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La parte de Fate

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La casa, aunque compartida por el padre y la hija, tenía un aire claramente femenino. Olía a incienso y tabaco rubio. Rosa encendió una lámpara y durante un rato se dejaron caer en los sillones, cubiertos con mantas mexicanas multicolores, sin pronunciar palabra. Después Rosa hizo café y mientras estaba en la cocina Fate vio aparecer por una puerta a Óscar Amalfitano, descalzo y despeinado, vestido con una camisa blanca muy arrugada y pantalones vaqueros, como si hubiera dormido sin quitarse la ropa. Por un momento ambos se miraron sin pronunciar una palabra, como si estuvieran dormidos y sus sueños hubieran confluido en un territorio común, ajeno, sin embargo, a todo sonido. Fate se levantó y dijo su nombre. Amalfitano le preguntó si no sabía hablar español. Fate pidió perdón y sonrió y Amalfitano repitió la pregunta en inglés.

—Soy amigo de su hija —dijo Fate—, ella me invitó a entrar.

Desde la cocina llegó la voz de Rosa, que le dijo a su padre, en español, que no se preocupara, que se trataba de un periodista de Nueva York. Luego le preguntó si él también quería café y Amalfitano respondió afirmativamente sin dejar de mirar al desconocido. Cuando Rosa apareció con una bandeja, tres tazas de café, un jarrito con leche y el azucarero, su padre le preguntó qué estaba pasando. En este momento, dijo Rosa, creo que nada, pero esta noche han pasado cosas raras. Amalfitano miró el suelo y luego estudió sus pies desnudos, le puso leche y azúcar a su café y le pidió a su hija que le explicara todo. Rosa miró a Fate y tradujo lo que su padre acababa de decir. Fate sonrió y volvió a sentarse en el sillón. Cogió una taza de café y empezó a beber a sorbitos, mientras Rosa procedía a contarle a su padre, en español, lo que había ocurrido esa noche, desde el combate de boxeo hasta el momento en que tuvo que abandonar el motel del norteamericano. Cuando Rosa acabó su relato comenzaba a amanecer y Amalfitano, que apenas había interrumpido con preguntas y aclaraciones a su hija, le sugirió que llamaran al motel y comprobaran con el recepcionista si había aparecido por allí la policía o no. Rosa le tradujo a Fate lo que su padre había sugerido y éste, más por cortesía que por convicción, marcó el número del motel Las Brisas. No contestó nadie. Óscar Amalfitano se levantó del sillón y se asomó a la ventana. La calle parecía tranquila. Lo mejor es que se vayan, dijo. Rosa lo miró sin decir palabra.

—¿Puede usted sacarla a los Estados Unidos y luego acompañarla a un aeropuerto y ponerla en un avión con destino a Barcelona?

Fate dijo que podía. Óscar Amalfitano dejó la ventana y desapareció en su cuarto. Cuando volvió le entregó a Rosa un fajo de dinero. No es mucho pero te alcanzará para el billete y para los primeros días en Barcelona. Yo no quiero irme, papá, dijo Rosa. Ya lo sé, ya lo sé, dijo Amalfitano y la obligó a coger el dinero. ¿Dónde está tu pasaporte? Anda a buscarlo. Haz la maleta. Pero rápido, dijo, y luego volvió a su puesto en la ventana. Detrás de un Spirit, el Spirit del vecino de enfrente, distinguió el Peregrino negro que estaba buscando. Suspiró. Fate dejó el café sobre una mesa y se acercó a la ventana.

—Me gustaría saber qué pasa —dijo Fate. La voz se le había enronquecido.

—Saque usted a mi hija de esta ciudad y luego olvídese de todo. O mejor: no se olvide de nada, pero lo primordial es que aleje a mi hija de este sitio.

En ese momento Fate recordó la cita que tenía con Guadalupe Roncal.

—¿Se trata de los asesinatos? —dijo—. ¿Usted cree que ese Chucho Flores está metido en el asunto?

—Todos están metidos —dijo Amalfitano.

Un tipo joven y alto, vestido con unos bluejeans y una chamarra de mezclilla se bajó del Peregrino y encendió un cigarrillo. Rosa miró por encima del hombro de su padre.

—¿Quién es? —dijo.

—¿No lo has visto nunca?

—No, creo que no.

—Es un judicial —dijo Amalfitano.

Después tomó a su hija de la mano y la arrastró a la habitación. Cerraron la puerta. Fate supuso que se estaban despidiendo y volvió a mirar por la ventana. El tipo del Peregrino fumaba apoyado en el capó. De vez en cuando observaba el cielo que cada vez era más claro. Parecía tranquilo, sin prisas ni preocupaciones, feliz de estar contemplando otro amanecer en Santa Teresa. De una de las casas vecinas salió un hombre y puso en marcha su coche. El tipo del Peregrino arrojó la colilla a la acera y se metió en su coche. Ni una sola vez miró en dirección a la casa. Cuando Rosa salió de la habitación llevaba una pequeña maleta en la mano.

—¿Cómo vamos a salir? —quiso saber Fate.

—Por la puerta —dijo Amalfitano.

Luego Fate vio, como si fuera una película que no entendía del todo pero que lo remitía, curiosamente, a la muerte de su madre, cómo Amalfitano besaba y abrazaba a su hija, y luego lo vio salir y encaminarse con decisión a la calle. Primero lo vio caminar por el patio delantero, luego lo vio abrir la puerta de madera necesitada de una mano de pintura, luego lo vio cruzar la calle, descalzo, sin peinar, hasta el Peregrino negro. Cuando llegó hasta allí el tipo bajó la ventanilla y hablaron durante un rato, Amalfitano en la calle y el joven en el interior de su coche. Se conocen, pensó Fate, no es la primera vez que hablan.

—Ya es la hora, vámonos —dijo Rosa.

Fate la siguió. Atravesaron el jardín y la calle y sus cuerpos proyectaron una sombra extremadamente delgada que cada cinco segundos era sacudida por un temblor, como si el sol estuviera girando al revés. Al entrar en el coche Fate creyó oír una risa a sus espaldas y se volvió, pero sólo vio que Amalfitano y el tipo joven seguían hablando en la misma posición que antes.

Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano no tardaron ni medio minuto en hacerse cargo de sus respectivas penas. La periodista se ofreció para acompañarlos hasta Tucson. Rosa dijo que no era necesario exagerar. Deliberaron durante un rato. Mientras hablaban en español Fate miró por la ventana, pero todo era normal en los alrededores del Sonora Resort. Ya no había periodistas, nadie hablaba de peleas de boxeo, los camareros parecían haber despertado de un largo letargo y eran menos amables, como si el despertar no hubiera sido de su agrado. Desde el hotel, Rosa llamó a su padre. Fate la vio alejarse en dirección a la recepción, acompañada por Guadalupe Roncal, y mientras esperaba a que volvieran se fumó un cigarrillo y tomó algunas notas para la crónica que aún no había enviado. Con la luz diurna los sucesos de la noche anterior parecían irreales, revestidos de una gravedad infantil. En la deriva de sus pensamientos Fate vio al sparring Omar Abdul y al sparring García. Los imaginó viajando en autobús hasta la costa. Los vio bajar del autobús, los vio dar unos cuantos pasos por entre unos matorrales en la arena. El viento onírico arrastraba granos de arena que se pegaban en la cara. Un baño de oro. Qué paz, pensó Fate. Qué simple es todo. Luego vio el autobús y lo imaginó de color negro, como un enorme coche fúnebre. Vio la sonrisa arrogante de Abdul, el rostro impertérrito de García, sus tatuajes tan extraños, y oyó el repentino ruido de platos rotos, no muchos, o un retumbar de cajas que caían al suelo, y sólo entonces Fate se dio cuenta de que estaba durmiéndose y buscó con la vista a un camarero para pedirle otro café, pero no vio a nadie. Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano seguían hablando por teléfono.

—La gente es buena, es simpática, hospitalaria, los mexicanos son un pueblo trabajador, tienen una curiosidad enorme por todo, se preocupan por la gente, son valientes y generosos, su tristeza no mata sino que da vida —dijo Rosa Amalfitano cuando cruzaron la frontera con los Estados Unidos.

—¿Los vas a extrañar? —dijo Fate.

—Extrañaré a mi padre y extrañaré a la gente —dijo Rosa.

Cuando iban en el coche rumbo al presidio de Santa Teresa, Rosa le dijo que en casa de su padre nadie contestaba al teléfono. Después de llamar varias veces a Amalfitano, Rosa llamó a casa de Rosa Méndez y tampoco allí había nadie. Creo que Rosa está muerta, dijo. Fate movió la cabeza como si le costara creerlo.

—Aún estamos vivos —dijo.

—Estamos vivos porque no hemos visto ni sabemos nada —dijo Rosa.

El coche de la periodista iba delante. Era un Little Nemo de color amarillo. Guadalupe Roncal conducía con cuidado, aunque de tanto en tanto se detenía, como si no recordara con exactitud el camino. Fate pensó que tal vez lo mejor era dejar de seguirlo y dirigirse de inmediato hacia la frontera. Cuando lo sugirió Rosa se opuso de forma tajante. Le preguntó si tenía amigos en la ciudad. Rosa dijo que no, que en realidad no tenía ningún amigo. Chucho Flores y Rosa Méndez y Charly Cruz, pero a ésos él no los consideraba amigos, ¿verdad?

—No, ésos no son amigos —dijo Fate.

Vieron una bandera mexicana ondeando en el desierto, del otro lado de la reja. Uno de los policías de aduana del lado norteamericano miró a Fate y a Rosa con detenimiento. Se preguntó qué hacía una joven blanca, y además tan guapa, en compañía de un negro. Fate le sostuvo la mirada. ¿Periodista?, preguntó el policía. Fate asintió con la cabeza. Un pez gordo, pensó el policía. Cada noche debe de darle una tunda. ¿Española? Rosa le sonrió al policía. Una sombra de frustración cruzó la cara del policía. Cuando pusieron el coche en marcha la bandera desapareció y sólo se vio la reja y unos muros alrededor de unos galpones de mercancías.

—El problema es la mala suerte —dijo Rosa.

Fate no la oyó.

Mientras esperaban en una sala sin ventanas, Fate sintió cómo el pene se le iba poniendo cada vez más duro. Por un momento pensó que no había tenido una erección desde la muerte de su madre, pero luego desechó la idea, era imposible que durante tanto tiempo, pensó, pero sí que era posible, lo irremediable era posible, lo que no tiene vuelta de hoja era posible, ¿por qué, entonces, no iba a ser posible que la sangre no irrigara su verga durante un periodo de tiempo por otra parte más bien corto? Rosa Amalfitano lo miró. Guadalupe Roncal estaba ocupada con sus notas y con su grabadora, sentada en una silla atornillada al suelo. De vez en cuando llegaban sonidos cotidianos de la cárcel. Nombres pronunciados a gritos, música en sordina, pasos que se alejaban. Fate se sentó en una banca de madera y bostezó. Creyó que se dormiría. Imaginó las piernas de Rosa sobre sus hombros. Vio otra vez su cuarto en el motel Las Brisas y se preguntó si habían hecho el amor o no. Claro que no, se dijo. Luego oyó unos gritos, como si en una de las salas de la cárcel estuvieran celebrando una despedida de soltero. Pensó en los asesinatos. Oyó risas lejanas. Mugidos. Oyó que Guadalupe Roncal le decía algo a Rosa y que ésta le contestaba. El sueño lo alcanzó y se vio a sí mismo durmiendo plácidamente en el sofá de la casa de su madre, en Harlem, con la tele encendida. Dormiré media hora, se dijo, y luego volveré al trabajo. Tengo que escribir la crónica del combate de boxeo. Tengo que conducir toda la noche. Cuando amanezca todo habrá concluido.

Al dejar atrás la frontera los pocos turistas que vieron por las calles de El Adobe parecían dormidos. Una mujer de unos setenta años, con un vestido floreado y zapatillas Nike, estaba arrodillada examinando unas alfombras indias. Tenía pinta de atleta en activo allá por los años cuarenta. Tres niños tomados de la mano contemplaban unos objetos que se exhibían en una vitrina. Los objetos se movían imperceptiblemente, pero Fate no pudo saber si eran animales o ingenios mecánicos. Junto a un bar unos tipos con pinta de chicanos y sombreros vaqueros gesticulaban e indicaban direcciones contrapuestas. Al final de la calle había unos galpones de madera y contenedores de metal en la acera y más allá estaba el desierto. Todo esto es como el sueño de otro, pensó Fate. A su lado, la cabeza de Rosa reposaba delicadamente sobre el asiento y sus grandes ojos permanecían fijos en algún punto del horizonte. Fate observó sus rodillas, que le parecieron perfectas, y luego sus caderas y luego sus hombros y sus omóplatos, que parecían tener vida propia, una vida oscura, suspendida, que asomaba sólo de tanto en tanto. Después se concentró en conducir. La carretera que salía de El Adobe se internaba en una especie de remolino de colores ocres.

—¿Qué le habrá pasado a Guadalupe Roncal? —dijo Rosa con voz de sonámbula.

—A esta hora debe estar volando rumbo a su casa —dijo Fate.

—Qué raro —dijo Rosa.

La voz de Rosa lo despertó.

—Escucha —le dijo.

Fate abrió los ojos, pero no oyó nada. Guadalupe Roncal se había levantado y ahora estaba junto a ellos, los ojos muy abiertos, como si sus peores pesadillas se hubieran materializado. Fate se acercó a la puerta y la abrió. Tenía una pierna acalambrada y todavía no conseguía despertarse del todo. Vio un pasillo y al final del pasillo una escalera de cemento sin revocar, como si los albañiles la hubieran dejado a medias. El pasillo estaba débilmente iluminado.

—No vayas —oyó que le decía Rosa.

—Larguémonos de esta trampa —sugirió Guadalupe Roncal.

Un funcionario de prisiones apareció por el fondo del pasillo y se dirigió a ellos. Fate mostró su credencial de periodista. El funcionario asintió con la cabeza, sin mirar la credencial, y le sonrió a Guadalupe Roncal, que permanecía asomada a la puerta. Después el funcionario cerró la puerta y dijo algo sobre una tormenta. Rosa se lo tradujo al oído. Una tormenta de arena o una tormenta de lluvia o una tormenta de electricidad. Nubes altas que bajaban de la sierra y que no descargarían sobre Santa Teresa pero que contribuían a ennegrecer el panorama. Una mañana de perros. Los reclusos siempre se ponen nerviosos, dijo el funcionario. Era un tipo joven, con un bigotito ralo, tal vez un poco gordo para su edad, y que se notaba que no le gustaba su trabajo. Ahora traen al asesino.

Hay que hacer caso a las mujeres. Lo mejor es no desoír los temores de las mujeres. Algo así, recordó Fate, decía su madre o la difunta señorita Holly, la vecina de su madre, cuando ambas eran jóvenes y él era un niño. Por un instante imaginó una balanza, semejante a la balanza que tiene en sus manos la justicia ciega, sólo que en lugar de dos platillos esta balanza tenía dos botellas o algo que parecía dos botellas. La, llamémosla así, botella de la izquierda era transparente y estaba llena de arena del desierto. Tenía varios agujeros por donde se escapaba la arena. La botella de la derecha estaba llena de ácido. Ésta no tenía ningún agujero, pero el ácido se estaba comiendo la botella desde dentro. Durante el camino hacia Tucson Fate fue incapaz de reconocer nada de lo que había visto unos días atrás, cuando recorrió el mismo camino en sentido contrario. Lo que antes era mi derecha ahora es mi izquierda y ya no consigo tener ni un solo punto de referencia. Todo borrado. Cerca del mediodía se detuvieron en una cafetería a un lado de la carretera. Un grupo de mexicanos con pinta de braceros desocupados los observaron desde la barra. Tomaban agua mineral y refrescos de la zona cuyos nombres y botellas a Fate le parecieron rarísimos. Empresas nuevas que no tardarían en desaparecer. La comida era mala. Rosa tenía sueño y cuando volvieron al coche se quedó dormida. Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal. Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo. ¿Lo dijo Guadalupe Roncal o lo dijo Rosa? Por momentos, la carretera era similar a un río. Lo dijo el presunto asesino, pensó Fate. El jodido gigante albino que apareció junto con la nube negra.

Cuando Fate oyó los pasos que se aproximaban pensó que eran los pasos de un gigante. Algo parecido debió de pensar Guadalupe Roncal, que hizo el gesto de desmayarse, aunque en lugar de hacerlo se agarró de la mano y después de la solapa del funcionario de prisiones. Éste, en lugar de apartarse, le pasó un brazo por encima del hombro. Fate sintió el cuerpo de Rosa a su lado. Oyó voces. Como si los presos jalearan a alguien. Oyó risas y llamadas al orden y luego pasaron las nubes negras que venían del este por encima del penal y el aire pareció oscurecerse. Los pasos se reanudaron. Oyó risas y peticiones. De pronto una voz se puso a entonar una canción. El efecto era similar al de un leñador talando árboles. La voz no cantaba en inglés. Al principio Fate no pudo determinar en qué idioma lo hacía, hasta que Rosa, a su lado, dijo que era alemán. El tono de la voz subió. A Fate se le ocurrió que tal vez estaba soñando. Los árboles caían uno detrás de otro. Soy un gigante perdido en medio de un bosque quemado. Pero alguien vendrá a rescatarme. Rosa le tradujo los improperios del sospechoso principal. Un leñador políglota, pensó Fate, que tan pronto habla en inglés como en español y que canta en alemán. Soy un gigante perdido en medio de un bosque calcinado. Mi destino, sin embargo, sólo lo conozco yo. Y entonces volvieron a oírse los pasos y las risas y los jaleos y palabras de aliento de los presos y de los carceleros que escoltaban al gigante. Y luego vieron a un tipo enorme y muy rubio que entraba en la sala de visitas inclinando la cabeza, como si temiera darse un topetazo con el techo, y que sonreía como si acabara de hacer una travesura, cantar en alemán la canción del leñador perdido, y que los miró a todos con una mirada inteligente y burlona. Después el carcelero que lo acompañaba le preguntó a Guadalupe Roncal si prefería que lo esposara a la silla o no y Guadalupe Roncal movió la cabeza negativamente y el carcelero le dio una palmadita en el hombro al tipo alto y se marchó y el funcionario que estaba junto a Fate y las mujeres también se marchó no sin antes decirle algo al oído a Guadalupe Roncal y ellos se quedaron solos.

—Buenos días —les dijo el gigante en español. Se sentó y estiró las piernas por debajo de la mesa hasta que aparecieron sus pies por el otro lado.

Llevaba unos zapatos deportivos, de color negro, y calcetines blancos. Guadalupe Roncal retrocedió un paso.

—Pregunten lo que quieran —dijo el gigante.

Guadalupe Roncal se llevó una mano a la boca, como si estuviera inhalando un gas tóxico, y no supo qué preguntar.

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