Pero una de las amigas se marchó a probar suerte al DF y con la otra se enfadó, y a partir de ese momento empezó a vivir sola. A Rosa Méndez le gustaba vivir sola, aunque para sufragar los gastos tuvo que buscar un segundo empleo. A veces Rosa Amalfitano se pasaba horas en el departamento de Rosa Méndez, sin hablar, tirada en el sofá, bebiendo agua fresca y escuchando las historias que su amiga solía contar. A veces hablaban de hombres. En esto, como en otras cosas, la experiencia de Rosa Méndez era más rica y variada que la de Rosa Amalfitano. Tenía veinticuatro años y había tenido, según sus propias palabras, cuatro amantes que la habían marcado. El primero a los quince años, un tipo que trabajaba en una maquiladora y que la dejó para irse a los Estados Unidos. A ése lo recordaba con cariño, pero de todos sus amantes era el que menos huella había dejado en su vida. Cuando Rosa Méndez decía esto Rosa Amalfitano se reía y su amiga también se reía aunque sin saber exactamente el motivo.

—Hablas como la letra de un bolero —le decía Rosa Amalfitano.

—Ah, era eso —contestaba Rosa Méndez—, es que los boleros tienen razón, mana, en realidad todas las letras de las canciones nacen en el corazón del pueblo y siempre tienen razón.

—No —le decía Rosa Amalfitano—, parece que tienen razón, parece que son auténticas, pero en realidad es pura mierda.

Cuando llegaban a este punto Rosa Méndez prefería dejar de discutir. Tácitamente reconocía que su amiga, que por algo iba a la universidad, sabía más que ella de estas cosas. El novio que se había ido a los Estados Unidos, volvía a contar, era, como había dicho, el que menos huella había dejado en su vida, pero también al que más echaba de menos. ¿Cómo podía ser eso posible? No lo sabía. Los otros, los que vinieron después, eran diferentes. Y eso era todo. Un día Rosa Méndez le contó a Rosa Amalfitano lo que se sentía al hacer el amor con un policía.

—Es lo máximo —le dijo.

—¿Por qué, cuál es la diferencia? —quiso saber su amiga.

—Pues no sabría explicártelo muy bien, mana —dijo Rosa Méndez—, pero es como coger con un hombre que no es del todo un hombre. Es como volver a ser niña, ¿me entiendes? Es como si te cogiera una roca. Una montaña. Tú sabes que vas a estar allí, arrodillada, hasta que la montaña diga ya está. Y que vas a quedar llena.

—¿Llena de qué? —le preguntó Rosa Amalfitano—, ¿llena de semen?

—No, mana, no seas lépera, llena de otra cosa, es como si te cogiera una montaña pero como si te cogiera dentro de una gruta, ¿me entiendes?

—¿Dentro de una caverna? —le preguntó Rosa Amalfitano.

—Así es —dijo Rosa Méndez.

—O sea es como si te follara una montaña dentro de una caverna o cueva que está en la misma montaña —dijo Rosa Amalfitano.

—Exactamente eso —dijo Rosa Méndez.

Y luego dijo:

—Me encanta la palabra follar, qué bonito hablan los españoles.

—Mira que eres rara —le dijo Rosa Amalfitano.

—Desde chiquita —dijo Rosa Méndez.

Y añadió:

—¿Quieres que te cuente otra cosa?

—A ver —dijo Rosa Amalfitano.

—Yo he follado con narcos. Te lo juro. ¿Quieres saber qué se siente? Pues se siente como si te cogiera el aire. Ni más ni menos, el mero aire.

—O sea que follar con un policía es como si te cogiera una montaña y coger con un narco es como si te follara el aire.

—Sí —dijo Rosa Méndez—, pero no el aire que respiramos ni el que sentimos cuando vamos por la calle, sino el aire del desierto, un temporal de aire, que no tiene el mismo sabor que el aire de aquí, ni tampoco huele a naturaleza, a campo, sino que huele a lo que huele, un olor propio que no se puede explicar, simplemente es aire, puro aire, tanto aire que a veces te cuesta respirar y crees que vas a morir ahogada.

—O sea —concluyó Rosa Amalfitano—, que si te folla un policía es como si te follara una montaña dentro de la misma montaña, y que si te folla un narco es como si te follara el aire en el desierto.

—Simón, mana, si te coge un narco siempre es a la intemperie.

Por aquellas fechas Rosa Amalfitano empezó a salir formalmente con Chucho Flores. Fue el primer mexicano con el que se acostó. En la universidad había habido dos o tres muchachos que intentaron galantear con ella, pero con quienes no pasó nada. Con Chucho Flores, por el contrario, se fue a la cama. Los días de cortejo no fueron muchos, pero fueron más de los que Rosa esperaba. Cuando regresó de Hermosillo Chucho Flores le trajo de regalo un collar de perlas. A solas, delante del espejo, Rosa se lo probó, y aunque el collar no carecía de encanto (y además debía de haberle costado mucho dinero), le pareció imposible llegar a ponérselo algún día. El cuello de Rosa era alargado y hermoso, pero ese collar necesitaba otro tipo de guardarropa. A este primer regalo siguieron otros: a veces, cuando paseaban por las calles de las tiendas de moda, Chucho Flores se detenía delante de un escaparate y señalándole una prenda le pedía que se la probase y que si le gustaba él se la compraría. Generalmente Rosa se probaba primero la prenda indicada y luego se probaba otras y finalmente salía con una de su entero gusto. También Chucho Flores le regalaba libros de arte, pues en una ocasión la oyó hablar de pintura y pintores cuyas obras había visto en prestigiosos museos de Europa. Otras veces le regalaba compact discs, normalmente de autores clásicos, aunque en ocasiones, como un guía turístico atento al color local, introducía en sus ofrendas música del norte de México o música del folklore mexicano, que Rosa después, a solas en su casa, escuchaba distraída mientras se dedicaba a lavar los platos o a meter la ropa sucia de ella y de su padre en la lavadora.

Por las noches solían ir a cenar a buenos restaurantes, en donde invariablemente encontraban a hombres y, en menor medida, a mujeres que conocían a Chucho Flores, y ante los cuales éste la presentaba como su amiga, la señorita Rosa Amalfitano, hija del profesor de filosofía Óscar Amalfitano, mi amiga Rosa, la señorita Amalfitano, concitando de inmediato comentarios acerca de su belleza y de su porte, y luego comentarios acerca de España y de Barcelona, ciudad por la que habían pasado en giras turísticas todos, absolutamente todos, los prohombres de Santa Teresa, y de la que sólo tenían palabras de alabanza y comentarios encomiásticos. Una noche, en lugar de ir a dejarla a su casa, le preguntó si quería seguir con él. Rosa esperaba que la llevara a su departamento, pero el coche enfiló hacia el oeste, hasta dejar atrás Santa Teresa, y tras circular media hora por una carretera solitaria llegaron a un motel en donde Chucho Flores alquiló una habitación. El motel estaba en medio del desierto, justo antes de un altozano, y junto a la carretera sólo había matorrales grises que en ocasiones exhibían sus raíces desenterradas por el viento. La habitación era grande y en el baño había un jacuzzi similar a una piscina pequeña. La cama era redonda y de las paredes y de parte del techo colgaban espejos que contribuían a magnificarla. La moqueta del suelo era gruesa, casi como un colchón. No había minibar sino una pequeña barra provista de toda clase de licores y refrescos. Cuando Rosa le preguntó por qué la había llevado a un lugar así, el típico lugar al que los ricos traían a sus putas, Chucho Flores, tras reflexionar un rato, le dijo que por los espejos. La manera de decirlo fue como si le pidiera perdón. Después la desnudó y follaron en la cama y sobre la moqueta.

La actitud de Chucho Flores hasta ese momento fue más bien tierna, preocupado más por el placer de su pareja que por el propio. Al final Rosa tuvo un orgasmo y entonces Chucho Flores dejó de follar y sacó una cajita metálica de su chaqueta. Rosa pensó que se trataba de cocaína, pero en el interior de la cajita no había polvo blanco sino unas diminutas pastillas amarillas. Chucho Flores cogió dos pastillas y se las tragó con un poco de whisky. Durante un rato estuvieron hablando, tirados en la cama, hasta que él volvió a poseerla. Esta vez su comportamiento no tuvo nada de tierno. Sorprendida, Rosa no protestó ni dijo nada. Chucho Flores parecía dispuesto a ponerla en todas las posturas posibles y algunas, esto Rosa lo pensó más tarde, a ella le gustaron. Cuando amanecía dejaron de follar y abandonaron el motel.

En el patio que servía de párking, protegido de la carretera por un muro de ladrillos rojos, había otros coches. El aire era fresco y seco y tenía un ligero olor almizclado. El motel y todo lo que había alrededor parecía encerrado en una bolsa de silencio. Mientras caminaban por el párking en busca del coche oyeron cantar un gallo. El ruido de las puertas del coche al abrirse, el motor que se encendía, los neumáticos que aplastaban la arenisca le parecieron a Rosa similares al ruido de un tambor. No pasaban camiones por la carretera.

A partir de entonces su relación con Chucho Flores había sido cada vez más extraña. Había días en que él parecía incapaz de vivir sin ella, y otros días en que la trataba como si fuera su esclava. Algunas noches dormían en el departamento de él y por las mañanas, al despertar, Rosa no lo encontraba, pues Chucho Flores, en ocasiones, se levantaba muy temprano para trabajar en un programa radiofónico en directo que se llamaba «Buenos días, Sonora», o «Buenos días, amigos», no lo sabía con exactitud pues nunca lo escuchó desde el principio, un programa que escuchaban los camioneros que cruzaban la frontera en una u otra dirección y los ruteros que llevaban a los trabajadores a las fábricas y toda la gente que en Santa Teresa tenía que madrugar. Cuando Rosa se despertaba se hacía el desayuno, generalmente un vaso de naranjada y una tostada o una galleta, y luego lavaba el plato, el vaso, el exprimidor de naranjas, y se iba. Otras veces se quedaba un rato más, mirando por las ventanas el paisaje urbano de la ciudad bajo un cielo azul cobalto y luego hacía la cama y daba vueltas por la casa, sin nada que hacer salvo pensar en su vida y en la relación que mantenía con ese mexicano tan extraño.

Pensaba si él la quería, si lo que él sentía por ella era amor, si ella, a su vez, sentía amor por él, o atracción física, o algo, cualquier cosa, si eso era todo lo que ella tenía que esperar de una relación de pareja.

Algunas tardes se subían al coche de él y salían a toda velocidad hacia el este, hasta un mirador en una montaña desde la que se veía Santa Teresa a lo lejos, las primeras luces de la ciudad, el enorme paracaídas negro que caía parsimoniosamente sobre el desierto. Siempre que estaban allí, después de contemplar en silencio el cambio del día a la noche, Chucho Flores se desabrochaba la bragueta y la cogía de la nuca hasta pegar su rostro en su entrepierna. Rosa entonces se ponía el pene entre los labios, chupándolo apenas, hasta que éste se endurecía y entonces comenzaba a acariciarlo con la lengua. Cuando Chucho Flores se iba a correr, lo notaba por la presión de su mano que le impedía despegar la cabeza. Rosa dejaba de mover la lengua y se quedaba quieta, como si el tener todo el pene dentro la hubiera ahogado, hasta que sentía la descarga de semen en su garganta, y ni aun así se movía, aunque escuchaba los gemidos y las exclamaciones a menudo inverosímiles que pronunciaba su amante, a quien gustaba decir palabras soeces y proferir insultos durante el orgasmo, pero no contra ella sino contra personas indeterminadas, fantasmas que aparecían sólo en ese momento y que no tardaban en perderse en la noche. Después, aún con un regusto salado y amargo en la boca, encendía un cigarrillo mientras Chucho Flores sacaba de su cigarrera de plata un papelillo doblado que contenía cocaína, que escanciaba sobre la tapa de plata de la cigarrera, labrada con motivos rancheros más bien bucólicos, y que, tras preparar sin apuro tres rayas ayudándose de una de sus tarjetas de crédito, esnifaba con una de sus tarjetas de presentación, una que decía Chucho Flores, periodista y locutor, y luego la dirección de la emisora.

Uno de esos atardeceres, sin que mediara invitación alguna (pues Chucho nunca la había invitado, en ninguna ocasión, a compartir la coca con él), mientras se limpiaba con la palma de la mano unas gotas de semen de los labios, Rosa le pidió que la última raya se la dejara a ella. Chucho Flores le preguntó si estaba segura y luego, con un gesto de indiferencia pero también de acatamiento, le alcanzó la cigarrera y una tarjeta de presentación nueva. Rosa esnifó todo lo que quedaba de cocaína y luego se echó para atrás en el asiento y se puso a mirar las nubes negras que en nada se diferenciaban del cielo negro.

Esa noche, al volver a casa, salió al patio y vio a su padre hablando con el libro que desde hacía tiempo colgaba del cordel de la ropa en el patio trasero. Luego, sin que su padre percibiera su presencia, se encerró en su habitación y se puso a leer una novela y a pensar en su relación con el mexicano.

Por supuesto, el mexicano y su padre se habían conocido. La opinión que sacó Chucho Flores de este encuentro fue positiva, aunque Rosa creía que mentía, que era antinatural que le cayera bien alguien que lo había mirado como lo había mirado su padre. Esa noche Amalfitano le hizo tres preguntas a Chucho Flores. La primera era qué pensaba acerca de los hexágonos. La segunda era si sabía construir un hexágono. La tercera era qué opinión tenía sobre los asesinatos de mujeres que se estaban cometiendo en Santa Teresa. A la primera pregunta la respuesta de Chucho Flores fue que no pensaba nada. A la segunda contestó con un sincero no. A la tercera dijo que era, ciertamente, un hecho lamentable, pero que la policía periódicamente iba atrapando a los asesinos. El padre de Rosa no hizo ninguna pregunta más y se quedó inmóvil sentado en un sillón mientras su hija salía a despedir a Chucho Flores a la calle. Cuando Rosa volvió a entrar y aún se oía el ruido del motor del coche de su novio, Óscar Amalfitano le dijo a su hija que tuviera cuidado con ese hombre, que le daba mala espina, sin aducir ningún argumento que respaldara sus palabras.

—Si no he entendido mal —se rió Rosa desde la cocina—, lo mejor es que lo deje.

—Déjalo —dijo Óscar Amalfitano.

—Ay, papá, tú cada día estás más loco —dijo Rosa.

—Eso es verdad —dijo Óscar Amalfitano.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?

—Tú, dejar a ese pedazo de mierda ignorante y mentiroso. Yo, no sé, tal vez cuando volvamos a Europa me interne en el Clínico para que me den unos electroshocks.

La segunda vez que Chucho Flores y Óscar Amalfitano se vieron cara a cara a Rosa la habían ido a dejar a casa, además de su novio, Charly Cruz y Rosa Méndez. En realidad, Óscar Amalfitano no hubiera debido estar allí sino en la universidad, dando clases, pero aquella tarde adujo una enfermedad y regresó a su casa mucho más pronto de lo que solía hacerlo. El encuentro fue breve, aunque su padre, al final, estaba inusualmente sociable, ya que Rosa se las arregló para que sus amigos se marcharan a la primera ocasión, pero antes dio lugar a una conversación entre su padre y Charly Cruz que si bien no fue amena, tampoco resultó aburrida, al contrario, con el paso de los días la conversación entre su padre y Charly fue adquiriendo, en la memoria de Rosa, contornos más nítidos, como si el tiempo, caracterizado bajo la forma clásica de un viejo, soplara incesantemente sobre una piedra plana y gris, con vetas negras, cubierta de polvo, hasta que las letras talladas sobre la piedra se hacían perfectamente legibles.

Todo comenzó, suponía Rosa, pues ella en aquel momento no estaba en la sala sino en la cocina llenando cuatro vasos con jugo de mango, con una de las preguntas malintencionadas que su padre solía espetar a sus invitados, los de ella, ciertamente no los de él, o tal vez todo empezó con alguna declaración de principios de la inocente Rosa Méndez, pues su voz, en los primeros instantes, era la que parecía imponerse en la sala. Tal vez Rosa Méndez habló de su pasión por el cine y en ese momento Óscar Amalfitano le preguntó si sabía qué era el movimiento aparente. Pero la respuesta, como no podía ser de otra manera, no la dio su amiga, sino Charly Cruz. El cual dijo que el movimiento aparente es la ilusión de movimiento provocada por la persistencia de las imágenes en la retina.

—Exactamente —dijo Óscar Amalfitano—, las imágenes permanecen durante una fracción de segundo en la retina.

Y entonces su padre, dejando de lado a Rosa Méndez, que tal vez dijo híjole, porque su ignorancia era grande pero también era grande su capacidad de asombro y su deseo de aprender, le preguntó directamente a Charly Cruz si sabía quién había descubierto eso, lo de la persistencia de la imagen, y Charly Cruz dijo que no recordaba su nombre, pero que estaba seguro de que había sido un francés. A lo que su padre dijo:

—Exacto, un francés que respondía al nombre de profesor Plateau.

El cual, descubierto el principio, se lanzó como un tiburón a experimentar con diferentes artefactos construidos por él mismo, con el objetivo de crear efectos de movimiento mediante la sucesión de imágenes fijas pasadas a gran velocidad. Entonces nació el zoótropo.

—¿Sabe usted qué es? —dijo Óscar Amalfitano.

—Tuve uno de niño —dijo Charly Cruz—. Y también tuve un disco mágico.

—Un disco mágico —dijo Óscar Amalfitano—. Qué interesante. ¿Se acuerda de él? ¿Me lo podría describir?

—Se lo podría hacer ahora mismo —dijo Charly Cruz—, sólo necesito una cartulina, dos lápices de colores y un hilo, si no me acuerdo mal.

—Ah no, ah no, ah no, no es necesario —dijo Óscar Amalfitano—. Con una buena descripción me basta. En cierta forma todos tenemos millones de discos mágicos flotando o girando dentro del cerebro.

—¿Ah, sí? —dijo Charly Cruz.

—Híjole —dijo Rosa Méndez.

—Bueno, pues era un borrachito riéndose. Eso era lo que estaba dibujado en una cara del disco. Y en la otra cara estaba dibujada una celda, es decir los barrotes de una celda. Cuando hacía girar el disco el borrachito que se reía estaba dentro de la prisión.

—Lo cual no es motivo de risa, ¿verdad? —dijo Óscar Amalfitano.

—No, no lo es —suspiró Charly Cruz.

—Sin embargo el borrachito (a propósito, ¿por qué lo llama borrachito y no borracho?) se reía, tal vez porque él no sabía que estaba en una prisión.

Durante unos segundos, recordaba Rosa, Charly Cruz había mirado a su padre con otra mirada, como si quisiera adivinar hacia dónde pretendía arrastrarlo. Charly Cruz, como ya se ha dicho, era un hombre tranquilo, y durante esos segundos su tranquilidad propiamente dicha, su disposición calma, no varió, pero sí que ocurrió algo en el interior de su cara, como si la lente a través de la cual observaba a su padre, recordaba Rosa, ya no le sirviera y procediera, calmadamente, a cambiarla, una operación que duraba menos de una fracción de segundo, pero durante la cual, necesariamente, su mirada quedaba desnuda o vacía, en cualquier caso desocupada, pues una lente se guardaba y otra se ponía y ambas operaciones no se podían hacer al mismo tiempo, y durante esa fracción de segundo, que Rosa recordaba como si la hubiera inventado ella, la cara de Charly Cruz estaba vacía o se vaciaba, a una velocidad, por otra parte, sorprendente, digamos a la velocidad de la luz, por poner un símil exagerado y sin embargo aproximativo, y el vaciado de la cara era integral, incluía el pelo y los dientes, aunque decir pelo y dientes delante de ese vaciado era como decir nada, y las facciones, las arrugas, las venillas capilares, los poros, todo se vaciaba, quedaba sin defensas, todo adquiría una proporción cuya única respuesta, recordaba Rosa, sólo podía ser, pero tampoco era, el vértigo y la náusea.

—El borrachito se ríe porque cree que está libre, pero en realidad está en una prisión —dijo Óscar Amalfitano—, ahí reside, digamos, la gracia, pero lo cierto es que la prisión está dibujada en la otra cara del disco, por lo que también podemos decir que el borrachito se ríe porque nosotros creemos que está en una prisión, sin apercibirnos de que la prisión está en una cara y el borrachito en la otra, y que la realidad es ésa, por más que hagamos girar el disco y nos parezca que el borrachito está encarcelado. De hecho, podríamos incluso adivinar de qué se ríe el borrachito: se ríe de nuestra credulidad, es decir se ríe de nuestros ojos.

Poco después sucedió algo que a Rosa la afectó bastante. Volvía de la universidad, dando un paseo, y de pronto oyó que la llamaban. Un muchacho de su misma edad, un compañero de clases, aparcó su coche en el bordillo de la acera y se ofreció a llevarla a casa. Sin subir al coche ella le dijo que prefería ir a tomar un refresco en una cafetería cercana que tenía aire acondicionado. El muchacho se ofreció a acompañarla y Rosa aceptó. Se subió al coche y le indicó qué calles seguir. La cafetería era nueva y espaciosa, con forma de L, de estilo norteamericano con hileras de mesas y grandes ventanales por donde entraba el sol. Durante un rato estuvieron hablando de cualquier cosa. Luego el muchacho dijo que tenía que marcharse y se levantó. Se despidieron con un beso en la mejilla y Rosa le pidió a la mesera que le trajera una taza de café. Después abrió un libro sobre pintura mexicana en el siglo XX y se puso a leer el capítulo dedicado a Paalen. La cafetería, a esas horas, estaba semivacía. Se oían voces provenientes de la cocina, una mujer que daba consejos a otra, los pasos de la mesera que de tanto en tanto se acercaba con la cafetera a ofrecer más café a los pocos clientes esparcidos por el amplio local. De pronto alguien a quien no había oído acercarse le dijo: eres una puta. La voz la sobresaltó y alzó la mirada pensando que se trataba de una broma de mal gusto o que la habían confundido con otra. Junto a ella estaba Chucho Flores. Desconcertada, sólo atinó a decirle que se sentara, pero Chucho Flores le dijo, casi sin mover los labios, que se levantara ella y lo siguiera. Le preguntó adónde pretendía ir. A casa, dijo Chucho Flores. Sudaba y tenía la cara congestionada. Rosa le dijo que no pensaba moverse de allí. Chucho Flores le preguntó entonces quién era el muchacho al que había besado.

—Un compañero de la facultad —dijo Rosa, y notó que las manos de Chucho Flores temblaban.

—Eres una puta —volvió a repetir éste.

Y luego se puso a mascullar algo que Rosa al principio no entendió pero que luego comprendió que era la repetición de la misma frase: eres una puta, proferida una y otra vez, con los dientes apretados, como si pronunciarla le costara ímprobos esfuerzos.

—Vámonos —gritó Chucho Flores.

—No voy a ir contigo a ninguna parte —dijo Rosa, y miró alrededor por si alguien se había dado cuenta del espectáculo que estaban dando. Pero nadie los miraba y eso la tranquilizó.

—¿Te has acostado con él? —dijo Chucho Flores.

Durante unos segundos Rosa no supo de qué le hablaba. El aire acondicionado le pareció demasiado frío, tuvo deseos de salir a la calle y dejar que el sol la tocara. Si hubiera llevado un jersey o un chaleco se lo hubiera puesto.

—Sólo me acuesto contigo —le dijo procurando calmarle.

—Mentira —gritó Chucho Flores.

La mesera se asomó por el otro extremo de la cafetería y se acercó a ellos, pero a mitad de camino se arrepintió y se metió tras la barra.

—No seas ridículo, por favor —le dijo, y posó la vista en el artículo sobre Paalen pero sólo vio hormigas negras y luego arañas negras sobre una superficie de sal. Las hormigas luchaban contra las arañas.

—Vamos a casa —oyó que decía Chucho Flores. Sintió frío.

Al levantar la mirada vio que estaba a punto de llorar.

—Eres mi único amor —dijo Chucho Flores—. Lo daría todo por ti. Moriría por ti.

Durante unos segundos no supo qué decirle. Tal vez, pensó, había llegado el momento de romper la relación.

—No soy nada sin ti —dijo Chucho Flores—. Eres todo lo que tengo. Todo lo que necesito. El sueño de mi vida eres tú. Si te perdiera me moriría.

La mesera los miraba desde la barra. A unas veinte mesas de distancia, un tipo tomaba café y leía el periódico. Llevaba una camisa de manga corta y corbata. El sol, en las ventanas, parecía vibrar.

—Siéntate, por favor —dijo Rosa.

Chucho Flores apartó la silla en la que se apoyaba y se sentó. Acto seguido se cubrió la cara con las manos y Rosa pensó que se iba a poner a gritar otra vez o a llorar. Qué espectáculo, pensó.

—¿Quieres tomar algo?

Chucho Flores movió la cabeza afirmativamente.

—Un café —susurró sin quitarse las manos de la cara.

Rosa miró a la mesera y levantó una mano para que se acercara.

—Dos cafés —dijo.

—Sí, señorita —dijo la mesera.

—El tipo con el que me viste sólo es un amigo. Ni siquiera un amigo: un compañero de la universidad. El beso que me dio fue en la mejilla. Es normal —dijo Rosa—. Es lo acostumbrado.

Chucho Flores se rió y movió la cabeza de un lado a otro sin quitarse las manos de la cara.

—Claro, claro —dijo—. Es normal, ya lo sé. Perdóname.

La mesera volvió con la cafetera y una taza para Chucho Flores. Primero llenó la taza de Rosa y luego la del hombre. Al marcharse miró a Rosa a los ojos y le hizo una señal, o eso fue lo que pensó Rosa más tarde. Una señal con las cejas. Las arqueó. O tal vez movió los labios. Una palabra articulada en silencio. No lo recordaba. Pero algo quiso decirle.

—Tómate tu café —dijo Rosa.

—Ahorita —dijo Chucho Flores, pero siguió quieto con las manos cubriéndose el rostro.

Cerca de la puerta se había sentado otro hombre. La mesera estaba junto a él y hablaban. El tipo iba vestido con una chaqueta de mezclilla bastante ancha y una sudadera negra. Era flaco y no parecía tener más de veinticinco años. Rosa lo miró y el tipo se dio cuenta en el acto de que lo miraban, pero se tomó su refresco sin darle importancia y sin devolverle la mirada.

—Tres días después nos conocimos —dijo Rosa.

—¿Por qué fuiste a la pelea? —dijo Fate—. ¿Te gusta el box?

—No, ya te dije que era la primera vez que iba a un espectáculo de ese tipo, pero fue Rosa la que me convenció.

—La otra Rosa —dijo Fate.

—Sí, Rosita Méndez —dijo Rosa.

—Pero después de la pelea ibas a hacer el amor con ese tipo —dijo Fate.

—No —dijo Rosa—. Acepté su cocaína, pero no tenía intención de irme a la cama con él. No soporto a los hombres celosos, pero podía seguir siendo su amiga. Lo habíamos hablado por teléfono y él pareció entenderlo. De todas maneras, lo noté raro. Mientras íbamos en el coche, buscando un restaurante, quiso que se la chupara. Me dijo: chúpamela por última vez. O tal vez no me lo dijo así, con esas palabras, pero más o menos eso pretendía decir. Le pregunté si se había vuelto loco y él se rió. Yo también me reí. Todo parecía una broma. Los dos días anteriores había estado llamándome por teléfono y cuando no era él me llamaba Rosita Méndez y me daba recados de él. Me aconsejaba que no lo dejara. Me decía que era un buen partido. Pero yo le dije que consideraba roto nuestro noviazgo o lo que fuera.

—Él ya daba por terminada la relación —dijo Fate.

—Habíamos hablado por teléfono, le había explicado que no me gustan los hombres celosos, yo no lo soy —dijo Rosa—, no aguanto los celos.

—Él ya te consideraba perdida —dijo Fate.

—Es probable —dijo Rosa—, de lo contrario no me hubiera pedido que se la chupara. Nunca lo había hecho, menos en las calles del centro, aunque fuera de noche.

—Pero tampoco parecía triste —dijo Fate—, al menos a mí no me dio esa impresión.

—No, parecía alegre —dijo Rosa—. Él siempre fue un hombre alegre.

—Sí, eso pensé yo —dijo Fate—, un tipo alegre que quiere pasar una noche de juerga con su chica y sus amigos.

—Estaba drogado —dijo Rosa—, no paraba de tomar pastillas.

—No me dio la impresión de que estuviera drogado —dijo Fate—, lo noté un poco raro, como si tuviera algo demasiado grande en la cabeza. Y como si no supiera qué hacer con lo que tenía en la cabeza, aunque ésta al final le reventara.

—¿Y por eso te quedaste? —dijo Rosa.

—Es posible —dijo Fate—, en realidad no lo sé, yo tendría que estar ahora en los Estados Unidos o escribiendo mi artículo y sin embargo estoy aquí, en un motel, hablando contigo. No lo entiendo.

—¿Querías irte a la cama con mi amiga Rosita? —dijo Rosa.

—No —dijo Fate—. De ninguna manera.

—¿Te quedaste por mí? —dijo Rosa.

—No lo sé —dijo Fate.

Ambos bostezaron.

—¿Te has enamorado de mí? —dijo Rosa con una naturalidad desarmante.

—Puede ser —dijo Fate.

Cuando Rosa se durmió le quitó los zapatos de tacón y la tapó con una manta. Apagó las luces y durante un rato estuvo contemplando por los visillos de la ventana el aparcamiento y los faros que iluminaban la carretera. Después se puso la chaqueta y salió sin hacer ruido. En la recepción el recepcionista estaba viendo la tele y le sonrió al verlo llegar. Hablaron durante un rato de los programas de televisión mexicanos y norteamericanos. El recepcionista dijo que los programas norteamericanos estaban mejor hechos pero que los mexicanos eran más divertidos. Fate le preguntó si tenía cable. El recepcionista le dijo que el cable sólo era para ricos o maricones. Que la vida real aparecía y había que buscarla en los canales gratuitos. Fate le preguntó si no creía que, a fin de cuentas, nada era gratis, y el recepcionista se puso a reír y le dijo que ya sabía adónde quería llegar, pero que por ahí no lo iba a convencer. Fate le dijo que no pretendía convencerlo de nada, y luego le preguntó si tenía un ordenador desde donde pudiera enviar un mensaje. El recepcionista negó con la cabeza y se puso a rebuscar en un fajo de papeles amontonados sobre el escritorio, hasta dar con una tarjeta de un cibercafé de Santa Teresa.

—Está abierto toda la noche —le informó, lo que sorprendió a Fate, pues aunque él era neoyorquino jamás en su vida había oído hablar de cibercafés que no cerraran por las noches.

La tarjeta del cibercafé de Santa Teresa era de un rojo intenso, tanto que incluso costaba leer las letras impresas. En el dorso, de un rojo más suave, estaba dibujado un mapa que señalaba la ubicación exacta del local. Le pidió al recepcionista que le tradujera el nombre del establecimiento. El recepcionista se rió y le dijo que se llamaba Fuego, camina conmigo.

—Parece el título de una película de David Lynch —dijo Fate.

El recepcionista se encogió de hombros y dijo que todo México era un collage de homenajes diversos y variadísimos.

—Cada cosa de este país es un homenaje a todas las cosas del mundo, incluso a las que aún no han sucedido —dijo.

Después de que le explicara cómo llegar al cibercafé se pusieron a hablar un rato de las películas de Lynch. El recepcionista las había visto todas. Fate sólo había visto tres o cuatro. Para el recepcionista lo mejor de Lynch era la serie de televisión «Twin Peaks». A Fate la que más le había gustado era El hombre elefante, tal vez porque a menudo él se había sentido así, con ganas de ser como los demás pero al mismo tiempo sintiéndose diferente. Cuando el recepcionista le preguntó si sabía que Michael Jackson había comprado o intentado comprar el esqueleto del hombre elefante, Fate se encogió de hombros y dijo que Michael Jackson estaba enfermo. No lo creo, dijo el recepcionista mirando algo presumiblemente importante que sucedía en ese momento en la tele.

—Soy de la opinión —dijo con la mirada clavada en la tele que Fate no podía ver— que Michael sabe cosas que nosotros no sabemos.

—Todos sabemos cosas que creemos que los demás no saben —dijo Fate.

Luego le dio las buenas noches, se metió la tarjeta del cibercafé en un bolsillo y volvió a su habitación.

Durante mucho rato Fate estuvo con las luces apagadas, mirando por los visillos de la ventana el patio de gravilla y las luces incesantes de los camiones que pasaban por la carretera. Pensó en Chucho Flores y Charly Cruz. Volvió a ver la sombra de la casa de Charly Cruz proyectada sobre el terreno yermo. Escuchó la risa de Chucho Flores y vio a Rosa Méndez tendida en la cama de una habitación desnuda y estrecha como la celda de un monje. Pensó en Corona, en la mirada de Corona, en la forma en que lo miró Corona. Pensó en el tipo bigotudo que se había sumado en el último momento y que no hablaba, y luego recordó su voz, cuando ellos huían, aguda como la de un pájaro. Cuando se cansó de estar de pie acercó una silla a la ventana y siguió mirando. A veces pensaba en la casa de su madre y recordaba patios de cemento en donde los niños gritaban y jugaban. Si cerraba los ojos podía ver un vestido blanco que el viento de las calles de Harlem levantaba mientras las risas, invencibles, se desparramaban por las paredes, corrían por las aceras, frescas y tibias como el vestido blanco.

Sintió que el sueño se metía por sus orejas o subía desde su pecho. Pero no quería cerrar los ojos y prefería seguir escrutando el patio, las dos farolas que iluminaban la fachada del motel, las sombras que los fogonazos de luz de los coches abrían, semejantes a colas de cometas, en los alrededores oscuros.

A veces volvía la cabeza y contemplaba brevemente a Rosa durmiendo. Pero a la tercera o cuarta vez comprendió que no le hacía falta volverse. Simplemente, ya no era necesario. Durante un segundo pensó que nunca más iba a sentir sueño. De pronto, mientras seguía la estela de los faros traseros de dos camiones que parecían enfrascados en una carrera, sonó el teléfono. Al descolgar oyó la voz del recepcionista y supo en el acto que era eso lo que había estado esperando.

—Señor Fate —dijo el recepcionista—, me acaban de llamar preguntándome si usted estaba alojado aquí.

Le preguntó quién lo había llamado.

—Un policía, señor Fate —dijo el recepcionista.

—¿Un policía? ¿Un policía mexicano?

—Acabo de hablar con él. Quería saber si usted era huésped nuestro.

—¿Y tú qué le has dicho? —dijo Fate.

—La verdad, que usted había estado aquí, pero que ya se había marchado —dijo el recepcionista.

—Gracias —dijo Fate, y colgó.

Despertó a Rosa y le dijo que se pusiera los zapatos. Guardó las pocas cosas que había desempacado y metió la maleta en el portaequipajes. Afuera hacía frío. Cuando volvió a entrar en la habitación Rosa se estaba peinando en el baño y Fate le dijo que no tenían tiempo para eso. Subieron al coche y se dirigieron a la recepción. El recepcionista estaba de pie y con la punta de la camisa limpiaba sus gafas de miope. Fate sacó un billete de cincuenta dólares y se lo pasó por encima del mostrador.

—Si vienen di que me marché a mi país —le dijo.

—Vendrán —dijo el recepcionista.

Al enfilar hacia la carretera le preguntó a Rosa si llevaba su pasaporte encima.

—Por supuesto que no —dijo Rosa.

—La policía me está buscando —dijo Fate, y le contó lo que el recepcionista le había dicho.

—¿Y tú por qué estás tan seguro de que es la policía? —dijo Rosa—. Tal vez es Corona, tal vez es Chucho.

—Sí —dijo Fate—, tal vez es Charly Cruz o tal vez Rosita Méndez fingiendo voz de hombre, pero no pienso quedarme para averiguarlo.

Dieron una vuelta por la calle para comprobar si los esperaban, pero todo estaba tranquilo (una tranquilidad de azogue o de algo que preludiaba el azogue de un amanecer en la frontera), y a la segunda vuelta estacionaron el coche debajo de un árbol, enfrente de la casa de un vecino. Durante un rato permanecieron en el interior, atentos a cualquier señal, a cualquier movimiento. Al cruzar la calle se cuidaron de hacerlo por un lugar a salvo de la luz de las farolas. Después saltaron la verja y se dirigieron directamente al patio trasero. Mientras Rosa buscaba las llaves Fate vio el libro de geometría que colgaba de uno de los tendederos. Sin pensarlo se acercó y lo tocó con las yemas de los dedos. Luego, no porque le interesara saberlo sino para rebajar la tensión, le preguntó a Rosa qué significaba Testamento geométrico y Rosa se lo tradujo sin añadir ni un solo comentario.

—Es curioso que alguien cuelgue un libro como si fuera una camisa —murmuró.

—Son cosas de mi padre.

Ir a la siguiente página

Report Page