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La parte de los crímenes

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El doce de abril se encontraron los restos de una mujer en un campo vecino a Casas Negras. Los que la encontraron se dieron cuenta de que era una mujer por el pelo, negro y largo hasta la cintura. El cadáver se hallaba en un estado de descomposición avanzada. Tras el examen del forense se dictaminó que la víctima tenía entre veintiocho y treintaitrés años, un metro sesentaisiete de estatura y que las causas de la muerte fueron dos golpes contusos muy fuertes en la región tempoparietal. No llevaba identificación. Vestía pantalón negro, una blusa verde y zapatos tenis. En uno de los bolsillos del pantalón se encontraron las llaves de un coche. Su perfil no encajaba con el de las desaparecidas de Santa Teresa. Probablemente llevaba muerta un par de meses. El caso se archivó.

Sin que supiera muy bien por qué, puesto que no creía en videntes, Sergio González buscó a Florita Almada en los estudios del Canal 7 de Hermosillo. Habló con una secretaria, luego con otra, luego con Reinaldo. Éste le dijo que no era fácil ver a Florita. Sus amigos, dijo Reinaldo, la protegemos. Protegemos su intimidad. Somos un escudo humano alrededor de la Santa. Sergio se identificó como periodista y dijo que la intimidad de Florita estaba garantizada. Reinaldo le dio una cita para esa noche. Sergio volvió a su hotel y trató de escribir el borrador de la crónica sobre los asesinatos de mujeres, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que no podía escribir nada. Bajó al bar del hotel y estuvo bebiendo y leyendo periódicos locales. Después subió a su habitación, se dio una ducha y volvió a bajar. Media hora antes de la hora señalada por Reinaldo tomó un taxi y le pidió que diera algunas vueltas por el centro antes de dirigirse a su cita. El taxista le preguntó de dónde era. Del DF, dijo Sergio. Ciudad loca, dijo el taxista. Una vez me asaltaron siete veces el mismo día. Sólo faltó que me violaran, dijo el taxista riéndose en el espejo retrovisor. Las cosas han cambiado, dijo Sergio, ahora son los taxistas los que asaltan a la gente. Eso he oído decir, dijo el taxista, ya era hora. Depende de cómo se mire, dijo Sergio. La cita era en un bar de clientela masculina. El lugar se llamaba Popeye y un matón de casi dos metros y más de cien kilos vigilaba la puerta. En el interior había una barra que hacía zigzag y mesillas enanas iluminadas con pequeñas lámparas y sillones forrados de satén de color morado. Por los altavoces se oía música new age y los camareros iban vestidos de marineros. Reinaldo y un desconocido lo esperaban sentados en unos taburetes demasiado altos, junto a la barra. El desconocido tenía el pelo lacio, cortado a la moda, y vestía ropa cara. Se llamaba José Patricio y era el abogado de Reinaldo y de Florita. ¿Así que Florita Almada necesita un abogado? Todo el mundo necesita uno, dijo José Patricio muy serio. Sergio no quiso tomar nada y poco después los tres se subieron al BMW de José Patricio y enfilaron por calles cada vez más oscuras hacia la casa de Florita. Durante el viaje José Patricio quiso saber cómo era la vida de un periodista de nota roja en el DF y Sergio tuvo que confesar que él, en realidad, trabajaba para cultura y espectáculos. A grandes rasgos explicó cómo había entrado en contacto con los crímenes de Santa Teresa y José Patricio y Reinaldo lo escucharon con atención y recogimiento, como niños que oyen por enésima vez el mismo cuento que los aterroriza e inmoviliza, asintiendo gravemente con la cabeza, cómplices en el mismo secreto. Más adelante, sin embargo, cuando ya faltaba poco para llegar a la casa de Florita, Reinaldo quiso saber si Sergio conocía a un famoso presentador de Televisa. Sergio reconoció que lo conocía de nombre, pero que nunca había coincidido con él en una fiesta. Reinaldo contó entonces que ese presentador estuvo enamorado de José Patricio. Durante un tiempo venía todos los fines de semana a Hermosillo e invitaba a José Patricio y a sus amigos a la playa, en donde gastaba el dinero a manos llenas. José Patricio, por aquel entonces, estaba enamorado de un gringo, un profesor de Derecho de Berkeley, y no le hacía ni el más mínimo caso. Una noche, dijo Reinaldo, el famoso presentador me llevó a su habitación del hotel y me dijo que tenía algo que proponerme. Yo pensé que, tal como estaba de despechado, quería acostarse conmigo o llevarme al DF para que iniciase allí una nueva carrera en la televisión, apadrinado por él, pero el presentador lo único que quería era hablar y que Reinaldo lo escuchase. Al principio, dijo Reinaldo, yo sólo sentía desprecio. No es un hombre atractivo y en persona parece aún peor que en la tele. En esa época aún no conocía a Florita Almada y mi vida era la vida de un pecador. (Risas). En fin: lo despreciaba, probablemente también sentía un poquito de envidia por su suerte, que consideraba desproporcionada. Lo cierto es que lo acompañé a su habitación, dijo Reinaldo, la mejor suite del mejor hotel de Bahía Kino, desde donde solíamos dar paseos en yate hasta la isla Tiburón o la isla Turner, todo el lujo del mundo, como te puedes figurar, dijo Reinaldo mientras miraba las pobres casas que flanqueaban la avenida por la que transitaba el BMW de José Patricio, y allí estaba el presentador famoso, el niño mimado de Televisa, sentado a los pies de la cama, con una copa en la mano, el pelo alborotado y los ojos achinaditos que casi no se le veían, y cuando me ve, cuando se da cuenta de que yo estoy en la habitación, de pie, esperando, va y me suelta que aquella noche probablemente va a ser la última noche de su vida. Como comprenderás, me quedé helado, porque de inmediato pensé: este puto primero me mata a mí y luego se mata él, todo con tal de darle un disgusto póstumo a José Patricio. (Risas). ¿Se dice así, no, póstumo? Más o menos, dijo José Patricio. Así que le dije, dijo Reinaldo, oye, no bromees. Oye, mejor salgamos a dar un paseo. Y mientras iba hablando buscaba con los ojos la pistola. Pero no vi ni una pistola por ninguna parte, aunque el presentador perfectamente bien la podía tener debajo de la camisa, como los pistoleros, aunque él, en ese instante, no tenía pinta de pistolero sino más bien de estar desesperado y solo. Recuerdo que encendí la tele y puse un programa nocturno que transmitían desde Tijuana, un talk-show, y le dije: seguro que tú, con los mismos medios, lo sabrías hacer mejor, pero el presentador ni siquiera se dignó echarle una ojeada a la tele. Lo único que hacía era mirar el suelo y murmurar que la vida no tenía sentido y que ya más valía morirse que seguir viviendo. Bla bla bla. Cualquier cosa que yo le dijera, comprendí entonces, estaba de más. Él ni siquiera me escuchaba, sólo quería tenerme cerca, por si acaso, ¿por si acaso qué?, no lo sé, pero por si acaso definitivamente. Recuerdo que me asomé al balcón y contemplé la bahía. Era noche de luna llena. Qué bonita es la costa, reflexioné, y lo peor es que no nos damos cuenta salvo en situaciones extremas, cuando apenas la podemos disfrutar. Qué bonita es la costa y la playa y el firmamento repleto de estrellas. Pero luego me cansé y volví a sentarme en el sillón de la habitación y por no verle la cara al presentador volví a contemplar la tele, en donde un tipo contaba que tenía en su poder, lo decía con esas palabras, en su poder, como si estuviera refiriendo una historia medieval o una historia política, el récord de expulsiones de los Estados Unidos. ¿Saben cuántas veces había entrado ilegal a los Estados Unidos? ¡Trescientas cuarentaicinco veces! Y trescientas cuarentaicinco veces había sido detenido y deportado a México. Y todo en el lapso de cuatro años. La verdad es que de pronto se me despertó el interés. Lo imaginé en mi programa. Imaginé las preguntas que yo le haría. Me puse a cavilar cómo entrar en contacto con él, porque la historia, eso no me lo puede negar nadie, era muy interesante. El de la tele de Tijuana le hizo una pregunta clave: ¿de dónde sacaba dinero para pagar a los polleros que lo llevaban al otro lado? Porque estaba claro, al ritmo desenfrenado de sus expulsiones, que en los Estados Unidos no tenía materialmente tiempo para trabajar y ahorrar algo de lana. La contestación del tipo fue alucinante. Dijo que al principio pagaba lo que le pedían, pero que luego, digamos tras la décima deportación, regateaba y pedía rebajas, y que tras la quincuagésima deportación los polleros y los coyotes lo llevaban con ellos por amistad, y que tras la centésima deportación probablemente, creía él, lo llevaban de lástima. Ahorita mismo, le dijo al presentador de Tijuana, lo llevaban como amuleto, porque al entender de los polleros daba suerte, pues su presencia, en cierta forma, aligeraba el estrés de los demás: si caía alguien ese alguien iba a ser él, no los otros, al menos si los otros sabían dejarlo de lado una vez cruzada la frontera. Digamos: se había convertido en la carta marcada, en el billete marcado, según sus propias palabras. Entonces el presentador, que era malo, le hizo la pregunta estúpida y luego la pregunta buena. La estúpida fue preguntarle si pensaba inscribir su récord en el libro Guiness de los récords. El tipo ni siquiera sabía de qué chingados le hablaba, en su vida había oído hablar del Guiness. La buena fue preguntarle si iba a seguir intentándolo. ¿Intentando qué?, dijo el tipo. Intentando pasar al otro lado, dijo el presentador. El tipo dijo que, si Dios lo permitía y le daba salud, en ningún momento se le había borrado de la cabeza la idea de vivir en los Estados Unidos. ¿No estás cansado?, dijo el presentador. ¿No te dan ganas de volverte a tu pueblo o de buscarte una chamba aquí en Tijuana? El tipo sonrió como con vergüenza y dijo que cuando se le metía una idea en la cabeza no había nada que hacerle. Era un tipo loco, loco, loco, un loco de verdad, dijo Reinaldo, pero yo estaba en el hotel más loco de Bahía Kino y junto a mí, sentado a los pies de la cama, estaba el presentador más loco de la tele del DF, así que ¿qué podía pensar, realmente? Por supuesto, el presentador ya no se pensaba suicidar. Seguía sentado a los pies de la cama, pero tenía los ojos, unos ojos de perro cansado, clavados en la tele. ¿Qué te parece?, le dije. ¿Puede existir una persona así? ¿No es encantador? ¿No es la inocencia personificada? Entonces el presentador se levantó y tomó la pistola que todo ese tiempo había ocultado debajo de una pierna o debajo de una nalga y yo volví a empalidecer de golpe y él me hizo un gesto, un gesto apenas perceptible, como si me dijera que ya no tenía nada de que preocuparme y entró en el baño sin cerrar la puerta y yo pensé ay, chingados, ahorita se va a suicidar, pero él lo que hizo fue mear largamente, todo quedaba como en familia, todo encajaba, la tele encendida, la puerta abierta, la noche como un guante sobre el hotel, el espalda mojada perfecto, el espalda mojada que yo quería llevar a mi programa y que tal vez el presentador enamorado de José Patricio quería llevar a su programa, el espalda mojada monstruoso, el rey de la mala suerte, el hombre que cargaba sobre sus espaldas el destino de México, el espalda mojada sonriente, ese ser similar a un sapo, ese inerme dago seboso y poco inteligente, ese trozo de carbón que en otra reencarnación hubiera podido ser un diamante, ese intocable que no había nacido en la India sino en México, todo encajaba, de pronto todo encajaba y ya para qué suicidarse. Desde donde estaba vi que el presentador de Televisa guardaba la pistola en su neceser y luego cerraba el neceser y lo metía en un cajón del baño. Le pregunté si quería que fuéramos al bar del hotel a tomarnos unas copas. Bueno, dijo, pero antes quiso ver el final del programa. En la tele ya estaban hablando con otro tipo, creo que un amaestrador de gatos. ¿Qué canal es éste?, me dijo el presentador. El 35 de Tijuana, le contesté. El 35 de Tijuana, dijo él como si hablara en sueños. Luego salimos de la habitación. En el pasillo el presentador se detuvo y sacó un peine del bolsillo trasero de su pantalón y se peinó. ¿Cómo estoy?, me preguntó. Divino, le dije. Luego llamamos al elevador y esperamos. Qué día, dijo el presentador. Yo asentí con la cabeza. Cuando el elevador llegó nos metimos y bajamos hasta el bar sin decir ni una palabra. Poco después nos separamos y cada uno se fue a acostar.

Después de comer, cuando ambos miraban la noche a través de los ventanales del Rey del Taco, Yolanda Palacio le dijo que no todo era malo en Santa Teresa. No todo, en lo que concernía a las mujeres. Como si al estar con los estómagos satisfechos, y además cansados y con ganas de dormir, ambos apreciaran las cosas buenas, los detalles falseados de la esperanza. Fumaron. ¿Sabes cuál es la ciudad con el índice de desempleo femenino más bajo de México? Sergio González vio la luna del desierto, un fragmento, un corte helicoidal, asomándose por entre las azoteas. ¿Santa Teresa?, dijo. Pues sí, Santa Teresa, dijo la encargada del Departamento de Delitos Sexuales. Aquí casi todas las mujeres tienen trabajo. Un trabajo mal pagado y explotado, con horarios de miedo y sin garantías sindicales, pero trabajo al fin y al cabo, lo que para muchas mujeres llegadas de Oaxaca o de Zacatecas es una bendición. ¿Un corte helicoidal? No puede ser, pensó Sergio. Una ilusión óptica sí, unas nubes extrañas con forma de puritos, ropa tendida al viento nocturno, la mosca o el mosquito de Poe. ¿Así que aquí no hay desempleo femenino?, dijo. No sea sangrón, dijo Yolanda Palacio, claro que hay desempleo, femenino y masculino, sólo que aquí la tasa de desempleo femenino es mucho menor que en el resto del país. De hecho, se podría decir, grosso modo, que todas las mujeres de Santa Teresa tienen trabajo. Pida cifras y compare.

En mayo asesinaron en su propio domicilio a Aurora Cruz Barrientos, de dieciocho años. Fue encontrada en la cama conyugal, con múltiples heridas de arma blanca, casi todas en el tórax, los brazos abiertos como si clamara al cielo, en medio de una gran mancha de sangre coagulada. Realizó el hallazgo una vecina y amiga, a la que le pareció extraño que las cortinas de la casa estuvieran aún echadas. La puerta estaba abierta y la vecina entró en la casa, en donde de inmediato notó algo raro, que sin embargo no supo precisar. Al llegar al dormitorio y ver lo que le habían hecho a Aurora Cruz se desmayó. La casa estaba ubicada en la calle Estepa n.º 870, en la colonia Féliz Gómez, un barrio de clase media baja. El caso le fue adjudicado al judicial Juan de Dios Martínez, que se personó en el lugar de los hechos una hora después de que la casa hubiera sido tomada por la policía. El esposo de Aurora Cruz, Rolando Pérez Mejía, se encontraba trabajando en la maquiladora City Keys y aún no había sido avisado de la muerte de su mujer. Los policías que registraron la casa encontraron unos calzoncillos, presumiblemente de Pérez Mejía, abandonados en el baño y manchados de sangre. A primeras horas de la tarde una patrulla se acercó a City Keys y se llevaron a Pérez Mejía rumbo a la comisaría n.º 2. En su declaración éste asegura que antes de salir a trabajar desayunó con su mujer, como todas las mañanas, y que la relación entre ambos era armoniosa pues no dejaban que los problemas, económicos, mayormente, interfirieran en sus vidas. Llevaban, según Pérez Mejía, un año y pocos meses de matrimonio, y nunca se habían peleado. Cuando le fue mostrado el calzoncillo manchado de sangre, Pérez Mejía lo reconoció como suyo, o parecido a uno que tenía, y Juan de Dios Martínez pensó que se derrumbaría. Pero el marido, pese a llorar amargamente tras ver su calzoncillo, lo que a Juan de Dios no dejó de parecerle extraño, pues un calzoncillo no es una foto ni una carta sino sólo eso, un calzoncillo, no se derrumbó. De todas maneras, quedó detenido a la espera de nuevos acontecimientos, los que no tardaron en llegar. Primero apareció un testigo que dijo haber visto a un hombre merodeando en las cercanías de la casa de Aurora Cruz. El merodeador, según este testigo, era un tipo joven con pinta de deportista que tocaba los timbres de las casas y pegaba la cara a las ventanas como si quisiera cerciorarse de que estaban vacías. Al menos eso fue lo que hizo en tres casas, una de ellas la de Aurora Cruz, y luego desapareció. ¿Qué pasó después?, el testigo no lo sabía, pues se había ido a trabajar, no sin antes advertir a su mujer y a la madre de su mujer, que vivía con ellos, la presencia del intruso. Según la mujer del testigo, poco después de que su marido se marchara ella se pasó un rato delante de la ventana, pero no vio nada. Al cabo de un rato ella también se fue a trabajar y en la casa sólo quedó la suegra, quien, al igual que antes hiciera su yerno y su hija, durante un rato estuvo espiando la calle desde la ventana, sin ver ni notar nada sospechoso, hasta que sus nietos se levantaron y ella tuvo que ocuparse de que desayunaran antes de mandarlos a la escuela. Nadie más en el barrio, por otra parte, vio al merodeador de aspecto deportivo. En la maquiladora donde trabajaba el marido de la víctima varios trabajadores atestiguaron que Rolando Pérez Mejía había llegado como cada mañana, poco antes de que empezara su turno. Según el dictamen del forense, Aurora Cruz había sido violada por los dos conductos. El violador y asesino, según el forense, era una persona de gran energía, un tipo joven, sin duda, y completamente desbocado. Preguntado por Juan de Dios Martínez qué quería decir con desbocado, el forense contestó que la cantidad de semen encontrado en el cuerpo de la víctima y en las sábanas era anormal. Pueden haber sido dos personas, dijo Juan de Dios Martínez. Puede, dijo el forense, aunque para asegurarse ya había enviado muestras a la policía científica de Hermosillo para confirmar, si no el ADN, sí al menos el tipo de sangre del agresor. Por los desgarros anales, el forense se inclinaba a creer que las violaciones por este conducto se produjeron cuando la víctima ya era cadáver. Durante unos días, sintiéndose cada vez más enfermo, Juan de Dios investigó a algunos jóvenes del barrio relacionados con pandillas juveniles. Una noche tuvo que ir al médico, quien le confirmó que padecía una gripe y le recetó descongestionantes y paciencia. La gripe se le complicó al cabo de unos días con placas bacterianas en la garganta y tuvo que tomar antibióticos. El marido de la víctima estuvo una semana en los calabozos de la comisaría n.º 2 y luego lo pusieron en la calle. Las muestras de semen enviadas a Hermosillo se perdieron, no se sabía muy bien si en el camino de ida o en el de vuelta.

Florita en persona les abrió la puerta. Sergio no esperaba que fuera tan vieja. Florita saludó con un beso a Reinaldo y José Patricio y a él le extendió la mano. Venimos muertos de aburrimiento, oyó que decía Reinaldo. La mano de Florita estaba cuarteada, como si fuera la mano de una persona que pasaba mucho tiempo entre productos químicos. La sala era pequeña, con dos sillones y un aparato de televisión. En las paredes colgaban fotos en blanco y negro. En una de las fotos vio a Reinaldo y a otros hombres, todos sonrientes, vestidos como para salir de picnic, alrededor de Florita: los adeptos de una secta alrededor de su sacerdotisa. Le ofrecieron té o cerveza. Sergio pidió una cerveza y le preguntó a Florita si era verdad que ella podía ver las muertes ocurridas en Santa Teresa. La Santa parecía cohibida y tardó un poco en contestar. Se arregló el cuello de la blusa y la chaquetita de lana, tal vez demasiado estrecha. Su respuesta fue vaga. Dijo que en ocasiones, como todo hijo de vecino, veía cosas y que las cosas que veía no necesariamente eran visiones sino imaginaciones, cosas que le pasaban por la cabeza, como a todo hijo de vecino, el impuesto que dizque había que pagar por vivir en una sociedad moderna, aunque ella era del parecer de que todo el mundo, viviera donde viviera, podía en determinado momento ver o figurarse cosas, y que ella, en efecto, últimamente sólo se figuraba asesinatos de mujeres. Una charlatana de buen corazón, pensó Sergio. ¿Por qué de buen corazón? ¿Porque todas las viejitas de México tenían buen corazón? Más bien un corazón de piedra, pensó Sergio, para aguantar tanto. Florita, como si le hubiera leído el pensamiento, asintió varias veces. ¿Y cómo sabe que estos asesinatos son los de Santa Teresa?, dijo Sergio. Por la carga, dijo Florita. Y por la cadena. Instada a que se explicara mejor, dijo que un asesinato común y corriente (aunque no existían asesinatos comunes y corrientes) terminaba casi siempre con una imagen líquida, lago o pozo que tras ser hendido volvía a aquietarse, mientras que una sucesión de asesinatos, como los de la ciudad fronteriza, proyectaban una imagen pesada, metálica o mineral, una imagen que quemaba, por ejemplo, que quemaba cortinas, que bailaba, pero que a más cortinas quemaba más oscura se hacía la habitación o el salón o el galpón o el granero donde aquello acontecía. ¿Y puede usted ver el rostro de los asesinos?, dijo Sergio sintiéndose de pronto cansado. A veces, dijo Florita, a veces veo sus caras, hijito, pero cuando despierto se me olvidan. ¿Cómo diría usted que son sus caras, Florita? Pues son caras comunes y corrientes (aunque no existen en el mundo, o al menos en México, caras comunes y corrientes). ¿O sea que usted no diría que son caras de asesinos? No, yo sólo diría que son caras grandes. ¿Grandes? Sí, grandes, como hinchadas, como infladas. ¿Como máscaras? Yo no diría eso, dijo Florita, son caras, no máscaras ni disfraces, sólo que están hinchadas, como si tomaran demasiada cortisona. ¿Cortisona? O cualquier otro corticoide que hinche, dijo Florita. ¿O sea están enfermos? No lo sé, depende. ¿Depende de qué? De la manera en que uno los mire. ¿Ellos se consideran a sí mismos personas enfermas? No, de ninguna manera. ¿Se saben sanos, entonces? Saber, lo que se dice saber, en este mundo nadie sabe nada a ciencia cierta, hijito. ¿Pero ellos se creen sanos? Digamos que sí, dijo Florita. ¿Y sus voces, las ha oído alguna vez?, dijo Sergio (me ha llamado hijito, qué cosa más rara, me ha llamado hijito). Muy pocas veces, pero alguna vez sí que los he escuchado hablar. ¿Y qué dicen, Florita? No lo sé, hablan en español, un español enrevesado que no parece español, tampoco es inglés, a veces pienso que hablan en una lengua inventada, pero no puede ser inventada puesto que entiendo algunas palabras, así que yo diría que es español lo que hablan y que ellos son mexicanos, sólo que la mayor parte de sus palabras me resultan incomprensibles. Me ha llamado hijito, pensó Sergio. Sólo una vez, por lo que es legítimo pensar que no se trata de una muletilla en su discurso. Una charlatana de buen corazón. Le ofrecieron otra cerveza, que rechazó.

Dijo que se sentía cansado. Dijo que tenía que volver a su hotel. Reinaldo lo miró con rencor mal disimulado. ¿Qué culpa tengo yo?, pensó Sergio. Fue al baño: olía a vieja, pero en el suelo había dos macetas con plantas de un verde intenso, casi negro. No es mala idea, plantas en el wáter, pensó Sergio mientras oía las voces de Reinaldo y José Patricio y Florita que parecían discutir en la sala. Desde la minúscula ventana del baño se podía ver un pequeño patio encementado y húmedo, como si acabara de llover, en donde, junto a las macetas con plantas, distinguió macetas con flores rojas y azules, de una variedad desconocida. Al volver a la sala ya no se volvió a sentar. Le dio la mano a Florita y le prometió que le enviaría el artículo que pensaba publicar, aunque él sabía muy bien que no le iba a enviar nada. Hay algo que sí entiendo, dijo la Santa cuando los acompañó hasta la puerta. Lo dijo mirando a Sergio a los ojos y luego a Reinaldo. ¿Qué es lo que entiende, Florita?, dijo Sergio. No lo digas, Florita, dijo Reinaldo. Todo el mundo, cuando habla, deja traslucir, aunque sea en parte, sus alegrías y sus penas, ¿verdad? Verdad de Dios, dijo José Patricio. Pues cuando esas figuraciones mías hablaban entre ellos, pese a no entender sus palabras, me daba perfecta cuenta de que sus alegrías y sus penas eran grandes, dijo Florita. ¿Qué tan grandes?, dijo Sergio. Florita lo miró a los ojos. Abrió la puerta. Pudo sentir la noche de Sonora tocándole la espalda como un fantasma. Inmensas, dijo Florita. ¿Como si se supieran impunes? No, no, no, dijo Florita, aquí no tiene nada que ver la impunidad.

El uno de junio Sabrina Gómez Demetrio, de quince años de edad, llegó a pie al hospital del IMSS Gerardo Regueira, con heridas múltiples de arma blanca y dos balazos en la espalda. Fue ingresada de inmediato en la unidad de urgencias, en donde al cabo de pocos minutos falleció. Pronunció pocas palabras antes de morir. Dijo su nombre y mencionó la calle donde vivía con sus hermanas y hermanos. Dijo que había estado encerrada en una Suburban. Dijo algo sobre un hombre que tenía cara de cerdo. Una de las enfermeras que intentaban pararle la hemorragia le preguntó si ese hombre la había secuestrado. Sabrina Gómez dijo que lamentaba no ver nunca más a sus hermanos.

En junio, Klaus Haas convocó mediante llamadas telefónicas una conferencia de prensa en el penal de Santa Teresa a la que asistieron seis periodistas. La conferencia la había desaconsejado su abogada, pero Haas por aquellos días parecía haber perdido el control de los nervios que hasta entonces había exhibido y no quiso escuchar ni un solo argumento en contra de su plan. Tampoco, según su abogada, le reveló a ésta el tema de la conferencia. Sólo le dijo que ahora estaba en posesión de un dato del que antes carecía y que quería hacerlo público. Los periodistas que fueron no esperaban ninguna declaración nueva ni mucho menos algo que iluminara el pozo oscuro en el que se había convertido la aparición regular de muertas en la ciudad o en el extrarradio de la ciudad o en el desierto que circundaba Santa Teresa como un puño de hierro, pero fueron porque al fin y al cabo Haas y las muertas eran su noticia. Los grandes periódicos del DF no mandaron a sus representantes.

En junio, pocos días después de que Haas, telefónicamente, les prometiera a los periodistas una declaración, según sus propias palabras, sensacional, apareció muerta cerca de la carretera a Casas Negras Aurora Ibáñez Medel, cuya desaparición había sido reportada hacía un par de semanas por su marido. Aurora Ibáñez tenía treintaicuatro años y trabajaba en la maquiladora Interzone-Berny, tenía cuatro hijos de edades comprendidas entre los catorce y los tres años y llevaba casada desde los diecisiete años con Jaime Pacheco Pacheco, mecánico, quien en el momento de la desaparición de su mujer estaba desempleado, víctima de una reducción del personal de talleres de la Interzone-Berny. Según el informe forense, la muerte había sido causada por asfixia y en el cuello de la víctima, pese al tiempo transcurrido, aún se apreciaban lesiones típicas de estrangulamiento. El hioides no estaba roto. Probablemente Aurora había sido violada. El caso lo llevó el judicial Efraín Bustelo, con asesoramiento del judicial Ortiz Rebolledo. Tras hacer algunas averiguaciones en el entorno de la víctima se procedió a arrestar a Jaime Pacheco, quien después de ser sometido a un interrogatorio confesó su crimen. El móvil, dijo Ortiz Rebolledo a la prensa, fueron los celos. No por un hombre en particular, sino por todos los hombres con los que ella hubiera podido cruzarse o por la situación, que era nueva e inaguantable. El pobre Pacheco pensó que su mujer lo iba a dejar. Preguntado por el medio de transporte que utilizó para llevar, engañada, a su mujer hasta más allá del kilómetro treinta de la carretera a Casas Negras, o para deshacerse del cadáver en dicha carretera, en el supuesto de que la hubiera matado en otro lugar, punto sobre el que Pacheco no quiso hablar pese a la dureza del interrogatorio, declaró que un amigo le prestó su carro, un Coyote del año 87, amarillo con dibujos de llamas rojas en los costados, amigo que la policía no encontró o no buscó con la dedicación que el caso ameritaba.

Junto a Haas, mirando al frente, rígida, como si por su cabeza pasaran las imágenes de una violación, estaba su abogada, y alrededor los reporteros de El Heraldo del Norte, La Voz de Sonora, La Tribuna de Santa Teresa, los tres periódicos locales, y los de El Independiente de Phoenix, El Sonorense de Hermosillo y La Raza de Green Valley, un periódico de pocas páginas, de aparición semanal (en ocasiones quincenal o mensual), que sobrevivía casi sin anuncios, de las suscripciones de algunos chicanos de clase media baja de la zona comprendida entre Green Valley y Sierra Vista, antiguos braceros establecidos en Río Rico, Carmen, Tubac, Sonoita, Amado, Sahuarita, Patagonia, San Xavier, y en cuyas páginas sólo aparecían historias de crímenes, cuanto más horrendos, mejor. Sólo había un fotógrafo, Chuy Pimentel, de La Voz de Sonora, que se mantuvo detrás del círculo formado por los periodistas. De vez en cuando la puerta se abría y aparecía un carcelero que miraba a Haas o a su abogada como preguntándoles si necesitaban algo. En una ocasión la abogada le pidió al carcelero que trajera agua fresca. El carcelero asintió y dijo ahorita mismo y desapareció. Al cabo de un rato apareció con dos botellas de agua y varias latas frías de refresco. Los periodistas se lo agradecieron y casi todos se decidieron por una lata, salvo Haas y su abogada, que prefirieron tomar agua. Durante unos minutos nadie dijo nada, ni la más mínima observación, y todos bebieron.

En julio se halló el cuerpo de una mujer en una acequia de aguas negras, al este de la colonia Maytorena, no muy lejos de una pista de terracería y de unas torres de alta tensión. La mujer tenía aproximadamente entre veinte y veinticinco años y según los forenses llevaba muerta por lo menos tres meses. El cadáver presentaba las manos atadas a la espalda, con cuerda de plástico, como la que se usa para embalar paquetes grandes. En la mano izquierda llevaba un guante negro, largo, que le cubría hasta la mitad del brazo. No se trataba, por lo demás, de un guante barato sino de uno de terciopelo, como los que usan las vedettes, pero sólo las vedettes de cierto prestigio. Tras quitarle el guante encontraron dos anillos, uno en el dedo medio, de plata de ley, y otro en el anular, de plata con una serpiente labrada. También llevaba puesto, en el pie derecho, un calcetín de hombre, marca Tracy. Y lo más sorprendente de todo: atado alrededor de la nuca, como un extraño pero no del todo imposible sombrero, se encontró un sostén negro, de buena calidad. Por lo demás la mujer estaba desnuda y no tenía ningún papel que sirviera para una posterior identificación. El caso, tras los trámites de rigor, se archivó y su cuerpo fue arrojado a la fosa común del cementerio de Santa Teresa.

A finales de julio las autoridades de Santa Teresa, en colaboración con las autoridades del estado de Sonora, invitaron al investigador Albert Kessler a la ciudad. Cuando la noticia se hizo pública algunos periodistas, sobre todo del DF, le preguntaron al presidente municipal José Refugio de las Heras si la presencia del antiguo agente del FBI era una tácita aceptación de que las investigaciones de la policía mexicana habían fracasado. El licenciado de las Heras respondió que no, que en modo alguno, que el señor Kessler iba a venir a Santa Teresa a dictar un curso de capacitación profesional de quince horas ante un selecto grupo de alumnos escogidos entre los mejores policías de Sonora y que Santa Teresa había sido seleccionada como sede de dicho curso, en detrimento, por ejemplo, de Hermosillo, además de por su pujanza industrial, por su triste historial de asesinos en serie, una lacra desconocida o casi desconocida hasta entonces en México, que ellos, las autoridades del país, deseaban parar a tiempo, ¿y qué mejor manera de extirpar una lacra que formar un cuerpo policial experto en la materia?

Les voy a decir quién asesinó a Estrella Ruiz Sandoval, de cuya muerte se me acusa injustamente, dijo Haas. Son los mismos que han matado por lo menos a otras treinta jóvenes de esta ciudad. La abogada de Haas agachó la cabeza. Chuy Pimentel hizo la primera foto. En ella se ven los rostros de los periodistas que miran a Haas o consultan sus cuadernos de notas, sin ninguna excitación, sin ningún entusiasmo.

En septiembre encontraron el cuerpo de Ana Muñoz Sanjuán detrás de unos cubos de basura en la calle Javier Paredes, entre la colonia Félix Gómez y la colonia Centro. El cadáver estaba completamente desnudo y presentaba indicios de estrangulamiento y violación, que luego serían confirmados por el forense. Tras las primeras investigaciones se determinó su identidad. La víctima se llamaba Ana Muñoz Sanjuán, vivía en la calle Maestro Caicedo de la colonia Rubén Darío, en donde compartía casa con otras tres mujeres, tenía dieciocho años y trabajaba como mesera de la cafetería El Gran Chaparral, en el casco histórico de Santa Teresa. Su desaparición no fue notificada a la policía. Las últimas personas con las que se la vio fueron tres hombres que respondían a los alias de el Mono, el Tamaulipas y la Vieja. La policía intentó localizarlos, pero parecía que la tierra se los había tragado. El caso se archivó.

¿Quién invita a Albert Kessler?, se preguntaron los periodistas. ¿Quién va a pagar por los servicios del señor Kessler? ¿Y cuánto? ¿La ciudad de Santa Teresa, el estado de Sonora? ¿De dónde va a salir el dinero de los honorarios del señor Kessler? ¿De la Universidad de Santa Teresa, de los fondos negros de la policía del estado? ¿Hay dinero de particulares en el asunto? ¿Hay algún mecenas detrás de la visita del eminente investigador norteamericano? ¿Y por qué ahora, justo ahora, traen a un experto en asesinos en serie y no antes? ¿Y es que en México no hay criminólogos capaces de colaborar con la policía? ¿El profesor Silverio García Correa, por ejemplo, no es lo suficientemente bueno? ¿No fue acaso el mejor psicólogo de su promoción en la UNAM? ¿No obtuvo un master en criminología por la Universidad de Nueva York y otro master por la universidad de Stanford? ¿No hubiera salido más barato contratar al profesor García Correa? ¿No hubiera sido más patriótico encargarle un asunto mexicano a un mexicano que a un norteamericano? ¿Y, a propósito, sabe hablar español el investigador Albert Kessler? ¿Y si no sabe, quién va a servirle de traductor? ¿Trae él a su propio traductor o le van a poner uno de aquí?

Haas dijo: he estado investigando. Dijo: he recibido soplos. Dijo: en la cárcel todo se sabe. Dijo: los amigos de los amigos son tus amigos y cuentan cosas. Dijo: los amigos de los amigos de los amigos cubren un amplio radio de acción y te hacen favores. Nadie se rió. Chuy Pimentel siguió haciendo fotos. En ellas se ve a la abogada que parece a punto de soltar unas lágrimas. De coraje. Las miradas de los periodistas son miradas de reptiles: observan a Haas, que mira las paredes grises como si en la erosión del cemento hubiera escrito su guión. El nombre, dice uno de los periodistas, lo susurra, pero es lo suficientemente audible para todos. Haas dejó de mirar la pared y sus ojos consideraron al que habló. En lugar de contestar directamente, explicó una vez más su inocencia en el asesinato de Estrella Ruiz Sandoval. No la conocí, dijo. Luego se cubrió el rostro con las manos. Una muchacha linda, dijo. Ojalá la hubiera conocido. Se siente mareado. Imagina una calle llena de gente, al ocaso, que se va vaciando armoniosamente, hasta que no queda nadie, sólo un coche estacionado en una esquina. Luego cae la noche y Haas siente sobre su mano los dedos de su abogada. Dedos demasiado gruesos, dedos demasiado cortos. El nombre, dijo otro periodista, sin el nombre no avanzamos nada.

En septiembre, en un descampado de la colonia Sur, envuelto en una cobija y en bolsas de plástico de color negro se encontró el cuerpo desnudo de María Estela Ramos. Tenía los pies atados con un cable y presentaba señales de tortura. Se hizo cargo del caso el judicial Juan de Dios Martínez, quien estableció que el cadáver había sido arrojado al descampado entre las doce de la noche y la una y media de la madrugada del sábado, pues durante el resto del tiempo el descampado en cuestión había sido utilizado como punto de encuentro de vendedores y compradores de droga y por pandillas de adolescentes que acudían al lugar a escuchar música. Tras confrontar diversas declaraciones, quedó establecido que, por una causa o por otra, entre las doce y la una y media, allí no había nadie. María Estela Ramos vivía en la colonia Veracruz y aquéllos no eran sus rumbos. Tenía veintitrés años y un hijo de cuatro y compartía casa con dos compañeras de trabajo en la maquila, una de ellas desempleada en el momento de los hechos pues, según le contó a Juan de Dios, había intentado organizar un sindicato. ¿Qué le parece a usted?, le dijo. Me botaron por exigir mis derechos. El judicial se encogió de hombros. Le preguntó quién se iba a encargar del hijo de María Estela. Yo, dijo la sindicalista frustrada. ¿No hay familia, no tiene abuelos el escuincle? No creo, dijo la mujer, pero intentaremos averiguarlo. Según el forense, la causa del deceso había sido un golpe con objeto contundente en la cabeza, aunque también tenía cinco costillas rotas y heridas de arma blanca, de tipo superficial, en los brazos. Había sido violada. Y su muerte se produjo por lo menos cuatro días antes de que los drogadictos la encontraran entre las basuras y malezas del descampado de la Sur. Según sus compañeras, María Estela tenía o había tenido un novio, al que llamaban el Chino. Nadie sabía su nombre real, pero sí sabían dónde trabajaba. Juan de Dios fue a buscarlo a una tlapalería de la colonia Serafín Garabito. Preguntó por el Chino y le dijeron que allí no conocían a nadie con ese nombre. Lo describió, tal como antes habían hecho las compañeras de María Estela, pero la respuesta fue la misma: allí nunca había trabajado nadie, ni en el mostrador ni en los almacenes, con ese nombre ni con esas características. Puso a trabajar a sus soplones y durante unos días se dedicó exclusivamente a buscarlo. Pero fue como buscar a un fantasma.

El señor Albert Kessler es un profesional de connotado prestigio, dijo el profesor García Correa. El señor Kessler, por lo que me cuentan, fue uno de los pioneros en el trazado de perfiles psicológicos de asesinos en serie. Tengo entendido que trabajó para el FBI y que antes trabajó para la policía militar de los Estados Unidos o para la inteligencia militar, lo que es casi un oxímoron, pues la palabra inteligencia raras veces es aplicable a la palabra militar, dijo el profesor García Correa. No, no me siento ofendido ni desplazado por el hecho de que no se me haya encargado a mí este trabajo. Las autoridades del estado de Sonora me conocen muy bien y saben que soy un hombre cuya única diosa es la Verdad, dijo el profesor García Correa. En México siempre nos deslumbramos con una facilidad espantosa. A mí se me ponen los pelos de punta cuando veo o escucho o leo en la prensa algunos adjetivos, algunas alabanzas que parecen vertidas por una tribu de monos enloquecidos, pero ni modo, así somos y uno con los años se acostumbra, dijo el profesor García Correa. Ser criminólogo en este país es como ser criptógrafo en el polo norte. Es como ser niño en una crujía de pedófilos. Es como ser merolico en un país de sordos. Es como ser condón en el reino de las amazonas, dijo el profesor García Correa. Si te vejan, te acostumbras. Si te miran por encima del hombro, te acostumbras. Si desaparecen tus ahorros, los ahorros de toda una vida y que guardabas para jubilarte, te acostumbras. Si tu hijo te estafa, te acostumbras. Si tienes que seguir trabajando cuando por ley deberías dedicarte a lo que te diera la real gana, te acostumbras. Si encima te bajan el sueldo, te acostumbras. Si para redondear el sueldo tienes que trabajar para abogados deshonestos y detectives corruptos, te acostumbras. Pero esto es mejor que no lo pongan en su artículo, muchachos, porque si no me estaría jugando el puesto, dijo el profesor García Correa. El señor Albert Kessler, como les iba diciendo, es un investigador de connotado prestigio. Según tengo entendido trabaja con computadoras. Interesante trabajo. También hace de consejero o de asesor en algunas películas de acción. Yo no he visto ninguna, porque hace mucho que no voy al cine y la basura de Hollywood sólo me provoca sueño. Pero, según me dijo mi nieto, son películas divertidas en donde siempre ganan los buenos, dijo el profesor García Correa.

El nombre, dijo el periodista. Antonio Uribe, dijo Haas. Durante un instante los periodistas se miraron, por si a alguno de ellos le sonaba ese nombre, pero todos se encogieron de hombros. Antonio Uribe, dijo Haas, ése es el nombre del asesino de mujeres de Santa Teresa. Tras un silencio, agregó: y alrededores. ¿Y alrededores?, dijo uno de los periodistas. El asesino de Santa Teresa, dijo Haas, y también de las mujeres muertas que han aparecido por los alrededores de la ciudad. ¿Y tú conoces a ese tal Uribe?, dijo uno de los periodistas. Lo vi una vez, una sola vez, dijo Haas. Luego tomó aliento, como si se dispusiera a contar una larga historia y Chuy Pimentel aprovechó para sacarle una foto. En ella se ve a Haas, por efecto de la luz y de la postura, mucho más delgado, el cuello más largo, como el cuello de un guajolote, pero no un guajolote cualquiera sino un guajolote cantor o que en aquel momento se dispusiera a elevar su canto, no simplemente a cantar, sino a elevarlo, un canto agudo, rechinante, un canto de vidrio molido pero con una fuerte reminiscencia de cristal, es decir de pureza, de entrega, de falta absoluta de dobleces.

El siete de octubre fue hallado a treinta metros de las vías del tren, en unos matorrales lindantes con unos campos de béisbol, el cuerpo de una mujer de edad comprendida entre los catorce y los diecisiete años. El cuerpo presentaba señales claras de tortura, con múltiples hematomas en brazos, tórax y piernas, así como heridas punzantes de arma blanca (un policía se entretuvo en contarlas y se aburrió al llegar a la herida número treintaicinco), ninguna de las cuales, sin embargo, dañó o penetró ningún órgano vital. La víctima carecía de papeles que facilitaran su identificación. Según el forense la causa de la muerte fue estrangulamiento. El pezón del pecho izquierdo presentaba señales de mordeduras y estaba medio arrancado, sosteniéndose tan sólo por algunos cartílagos. Otro dato facilitado por el forense: la víctima tenía una pierna más corta que otra, lo que en principio se pensó facilitaría su identificación, algo que a la postre resultó infundado, pues de las desapariciones denunciadas en las comisarías de Santa Teresa ninguna correspondía a tales características. El día del hallazgo del cuerpo, encontrado por un grupo de adolescentes jugadores de béisbol, se presentaron en el lugar de los hechos Epifanio y Lalo Cura. El sitio estaba lleno de policías. Había algunos judiciales, algunos municipales, miembros de la policía científica, la Cruz Roja y periodistas. Epifanio y Lalo Cura se pasearon por el lugar hasta llegar al sitio exacto donde aún yacía el cadáver. No era baja. Medía por lo menos un metro sesentaiocho. Estaba desnuda a excepción de una blusa blanca llena de manchas de sangre y de tierra y un sostén blanco. Cuando se alejaron de allí Epifanio le preguntó a Lalo Cura qué le había parecido. ¿La muerta?, dijo Lalo. No, el lugar del crimen, dijo Epifanio encendiendo un cigarrillo. No hay lugar del crimen, dijo Lalo. Lo han limpiado a conciencia. Epifanio puso el coche en marcha. A conciencia no, dijo, como pendejos, pero para el caso es lo mismo. Lo han limpiado.

1997 fue un buen año para Albert Kessler. Había dado conferencias en Virginia, en Alabama, en Kentucky, en Montana, en California, en Oregon, en Indiana, en Maine, en Florida. Había recorrido universidades y hablado con antiguos alumnos que ahora eran profesores y tenían hijos grandes, algunos incluso casados, lo que nunca dejaba de sorprenderle. Había viajado a París (Francia), a Londres (Inglaterra), a Roma (Italia), en donde su nombre era conocido y en donde los asistentes a sus conferencias llegaban con su libro, traducido al francés, al italiano, al alemán, al español, para que él estampara su firma y alguna frase cariñosa o alguna frase ingeniosa, cosa que él hacía muy a gusto. Había viajado a Moscú (Rusia) y San Petersburgo (Rusia), y a Varsovia (Polonia), y lo habían invitado a ir a muchos otros lugares, por lo que cabía imaginar que 1998 iba a ser un año tan movido como éste. El mundo, en realidad, es pequeño, pensaba a veces Albert Kessler, sobre todo cuando iba en avión, en un asiento de primera o de business, y olvidaba por unos segundos la conferencia que iba a dictar en Tallahassee o en Amarillo o en New Bedford y se dedicaba a mirar las caprichosas formas de las nubes. Casi nunca soñaba con asesinos. Había conocido a muchos y había seguido la pista a muchos más, pero rara vez soñaba con alguno de ellos. En realidad, soñaba poco o tenía la fortuna de olvidar los sueños en el preciso instante en que despertaba. Su mujer, con la que vivía desde hacía más de treinta años, solía recordar sus sueños y a veces, cuando Albert Kessler paraba en casa, se los contaba mientras desayunaban juntos. Ponían la radio, un programa de música clásica, y desayunaban café, zumo de naranja, pan congelado que su mujer ponía en el microondas y que quedaba delicioso, crujiente, mejor que cualquier otro pan que él hubiera comido en ninguna otra parte. Mientras untaba el pan con mantequilla su mujer le contaba lo que había soñado esa noche, casi siempre con familiares de ella, casi todos muertos, o con amigos, de ambos, a los que hacía mucho no veían. Después su mujer se encerraba en el baño y Albert Kessler salía al jardín y oteaba el horizonte de tejados rojos, grises, amarillos, las aceras limpias y ordenadas, los coches último modelo que los hijos menores de sus vecinos estacionaban sobre los caminos de grava y no en el garaje. En el barrio sabían quién era él y lo respetaban. Si cuando estaba en el jardín aparecía un hombre, antes de meterse en su coche y partir, levantaba una mano y decía buenos días, señor Kessler. Todos eran menores que él. No demasiado jóvenes, médicos o ejecutivos medios, profesionales que se ganaban la vida trabajando duramente y que procuraban no hacer daño a nadie, aunque sobre esto último uno nunca podía saber nada a ciencia cierta. Casi todos estaban casados y tenían uno o dos hijos. A veces hacían barbacoas en los jardines, junto a la piscina, y en una ocasión, porque su mujer se lo rogó, acudió a una de estas comidas y se bebió media cerveza Bud y un vaso de whisky. En el barrio no vivía ningún policía y el único que parecía despierto era un profesor universitario, un tipo calvo y larguirucho que finalmente resultó un imbécil que sólo sabía hablar de deportes. Un policía o un expolicía, pensaba a veces, con quien mejor está es con una mujer o con otro policía, otro poli de su mismo rango. En su caso, sólo era verdad la segunda parte. Hacía mucho que ya no le interesaban las mujeres, salvo si eran policías y se dedicaban a la investigación de homicidios. En cierta ocasión, un colega japonés le dijo que dedicara los ratos libres a la jardinería. El tipo era un poli jubilado como él y durante una época, o eso decían, había sido el as de la brigada criminal de Osaka. Siguió su consejo y al volver a casa le dijo a su mujer que despidiera al jardinero, que a partir de entonces se ocuparía él personalmente del jardín. Por supuesto, no tardó en estropearlo todo y el jardinero volvió. ¿Por qué he intentado curar, y además mediante la jardinería, un estrés que no tengo?, se preguntó. A veces, cuando regresaba después de veinte o treinta días de gira, promocionando el libro o asesorando a escritores policiacos y directores de thrillers o invitado por universidades o por departamentos de policía que estaban estancados con un asesinato irresoluble, contemplaba a su mujer y tenía la vaga impresión de que no la conocía. Pero la conocía, sobre eso no tenía la menor duda. Tal vez era su forma de caminar y de moverse por la casa o su forma de invitarlo a ir, por las tardes, cuando ya empezaba a anochecer, al supermercado al que ella iba siempre y en donde compraba ese pan congelado que comía por las mañanas y que parecía recién salido de un horno europeo y no de un microondas norteamericano. A veces, después de hacer la compra, se detenían, cada uno con su carrito, delante de una librería en donde estaba la edición de bolsillo de su libro. Su mujer lo señalaba con el índice y le decía: aún sigues allí. Él, invariablemente, asentía con la cabeza y luego seguían curioseando por las tiendas del mall. ¿La conocía o no la conocía? La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza, era leve y satisfactorio y real.

Lo vi una sola vez, dijo Haas.

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