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La parte de los crímenes

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La parte de los crímenes

La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior. Unos niños que jugaban en el descampado la encontraron y dieron aviso a sus padres. La madre de uno de ellos telefoneó a la policía, que se presentó al cabo de media hora. El descampado daba a la calle Peláez y a la calle Hermanos Chacón y luego se perdía en una acequia tras la cual se levantaban los muros de una lechería abandonada y ya en ruinas. No había nadie en la calle por lo que los policías pensaron en un primer momento que se trataba de una broma. Pese a todo, detuvieron el coche patrulla en la calle Peláez y uno de ellos se internó en el descampado. Al poco rato descubrió a dos mujeres con la cabeza cubierta, arrodilladas entre la maleza, rezando. Las mujeres, vistas de lejos, parecían viejas, pero no lo eran. Delante de ellas yacía el cadáver. Sin interrumpirlas, el policía volvió tras sus pasos y con gestos llamó a su compañero que lo esperaba fumando en el interior del coche. Luego ambos regresaron (uno de ellos, el que no había bajado, con la pistola desenfundada) hacia donde estaban las mujeres y se quedaron de pie junto a éstas observando el cadáver. El que tenía la pistola desenfundada les preguntó si la conocían. No, señor, dijo una de las mujeres. Nunca la habíamos visto. Esta criatura no es de aquí.

Esto ocurrió en 1993. En enero de 1993. A partir de esta muerta comenzaron a contarse los asesinatos de mujeres. Pero es probable que antes hubiera otras. La primera muerta se llamaba Esperanza Gómez Saldaña y tenía trece años. Pero es probable que no fuera la primera muerta. Tal vez por comodidad, por ser la primera asesinada en el año 1993, ella encabeza la lista. Aunque seguramente en 1992 murieron otras. Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie las encontró, enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar se encuentra.

La identificación de Esperanza Gómez Saldaña fue relativamente fácil. El cuerpo primero fue trasladado a una de las tres comisarías de Santa Teresa, en donde la vio un juez y la examinaron otros policías y le tomaron fotos. Al cabo de un rato, mientras fuera de la comisaría esperaba una ambulancia, llegó Pedro Negrete, el jefe de policía, seguido de un par de ayudantes, y procedió otra vez a examinarla. Cuando hubo terminado se reunió con el juez y con otros tres policías que lo esperaban en una oficina y les preguntó a qué conclusión habían llegado. La estrangularon, dijo el juez, está más claro que el agua. Los policías se limitaron a asentir. ¿Se sabe quién es?, preguntó el jefe de policía. Todos dijeron que no. Bueno, ya lo averiguaremos, dijo Pedro Negrete, y se marchó con el juez. Su ayudante se quedó en la comisaría y pidió que le trajeran a los policías que habían encontrado a la muerta. Han vuelto a patrullar, le dijeron. Pues me los traen de vuelta, pendejos, dijo. Luego el cuerpo fue llevado a la morgue del hospital de la ciudad, en donde el médico forense le realizó la autopsia. Según ésta Esperanza Gómez Saldaña había muerto estrangulada. Presentaba hematomas en el mentón y en el ojo izquierdo. Fuertes hematomas en las piernas y en las costillas. Había sido violada vaginal y analmente, probablemente más de una vez, pues ambos conductos presentaban desgarros y escoriaciones por los que había sangrado profusamente. A las dos de la mañana el forense dio por terminada la autopsia y se marchó. Un enfermero negro, que hacía años había emigrado al norte desde Veracruz, cogió el cadáver y lo metió en un congelador.

Cinco días después, antes de que acabara el mes de enero, fue estrangulada Luisa Celina Vázquez. Tenía dieciséis años, de complexión robusta, piel blanca, y estaba embarazada de cinco meses. El hombre con el que vivía y el amigo de éste se dedicaban a pequeños hurtos en tiendas y almacenes de electrodomésticos La policía acudió alertada por un aviso de los vecinos del edificio, sito en la avenida Rubén Darío, en la colonia Mancera. Tras forzar la puerta encontraron a Luisa Celina estrangulada con un cable de televisión. Esa noche se procedió al arresto de su amante, Marcos Sepúlveda, y de su socio, Ezequiel Romero. Ambos fueron encerrados en las dependencias de la comisaría n.º 2 y sometidos a un interrogatorio que duró toda la noche, conducido por el ayudante del jefe de policía de Santa Teresa, el agente Epifanio Galindo, con resultados óptimos pues antes de que amaneciera el detenido Romero confesó haber mantenido, a espaldas de su amigo y socio, relaciones íntimas con la muerta. Al enterarse de que estaba embarazada, Luisa Celina decidió romper estas relaciones, lo que Romero no aceptó, pues pensaba que el padre de la criatura que estaba por nacer era él y no su socio. Al cabo de unos meses, cuando la decisión de Luisa Celina era irreversible, decidió, en un arranque de locura, matarla, lo que finalmente hizo aprovechando una ausencia de Sepúlveda. Dos días después éste fue puesto en libertad y Romero, en lugar de ingresar en la prisión, siguió en los calabozos de la comisaría n.º 2, pero esta vez los interrogatorios no estaban dirigidos a aclarar los detalles que faltaban del asesinato de Luisa Celina sino a intentar incriminar a Romero en el asesinato de Esperanza Gómez Saldaña, cuyo cadáver ya había sido identificado. Contra lo que pensaba la policía, llevada a error por la rapidez con la que habían conseguido la primera confesión, Romero era mucho más duro de lo que aparentaba y no se autoimplicó en el primer crimen.

A mediados de febrero, en un callejón del centro de Santa Teresa, unos basureros encontraron a otra mujer muerta. Tenía alrededor de treinta años y vestía una falda negra y una blusa blanca, escotada. Había sido asesinada a cuchilladas, aunque en el rostro y el abdomen se apreciaron las contusiones de numerosos golpes. En el bolso se halló un billete de autobús para Tucson, que salía esa mañana a las nueve y que la mujer ya no iba a tomar. También se encontró un pintalabios, polvos, rímel, unos pañuelos de papel, una cajetilla de cigarrillos a medias y un paquete de condones. No tenía pasaporte ni agenda ni nada que pudiera identificarla. Tampoco llevaba fuego.

En marzo, la locutora de la radio El Heraldo del Norte, empresa hermana del periódico El Heraldo del Norte, salió a las diez de la noche de los estudios de la emisora en compañía de otro locutor y del técnico de sonido. Se dirigieron al restaurante Piazza Navona, especializado en comida italiana, en donde compartieron tres raciones de pizza y tres botellines de vino californiano. El locutor fue el primero en despedirse. La locutora, Isabel Urrea, y el técnico de sonido, Francisco Santamaría, decidieron quedarse a platicar un rato más. Hablaron de asuntos de trabajo, horarios y programas, y luego se pusieron a hablar de una compañera que ya no trabajaba allí, que se había casado y se había ido a vivir con su esposo a un pueblo cercano a Hermosillo, cuyo nombre no recordaron, pero que estaba junto al mar y que durante seis meses al año solía ser, según la compañera, lo más parecido al paraíso. Ambos salieron juntos del restaurante. El técnico de sonido no tenía coche, por lo que Isabel Urrea se ofreció a llevarlo hasta su casa. No era necesario, dijo el técnico, la casa estaba cerca y además prefería irse caminando. Mientras el técnico se perdía calle abajo Isabel se dirigió hacia donde estaba su coche. Al sacar las llaves para abrirlo una sombra cruzó la acera y le disparó tres veces. Las llaves se le cayeron. Un viandante que estaba a unos cinco metros de distancia se echó al suelo. Isabel intentó levantarse pero sólo pudo apoyar la cabeza sobre el neumático delantero. No sentía dolor. La sombra se acercó hacia ella y le disparó un balazo en la frente.

El asesinato de Isabel Urrea, aireado los primeros tres días por su emisora de radio y por su periódico, se atribuyó a un robo frustrado, obra de un loco o de un drogadicto que seguramente quería apropiarse de su coche. También circuló la teoría de que el autor del crimen podía ser un centroamericano, un guatemalteco o salvadoreño, veterano de las guerras de aquellos países, que recaudaba dinero por cualquier medio antes de desplazarse a los Estados Unidos. No hubo autopsia, en deferencia a su familia, y el examen balístico no se dio a conocer jamás y en alguna ida y venida entre los juzgados de Santa Teresa y Hermosillo se perdió definitivamente.

Un mes después, un afilador de cuchillos que recorría la calle El Arroyo, en los lindes entre la colonia Ciudad Nueva y la colonia Morelos, vio a una mujer que se agarraba a un poste de madera como si estuviera borracha. Junto al afilador pasó un Peregrino negro con las ventanillas ahumadas. Por el otro extremo de la calle, cubierto de moscas, vio venir al vendedor de paletas. Ambos convergieron en el poste de madera, pero la mujer había resbalado o ya no tenía fuerzas para sujetarse. La cara de la mujer, a medias oculta por el antebrazo, era un amasijo de carne roja y morada. El afilador dijo que había que llamar a una ambulancia. El paletero miró a la mujer y dijo que parecía como si hubiera peleado quince rounds con el Torito Ramírez. El afilador se dio cuenta de que el paletero no se iba a mover y le dijo que cuidara su carrito, que ahorita volvía. Cuando cruzó la calle de tierra se volvió hacia atrás, para cerciorarse de que el paletero le obedecía, y vio a todas las moscas que antes rodeaban a éste alrededor de la cabeza herida de la mujer. En las ventanas de la acera de enfrente unas mujeres los observaban desde las ventanas. Hay que llamar a una ambulancia, dijo el afilador. Esta mujer se está muriendo. Al cabo de un rato llegó una ambulancia del hospital y los enfermeros quisieron saber quién se hacía responsable del traslado. El afilador explicó que él y el paletero la habían encontrado tirada en el suelo. Ya lo sé, dijo el enfermero, pero lo que interesa saber ahora es quién se responsabiliza de ella. ¿Cómo me voy a responsabilizar de esta mujer si ni siquiera sé cómo se llama?, dijo el afilador. Pues alguien tiene que responsabilizarse, dijo el enfermero. ¿Es que te has vuelto sordo, buey?, dijo el afilador mientras sacaba de un cajón de su carrito un enorme cuchillo de trinchar. Bueno, bueno, bueno, dijo el enfermero. Órale, métanmela dentro de la ambulancia, dijo el afilador. El otro enfermero, que se había agachado a examinar a la mujer caída espantando las moscas a manotazos, dijo que era inútil que se madrearan, que la mujer ya estaba muerta. Los ojos del afilador se achicaron hasta parecer dos rayas dibujadas con carbón. Pinche cabrón ojete, es por tu culpa, dijo, y se lanzó a perseguir al enfermero. El otro enfermero quiso intervenir pero después de ver el cuchillo en manos del afilador decidió encerrarse dentro de la ambulancia, desde donde dio parte a la policía. Durante un rato el afilador estuvo persiguiendo al enfermero hasta que la rabia, la saña o el rencor amenguaron, o hasta que se cansó. Y cuando esto ocurrió se detuvo, agarró su carrito y se alejó por la calle El Arroyo hasta que los curiosos que se habían congregado alrededor de la ambulancia lo perdieron de vista.

La mujer se llamaba Isabel Cansino, más conocida por Elizabeth, y se dedicaba a la prostitución. Los golpes recibidos le habían destrozado el bazo. La policía achacó el crimen a uno o varios clientes descontentos. Vivía en la colonia San Damián, bastante más al sur de donde fue encontrada, y no se le conocía un compañero fijo, aunque una vecina habló de un tal Iván que iba mucho por allí, y al que en diligencias posteriores no se pudo localizar. También se intentó dar con el paradero del afilador de cuchillos, llamado Nicanor, según testimonios de vecinos de las colonias Ciudad Nueva y Morelos, por donde solía pasar aproximadamente una vez a la semana o una vez cada quince días, pero los esfuerzos fueron en vano. O cambió de oficio o se desplazó del oeste de Santa Teresa a las zonas sur y este o emigró de ciudad. Lo cierto es que no se le volvió a ver.

Al mes siguiente, en mayo, se encontró a una mujer muerta en un basurero situado entre la colonia Las Flores y el parque industrial General Sepúlveda. En el polígono se levantaban los edificios de cuatro maquiladoras dedicadas al ensamblaje de piezas de electrodomésticos. Las torres de electricidad que servían a las maquiladoras eran nuevas y estaban pintadas de color plateado. Junto a éstas, entre unas lomas bajas, sobresalían los techos de las casuchas que se habían instalado allí poco antes de la llegada de las maquiladoras y que se extendían hasta atravesar la vía del tren, en los lindes de la colonia La Preciada. En la plaza había seis árboles, uno en cada extremo y dos en el centro, tan cubiertos de polvo que parecían amarillos. En una punta de la plaza estaba la parada de los autobuses que traían a los trabajadores desde distintos barrios en Santa Teresa. Luego había que caminar un buen rato por calles de tierra hasta los portones en donde los vigilantes comprobaban los pases de los trabajadores, tras lo cual uno podía acceder a su respectivo trabajo. Sólo una de las maquiladoras tenía cantina para los trabajadores. En las otras los obreros comían junto a sus máquinas o formando corrillos en cualquier rincón. Allí hablaban y se reían hasta que sonaba la sirena que marcaba el fin de la comida. La mayoría eran mujeres. En el basurero donde se encontró a la muerta no sólo se acumulaban los restos de los habitantes de las casuchas sino también los desperdicios de cada maquiladora. El aviso sobre el hallazgo de la muerta lo dio el capataz de una de las plantas, la Multizone-West, que trabajaba asociada con una transnacional que fabricaba televisores. Los policías que vinieron a buscarla encontraron a tres ejecutivos de la maquiladora esperándolos junto al basurero. Dos eran mexicanos y el otro era norteamericano. Uno de los mexicanos dijo que preferían que recogieran el cadáver lo antes posible. El policía preguntó dónde estaba el cuerpo, mientras su compañero llamaba a la ambulancia. Los tres ejecutivos acompañaron al policía hacia el interior del basurero. Los cuatro se taparon la nariz, pero cuando el norteamericano se la destapó los mexicanos siguieron su ejemplo. La muerta era una mujer de piel oscura y pelo negro y lacio hasta más abajo de los hombros. Llevaba una sudadera negra y pantalones cortos. Los cuatro hombres se la quedaron mirando. El norteamericano se agachó y con un bolígrafo le apartó el pelo del cuello. Mejor que el gringo no la toque, dijo el policía. No la toco, dijo el norteamericano en español, sólo quiero verle el cuello. Los dos ejecutivos mexicanos se agacharon y observaron las marcas que la muerta tenía en el cuello. Luego se levantaron y miraron la hora. La ambulancia está tardando, dijo uno de ellos. Ya mero llega, dijo el policía. Bueno, dijo uno de los ejecutivos, usted se encarga de todo, ¿verdad? El policía dijo sí, cómo no, y se guardó el par de billetes que le tendió el otro en el bolsillo de su pantalón reglamentario. Esa noche la muerta la pasó en un nicho refrigerado del hospital de Santa Teresa y al día siguiente uno de los ayudantes del forense le realizó la autopsia. Había sido estrangulada. Había sido violada. Por ambos conductos, anotó el ayudante del forense. Y estaba embarazada de cinco meses.

La primera muerta de mayo no fue jamás identificada, por lo que se supuso que era una emigrante de algún estado del centro o del sur que paró en Santa Teresa antes de seguir viaje rumbo a los Estados Unidos. Nadie la acompañaba, nadie la echó en falta. Tenía, aproximadamente, treintaicinco años, y estaba embarazada. Tal vez se dirigía a los Estados Unidos a reunirse con su marido o su amante, el padre del hijo que esperaba, algún desgraciado que residía allí ilegalmente y que nunca supo, tal vez, que había preñado a aquella mujer ni que ésta, al enterarse, iba a salir en su búsqueda. Pero la primera muerta no fue la única muerta. Tres días después murió Guadalupe Rojas (a quien se identificó desde el primer momento), de veintiséis años, residente en la calle Jazmín, una de las paralelas de la avenida Carranza, en la colonia Carranza, y que trabajaba de obrera en la maquiladora File-Sis, instalada no hacía mucho en la carretera a Nogales, a unos diez kilómetros de Santa Teresa. Guadalupe Rojas, por otra parte, no murió mientras se dirigía a su trabajo, algo que se hubiera podido entender, pues aquella zona era solitaria y peligrosa, apta para ser transitada en coche y no en autobús y luego a pie, al menos un kilómetro y medio desde la última parada del autobús, sino en las puertas de su casa en la calle Jazmín. La causa de la muerte fueron tres heridas de arma de fuego, dos de ellas de pronóstico mortal. El asesino resultó ser el novio, que intentó huir aquella misma noche y que fue atrapado junto a la vía del tren, no lejos de un local nocturno llamado Los Zancudos donde previamente se había emborrachado. El aviso a la policía lo dio el dueño del bar, un exagente de la policía municipal. Al finalizar el interrogatorio quedó aclarado que el móvil del crimen fueron los celos, no se sabe si fundados o infundados, del agresor, que tras comparecer ante el juez y ante la conformidad de todas las partes fue enviado sin más dilación a la cárcel de Santa Teresa en espera de traslado o juicio. La última muerta de mayo fue encontrada en las faldas del cerro Estrella, que da nombre a la colonia que lo rodea de forma irregular, como si allí nada pudiera crecer o expandirse sin aristas. Sólo la cara este del cerro da a un paisaje más o menos no edificado. Allí la encontraron. Según el forense, había muerto acuchillada. Presentaba signos inequívocos de violación. Debía de tener unos veinticinco o veintiséis años. La piel era blanca y el pelo claro. Llevaba puestos unos bluejeans, una camisa azul y zapatillas deportivas marca Nike. No tenía ningún papel que sirviera para identificarla. Quien la mató se tomó luego la molestia de vestirla, pues ni el pantalón ni la camisa presentaban desgarraduras. No había indicios de violación anal. En el rostro sólo era apreciable un hematoma ligero en la parte superior de la mandíbula, cerca de la oreja derecha. En los días posteriores al hallazgo tanto el Heraldo del Norte como La Tribuna de Santa Teresa y La Voz de Sonora, los tres periódicos de la ciudad, publicaron fotos de la desconocida del cerro Estrella, pero nadie acudió a identificarla. Al cuarto día de su muerte el jefe de la policía de Santa Teresa, Pedro Negrete, se desplazó personalmente al cerro Estrella, sin que ningún policía lo acompañara, ni siquiera Epifanio Galindo, y recorrió el lugar en donde encontraron a la muerta. Después dejó la falda y empezó a subir hasta lo más alto del cerro. Entre las piedras volcánicas había bolsas de mercado llenas de basura. Recordó que su hijo, que estudiaba en Phoenix, una vez le había contado que las bolsas de plástico tardaban cientos, tal vez miles de años en consumirse. Éstas de aquí no, pensó al ver el grado de descomposición a lo que todo estaba abocado. En lo alto unos niños salieron corriendo y se perdieron cerro abajo, rumbo a la colonia Estrella. Empezaba a oscurecer. Por el lado oeste vio los techos de cartón o de zinc de algunas casas. Las calles que caracoleaban en medio de un trazado anárquico. Por el este vio la carretera que llevaba a la sierra y el desierto, las luces de los camiones, las primeras estrellas, estrellas de verdad, que venían con la noche desde el otro lado de las montañas. Por el norte no vio nada, sólo una gran planicie monótona, como si la vida se acabara más allá de Santa Teresa, pese a sus deseos y convicciones. Luego oyó a unos perros, cada vez más cerca, hasta que los vio. Probablemente eran perros hambrientos y bravos, como los niños que divisó fugazmente al llegar. Sacó la pistola de la sobaquera. Contó cinco perros. Quitó el seguro y disparó. El perro no saltó en el aire, se derrumbó y el impulso inicial lo hizo arrastrarse por el polvo hecho un ovillo. Los otros cuatro echaron a correr. Pedro Negrete los observó mientras se alejaban. Dos llevaban la cola entre las piernas y corrían agachados. De los otros dos, uno corría con la cola tiesa y el cuarto, vaya uno a saber por qué, movía la cola, como si le hubieran dado un premio. Se acercó al perro muerto y lo tocó con el pie. La bala le había entrado por la cabeza. Sin mirar hacia atrás se fue caminando cerro abajo, otra vez, hasta donde habían hallado el cadáver de la desconocida. Allí se detuvo y encendió un cigarrillo. Delicados sin filtro. Luego siguió bajando hasta llegar a su coche. Desde allí, pensó, todo se veía diferente.

En mayo ya no murió ninguna otra mujer, descontando a las que murieron de muerte natural, es decir de enfermedad, de vejez o de parto. Pero a finales de mes empezó el caso del profanador de iglesias. Un día un tipo desconocido entró en la iglesia de San Rafael, en la calle Patriotas Mexicanos, en el centro de Santa Teresa, a la hora de la primera misa. La iglesia estaba casi vacía, sólo unas cuantas beatas se apiñaban en las primeras bancas, y el cura aún estaba encerrado en el confesionario. La iglesia olía a incienso y a productos baratos de limpieza. El desconocido se sentó en uno de los últimos bancos y se puso de rodillas de inmediato, la cabeza hundida entre las manos como si le pesara o estuviera enfermo. Algunas beatas se volvieron a mirarlo y cuchichearon entre sí. Una viejita salió del confesionario y se quedó inmóvil contemplando al desconocido, mientras una mujer joven de rasgos indígenas entraba a confesarse. Cuando el cura absolviera los pecados de la india empezaría la misa. Pero la viejita que había salido del confesionario se quedó mirando al desconocido, quieta, aunque a veces apoyaba el cuerpo en una pierna y luego en la otra y esto la hacía dar como unos pasos de baile. De inmediato supo que algo no estaba bien en aquel hombre y quiso acercarse a las otras viejas para advertírselo. Mientras caminaba por el pasillo central vio una mancha líquida que se extendía por el suelo desde el banco que ocupaba el desconocido y percibió el olor de la orina. Entonces, en vez de seguir caminando hacia donde se apiñaban las beatas, rehízo el camino y volvió al confesionario. Con la mano tocó varias veces en la ventanilla del cura. Estoy ocupado, hija, le dijo éste. Padre, dijo la viejita, hay un hombre que está mancillando la casa del Señor. Sí, hija mía, ahora te atiendo, dijo el cura. Padre, no me gusta nada lo que está pasando, haga algo, por el amor de Dios. Mientras hablaba la viejita parecía bailar. Ahora, hija, un poco de paciencia, estoy ocupado, dijo el cura. Padre, hay un hombre que está haciendo sus necesidades en la iglesia, dijo la viejita. El cura asomó la cabeza por entre las cortinas raídas y buscó en la penumbra amarillenta al desconocido, y luego salió del confesionario y la mujer de rasgos indígenas también salió del confesionario y los tres se quedaron inmóviles mirando al desconocido que gemía débilmente y no paraba de orinar, mojándose los pantalones y provocando un río de orina que corría hacia el atrio, confirmando que el pasillo, tal como temía el cura, tenía un desnivel preocupante. Después fue a llamar al sacristán, que estaba tomando café sentado a la mesa y parecía cansado, y ambos se acercaron al desconocido para afearle su conducta y proceder a echarlo de la iglesia. El desconocido vio sus sombras y los miró con los ojos llenos de lágrimas y les pidió que lo dejaran en paz. Casi en el acto una navaja apareció en su mano y mientras las beatas de los primeros bancos gritaban acuchilló al sacristán.

El caso le fue confiado al judicial Juan de Dios Martínez, que tenía fama de eficiente y discreto, algo que algunos policías asociaban con la religiosidad. Juan de Dios Martínez habló con el cura, que describió al desconocido como un tipo de unos treinta años, de estatura mediana, de piel morena y complexión fuerte, un mexicano como cualquiera. Luego habló con las beatas. Para éstas, el desconocido ciertamente no era un mexicano como cualquiera sino que parecía el demonio. ¿Y qué hacía el demonio en la primera misa?, preguntó el judicial. Estaba allí para matarnos a todas, dijeron las beatas. A las dos de la tarde, acompañado de un dibujante, fue al hospital a tomarle declaración al sacristán. La descripción de éste coincidía con la del cura. El desconocido olía a alcohol. Un olor muy fuerte, como si antes de levantarse aquella mañana hubiera lavado la camisa en un barreño de alcohol de noventa grados. No se había afeitado desde hacía días, aunque esto se notaba poco porque era lampiño. ¿Cómo sabía el sacristán que era lampiño?, quiso saber Juan de Dios Martínez. Por la forma en que le salían los pelos en la jeta, pocos y mal avenidos, como pegoteados a ciegas por su chingada madre y por el culero mamavergas de su padre, dijo el sacristán. También: tenía las manos grandes y fuertes. Unas manos tal vez demasiado grandes para su cuerpo. Y estaba llorando, de eso no le cabía duda, pero también parecía que se estuviera riendo, llorando y riéndose al mismo tiempo. ¿Me entiende?, dijo el sacristán. ¿Como si estuviera drogado?, peguntó el judicial. Exacto. Positivo. Más tarde Juan de Dios Martínez llamó al manicomio de Santa Teresa y preguntó si tenían o habían tenido a un interno que respondiera a las características físicas que había recabado.

Le dijeron que tenían un par, pero que no eran violentos. Preguntó si los dejaban salir. A uno sí y a otro no, le respondieron. Voy a ir a verlos, dijo el judicial. A las cinco de la tarde, después de comer en una cafetería adonde nunca iban policías, Juan de Dios Martínez estacionó su Cougar gris metalizado en el párking del manicomio. Lo atendió la directora, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo teñido de rubio, que hizo que le trajeran un café. La oficina de la directora era bonita y le pareció decorada con gusto. En las paredes había una reproducción de Picasso y una de Diego Rivera. Juan de Dios Martínez se estuvo largo rato mirando la de Diego Rivera mientras esperaba a la directora. En la mesa había dos fotografías: en una se veía a la directora, cuando era más joven, abrazando a una niña que miraba directamente a la cámara. La niña tenía una expresión dulce y ausente. En la otra foto la directora era aún más joven. Estaba sentada al lado de una mujer mayor, a la que miraba con expresión divertida. La mujer mayor, por el contrario, tenía un semblante serio y miraba a la cámara como si le pareciera una frivolidad tomarse una foto. Cuando por fin llegó la directora el judicial se dio cuenta de inmediato de que habían pasado muchos años desde que se había hecho las fotos. También se dio cuenta de que la directora seguía siendo muy guapa. Durante un rato hablaron de los locos. Los peligrosos no salían, le informó la directora. Pero locos peligrosos no había muchos. El judicial le enseñó el retrato robot que había hecho el dibujante y la directora lo miró con atención durante unos segundos. Juan de Dios Martínez se fijó en sus manos. Tenía las uñas pintadas y los dedos eran largos y parecían suaves al tacto. En el dorso de la mano pudo contar unas cuantas pecas. La directora le dijo que el retrato no era bueno y que podía tratarse de cualquiera. Después fueron a ver a los dos locos. Estaban en el patio, un patio enorme, sin árboles, de tierra, como una cancha de fútbol de un barrio pobre. Un vigilante vestido con camiseta y pantalones blancos le trajo al primero. Juan de Dios Martínez oyó cómo la directora le preguntaba por su salud. Luego hablaron de comida. El loco dijo que ya casi no podía comer carne, pero lo dijo de forma tan enrevesada que el judicial no supo si se estaba quejando por el menú o si le comunicaba una aversión por la carne probablemente reciente. La doctora habló de proteínas. La brisa que soplaba por el patio a veces despeinaba a los pacientes. Hay que construir una muralla, le oyó decir a la doctora. Cuando sopla el viento se ponen nerviosos, dijo el vigilante vestido de blanco. Después trajeron al otro. Juan de Dios Martínez creyó al principio que eran hermanos, aunque cuando los dos estuvieron uno al lado del otro se dio cuenta de que el parecido sólo era aparente. De lejos, pensó, igual todos los locos se parecen. Cuando volvió al despacho de la directora le preguntó cuánto tiempo hacía que dirigía el manicomio. Un titipuchal de años, dijo ella riéndose. Ya ni me acuerdo. Mientras tomaban otro café, a los que la directora era muy aficionada, le preguntó si era de Santa Teresa. No, dijo la directora. Nací en Guadalajara y estudié en el DF y luego en San Francisco, en Berkeley. A Juan de Dios Martínez le hubiera gustado seguir hablando con ella, y tomando café, y tal vez preguntarle si estaba casada o divorciada, pero no tenía tiempo. ¿Me los puedo llevar?, dijo. La directora lo miró sin comprender. ¿Me puedo llevar a los locos?, preguntó. La directora se rió en su cara y le preguntó si se sentía bien. ¿Adónde se los quiere llevar? A una especie de rueda de reconocimiento, dijo el judicial. Tengo a la víctima en el hospital y no puede moverse. Usted me presta a sus pacientes un par de horas, me los llevo de paseo al hospital y antes de que anochezca se los traigo de vuelta. ¿Y me lo pide a mí?, dijo la directora. Usted es la jefa, dijo el judicial. Tráigame una orden del juez, dijo la directora. Se la puedo traer, pero eso es puro papeleo. Además, si le traigo una orden, a sus pacientes los van a llevar a comisaría, puede que los retengan una o dos noches, no lo van a pasar bien. En cambio, si me los llevo yo ahora, pues no pasa nada. Los meto en el carro, el único policía soy yo, si la víctima hace un reconocimiento positivo, igual le devuelvo a sus locos, a los dos. ¿No le parece más fácil? No, no me lo parece, dijo la directora, tráigame una orden del juez y ya veremos. No he querido ofenderla, dijo el judicial. Estoy escandalizada, dijo la directora. Juan de Dios Martínez se rió. Pues no me los llevo y ya está, dijo. Eso sí, procure que ninguno de los dos salga del manicomio, ¿me lo promete? La directora se levantó y por un momento él creyó que lo iba a echar. Luego llamó por teléfono a su secretaria y le pidió otra taza de café. ¿Usted quiere otra? Juan de Dios Martínez movió la cabeza afirmativamente. Esta noche no voy a poder dormir, pensó.

Esa noche el desconocido de la iglesia de San Rafael entró en la iglesia de San Tadeo, en la colonia Kino, un barrio que crecía entre los matorrales y las colinas de suaves pendientes del suroeste de Santa Teresa. Al judicial Juan de Dios Martínez lo llamaron a las doce de la noche. Estaba viendo la tele y después de colgar el teléfono recogió los platos sucios de la mesa y los puso en el fregadero. Del cajón de la mesita de noche sacó su pistola y el retrato robot, que tenía doblado en cuatro partes, y bajó caminando por las escaleras hasta el garaje en donde estaba su Chevy Astra de color rojo. Cuando llegó a la iglesia de San Tadeo unas mujeres estaban sentadas en la escalinata de adobe. No eran muchas. En el interior de la iglesia vio al judicial José Márquez que interrogaba al cura. Le preguntó a un policía si había venido ya la ambulancia. El policía lo miró con una sonrisa y le dijo que no había heridos. ¿Qué chingados es todo esto? Los dos tipos de la policía científica trataban de encontrar huellas en una imagen de Cristo que estaba junto al altar, en el suelo. Esta vez el loco no le ha hecho daño a nadie, le dijo José Márquez cuando se desocupó del cura. Quiso saber qué había pasado. Un pendejo drogado apareció a eso de las diez de la noche, dijo Márquez. Llevaba una navaja o un cuchillo. Se sentó en los últimos bancos. Allí. En los más oscuros. Una vieja lo oyó llorar. El tipo no sé si lloraba de tristeza o de placer. Se estaba meando. Entonces la vieja fue a llamar al cura y el tipo saltó y se puso a destrozar las figuras. Un Cristo, una Guadalupana y un par de santos más. Después se marchó. ¿Y eso es todo?, dijo el judicial Juan de Dios Martínez. No hay nada más, dijo Márquez. Durante un rato ambos estuvieron hablando con los testigos. La descripción del agresor coincidía con el de la iglesia de San Rafael. Le mostró al cura el retrato robot. El cura era muy joven y parecía muy cansado, pero no por lo sucedido aquella noche sino por algo que se arrastraba desde hacía años. Se parece, dijo el cura sin darle importancia. La iglesia olía a incienso y a orina. Los pedazos de yeso esparcidos por el suelo le recordaron una película, pero no supo cuál. Con la punta del pie movió uno de los fragmentos, parecía el trozo de una mano y estaba empapado. ¿Te has dado cuenta?, le dijo Márquez. ¿Qué?, dijo Juan de Dios Martínez. Ese cabrón debe de tener una vejiga monstruosa. O se aguanta todo lo que puede y espera hasta estar dentro de una iglesia para soltarlo. Cuando salió vio a algunos periodistas del Heraldo del Norte y La Tribuna de Santa Teresa que hablaban con los curiosos. Echó a caminar por las calles aledañas a la iglesia de San Tadeo. Allí no olía a incienso aunque el aire, en ocasiones, parecía salir directamente de una poza séptica. El alumbrado público apenas cubría algunas calles. Nunca antes he estado aquí, se dijo Juan de Dios Martínez. Al final de una calle divisó la sombra de un gran árbol. Era un simulacro de plaza y el árbol era lo único que en aquel semicírculo baldío guardaba cierta semejanza con un espacio público. Alrededor de él los vecinos habían construido, aprisa y sin maña, unos bancos para tomar el fresco. Aquí hubo un poblado de indios, recordó el judicial. Un policía que había vivido en la colonia se lo había dicho. Se dejó caer sobre un banco y observó la imponente sombra del árbol que se recortaba amenazante sobre el cielo estrellado. ¿Dónde están los indios ahora? Pensó en la directora del manicomio. Le hubiera gustado hablar con ella en ese mismo instante, pero sabía que no se atrevería a llamarla.

El ataque a las iglesias de San Rafael y de San Tadeo tuvo mayor eco en la prensa local que las mujeres asesinadas en los meses precedentes. Al día siguiente, Juan de Dios Martínez, junto con dos policías, recorrió la colonia Kino y la colonia La Preciada, mostrándole a la gente el retrato robot del agresor. Nadie lo reconoció. A la hora de comer los policías se marcharon al centro y Juan de Dios Martínez llamó por teléfono a la directora del manicomio. La directora no había leído los periódicos y no sabía nada de lo que había pasado la noche anterior. Juan de Dios la invitó a comer. La directora, contra lo que él esperaba, aceptó la invitación y se citaron en un restaurante vegetariano en la calle Río Usumacinta, en la colonia Podestá. Él no conocía el restaurante y cuando llegó pidió una mesa para dos y un whisky mientras la esperaba, pero allí no servían bebidas alcohólicas. El mesero que lo atendió llevaba una camisa ajedrezada y sandalias y lo miró como si estuviera enfermo o se hubiera equivocado de local. El sitio le pareció agradable. La gente que ocupaba las otras mesas hablaba en voz baja y se oía música como de agua, el ruido del agua al caer por unas lajas. La directora lo vio nada más entrar, pero no lo saludó y se puso a hablar con el mesero que preparaba unos jugos naturales detrás de la barra. Tras intercambiar unas palabras con él se acercó a la mesa. Iba vestida con pantalones grises y con un jersey escotado de color perla. Juan de Dios Martínez se levantó cuando ella llegó junto a él y le dio las gracias por haber aceptado su invitación. La directora sonrió: tenía dientes pequeños y regulares, muy blancos y afilados, lo que daba a su sonrisa un aire carnívoro que desentonaba con la especialidad del restaurante. El mesero les preguntó qué iban a comer. Juan de Dios Martínez miró el menú y luego le pidió a ella que eligiera por él. Mientras esperaban la comida le contó lo de la iglesia de San Tadeo. La directora lo escuchó con atención y al final le preguntó si se lo había contado todo. Es todo lo que hay, dijo el judicial. Mis dos enfermos pasaron la noche en el centro, dijo ella. Ya lo sé, dijo él. ¿Cómo? Después de estar en la iglesia fui al manicomio. Le pedí al vigilante y a una enfermera de guardia que me llevaran a la habitación de sus pacientes. Los dos dormían. No había ropa manchada de orina. Nadie los dejó salir. Esto que usted me cuenta es ilegal, dijo la directora. Pero ellos ya no son sospechosos, dijo el judicial. Y además no los desperté. No se dieron cuenta de nada. Durante un rato la directora se dedicó a comer en silencio. A Juan de Dios Martínez le empezó a gustar cada vez más la música con ruido de agua. Se lo dijo. Me gustaría comprarme el disco, dijo. Se lo dijo sinceramente. La directora no pareció escucharlo. De postre les sirvieron higos. Juan de Dios Martínez dijo que hacía años que no comía higos. La directora pidió un café y quiso pagar ella la cuenta, pero él no la dejó. No fue fácil. Tuvo que insistir mucho y la directora parecía haberse vuelto de piedra. Al salir del restaurante se dieron la mano como si nunca más se fueran a ver.

Dos días después el desconocido entró en la iglesia de Santa Catalina, en la colonia Lomas del Toro, a una hora en que el recinto estaba cerrado, y se orinó y defecó en el altar, además de decapitar casi todas las imágenes que encontró a su paso. La noticia esta vez salió en la prensa nacional y un periodista de La Voz de Sonora bautizó al agresor como el Penitente Endemoniado. Por lo que Juan de Dios Martínez sabía, el acto pudo cometerlo cualquier otro, pero en la policía decidieron que había sido el Penitente y él prefirió seguir el curso de los acontecimientos. No le extrañó que ninguno de los vecinos de la iglesia oyera nada, pese a que para romper tantas imágenes sagradas se requería tiempo, además de causar un ruido considerable. En la iglesia de Santa Catalina no vivía nadie. El cura que oficiaba allí iba una vez al día, de las nueve de la mañana hasta la una de la tarde, y luego se iba a trabajar en una escuela parroquial de la colonia Ciudad Nueva. No había sacristán y los monaguillos que ayudaban en misa a veces iban y a veces no iban. En realidad, la iglesia de Santa Catalina era una iglesia casi sin feligreses y los objetos que había en su interior eran baratos, comprados por el obispado en una tienda del centro de la ciudad que se dedicaba a la venta de ropa talar y de santos al por mayor y al menudeo. El cura era un tipo abierto y de talante liberal, según le pareció a Juan de Dios Martínez. Estuvieron hablando durante un rato. En la iglesia no faltaba nada. El cura no parecía escandalizado ni afectado por el ultraje. Hizo un cálculo rápido de los estropicios y dijo que eso para el obispado era una bicoca. La caca en el altar no le alteró el semblante. En un par de horas, cuando ustedes se vayan, esto estará limpio otra vez, dijo. En cambio, la cantidad de orina lo alarmó. Hombro con hombro, como dos hermanos siameses, el judicial y el cura recorrieron todos los rincones por donde el Penitente se había orinado y el cura, al final, dijo que el tipo aquel debía de tener la vejiga del tamaño de un pulmón. Esa noche Juan de Dios Martínez pensó que el Penitente cada vez le caía mejor. La primera agresión fue violenta y casi mató al sacristán, pero a medida que pasaban los días se iba perfeccionando. En la segunda agresión sólo había asustado a unas beatas y en la tercera no lo vio nadie y había podido trabajar en paz.

Tres días después de la profanación de la iglesia de Santa Catalina, el Penitente se introdujo a altas horas de la noche en la iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, en la colonia Reforma, la iglesia más antigua de la ciudad, construida a mediados del siglo XVIII, y que durante un tiempo sirvió como sede del obispado de Santa Teresa. En el edificio adyacente, sito en la esquina de las calles Soler y Ortiz Rubio, dormían tres curas y dos jóvenes seminaristas indios de la etnia pápago que cursaban estudios de Antropología e Historia en la Universidad de Santa Teresa. Los seminaristas, además de dedicar su tiempo al estudio, se encargaban de algunas labores menores de limpieza, como fregar los platos cada noche o recoger la ropa sucia de los curas y entregársela a la mujer que luego la llevaba a la lavandería. Esa noche, uno de los seminaristas no dormía. Había intentado estudiar encerrado en su cuarto y luego se levantó a buscar un libro a la biblioteca, en donde, sin que hubiera motivo alguno, se quedó leyendo sentado en un sillón hasta que lo sorprendió el sueño. El edificio estaba comunicado con la iglesia a través de un pasillo que llevaba directamente a la rectoría. Se decía que existía otro pasillo, subterráneo, que los curas utilizaron durante la revolución y durante la guerra cristera, pero de ese pasillo el estudiante pápago desconocía la existencia. De pronto un ruido a cristales rotos lo despertó. Primero pensó, cosa rara, que estaba lloviendo, pero luego se dio cuenta de que el ruido provenía del interior de la iglesia y no de afuera y se levantó y fue a investigar. Al llegar a la rectoría oyó gemidos y pensó que alguien se había quedado encerrado en uno de los confesionarios, cosa del todo improbable pues las puertas de éstos no se cerraban. El estudiante pápago, contrariamente a lo que se decía sobre la gente de su etnia, era medroso y no se atrevió a entrar solo en la iglesia. Fue primero a despertar al otro seminarista y luego ambos acudieron a golpear, de forma muy discreta, la puerta del padre Juan Carrasco, que a esas horas, como el resto de los habitantes del edificio, dormía. El padre Juan Carrasco escuchó la historia del pápago en el pasillo y como leía la prensa dijo: debe de ser el Penitente. Acto seguido volvió a su habitación, se puso los pantalones y unas zapatillas de gimnasia que usaba para hacer jogging y para jugar al frontón, y de un armario sacó un viejo bate de béisbol. Luego envió a uno de los pápagos a despertar al conserje, que dormía en una pequeña habitación de la primera planta, junto a la escalera, y él, seguido por el pápago que alertó sobre los ruidos, se dirigió a la iglesia. A primera vista ambos tuvieron la impresión de que allí no había nadie. El humo hialino de las velas ascendía con lentitud hacia la bóveda y una nube densa, amarillo oscuro, permanecía inmóvil en el interior del templo. Poco después oyeron el gemido, como si un niño hiciera esfuerzos para no vomitar, al que siguió otro y luego otro, y luego el sonido familiar de la primera arcada. Es el Penitente, susurró el seminarista. El padre Carrasco arrugó el ceño y se dirigió sin vacilar hacia el lugar del que provenía el ruido con el bate de béisbol sujeto con las dos manos, en actitud, precisamente, de batear. El pápago no lo siguió. Tal vez dio un pasito o dos en la dirección emprendida por el cura, al cabo de los cuales se quedó quieto, ya sin defensas ante un terror sagrado. La verdad es que hasta le castañeteaban los dientes. No podía avanzar ni retroceder. Así que, como luego explicó a la policía, se puso a rezar. ¿Qué rezaste?, le preguntó el judicial Juan de Dios Martínez. El pápago no entendió la pregunta. ¿El padrenuestro?, dijo el judicial. No, no, no, no me acordaba de nada, dijo el pápago, recé por mi alma, recé por mi madrecita, le pedí a mi madrecita que no me abandonara. Desde donde estaba oyó el ruido del bate de béisbol que se estrellaba contra una columna. Bien podía tratarse, pensó o recordó que había pensado, de la columna vertebral del Penitente o de la columna de un metro noventa de altura en donde estaba la talla en madera del arcángel Gabriel. Luego oyó resoplar a alguien. Oyó gemir al Penitente. Escuchó que el padre Carrasco le mentaba la madre a alguien, una mentada, la verdad sea dicha, extraña, no supo si dirigida al Penitente o a él, que no lo había acompañado, o a una persona desconocida del pasado del padre Carrasco, alguien a quien él no conocería jamás y a quien el cura no volvería a ver jamás. Después el ruido que hace un bate de béisbol al caer a un suelo de piedras cortadas con exactitud y primor. La madera, el bate, rebota varias veces hasta que finalmente el ruido cesa. Casi al mismo instante oyó un grito que le hizo pensar, otra vez, en el terror sagrado. Pensar sin pensar. O pensar con imágenes temblorosas. Después creyó ver, como iluminado por una vela pero lo mismo daba que si estuviera iluminado por un rayo, la figura del Penitente que con el bate de béisbol segaba de un golpe las canillas del arcángel y lo hacía caer de su pedestal. De nuevo el ruido de la madera, viejísima ésta, colisionando con la piedra, como si madera y piedra, en aquellas latitudes, fueran términos estrictamente antagónicos. Y más golpes. Y luego los pasos del conserje que llegaba corriendo y se internaba, también él, en lo oscuro, y la voz de su hermano pápago que en lengua pápago le preguntaba qué tenía, qué le dolía. Y luego más gritos y más curas y voces que avisaban a la policía y un revuelo de camisas blancas y un olor ácido, como si alguien hubiera trapeado las piedras de la vieja iglesia con un galón de amoníaco, olor a meados, según le dijo el judicial Juan de Dios Martínez, demasiada orina para un hombre solo, para un hombre con una vejiga normal.

Esta vez el Penitente se desmadró, dijo el judicial José Márquez mientras examinaba de rodillas los cadáveres del padre Carrasco y del conserje. Juan de Dios Martínez examinó la ventana por donde el profanador accedió a la iglesia y luego salió a la calle y estuvo un rato dando vueltas por Soler y luego por Ortiz Rubio y por una plaza que por las noches los vecinos usaban como párking gratuito. Cuando volvió a la iglesia Pedro Negrete y Epifanio estaban allí y nada más entrar el jefe de la policía le hizo un gesto para que se acercara. Durante un rato estuvieron hablando y fumando sentados en los bancos de la última fila. Debajo de la chamarra de cuero Negrete iba vestido con la camisa del pijama. Olía a colonia cara y no tenía cara de cansado. Epifanio llevaba un traje azul claro al que favorecía la luz mortecina de la iglesia. Juan de Dios Martínez le dijo al jefe de policía que el Penitente debía de tener un coche. ¿Y eso cómo lo sabes? No puede desplazarse a pie sin llamar la atención, dijo el judicial. Sus meados apestan. La distancia que hay entre la Kino y la Reforma es muy grande. La distancia entre la Reforma y la Lomas del Toro, también. Supongamos que el Penitente vive en el centro. De la Reforma al centro se puede ir caminando y si es de noche nadie va a darse cuenta de que hueles a meado. Pero del centro a la Lomas del Toro, andando, no sé, por lo menos te puedes tardar una hora. O más, dijo Epifanio. Y de la Lomas del Toro a la Kino, ¿de cuánto puede ser la caminata? Más de cuarentaicinco minutos, siempre que antes no te pierdas, dijo Epifanio. Y ya no digamos de la Reforma a la Kino, dijo Juan de Dios Martínez. Así que este buey va en coche, dijo el jefe de policía. Es de lo único que podemos estar seguros, dijo Juan de Dios Martínez. Y probablemente lleva ropa limpia en el interior del coche. ¿Y eso?, dijo el jefe de policía. Como medida de precaución. O sea que tú crees que el Penitente no es ningún pendejo, dijo Negrete. Se vuelve tarolas sólo cuando está en el interior de una iglesia, cuando sale es una persona normal y corriente, susurró Juan de Dios Martínez. Ah, caray, dijo el jefe de policía. ¿Y tú qué piensas, Epifanio? Puede ser, dijo Epifanio. Si vive solo, puede volver oliendo a mierda, total, del coche a su sede no puede tardar más de un minuto. Si vive con alguna ruca o con los jefes, seguro que se cambia de ropa antes de entrar. Suena lógico, dijo el jefe de policía. Pero la cuestión es cómo le ponemos fin a todo esto. ¿Se te ocurre algo? Por lo pronto, poner un policía en cada iglesia y esperar a que el Penitente dé el primer paso, dijo Juan de Dios Martínez. Mi hermano es muy católico, dijo el jefe de policía como si pensara en voz alta. Tengo que preguntarle algunas cosas. ¿Y dónde crees tú, Juan de Dios, que vive el Penitente? No lo sé, jefe, dijo el judicial, en cualquier parte, aunque si tiene coche no creo que viva en la Kino.

A las cinco de la mañana, al volver a su casa, el judicial Juan de Dios Martínez encontró un mensaje de la directora del manicomio en su contestador. La persona que usted busca, decía la voz de la directora, padece sacrofobia. Telefonéeme y se lo explicaré. Pese a la hora que era la llamó de inmediato. Le contestó la voz grabada de la directora. Soy Martínez, el policía judicial, dijo Juan de Dios Martínez, perdone por llamarla a esta hora… He escuchado su mensaje… Acabo de llegar a mi casa… Esta noche el Penitente… En fin, mañana me pondré en contacto con usted… Es decir, hoy… Buenas noches y gracias por su mensaje. Después se sacó los zapatos y los pantalones y se tiró en la cama, pero no pudo dormir. A las seis de la mañana se presentó en comisaría. Un grupo de patrulleros estaba festejando el cumpleaños de un compañero y lo invitaron a beber pero él no aceptó. Desde el despacho de los judiciales, donde no había nadie, oyó cómo cantaban, en el piso de arriba, una y otra vez, las mañanitas. Hizo una lista de los policías que quería que trabajaran con él. Redactó un informe para la policía judicial de Hermosillo y luego salió a tomarse un café junto a la máquina automática. Vio pasar a dos patrulleros abrazados escaleras abajo y los siguió. En el pasillo vio a varios policías platicando, en grupos de dos, de tres, de cuatro. De vez en cuando un grupo se reía estruendosamente. Un tipo vestido de blanco, pero con pantalones vaqueros, arrastraba una camilla. Sobre la camilla, completamente cubierta por una funda de plástico gris, iba el cadáver de Emilia Mena Mena. Nadie se fijó en él.

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